Deciden pasar todo el primer año en la India en la Villa Buona Vista. Ni siquiera se desplazan a Mussoorie, la manera más segura de escapar del calor, por miedo a que el viaje repercuta en la salud del niño o en la de Anita. O quizás existe otra razón que el rajá no se atreve a confesar: el Château Kapurthala de Mussoorie está invadido por su familia india. Visto como está el ambiente, ha preferido quedarse en las llanuras ardientes del Punjab. Ahora entiende Anita por qué a los soldados ingleses se les castiga con catorce días de calabozo cuando les pillan sin el famoso topi que les cubre la cabeza y el cuello. Porque el calor de finales de mayo y principios de junio es un peligro de muerte. Cada vez que sale de casa, a mediodía, el sol es tan fuerte que lo siente como un golpe. La temperatura alcanza los cuarenta y dos grados a las once de la mañana. Esto ya nada tiene que ver con el calor que hace en Málaga en agosto. Los días son infernales y por las tardes el aire es tan denso que se puede cortar con un cuchillo. ¡Ojalá lleguen las lluvias a tiempo! Los campos están amarillos, la tierra agrietada y los animales exhaustos. Una docena de criados se encargan de regar los caminos, de tirar de los punkas y de mojar las persianas y las esterillas. Pero Anita está agotada y no consigue reponerse. Desde el principio ha insistido en darle el pecho al niño, y las noches pasadas en blanco —le da de mamar cada tres horas y, además, el aullido de los chacales que gritan como niños desesperados no la deja dormir— terminan por debilitarla aún más. Lola la ayuda como puede, pero el calor también la afecta. Le cuesta despertarse en mitad de la noche para acercarle el niño a su madre, lo que obliga a Anita a levantarse. Tan afectada se encuentra Anita por el calor y el esfuerzo que cae enferma, con fiebre que alcanza los treinta y nueve grados.
—Mastitis —diagnostica el Dr. Warburton, que ha acudido urgentemente al amanecer.
—¿Y eso qué es? —le pregunta Anita.
—Infección de las mamas. Debe dejar de darle el pecho al niño inmediatamente, porque, además, tiene un absceso. Y someterse al tratamiento que le voy a dar.
Para Anita el diagnóstico es como una puñalada del destino. Se hunde en profundos sollozos que nadie consigue calmar. De nada sirve el consuelo del médico, que le asegura que la suya es una afección muy común y fácil de curar, ni las palabras de su marido, que le cuenta que no es grave y que conseguirán una buena nodriza, ni las explicaciones de Mme Dijon, que se pone como ejemplo para intentar devolver a la princesa las ganas de vivir. Anita se siente frustrada en lo más profundo de su ser. Mancillada por ser una madre incapaz de alimentar a su hijo. Está asustada e inquieta por todo lo que sabe sobre las enfermedades que pueden cebarse en el pequeño Ajit especialmente en la época de calor. Se pasa un día entero bañada en lágrimas, conmocionada por la desesperación, mientras a su alrededor se agilizan las gestiones para encontrar nodriza. En la India, ésta es una elección de gran importancia porque existe la creencia de que, a través de la leche, la nodriza transfiere algunas de sus cualidades morales y espirituales al niño. Por eso es fundamental encontrar a una mujer que sea honrada, de buen carácter y de irreprochable reputación. Se han dado casos de nodrizas que dan opio al bebé para dormirle, o de otras que, como son tan pobres, poco a poco van dejando de dar de mamar al recién nacido para seguir alimentando al hijo propio.
Paradójicamente, el llanto de Ajit es lo que devuelve las fuerzas a Anita. Un llanto que comunica directamente con su alma de madre y que aviva su sentimiento de responsabilidad. «¿Tendrá miedo a sentirse abandonado?», se pregunta inocentemente. Se da cuenta de que no puede permitirse el lujo de llorar por las zancadillas del destino cuando está en juego la vida de su hijo. Eso, unido al hecho de que se encuentra un poco mejor después de la medicación del Dr. Warburton, la obliga a sobreponerse, a ahogar sus penas y sus temores para enfrentarse a la tarea de ser madre a los dieciocho años en un país tan remoto, tan viejo y complicado como la India.
