En el maravilloso Kamra Palace, el antiguo palacio del rajá donde viven sus otras mujeres, detrás de las puertas de madera labrada y las ventanas de celosía, la noticia no se recibe con la misma alegría. Su Alteza Harbans Kaur está muy preocupada. No se cuestiona la línea sucesoria porque su hijo Paramjit es el heredero legítimo al trono de Kapurthala; además, si éste no llegara a serlo por alguna causa de fuerza mayor, le siguen tres más, incluido el hijo de Rani Kanari, lo que asegura una descendencia de pura sangre india. No es que una esposa se sienta necesariamente humillada o rechazada cuando su marido toma otra mujer. Por sí mismo el hecho de casarse con otra mujer no provoca antagonismo, hostilidad o celos entre las demás esposas. Pero en este caso, como Anita es extranjera y además se ha negado a formar parte de la zenana, reina la desconfianza. Tanto es así que Harbans Kaur se ha negado a reconocer a la española como esposa legítima.
La idea de que el rajá se haya enamorado hasta el punto de abandonar el palacio e irse a vivir con «la extranjera» a la Villa Buona Vista se vive como una afrenta. No se corresponde con lo que se espera de él. Es cierto que Jagatjit las visita con regularidad, y que se preocupa por su bienestar tal como dicen los médicos y las ayas que circulan de un palacio a otro. No les falta de nada, pero ésa no es la cuestión. Lleva meses sin pasar una noche con sus mujeres, ni siquiera con sus concubinas preferidas. Meses sin compartir una velada con ellas y sin dedicar tiempo a su numerosa familia. El harén languidece. Su señor, el alma que le da vida, está bajo la influencia de una extranjera que le ha robado el corazón, que le ha despojado de su voluntad, y que ni siquiera se ha dignado a visitarlas una sola vez. Esto último es un detalle que las hiere más que ningún otro, porque, según la tradición, las mujeres más antiguas de la zenana se ocupan de las nuevas para hacerles la vida más cómoda. Todo en aras de una mejor convivencia, ya que en las grandes casas no existen fricciones o celos, a pesar de que la Primera Alteza disfruta siempre de un mayor grado de autoridad. Con su negativa a formar parte del harén, Anita se ha cerrado las puertas a la amistad de las otras mujeres del rajá, que se sienten ninguneadas por una muchacha que ni siquiera puede presumir de ser de buena cuna. Piensan que el hecho de que no muestre el más mínimo interés por ellas es una prueba de que tampoco lo tiene por el rajá. Porque ellas son su vida y su auténtica familia, y Anita, tan sólo una advenediza.
Tanto sorprende el enamoramiento del príncipe que en el Kamra Palace llegan a preguntarse si Anita tendrá algo de bruja, y si el rajá, en uno de sus viajes más allá del «charco negro», como se conoce el océano en la mitología india, no habrá sido víctima de algún hechizo o maleficio. Sólo eso explicaría su cambio de conducta y su distanciamiento. Pero si es así… ¿quién asegura que no le dé por nombrar sucesor al hijo de la española? Y aunque las mujeres saben que ésta es una posibilidad absurda que los ingleses nunca permitirían, el miedo es mal consejero y carcome la apacible seguridad de la zenana.
Anita percibe algo de todo esto cuando van a visitarla los videntes del reino, quienes de las observaciones de los astros deducen que el niño tendrá una larga vida, un gran atractivo personal «y que todo irá bien para él en cuanto no se aleje de la órbita de la estrella de su madre». Pero también hay otros adivinos que la someten a largas sesiones cantando interminables mantras, abriendo y cerrando libros, tirando unos dados sobre un tapete o recitando oraciones durante horas. Es demasiado para Anita, que aún no se ha repuesto de su agotamiento. Cuando uno de ellos la invita a beber un brebaje, que supuestamente alejará a los malos espíritus, Anita se opone tajantemente: «Me asusté. Tantas y tan raras profecías me hicieron sospechar que había una conjura contra mi hijo con el objeto de negarle sus derechos hereditarios, por ser yo extranjera», dejó escrito en su diario. Anita, a través de frases captadas en las conversaciones que se mantenían en las cenas y en las garden parties, había llegado a conocer un poco la historia de Florrie Bryan. Pero la resistencia que había notado en Mme Dijon, cuando le pidió más detalles sobre el infortunado destino de la princesa inglesa, era lo que más la había puesto sobre aviso. Aunque Florrie Bryan había muerto hacía más de diez años, su historia planeaba ahora como una sombra inquietante sobre la vida de la princesa española de Kapurthala.
