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Después del alivio de las primeras lluvias, Anita se da cuenta de que sigue haciendo el mismo calor, aunque ya no es seco, sino húmedo. Llueve todos los días y varias veces al día, de modo que hay que cambiarse a menudo porque el sudor empapa la ropa. Ni siquiera una ducha o un baño consiguen detener la transpiración. La sensación de tener las manos siempre húmedas es constante. Una palabra nueva hace su aparición con los monzones: flood, «inundación». Está en boca de los sirvientes, que luchan con cubos para recoger el agua de las goteras, o con bayetas para secar los charcos. Al asomarse una mañana por la terraza, Anita ve la mansión rodeada de agua. El río ha crecido durante la noche y los jardineros se desplazan por el jardín en las barcas que normalmente están amarradas al pantalán de la ribera. Trasladan a la cervatilla, a los pavos, a los gatos y a los perros, que ponen cara de susto al encontrarse en ese arca de Noé improvisada. En la ciudad, las trombas de agua han estropeado la pequeña central eléctrica y las carreteras inundadas impiden el tráfico de los carros de bueyes. La primera consecuencia de todo ello es el aumento del precio de ciertos productos, como el arroz o las patatas, por las dificultades de aprovisionamiento. Son días en los que Anita es testigo del vínculo especial e íntimo que existe entre el rajá y su pueblo. En los recorridos en coche o a lomos de elefante, a las puertas del nuevo palacio o en la verja de entrada a la villa, los súbditos esperan a su soberano y se acercan sin temor alguno pidiendo Dohai, que significa «Mi señor, pido su atención». Los campesinos se quejan del precio de las cebollas y de los problemas provocados por las aguas. Se dirigen a él llamándole «padre» porque ven en él la personificación de las fuerzas protectoras y de la justicia benévola de un padre ideal. Es una curiosa relación, mezcla de confianza, respeto y familiaridad. A veces un campesino le detiene para simplemente preguntarle sobre su familia o para hablarle de la suya propia. El rajá ríe y bromea en punjabí con él, y lo mismo hace con los granjeros, los comerciantes o los niños, en una actitud que dista mucho del estilo rígido que mantiene con los ingleses, o hasta en palacio, con sus propios hijos, con quienes guarda cierta distancia porque en la India «un rajá es un rajá, hasta para su familia».

Los hijos tienen aproximadamente la edad de Anita y estudian en Inglaterra. El primogénito y heredero se llama Paramjit y está a punto de regresar a Kapurthala. Cuando tenía diez años el rajá apalabró su boda con la hija de una noble familia rajput del principado de Jubbal. Casa a sus hijos como le han casado a él, mezclando la sangre de Kapurthala con la más noble y antigua de los rajputs en vistas a mejorar la casta. Piensa celebrar la boda en cuanto el joven vuelva de Inglaterra, no vaya a ser que, contaminado por las ideas europeas, elija por su cuenta a una mujer. Porque el rajá, por muy abierto y occidental que parezca, en el fondo es un indio convencional. Como sabe que su hijo Paramjit es débil de carácter y de talante melancólico, está bastante seguro de que no se opondrá a la esposa que le ha elegido. En Harrow, el prestigioso colegio inglés donde cursa sus estudios con sus hermanos y con los hijos de la élite británica, tiene un compañero indio que pasará pronto a la historia. Su nombre es Jawaharlal Nehru: «Es un inadaptado, siempre desgraciado e incapaz de mezclarse con los demás compañeros, que se burlan de él y de su manera de ser», dirá un día del heredero de Kapurthala. En un informe confidencial, el departamento Político del Punjab no se queda atrás y le describe así: «El heredero es un irresponsable, poco interesado en los asuntos de Estado, nada preocupado por el bienestar del pueblo y obsesionado en pedir dinero a su padre y en gastarlo». El segundo hijo del rajá, Mahijit, es más serio y mejor estudiante. El tercero, Amarjit, estudia en Oxford, y ha mostrado desde niño una fuerte inclinación por la carrera militar. Todos coinciden en que el más brillante es el más joven, Karan, el hijo de Rani Kanari, que ha estudiado en el prestigioso Lycée Janson de Sailly, de París, antes de ingresar también en Harrow. Es sociable, extravertido, buen orador, se interesa por todo y le gustan el campo, los caballos y la política. Anita arde en deseos de conocerlos a todos; al fin y al cabo son… ¡sus hijastros! Se ríe al pensarlo. Pero al mismo tiempo está secretamente inquieta porque teme que se dejen influenciar por sus respectivas madres, y que tampoco ellos la acepten. Anita empieza a darse cuenta del vacío al que parece estar condenada tanto por parte de las autoridades británicas como por la de la familia del rajá.

