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A lo largo del año, Anita asiste a todos los actos cívicos y sociales en los que el rajá y ella son los principales protagonistas. Las fiestas religiosas se celebran en Amritsar, y muchas recepciones tienen lugar en la capital del Punjab, en Lahore, situada a tres horas de coche de Kapurthala. Quizás por haberse acostumbrado a la tranquila vida en Villa Buona Vista, Anita se siente fascinada por el contraste que ofrece la antigua capital del imperio de Las mil y una noches. Por la belleza de sus monumentos y la elegancia de sus palacios, por los tesoros que contiene y por su ambiente abierto y animado, Lahore es conocida como el París de Oriente. Más cosmopolita que Delhi, goza desde hace tiempo de la reputación de ser la ciudad más tolerante y abierta de la India. En los bufés del Gymkhana Club y del Cosmopolitan Club se mezclan sijs, musulmanes, hindúes, cristianos y parsis. Las mujeres de la sociedad visten un poco como las cortesanas francesas del siglo XV, y los hombres como galanes del cine mudo. En las recepciones, cenas y bailes de la alta sociedad, que los nobles y los magnates del comercio ofrecen en sus suntuosas mansiones de los barrios residenciales, no hay discriminación excepto la impuesta por los ingleses en su lugar de cita favorito, el Punjab Club, donde un cartel en la entrada reza: «Sólo para europeos». Para Anita, Lahore es el contrapunto ideal a la atmósfera pueblerina y asfixiante de Kapurthala.

Aquí no hay dimes ni diretes, ni intrigas fomentadas por las mujeres del rajá, «que es como tener cuatro suegras», dice, riéndose. En Lahore se respira un aire de gran ciudad. Los ingleses cuentan con un acantonamiento militar, y dirigen los asuntos del Punjab desde un antiguo palacio mogol, sede de la oficina del gobernador británico.

El viaje semanal a Lahore se ha convertido en una costumbre que Anita observa con puntualidad religiosa. Representa para ella, al igual que los paseos a caballo, una válvula de escape. El rajá suele llevarla consigo en uno de sus Rolls, que conduce personalmente porque siempre tiene alguna gestión que hacer o alguna visita que realizar en la ciudad más importante de la región. Pero a Anita lo que de verdad le gusta es ir de compras sola, es decir, sin su marido, acompañada únicamente de Dalima, de Lola y de dos o tres criados que llevan los paquetes.

—Ven a recogerme a la oficina del gobernador cuando hayas terminado —le pide el rajá al dejarla a la entrada de la calle de los joyeros un día en que Anita tiene intención de comprar regalos para su familia en previsión del inminente viaje a Europa.

Ella le contesta lanzándole un beso al vuelo, lo que hace sonreír al rajá por lo atrevido y a la vez espontáneo del gesto. Las mujeres salen del coche y se adentran en las callejuelas hasta perderse en un rompecabezas bizantino de tenderetes y talleres. A la española le encanta fundirse en el grandioso espectáculo del enrevesado bazar oriental, en el corazón de la ciudad, y fisgarlo todo para, horas más tarde, seguida de su cohorte de criados, emerger y pasear victoriosa por el Mall, una amplia avenida a la europea bordeada de cafés, de bares, de tiendas, de restaurantes y de teatros. Ante la inminencia del viaje, al que Anita piensa llevar al pequeño Ajit para que lo conozcan sus padres, la pulsión compradora se hace todavía más apremiante. Es tal su ilusión por volver a ver a su familia que quiere llevarles todo lo que ve, como si pudiese regalarles un trozo de la India atado con un lazo a la manera de una caja de bombones. Por eso recorre con fruición la calle de los joyeros con sus relumbrantes muestras de brazaletes de oro, cajas de laca y cofrecitos de madera de sándalo; luego, la calle de los perfumistas, con sus bosques de barritas de incienso y sus frascos llenos de exóticas esencias; pasea su mirada por los mostradores centelleantes de babuchas bordadas de lentejuelas; se detiene en una de las numerosas tiendas de la calle de las armerías, que venden fusiles, lanzas y kirpans, la daga ritual de los sijs que su hijo Ajit tendrá que llevar un día en la cintura. Los vendedores de flores están ocultos tras montañas de claveles y de jazmines; los de té ofrecen una docena de hojas diferentes, que van desde el color verde pálido hasta el negro. Los mercaderes de telas, descalzos y sentados en cuclillas sobre esterillas en sus pequeñas tiendas, la invitan a escoger entre los brillantes reflejos de sus mercancías. Hay tiendas donde las mujeres se deslizan ocultas bajo los burqas, con los ojos al acecho detrás de la estrecha visera del velo, como «monjas en la hora de vísperas», según Anita. Sólo venden velos: unos cuadrados y pequeños, otros como pañuelos, y otros grandes como bufandas; hay máscaras de Arabia que sólo tapan la frente y el principio de la nariz, o burqas con rejilla como los de las afganas; todo un muestrario de prendas para esconderse de las miradas lascivas de los hombres.