Hasta que no le presentan a Dalima —una joven hindú de piel oscura y grandes ojos negros, frágil y dulce como una gacela, y madre de una niña pequeña, y a la que se ha elegido entre otras treinta aspirantes a nodriza— Anita no despierta de la tristeza, ni sale del abismo de la desesperación. Dalima respira serenidad, equilibrio y sentido común. Siempre sonríe y al hacerlo muestra una hilera de dientes muy blancos y, aunque sea de familia pobre, tiene ademanes de princesa. Su pelo es muy negro y brillante por el aceite de colza, y lo lleva recogido en una coleta. Un punto rojo en la frente —el tilak— invoca el «tercer ojo», el que sirve para ver más allá de las apariencias. Dalima habla unas pocas palabras de inglés y, al contrario de Lola, sabe estar presente sin resultar agobiante. Y sobre todo sabe ocuparse de un bebé. Por la manera como lo coge en sus brazos, por su mirada tierna y por cómo le susurra al oído, Anita se da cuenta enseguida de que tiene enfrente a la persona que más necesita en esos momentos. Dalima es una bendición, otro regalo de su protectora, la Virgen de la Victoria, que le acaba de solucionar un problema que la tenía angustiada. Enseguida piensa en agradecérselo, y al acordarse de la promesa que había hecho cuando estaba de parto, le pide a Mme Dijon que la ayude:
—Quiero enviar una carta a París, a Chez Paquin —le dice a la francesa—, deseo encargar algo muy especial.
—¿Un nuevo traje de noche?
—No, no es para mí.
—¿Puedo preguntarle para quién es? —le dice Mme Dijon, abriendo mucho los ojos, como pensando que pueda ser ella la afortunada.
—Quiero que me hagan un manto bordado en oro y pedrería para la Virgen de la Victoria, la patrona de mi ciudad. Me han dicho que Paquin confecciona las capas de ceremonia del sha de Persia.
Mme Dijon la mira con los ojos muy abiertos. No da crédito a lo que oye. Anita, como disculpándose por haber dicho una barbaridad, prosigue:
—Ya sabe, cosas de España… y aún es poco para mi Virgen. ¡De diamantes la vestiría yo!
* * *
Dalima se convierte rápidamente en su compañera preferida, en su sombra. Todas las cualidades que la española ha intuido en ella se van confirmando. De la miríada de ayas y sirvientes, Dalima es la única que merece confianza plena, mucho más que la propia Lola, que ha pasado a un segundo término. La malagueña, que siente celos de la nueva favorita, come a todas horas para compensar el tedio que le produce su inactividad. Por ser extranjera, se le ha asignado un elevado rango en la jerarquía de los sirvientes, quienes la tratan con deferencia, como si fuese otra memsahib. Ella se aprovecha de la situación y está todo el día pidiendo comida. Está tan gorda que sus jadeos al subir las escaleras se confunden con los del perro del rajá.
La rutina que impone el calor pesa como una losa sobre todo el mundo, aunque a veces se vea interrumpida por alguna visita inesperada; la India, con todos sus extremos, es como una permanente caja de sorpresas. Una mañana, la algarabía que se forma en el jardín llama la atención de Anita, que sale a ver lo que pasa, acompañada de su inseparable Dalima. Prácticamente todos los sirvientes de la casa se han apiñado en la verja lateral de la entrada de servicio, unos riéndose, otros enfadados y todos muy nerviosos.
—¡Hermana, danos a tu hijo para que le demos la bendición y le deseemos suerte!
