21

—Señora, han traído un paquete para usted.

—Ahora bajo.

Anita se despereza lentamente. Todos sus movimientos son pausados, a cámara lenta. Deja sobre la cama el abanico de plumas de avestruz y mira a través del ventanal de su habitación de la Villa Buona Vista. El cielo está casi blanquecino, apenas se distingue la línea del horizonte. Abajo, las flores de los parterres están marchitas, el césped ya no tiene el verdor de enero, los perros se acurrucan a la sombra de la veranda, y la cervatilla pasa el día entero tumbada a orillas del estanque. De repente ha llegado el calor. Y es un calor omnipresente, intenso, seco y abrasador. Un calor como el de Málaga en agosto. Con la diferencia de que corre el mes de marzo, y dicen que la temperatura seguirá subiendo hasta las lluvias de junio. Para Anita es duro porque está en el octavo mes de gestación. Su belleza es la de una persona adulta. La curva de su vientre bajo el vestido de seda la ha despojado de todo rastro infantil. Parece más alta, y tiene una tez de melocotón que da luz a su rostro. Sigue conservando su gracia, acentuada si cabe por una madurez prematura. Dice que no puede vivir sin los punkas,9 sus «ventiladores humanos». Son viejos criados que se pasan el día tumbados en la veranda, tirando de una cuerda atada al dedo gordo del pie. La cuerda pasa por la ventana de la habitación y, por medio de una polea en el techo, hace girar una larga barra de madera de la que cuelga una tela humedecida en agua perfumada que mueve el aire. Alivia un poco, pero aun así hay que luchar mentalmente contra el calor. Hay que dosificar el esfuerzo físico, medir los pasos y prever la energía que se necesita para cualquier actividad. Por eso Anita se mueve lentamente. Baja los peldaños de las escaleras apoyando sus manos hinchadas en la barandilla. «¿Será otro regalo del rajá?», se pregunta. Le extraña, porque no hay nada que celebrar. El 5 de febrero pasado, el día de su cumpleaños, su marido la sorprendió con un maravilloso collar de perlas. Pero lo cierto es que a veces llegaban regalos inesperados, como el de un súbdito que mandó dos pavos reales porque estaba agradecido por una decisión judicial o el de un monarca amigo que anunció su visita enviando una caja de botellas de whisky.

El paquete está depositado en el salón y parece un pequeño féretro. Es una caja de madera, clavada y precintada, que viene de España. El mayordomo se encarga de abrirla haciendo saltar las tablillas. Pero de pronto el hombre suelta la herramienta y sale corriendo, con una mano en la boca. El paquete despide un hedor penetrante, un tufo a podredumbre que va directamente a la garganta. En pocos segundos se arma una revolución entre los sirvientes. Se quitan el turbante para cubrirse la nariz, y con ayuda de otras herramientas consiguen abrir la tapa. Anita hace de tripas corazón y empieza a desenvolver un bulto envuelto en papel y luego en tela. Le dan arcadas y al final no puede terminar lo que está haciendo; al ver unos gusanos verdes y brillantes lo suelta todo dando un grito. Un viejo criado se lleva la caja al jardín y empieza a sacar cosas que no ha visto en la vida, unas cosas que sólo Anita sabe qué son: un jamón de Jabugo, dos morcillas de Burgos y varios quesos manchegos llenos de gusanos. Tanta podredumbre no sorprende, teniendo en cuenta los cinco meses que ha durado el viaje hasta llegar a la India. El paquete viene acompañado de una carta cariñosa de la familia Delgado, que espera que esos manjares le permitan alimentarse mientras se acostumbra a la comida india. «¿Dónde pensarán que vivo?», se dice Anita, que decide escribirles enseguida un cable urgente pidiéndoles que no le manden nada más porque come muy bien, «a la europea», y que hasta bebe agua mineral francesa.