A pesar de los rigores del clima, esos primeros meses de vida en la India transcurren en la más absoluta felicidad. Al recuperarse físicamente del parto y al disfrutar de la tranquilidad que le proporciona la fiel y cariñosa Dalima, vuelve a descubrir los placeres del ejercicio físico, en particular de la equitación. Mientras duran los monzones, sale con su marido a las cuatro de la mañana a galopar durante horas. Cruzan arrozales y campos plantados de habas y de cebada, y sienten la fragancia embriagadora de las flores de la colza, puntitos amarillos que se extienden hasta el horizonte. Los grandes paseos a caballo llevan a Anita a lugares que no podría conocer de otra manera. Visitan aldeas donde los pavos reales la reciben a gritos y en las que los campesinos, siempre atentos y hospitalarios, les ofrecen un vaso de leche o un plátano mientras charlan de sus familias o del estado de las cosechas bajo las ramas de un mango. Cuando mejora el tiempo y amaina el calor, se dedica al otro gran deporte que el rajá ha puesto de moda en su Estado, el tenis. Existe una sutil competencia entre los príncipes indios respecto al deporte: el maharajá de Jaipur es un experto jugador de polo y atrae a su Estado a los mejores equipos del mundo. Bhupinder Singh de Patiala se ha especializado en el cricket y está consiguiendo convertir a su equipo en uno de alto nivel. Sin duda influenciado por los jugadores que ha conocido en Francia, Jagatjit Singh de Kapurthala ha optado por el tenis, deporte que juega ataviado con turbante, pantalones largos y camisa india hasta los muslos. Antes de empezar, troca su kirpan —el puñal de los sijs—, por una raqueta, se recoge los faldones y se los sujeta a la cintura. Piensa invitar al campeón de tenis Jean Barotra a que dé cursillos en Kapurthala, donde dos veces por semana ciertos nobles de la corte, algunos miembros de la familia o cualquier aficionado por este deporte acuden a jugar. Cuando acaba el partido, se sientan a tomar el té bajo una tienda levantada para la ocasión y, si se trata de un invitado de renombre, el rajá le invita a su mesa. Esas tardes de tenis han hecho mucho para mejorar el nivel de dicho deporte en el Punjab, que está produciendo jugadores de talla internacional. A Anita le sirven para mejorar su estilo y también para conocer gente nueva, porque el único requisito para participar es el de ser jugador de tenis. Así es como entra en contacto con Rajkumari Amrit Kaur, una excelente deportista. Amrit Kaur, «Bibi» para la familia, es una sobrina lejana del rajá, hija de la rama de la familia que aspiraba al trono de Kapurthala y que cuestionó la legitimidad de la coronación del pequeño Jagatjit. Es decir, la familia que se había convertido al cristianismo gracias a los buenos oficios de unos misioneros británicos y a la que los ingleses, hartos ya de sus pretensiones al trono, habían expulsado de la ciudad de Kapurthala e instalado en Jalandar, a quince kilómetros. Hija de un rajá destronado, Bibi se desplaza en su propio rickshaw tirado por cuatro hombres descalzos ataviados con turbantes azules y luciendo el uniforme de Kapurthala. También le gusta ir sola, a caballo, con las raquetas en las alforjas. Siempre va elegantemente vestida y peinada, con grandes bucles recogidos sobre las mejillas, y se la conoce por su generosidad. Ha vuelto de Europa con los baúles llenos de suntuosos regalos para todas sus sobrinas y primas, incluyendo vestidos franceses, collares de cristal tallado, estolas de piel, etc. Bibi goza de una envidiable libertad en un ambiente donde es prácticamente imposible tenerla. Por eso las mujeres de la zenana la miran con desconfianza, aunque en el fondo la admiran. No atiende a ninguna regla, y se permite hacer algo escandaloso en público, lo nunca visto, una auténtica provocación: fuma utilizando una larga boquilla negra y plateada. Las demás mujeres la disculpan por el hecho de ser cristiana. La consideran medio blanca, como si perteneciese a otra galaxia.