Los ingleses tampoco se sienten satisfechos ante el nacimiento del hijo de Anita, porque va en contra de todo lo que creen y defienden. Por primera vez, el rajá no ha recibido una felicitación ni del virrey ni, por supuesto, del rey emperador. Sólo ha llegado una nota del gobernador del Punjab, dándole la enhorabuena, muy escuetamente, por «tan feliz acontecimiento». Y es que los ingleses no han digerido todavía la boda. «A mademoiselle Anita Delgado, de familia respetable aunque de origen humilde —empieza diciendo un informe oficial de 1909—, le repugna, como europea, el sistema indio de vivir en la zenana, lo que ha propiciado que el rajá esté dando vueltas a la cuestión de la posición de dicha señorita en la sociedad». La palabra «mademoiselle» revela que los ingleses no la han reconocido como esposa. O sea, que para el poder británico Anita ni es princesa, ni se la considera oficialmente mujer del rajá. Por eso no ha sido recibida por el residente en Cachemira. ¡Si lo supiera doña Candelaria…! ¡Menudo fiasco! La española vive en una especie de limbo legal, en tierra de nadie. No sospecha que ha sido la protagonista de innumerables discusiones en los despachos de los altos funcionarios del poder colonial, así como en la oficina del virrey, respecto a su estatus oficial. El rajá no le ha contado las sutiles muestras de desprecio que ha percibido entre los altos funcionarios, iguales en vileza a las que le han llegado de su propia familia. No quiere revelar lo que se cuece en las alcantarillas del poder porque teme que su hedor estropee su idilio. Aborrece que se metan tanto en su vida privada y que unos funcionarios ignorantes de las costumbres milenarias de la India tengan la capacidad de incidir en su vida. ¡Qué lejos quedan los tiempos de Ranjit Singh, el León del Punjab, el maharajá de los sijs, libre y fuerte, que no tenía que doblegarse ante nadie porque él era el poder absoluto! Ahora la presencia británica se siente en todas partes, hasta en los lugares donde no viven los ingleses. Es una presencia constante, como un cielo plomizo sobre la cabeza cuyas nubes están cada vez más bajas.
El rajá se ve en la obligación de aprovechar la primera oportunidad para tratar el tema con las autoridades de Delhi, y esto es algo que le molesta profundamente porque parece que esté mendigando algo que, según él, le corresponde por derecho. «El nuevo virrey y el gobernador general del Punjab han mostrado su simpatía por la causa de Su Alteza y le han dicho que el hecho de ser ellos los representantes directos de Su Majestad el rey de Inglaterra les impide mostrar cualquier signo de reconocimiento oficial u oficioso respecto a su mujer española. Los jefes provinciales y demás funcionarios británicos no están obligados a seguir estas restricciones». Por lo menos ha conseguido que no la llamen «mademoiselle». Ahora es su «mujer española». Espera secretamente que, cuando conozcan a Anita y valoren su gracia y su sentido del humor, las cosas cambien. Quizás a los ingleses les acabe pareciendo tan bella, tan seductora y tan distinta del resto de la gente como a él; el rajá no llega a entender por qué no se sienten cautivados ante sus ademanes de bailarina andaluza, ni tampoco entiende que no se les conmueva el corazón con el vuelo de sus manos o el cristal de su risa. Tal como les ha ocurrido a los otros príncipes durante su luna de miel en Cachemira. Desde entonces les llegan sin cesar invitaciones desde los cuatro rincones del subcontinente. Nadie quiere perderse a la «mujer española» del rajá de Kapurthala.
El sufrimiento del parto y la posterior recuperación, todavía más lenta de lo acostumbrado por el calor aplastante y despiadado, unidos al sentimiento de responsabilidad al tener a su hijo en brazos, agudizan la sensibilidad de Anita. Intuye que su vida es tan frágil como un castillo de naipes y, al adivinar la inquina de las mujeres de la zenana, siente miedo por su pequeño. Por eso, insiste cerca de su marido para que el niño reciba el bautismo lo antes posible. No por el rito católico, porque eso ahora es impensable, sino por el rito sij. Sabe que, integrándolo en esta religión lo antes posible, también lo integra en el mundo del rajá. Es lo suficientemente inteligente para adivinar que para su hijo la religión es la mejor protección y hasta una garantía de futuro.
De modo que, a los cuarenta días del nacimiento, una impresionante comitiva compuesta por una caravana de elefantes y cuatro Rolls-Royce deja Kapurthala para emprender un viaje de sesenta kilómetros hasta Amritsar, la ciudad santa de los sijs y segunda ciudad del Punjab después de Lahore. Los elefantes apenas pueden pasar por las callejuelas estrechas que rodean el Templo de Oro. Anita, vestida con un sari de colores vivos y con la cabeza cubierta, se queda atónita ante el espectáculo de ese monumento, que refulge con los rayos de sol y cuya imagen se refleja en el agua del estanque sagrado.