La carta también trae noticias inquietantes. Por fin su hermana Victoria anuncia boda con el cantamañanas de George Winans. Los padres no han podido evitarlo, y eso que han intentado por todos los medios alejar a la hija del americano, llevándosela a Málaga. Pero Winans ha aparecido en la casa un buen día, pidiendo la mano de la muchacha. Al negársela, el hombre montó un escándalo en la puerta misma de la vivienda, sacando una pistola y amenazando con suicidarse. Al final, y porque Victoria estaba muy enamorada, se ha salido con la suya. Siendo protestante, ha aceptado la última condición de los padres: convertirse al catolicismo porque, como dice Anita en su diario, «… a mis padres ya les bastaba con una hija casada con un infiel y no iban a permitir que todas sus hijas anduviesen perdidas en sus creencias».

Victoria se casará en mayo, y es una pena porque Anita no podrá asistir. Ni ellos han podido venir a su boda, ni ella podrá ir a Málaga a la de su hermana. El mundo es demasiado grande y la separación de los seres queridos es aún más dolorosa en los momentos importantes, en esas ocasiones que marcan la historia de las familias. ¡Cómo le gustaría contar con alguien de su familia en el trance final del embarazo! Tiene la compañía del rajá, siempre afectuoso y atento, y la de Mme Dijon, que sigue al pie del cañón, enseñándole francés y acompañándole. Sin embargo su criada Lola, malagueña como ella y de quien debería sentirse más próxima, la pone nerviosa. Es débil, protestona y no hace ningún esfuerzo por adaptarse. Es más una piedra en el zapato que una ayuda. Anita la mandaría de buena gana de vuelta a España, pero prefiere esperar al nacimiento del niño. Aparte de ayudar a vestirla, Lola no hace nada; al contrario, hay que ocuparse de ella constantemente porque siempre le pasa algo, aunque la mayoría de las veces sólo en su imaginación.

Luego está el bueno del Dr. Warburton, con sus espesos bigotes blancos y su chistera. Vigila puntualmente su evolución y se esfuerza en quitarle el miedo al parto. Ha conocido a la comadrona, la mujer india que ha ayudado a nacer a los otros hijos del rajá, y que le recuerda a una gitana andaluza. Pero no puede hablar con ella por causa del idioma. Anita se siente rodeada, pero de seres extraños.

La vida en Buona Vista es sumamente tranquila, y aún más desde la llegada del calor. Lejos queda el aire cristalino y picante de las mañanas de Cachemira, donde han pasado unos días de luna de miel en uno de los palacios del maharajá Hari Singh, al borde del lago cubierto de lotos de Srinagar, la Venecia de Oriente, capital de un Estado tan bonito que parece imposible que «alguien pueda sentirse desgrasiao allí». Anita se lo ha dicho al maharajá como un cumplido y éste le ha contestado que podía considerar ese palacio como su casa. El maharajá, un indio con ademanes de emperador romano, reina sobre cuatro millones de musulmanes en un territorio grande como España y bello como el paraíso.