El palacio del gobernador es la antigua residencia del príncipe Asaf Khan, el padre de Mumtaz Mahal, la musa que inspiró el Taj Mahal. Grandioso y refinado a la vez, con elegantes ventanas largas y estrechas y grandes patios interiores, el palacio es una auténtica joya del arte indomogol.

Anita, seguida de sus sirvientas y de los criados cargados de paquetes, se presenta ante los guardias ingleses vestidos de uniforme caqui: «¿El despacho del gobernador, please?».

—Lo siento, señorita, pero no puedo dejarles pasar.

—Vengo a por mi marido, que está reunido con el señor gobernador.

—Tendrá que esperar a que terminen, señora.

—Soy la princesa de Kapurthala —añade la española.

—No lo dudo, señora, pero no puedo permitirle la entrada. Es el reglamento, lo siento.

Las vehementes protestas de Anita chocan contra la impasibilidad de los guardias.

—Si no me deja avisarle de que estoy aquí, por lo menos mande a alguien para hacerlo.

—No estoy autorizado a interrumpir una reunión del gobernador. Lo máximo que puedo hacer es indicarle la sala de espera…

Anita no tiene más remedio que ceder y callarse. De pronto se encuentra en una galería donde sólo hay mujeres, la mayoría ataviadas con el burqa, sentadas en incómodos bancos de madera. Por primera vez, y mientras espera a que su marido termine, se da cuenta de lo duro que resulta ser tratada como una mujer normal.

Cuando el rajá termina su entrevista y sale del despacho del gobernador se encuentra con Anita sentada en un banco de la sala de espera, mirándolo con aire de pajarillo. El rajá no está de buen humor. Ha tenido que soportar las impertinencias del gobernador, que le ha preguntado, como siempre, si el hecho de irse de viaje durante tanto tiempo a Europa no perjudicará la marcha de los asuntos del Estado, a lo que el rajá le ha replicado lo de costumbre: que deja los asuntos en buenas manos. Pero lo que más le ha molestado ha sido la comunicación oficial de que Anita no tiene derecho a llamarse Alteza, ni a utilizar el título de maharaní ni el de princesa fuera del ámbito estricto de Kapurthala. Ni siquiera tiene derecho a llamarse Spanish Rani, la rani española, como ya es conocida en la sociedad. «El Gobierno de la India no ha reconocido y no reconocerá el matrimonio de Su Alteza con la señora española», dice una carta de la oficina del virrey que el propio gobernador le ha leído en voz alta, en respuesta a una solicitud oficial del rajá pidiendo que los ingleses revisen el estatus de su mujer. La apostilla final del documento ha irritado sobremanera a Jagatjit porque le hace sospechar que su primera esposa tiene algo que ver. «Hay que tener en cuenta —reza el documento— que Su Primera Alteza se ha negado también a reconocerla (refiriéndose a Anita).» Aunque el documento admite que la española ha sido recibida en sociedad por altos funcionarios y sus esposas, recomienda que «ningún funcionario, ni siquiera un subordinado o un asistente de comisario de policía, debe en ningún caso frecuentar a la esposa española del rajá». Como si tuviera la peste.

—De haber sabido que las órdenes serían cada vez más restrictivas, lo habría pensado mejor antes de casarme con ella —le ha dicho el rajá al gobernador—. No me parece justo someter a mi esposa a la exclusión de la sociedad europea que nos gusta frecuentar y que en el Punjab está compuesta principalmente por funcionarios civiles y militares del gobierno.

—Lo entiendo, Alteza. Sabemos que por su personalidad y su atractivo su esposa española se está labrando un hueco en la sociedad, por lo que estas restricciones entran en conflicto con la práctica existente; y ya se lo he señalado al virrey.

—¿Y qué ha dicho al respecto?

—El problema es que no se pueden hacer excepciones. El matrimonio del rajá de Jind con Olivia van Tassel plantea el mismo problema. Ella no tiene derecho a llamarse «maharaní Olivia». Y tampoco el gobierno ha reconocido el matrimonio del rajá de Pudokkatai, quien se acaba de casar con la australiana Molly Fink. No podemos reconocer los matrimonios mixtos de los príncipes de la India, Alteza, a menos que se cumplan ciertas condiciones. Es una cuestión de sentido común…

—¿De sentido común? De sentido común es no interferir en la vida privada de los príncipes. Eso sí sería sentido común.