Enseguida se crea una corriente de simpatía entre Bibi y Anita. La india tiene un año más que la española y es protestante —presbiteriana—. Habla perfectamente francés e inglés, juega al bridge, y canta y toca el piano como una profesional. Anita la admira porque representa todo lo que ella hubiera querido ser: aristócrata, libre y rica. Su padre tiene fama de ser «un cristiano piadoso» y un hombre comprometido con la idea de una India independiente, actitud diametralmente opuesta a los pensamientos del rajá, por lo que no mantienen ninguna relación. Pero Bibi sí participa en la vida de palacio, especialmente cuando hay alguna recepción que le interesa o para participar en competiciones deportivas. Alta, con grandes ojos castaños y algo desgarbada, es muy aficionada al deporte, que ha practicado con asiduidad durante los años en que estuvo interna en el Sherbourne School for Girls, en Dorsetshire, estudiando el bachillerato. Aparte de ser la campeona local de tenis, es una joven culta, divertida y muy activa. Tiene un pie en cada continente y su mentalidad abierta y desprovista de prejuicios la hace especialmente atractiva para Anita.

El rajá ve con buenos ojos que su mujer haya entablado amistad con Bibi, porque es una manera de contrarrestar el bloqueo de las mujeres de su familia y de romper su aislamiento.

—Pero ten presente que esa rama de la familia está contaminada por ideas revolucionarias y absurdas que no comparto en absoluto —le advierte.

Ella no responde y se hace la tonta, pero sabe muy bien a lo que se refiere el rajá. Bibi utiliza expresiones como «la India bajo el yugo de Inglaterra» y se muestra indignada ante las costumbres ancestrales y denigrantes que afectan a las mujeres, como las bodas arregladas entre niños o la vida de reclusión a que se ven sometidas. Al ser cristiana, ha tenido suerte de que sus padres no la hayan forzado a contraer matrimonio, pero aun así dice que siguen insistiendo en buscarle un candidato a esposo. Ella no quiere saber nada. Ha vuelto de Inglaterra con el ánimo revuelto y con ganas de cambiar la mentalidad milenaria de su país. Sueña con regresar a Londres y empezar los estudios universitarios. En Anita ha encontrado una buena interlocutora para dar libre curso a sus opiniones. Los largos paseos a caballo que ambas dan por las tardes son para Bibi la ocasión de mostrar a su amiga la otra cara de la India, la que nunca verá si permanece encerrada en las cuatro paredes de Villa Buona Vista. Anita descubre así la India del campo, se da cuenta de la pobreza en que viven los campesinos, y llega a sentir de cerca un país cuyo corazón late a un ritmo muy distinto del que se palpa en las altas esferas de la sociedad.

Una tarde, Bibi, vestida de amazona a la inglesa, con botas altas de cuero y bombín de terciopelo negro, llega montada a horcajadas sobre su caballo. Lleva falda pantalón, prenda que todavía resulta chocante en Kapurthala, aunque en otras partes de la India se haya aceptado después de que las hijas del virrey la pusieran de moda al pasear a caballo por el Mall de Simia luciendo la innovadora y escandalosa prenda.

—Hoy te quiero presentar a la princesa Gobind Kaur —le dice a Anita—. Te gustará mucho conocerla. ¿Por qué no coges a Negus y vienes conmigo? Te llevaré a su palacio.

Negus es el caballo preferido de Anita, un ejemplar angloárabe negro como el tizón y con la falda reluciente de reflejos plateados; para la española, Negus representa la libertad. Juntas, las dos amigas cabalgan por el campo durante unos veinte kilómetros, hasta llegar a una aldea llamada Kalyan ubicada al otro lado de la frontera del Estado de Kapurthala. Se acercan a una choza de barro sobre cuyas paredes una mujer de cierta edad pone a secar plastas secas de vaca. La mujer gesticula con gran efusividad cuando reconoce a Bibi y ambas se funden en un abrazo. «Ésta no puede ser la princesa», se dice Anita. Pero se equivoca. Esa mujer de manos renegridas, vestida con un sari sucio de tierra y humo y desnuda de joyas es la princesa Gobind Kaur, prima tercera del padre de Bibi. El hombre que llega por el camino con el arado al hombro es su marido Waryam Singh, excoronel del ejército de Kapurthala, ennoblecido por los gloriosos servicios prestados por sus antepasados.

—¿Y el palacio? —pregunta Anita.

—Estamos en él —contesta Bibi, riéndose y apuntando a la choza de barro.