Es un valle inmenso de color esmeralda, enmarcado por las cumbres de nieves eternas del Himalaya y atravesado por caudalosos ríos donde los martines pescadores aletean antes de lanzarse sobre la presa. Los prados están cubiertos de flores violeta y de tulipanes color carmesí. Anita ha visto más frutas que en Francia: fresas, moras, frambuesas, peras, ciruelas y unas cerezas tan maduras que estallan al primer mordisco. Nunca ha olido tanta variedad de flores como en los jardines de Shalimar y el efecto al atardecer, echada en una tumbona y frente a una taza de té, era embriagador. Han sido unos días inolvidables, jugando al tenis, paseando por el campo, asistiendo a partidos de polo y contemplando sublimes puestas de sol sobre las aguas centelleantes del lago a bordo de una shikara, barquitos en forma de góndola que llevan nombres tan cursis como Nido de enamorados o Dulce pájaro de primavera. Para Anita, también ha sido su presentación en sociedad. Su comportamiento y su persona han sido el centro de atención de todas las miradas. Esplendorosa con sus vestidos indios, ha asistido a cenas en las que estaban presentes otros príncipes, como el nizam de Hyderabad, quien en todo momento se ha mostrado extremadamente atento y solícito con ella. Ese hombre tan pequeño —mide un metro cuarenta— reina sobre veinte millones de hindúes y cuatro millones de musulmanes en el Estado más grande de la India. Es el príncipe más rico de todos; dicen que en el cajón de su mesa, en su palacio de Hyderabad, tiene, envueltos en una revista vieja, varios diamantes, pertenecientes a su fabulosa colección de joyas y piedras preciosas con la que se podría llegar a tapizar aceras. Vive con tal temor de ser envenenado que Anita, durante la cena, ha podido observar cómo un criado suyo probaba antes que él todos los platos del menú. El nizam, seducido por la gracia de Anita, le ha prometido una bonita joya cuando ella y su marido acepten visitarle en Hyderabad. Los demás príncipes y parientes también han mostrado admiración hacia la joven española y han alabado el buen gusto del rajá, mientras las mujeres, tras las celosías, se han dedicado a hacer oscuras predicciones sobre el difícil futuro que la espera por ser «la quinta esposa».

El viaje ha estado marcado por un desaire inesperado. El Residente10 inglés se ha negado a recibir al rajá después de que éste le anunciase que iría en compañía de Anita. Ha sido una afrenta para él, y no ha podido disimular su irritación respecto a los ingleses, «que se meten donde no deberían». Para ella ha sido una pena, porque le hubiera gustado conocer los jardines de la Residencia, famosos en toda la India por la colección de rosas con nombres tan ingleses como la Mariscal Neil o la Dorothy Perkins, capaces de perfumar el aire de toda una parte de la ciudad.

Sólo hace dos meses que han estado en Cachemira y, sin embargo, parece una eternidad. De vuelta en Kapurthala, han recobrado la rutina de la vida diaria, que se va enlenteciendo a medida que aumenta el calor. Nadie hace nada durante las horas centrales del día. Antes de que despunte el sol, Anita se une al rajá en la puja matinal, la oración de la mañana. Él lee párrafos del Granth Sahib y Anita le acompaña, pero rezando a la Virgen y pensando en los Santos porque mantiene intacta la fe. «Yo me entiendo directamente con Dios», le ha dicho en una ocasión, y él lo ha comprendido porque también es poco dado a los ritos, de forma que cada uno de ellos practica la religión a su manera. Juntos forman una pareja feliz, que parece flotar por encima de los escollos de la realidad.

Después de las oraciones, el rajá se va a montar a caballo y regresa antes de las ocho de la mañana, cuando el sol empieza a castigar. Pasa el resto del tiempo en su despacho atendiendo asuntos de Estado con sus ministros y consejeros. Discuten sobre el presupuesto y el estudio de las demandas de construcción de centrales eléctricas, escuelas, hospitales u oficinas de Correos, y lo hace como un monarca absoluto. El rajá pone y quita a los ministros; en sus tierras se desconocen las elecciones. Cuando termina con los asuntos de Estado, sale a visitar sus otros palacios.

A pesar de lo interesante que le resulta su nueva vida, Anita se siente sola en muchos momentos. Tanto formalismo choca con su educación andaluza. La tratan con tal respeto y marcando tanto las distancias que a veces se le hace imposible hablar con naturalidad. Además, el embarazo le impide moverse y la condena a la vida sedentaria. El rajá le ha aconsejado que aprenda el urdu para poder comunicarse con las esposas e hijas de los nobles o de los funcionarios de Kapurthala. «Dominar una lengua local te proporcionará una vida menos solitaria y más interesante», le ha dicho. Así que Anita permanece en su habitación, practicando francés con Mme Dijon, aprendiendo urdu con un viejo poeta, cosiendo, engarzando joyas, y acudiendo cuando le anuncian la llegada de algún vendedor ambulante que puede interesarle, como el zapatero chino, que coloca el pie del cliente sobre una hoja de papel para sacar la forma exacta y que a los dos días vuelve con un excelente par de zapatos hechos a medida. O el tendero de Cachemira, que inunda la veranda con bolsones enormes llenos de ropa interior de seda, de objetos de papier maché y de alfombras. También pasa por la villa el encantador de serpientes para limpiar el jardín. Lo hace con su flauta y se lleva las serpientes cobrando una rupia por cada una. O el santón hindú —un hombre que vive solo en un templete cercano, siempre desnudo excepto por un cordón muy fino que lleva en la cintura y cuyo cuerpo está cubierto de ceniza blanca—, que viene a por agua sin atreverse a pedir limosna.