—Os ruego que comprendáis, Alteza. Nuestra postura es razonable y coherente. El gobierno podría reconocer el matrimonio de una mujer europea con un príncipe indio si se cumpliesen algunas condiciones: primero, que fuese la única esposa. Segundo, que el Estado donde se casa la reconociese como rani o maharaní, lo que no es vuestro caso porque la rani oficial de Kapurthala es vuestra primera esposa, Harbans Kaur. La tercera condición es que la descendencia de la esposa tenga derecho al trono. Cumpliendo esas condiciones, se podrían proteger los derechos de la mujer europea. De lo contrario, estaríamos reconociendo matrimonios morganáticos, es decir, matrimonios que exaltan el estatus del príncipe en detrimento del de la mujer. Y eso, como europeos, no podemos admitirlo.

La lógica explicación del gobernador no ha hecho mella en el rajá, que se ve en la desagradable posición de tener que enfrentarse a sus aliados naturales. Los ingleses lo han educado, le han asegurado el trono cuando una rama de la familia cuestionaba la legitimidad de su mandato, y lo han protegido garantizándole sus fronteras y su poder. Una parte de su corazón se siente inglesa, aunque haya momentos, como éste, en que no los soporta. Su orgullo no aguanta que le pongan límites, ni admite que un funcionario dicte sus normas de vida, a él, que ha cenado tête-à-tête con la reina Victoria en Balmoral.

—Me temo que estas reglas, que ustedes modifican según la conveniencia del momento, acaben por socavar las buenas relaciones que siempre han existido entre ustedes y la casa real de Kapurthala —concluye diciendo el rajá en tono amenazador.

—Eso sería lamentable, Alteza, y así se lo he señalado al virrey porque se trata de una eventualidad que hemos sopesado —le responde el gobernador, mientras se retuerce los mostachos grises; en tono conciliatorio, como queriendo quitar hierro al asunto, sigue diciendo—: Permitidme recordaros que estas restricciones sobre el papel son meras recomendaciones, y que, en la práctica, como sabéis por experiencia, no se aplican necesariamente. Podéis sin duda seguir haciendo la misma vida, Alteza, sin perjuicio para vuestra reputación o la de vuestra esposa.

—Las restricciones que me imponéis constituyen una interferencia inaceptable en mi vida privada. Sabéis muy bien que limitan mis movimientos y restringen mis contactos con la sociedad.

—Alteza, me permito pediros un poco de paciencia. Os propongo que esperéis a que llegue el nuevo virrey para que revise la situación y podamos volver a la anterior, menos restrictiva. Yo mismo cursaré la petición oficial para darle a su esposa todo el reconocimiento que sea posible. Estoy seguro de que ha sido el creciente número de matrimonios mixtos lo que ha propiciado el endurecimiento del reglamento.

Mientras conduce de regreso a Kapurthala, Anita le sonsaca el tema de la conversación con el gobernador.

—No te preocupes, mon chéri, me los voy a ganar a todos y a cada uno de ellos a pulso, con un poco de gracia.

Pero el rajá está preocupado. No está acostumbrado a la confrontación, ya sea con su familia —y los tiene a casi todos en contra—, ya sea con los ingleses, sus padres putativos. Su papel no es el de luchar, sino el de reinar sin tener que dar explicaciones a nadie. Es lo que ha hecho toda la vida. Y piensa seguir haciéndolo. Su intuición le dice que el paso del tiempo arreglará la situación que la presencia de Anita ha creado en su vida, pero ahora no quiere que nada ni nadie venga a turbar la armonía de su matrimonio. La mujer encantadora que está sentada a su lado es obra suya, y quizás sea lo único en la vida por lo que ha luchado de verdad. Es su compañera de viaje, mal que le pese a sus otras mujeres y a los ingleses.

—El lunes es mi cumpleaños —le dice el rajá—. Me gustaría que estés presente en la puja que hacemos todos los años en familia. Nos reunimos alrededor del libro santo para leer párrafos y recitar oraciones.

—Me dijiste una vez que preferías que no estuviera en esa puja, ¿te acuerdas? Para no herir la sensibilidad de las ranis…

—Tienes razón, pero he cambiado de opinión. Quiero que acudas a la puja para dejar claro que no pienso tolerar que te ninguneen. Estarás allí, en primera fila. Como la nueva maharaní de Kapurthala. Si así lo deseas, claro.

Mais bien sur, mon chéri.