La grave voz de la mujer que se dirige a Anita por encima del grupo de criados, que forman barrera, contrasta con su aspecto. Lleva collares de pacotilla, un sari de color fucsia, los ojos pintados de khol y un clavel naranja en el pelo negro recogido en una trenza. La rodea un grupo muy llamativo y ruidoso de mujeres extravagantemente maquilladas que agitan panderetas.
—Señora, no les haga caso. Son hijras —le dice el mayordomo.
—¿Cómo dice?
La cara del mayordomo refleja su aprieto.
—Ni hombres ni mujeres… ¿Me entiende?
Anita ha oído hablar de los eunucos, la casta secreta y misteriosa, rémora del imperio de los mogoles, cuyas comunidades están diseminadas por toda la India. No se trata de travestidos, sino de castrados.
—¿Qué quieren?
—Bendecir al niño.
—¡Ni hablar!
—Es la quinta vez que vienen, ya sabe, la costumbre…
Por encima de la voz del mayordomo se oye el canto de los eunucos: «¡Tráenos a tu hijo, hermana, que queremos compartir tu alegría!».
El mayordomo se acerca a Anita.
—Señora, voy a llamar a la guardia del rajá para que los expulse.
—¡No! —dice tímidamente Dalima, avergonzada por haberse atrevido a participar en la conversación. El mayordomo la fulmina con la mirada, pero no por lo que ha dicho, sino por el simple hecho de haber abierto la boca.
—No hace falta, diles que se vayan…
—Es que nos están amenazando —replica el mayordomo.
—¿Amenazando? —pregunta Anita, muy sorprendida—. ¿Cómo?
—Como lo hacen siempre… —balbucea el mayordomo, de nuevo molesto por tener que explicar algo que le da vergüenza—. Amenazan según su costumbre, por eso el personal está tan revuelto…
—¿Y cuál es esa costumbre?
El pudor le hace bajar el tono de voz.
—Es terrible, señora —prosigue el mayordomo—. Amenazan con subirse el sari y enseñar sus partes… bueno, lo que queda de sus partes. Así hacen siempre que se les niega la entrada a una casa o una propina. Con tal de ahorrarse una visión tan espantosa, todo el mundo acaba cediendo…
Anita suelta una carcajada y apenas puede contener las lágrimas de risa. Dalima esboza una ligera sonrisa de compromiso, antes de añadir:
—Pero son buenos, memsahib, todos los niños de la India son bendecidos por ellos.
—¿Ah, sí?
—Traen buena suerte a los niños —prosigue Dalima—, tienen el poder de lavarles los pecados de sus vidas anteriores.
Anita se queda pensando, y se vuelve hacia el mayordomo.
—¿Sus hijos también han sido bendecidos por ellos?
—Sí, claro, memsahib. Nadie quiere ponerse a mal con los hijras.
Anita se queda pensando. ¿Y si tienen razón? Para alguien tan supersticioso como ella, cuantas más bendiciones reciba su hijo, mejor. «Alguna funcionará», se dice para sus adentros. En el fondo todo vale para proteger al pequeño Ajit. A nadie le sobra protección en esta tierra, y menos a él, el hijo de una extranjera. Además confía en Dalima, que habla con el corazón.
—Pues vamos a traerlo ahora mismo —dice, ante la mirada sorprendida del mayordomo.