Construido en medio de las aguas brillantes de un amplio estanque ritual salvado por un puente, el Templo de Oro es un edificio de mármol blanco cuajado de adornos de cobre, plata y oro. La cúpula, enteramente recubierta de panes de oro, cobija el manuscrito original del libro santo de los sijs, el Granth Sahib. El libro se guarda envuelto en seda y cubierto con flores frescas, y cada día se orean sus páginas utilizando un abanico de cola de yak. Sólo una escoba de plumas de pavo real es lo bastante noble para quitarle el polvo a un objeto tan venerado.
Alrededor del estanque circulan fieles siempre en la dirección de las agujas del reloj; caminan con los pies descalzos sobre el mármol brillante, llevan la cabeza cubierta con turbantes de colores, y lucen luengas barbas y florecientes bigotes. A veces van acompañados de sus mujeres y sus hijos, que llevan el pelo recogido en un moño. Unos se bañan en el estanque saludando a la divinidad con las manos juntas hacia el cielo. Otros pasan las cuentas de sus rosarios de madera perfumada mientras lo circundan. El ambiente de serenidad y la calma imperturbable del lugar son sobrecogedores. La limpieza también: «Aquí podría comer un huevo frito en el suelo», comenta Anita.
En este lugar santo no parecen existir las clases, ni las castas, ni las diferencias entre los hombres; es como si siguiese vivo el sueño del fundador del sijismo, un hindú llamado Nanak, que a los doce años sorprendió a sus familiares al negarse a que le colocasen el tradicional hilo blanco de los brahmines: «¿No son acaso los méritos y las acciones lo que distingue a unos de otros?», les preguntó. Convencido de que portar el hilo creaba falsas distinciones entre los hombres, se negó a llevarlo. Su rebelión contra la religión de sus padres le hizo conciliar las creencias del hinduismo de los mil dioses con las del islam monoteísta en una religión nueva, despojada de muchas de las contradicciones y de los sinsentidos de las otras dos. «No hay hindúes, no hay musulmanes; no hay más que un Dios, la Verdad Suprema», acabó proclamando Nanak, digno heredero de los místicos que siempre han formado parte del mosaico de la India. Curiosamente, a miles de kilómetros de su Punjab natal, en Europa, unos contemporáneos suyos también estaban impulsando un período de renacimiento religioso similar. Como Lutero y Calvino, Nanak condenaba la idolatría y en vez del dogma y la doctrina defendía la creencia básica en la Verdad. «La religión no reposa sobre palabras vacías —dijo Nanak—. Es religioso quien considera a todos los hombres como sus iguales». Sus prédicas obtuvieron un eco cada vez más amplio en un país que sufría el abuso de las castas, y se fue rodeando de shishyas, vocablo sánscrito que significa «discípulo» y del que derivó la palabra sij. Nanak se convirtió así en su primer gurú, otra palabra sánscrita que significa «maestro». Él y sus sucesores lucharon contra el ritualismo excesivo, contra la desigualdad y contra la discriminación y el maltrato a las mujeres. Perseguidos por los mogoles, que profesaban el islam, los gurús supieron extraer de la tiranía de estos últimos el fermento de su vitalidad. El noveno y último sucesor del gurú Nanak transformó su religión en una fe militante, en una hermandad combatiente a la que dio el nombre de Khalsa, «los Puros». Como signo de distinción y para premiar su dedicación, a todos los sijs les otorgó el apellido Singh, que significa «León», merecido homenaje a un pueblo que ha tenido que luchar heroicamente por su identidad y sus creencias a lo largo de los siglos.
Si la primera vez que Anita vio a los sacerdotes sijs —esos «barbudos con pinta de matusalenes», como los llamó su criada Lola—, sintió una mezcla de temor e intimidación, ahora le sucede lo contrario: le inspiran simpatía y confianza. Junto a ellos se siente protegida. Tiene la impresión de que mientras esos hombres, que parecen sabios de la Biblia, estén cerca, nada podrá pasarle ni a ella ni a su bebé. En el Templo de Oro, la casa sagrada de los sijs, los sacerdotes imponen al niño el nombre de Ajit, y luego el apellido Singh, que compartirá con otros seis millones de correligionarios. La ceremonia, muy simple, consiste en hacer beber a los presentes, en una copa de metal, agua y azúcar mezclados por medio de un sable de doble filo. A esta mezcla de dulzura y acero la llaman amrit, «néctar de vida», del que se vierte una gota en los labios del niño. Mientras, un sacerdote entona los versos del bautismo: «Eres hijo de Nanak, hijo del Creador, el elegido… Amarás al hombre sin distinciones de casta o creencia. No adorarás ni piedra, ni tumba, ni ídolo. En tiempos de peligro o dificultad, recuerda siempre el santo nombre de los gurús. No reces a ninguno en particular; reza por el conjunto de la Khalsa».
A partir de ahora Anita asume la responsabilidad de que su hijo guarde los cinco preceptos fundamentales de su religión. Para que no se le olvide, el rajá se los escribe, en francés, en un cuaderno forrado de color azul y que ostenta el escudo de Kapurthala.