«La India es sorprendente», piensa Anita. No hacía demasiados años Gobind Kaur vivía en un palacio de seis pisos de altura en la ciudad de Kapurthala, rodeada de todo el lujo y la sofisticación que le correspondían por su alta cuna. Casada a la fuerza con un noble de gran riqueza y posición, pero degenerado, débil y alcohólico, estaba perfectamente resignada a su suerte, aunque aburrida hasta la médula. Un día llegó a palacio el coronel Waryam Singh a inspeccionar la guardia. Entre ambos surgió el flechazo. No tardaron en hacerse amantes. Durante una larga temporada, se vieron con regularidad. Él entraba en el palacio por un sótano conectado con la calle y pasaba parte de la noche con la princesa. Hasta que un día fueron descubiertos y tuvieron que huir. Sin ropa, sin joyas y sin dinero. Waryam Singh fue deshonrado públicamente por los miembros de su familia y se le desheredó. No tuvieron que ir muy lejos, sólo necesitaban escapar de la jurisdicción del gobierno del Estado de Kapurthala. Se instalaron en Kalyan, al otro lado de la frontera, en territorio británico. Viven como campesinos, aunque un poco mejor porque tienen la seguridad de que nunca se morirán de hambre. Tanto Bibi como otros miembros de la familia les ayudan con dinero. Así han podido comprar las tierras. Bibi admira a Gobind Kaur con toda su alma. En la India, una mujer que renuncia a todo por el amor de un hombre es tan excepcional que dicha renuncia la convierte en una rara avis y en una heroína. Y si en Kapurthala nadie habla de Gobind Kaur porque todavía pesa el escándalo, lo cierto es que su historia ha corrido por toda la India y se ha visto recogida en canciones y estribillos populares.

—No digas al rajá que te he traído aquí —le ruega Bibi—, no lo entendería.

Anita asiente con la cabeza, mientras sorbe el té que la princesa le ha servido en una tacita de barro. Está pensativa, porque la historia de Gobind Kaur no la deja indiferente. Está viendo a una mujer que ha pagado muy caro el precio de su libertad. Y ella… ¿tendrá algún día que renunciar a todo para ser libre? ¿Durará eternamente el idilio con el rajá? ¿Será aceptada algún día por todos o seguirá siendo una intrusa? Siempre termina haciéndose la misma pregunta, la que su amigo el pintor Anselmo Nieto le hizo en París: «¿le quieres de verdad?». «Sí, claro que le quiero», se contesta a sí misma. Se lo confirma el hecho de que cuando días atrás su marido tropezó con los estribos y se cayó al suelo, se llevó un susto de muerte pensando que le había pasado algo malo. No fue nada, pero la angustia que sintió era amor, se dice para sus adentros. Mientras contempla cómo el astro solar se hunde en los campos de colza coronados por el aura de una bruma azulada, por un instante otra pregunta cruza por su cabeza: «¿Y si un día me enamoro perdidamente de otro hombre, como le pasó a Gobind Kaur?». Prefiere no responderla y enseguida la aparta de su mente, como obedeciendo a un reflejo de defensa propia, sin querer pensar a qué extremos la llevaría tal eventualidad. Además, la respuesta la obligaría a plantearse una nueva pregunta: «¿Acaso me he enamorado alguna vez?». Una cosa es querer al rajá, y otra haberse enamorado de él. Y sabe que en su caso no ha habido flechazo. Nunca ha conocido ese enamoramiento capaz de sacudir los cimientos de la persona, ese sentimiento de locura que tan bien describe el cante jondo… ¿Se puede vivir una vida entera sin ser triturado por el amor, aunque sólo sea una vez? ¿Sin dejarse arrastrar por el arrebato?

—¡Ram, Ram!

Unos campesinos que vuelven a la aldea la saludan juntando las manos. Es el momento mágico del día en los campos de la India. La gente lo llama «la hora del polvo de vaca», por las nubes de polvo que levantan los animales al volver a los establos. El cielo se tiñe de un color lila pálido. El olor del humo de la madera que sale de los infiernillos donde las mujeres empiezan a preparar la cena invade las callejuelas y se extiende por la llanura. Los hombres vuelven con sus aperos al hombro, y con los turbantes y los longhis sucios de barro. Los perros gimen y chillan mientras husmean buscando comida. Es un paisaje antiguo que parece eterno. «No hay nada tan bonito como un atardecer en una aldea india», se dice Anita.