Con el niño en brazos Anita se abre paso entre los criados, que la miran en silencio; luego se lo entrega al eunuco vestido de color fucsia. Éste lo coge delicadamente y de pronto se pone a bailar, dando vueltas y contoneándose al ritmo de los cascabeles que lleva cosidos en la falda y de las panderetas de los demás. «El bebé es tan fuerte como Shiva, y suplicamos al dios todopoderoso que nos entregue los pecados de sus vidas anteriores…», cantan todos en grupo mientras los otros se unen al baile. Al mismo tiempo, el eunuco vestido de fucsia coge un poco de pasta roja de una cajita y con su índice dibuja un punto en la frente del bebé. Con este gesto simbólico, las culpas anteriores del hijo de Anita pasan a los eunucos. Y ellos están contentos porque así cumplen con su misión: la que les ha encomendado la India de las mil castas al asignarles el papel de chivos expiatorios. Terminan bailando en honor a la madre, y lanzan granos de arroz sobre la cabeza de Anita. La agobiante temperatura no logra estropear el ambiente. Es una fiesta espontánea, improvisada, alegre y bulliciosa. Anita, a la que hacía escasos minutos aquellos individuos le parecían extraños, lejanos y temibles, ahora los ve como si fueran sus amigos. Después de coger al niño, el mayordomo se acerca tímidamente a ella:
—Memsahib, los eunucos suelen cobrar por sus servicios…
Anita vuelve la cabeza hacia Dalima, como para que ésta le confirme las palabras del mayordomo. Dalima asiente.
—Le daré cinco rupias —dice Anita.
—No, memsahib. Cobran caro y nadie se atreve a regatear con ellos por miedo a ser víctima de sus maldiciones.
Anita se acerca al grupo de eunucos, que la devoran con la mirada. Comentan el traje que lleva, las joyas, el maquillaje y la belleza de sus facciones. Sus amplias sonrisas dejan entrever una profusión de dientes de oro, que resaltan sobre sus labios rojos del betel.
—¿Cuánto quieres? —le pregunta Anita directamente al eunuco del traje fucsia.
—Memsahib, me permito contestarle con otra pregunta, y aceptaré de buen grado lo que nos dé después de que haya meditado su respuesta: ¿qué vale para usted el lavar los pecados de todas las vidas anteriores?
Anita se queda pensativa, y luego se vuelve hacia el mayordomo:
—Dale cien rupias; seguramente, mi hijo, como buen hijo de su madre, habrá pecado mucho.
* * *
A principios de junio ocurre algo que parece imposible: el calor se hace más intenso, si cabe. Todos escrutan el cielo a la espera de las primeras nubes del monzón. El sonido de los cánticos de los campesinos, que rezan a la diosa Lashkmi para que fecunde los campos, llega hasta Anita, tumbada en su terraza. También le llegan los jadeos de Lola, y el aleteo frenético de su abanico, como el de una polilla gigante alrededor del fuego. Lo mejor es quedarse quieto para no sudar a chorros. El rajá ha abandonado sus paseos matutinos a caballo y se refugia en la lectura.
—¿Cuánto tiempo durará este calorazo? —le pregunta Anita a Mme Dijon.
—Si todo va bien, si las lluvias llegan a tiempo, hasta el 10 de junio más o menos. El problema es que los últimos días se hacen eternos.
Hay veces en las que Mme Dijon parece profética. El 10 de junio, a eso de las cuatro de la tarde, de pronto se oye un ruido atronador; un torbellino de aire ardiente levanta nubes de polvo y arranca las hojas de los árboles y hasta algunas tejas sueltas que se estrellan contra el suelo. Es como si el viento huracanado fuera a engullir la villa entera. Todavía no llueve, pero los criados tienen una expresión alegre. La tormenta seca confirma la inminente llegada de las lluvias. Dalima, la joven sirvienta de Anita, llora de emoción. Sus padres son campesinos pobres que dependen del agua para las cosechas. Todos los indios comparten el mismo pánico a que el monzón no llegue, algo que a veces ocurre, provocando hambrunas apocalípticas que diezman a la población. La última vez fue en 1898, cuando el rajá mandó detener la construcción del nuevo palacio para utilizar los fondos en ayuda de su pueblo. Por este motivo esos días son cruciales en la vida del subcontinente: el fracaso de una cosecha de arroz puede significar la pérdida de un millón de vidas.
Las horas pasan y el aire seco y abrasador reseca las gargantas. Los ojos pican como si tuvieran arenilla. El jardín y los campos están recubiertos de una capa de polvo amarillento, que el viento ha traído del desierto del Thar. Gruesos nubarrones se amontonan en el horizonte. A medida que el cielo se va cubriendo con un manto negro, la presión se hace insoportable, pero la lluvia sigue sin caer. Son días peligrosos para los niños, porque el riesgo de deshidratarse es muy alto. Anita está anonadada, con las fuerzas justas para mantener a su bebé siempre húmedo utilizando un paño mojado. Tiene la impresión de vivir encerrada en un barco en medio de un enfurecido mar de polvo. La pesadilla dura varios días; de pronto, el viento se detiene y el mercurio sube de nuevo cuatro o cinco grados, hundiendo a todos en la desesperación. Es como una tortura sabiamente administrada por el dios del monzón, que no se decide a soltar su lastre.
Así, en vilo, pasan tres días hasta que Anita oye un traqueteo en el techo como si estuvieran lanzando piedras contra las tejas, pero los gritos de alegría que surgen de las habitaciones de su mansión, y hasta de la aldea más próxima que se divisa al otro lado del río, le devuelven la esperanza en que el infierno se acabe. Son las primeras gotas del cielo, tan gordas que hacen un ruido sordo al estrellarse contra el tejado. De repente, un trueno sacude la villa, despierta bruscamente al niño, y todas las tejas vibran con un temblor poderoso. «¡Ha llegado el monzón!», oye gritar desde abajo. Esa primera lluvia es de una intensidad excepcional. El ruido del agua sobre el tejado es ensordecedor. Al cabo de un instante, una brizna de viento atraviesa la cortina de agua caliente, aportando una caricia de frescor. Anita y Lola se precipitan al jardín. El rajá también ha salido y está frente a la fuente de la entrada, con los brazos en cruz, mirando hacia arriba y dejándose empapar, y con el turbante chorreando y riéndole al cielo que se vacía. Detrás de la casa, los criados también participan en la celebración del agua, saltando y cantando como niños. Es como si de pronto no existiesen las castas, ni las diferencias entre amos y sirvientes, entre ricos y pobres, o entre sijs y cristianos. Es como si, de pronto, la gente, tan abatida unas horas antes, resucitase a la vida. Hasta las palmeras parecen temblar de emoción. La explosión de alegría, recorre todos los campos y las ciudades del Punjab. En los cuarteles militares, los hombres salen desnudos a dejarse empapar, bailando bajo la lluvia después de haber estado durante tanto tiempo paralizados para protegerse del calor.
Cuando deja de llover, el vapor sube del suelo y se detiene a unos treinta centímetros, cubriendo algunas zonas del jardín con jirones de algodón blanquecino. Es tal la humedad que Anita asiste a un fenómeno sorprendente: el jardinero mete la pala en uno de esos bancos de vapor, y en el cuenco de ésta puede verse una nubecita blanca. La levanta y se la lleva al otro lado del jardín, donde la acaba soltando al sacudir la pala. Cuando sale el sol, Anita y el rajá deciden ir al nuevo palacio, a comprobar los daños causados por la tormenta. Por el camino asisten a un espectáculo extraordinario: columnas de vapor suben de la ciudad de Kapurthala, que parece una gigantesca olla hirviendo. En las calles, los hombres se quitan las camisas, las mujeres se duchan vestidas bajo los caños de los tejados y enjambres de niños desnudos les persiguen gritando de alegría. Cuando regresan, después de haber dado las instrucciones pertinentes al jefe de obras y de haber comprobado que los daños son mínimos, se encuentran con el césped de la Villa Buona Vista reverdecido como por arte de magia. Ranas y sapos cruzan croando por los caminos inundados. Y los gritos de Lola vuelven a recorrer los amplios espacios de la mansión, porque la lluvia ha hecho resucitar todo tipo de insectos, incluidas unas grandes cucarachas marrones que la malagueña persigue a escobazos por las esquinas.