Al atardecer, Anita suele acompañar al rajá para visitar las obras del nuevo palacio que estará listo el año próximo. El palacio ya tiene nombre: L’Élysée. Es mucho mayor que la villa, ya que cuenta con ciento ocho habitaciones. A Anita le gusta perderse por los jardines. Se imagina sentada en la terraza de su faraónico dormitorio, contemplando cómo una de las niñeras empuja el carrito donde va su hijo. El rajá le ha cedido un trozo de jardín para que lo plante y lo arregle a su gusto porque ella quiere hacerse «un jardín de Cachemira». Como hay jardineros por doquier, no es algo que la vaya a cansar demasiado. Ése será su rincón y su refugio; su pedazo de paraíso particular.

De regreso a la villa se encuentran con los bistis, los aguadores que pasean por la casa con una bolsa de piel de cabra al hombro, salpicando agua contra el polvo. También mojan unos gruesos mantones con los que tapan las ventanas y puertas. Es la guerra contra el calor. En los salones penetra el inolvidable aroma del anochecer: un olor a hierba y a vegetación recién regada que se mezcla con el humo del incienso, eficaz a la hora de ahuyentar a los mosquitos. Algunos días una orquesta acompaña la cena. Anita se familiariza con las ragas y con los ghazals, poemas en urdu cantados como baladas de amor. Son emocionantes porque todos evocan destinos trágicos que el amor acaba por redimir.

Ya en la cama, cuando la temperatura nocturna se hace intolerable, Anita abandona el lecho conyugal y hace lo que le han enseñado: sale a la terraza, se enrolla una sábana mojada alrededor del cuerpo y se tumba en una cama de madera fina intentando conciliar el sueño. Pasa largas horas en vela sin llegar a dormirse, no ya por el calor, sino por el miedo. Piensa en el parto, en el niño y en las dolencias que se llevan a la gente de la noche a la mañana. En Europa nunca pensaba en la enfermedad ni menos aún en la muerte. Pero aquí es diferente. Anita ha sabido que su profesora de inglés, con la que sólo ha estado un día, cayó enferma con los primeros calores y falleció de golpe. Por la mañana daba clase y por la noche la enterraban; así, de repente. Dicen que semejante calor no permite conservar los cuerpos. La rapidez con que sobreviene la muerte es impresionante. ¡Es tan típico de la India…! En los meses que lleva aquí, dos criados han fallecido de ataques de malaria. ¿Cómo no tener miedo?

Cuida mucho lo que come, sobre todo en esa época del año. Procura evitar la carne desde que ha visto los enjambres de moscas en las carnicerías musulmanas del centro de la ciudad. Antes de comerla, lava la fruta en cuencos de agua a los que añade unas gotas de permanganato de potasio. Mme Dijon la ha advertido de que lo haga ella siempre personalmente, porque al cocinero se le puede olvidar y en temas de higiene no hay que fiarse del servicio. Es una lección que Anita tuvo que asimilar a la fuerza a los pocos días. Enseñó a uno de los cocineros a hacer «gazpacho indio», una variación local del andaluz, elaborado con aceite de soja y con el añadido de una pizca de curry para que le guste al rajá. Una mañana, al entrar en la cocina vio a uno de los quince pinches colando el gazpacho a través de un calcetín.

—Pero ¿qué estás haciendo? —le preguntó horrorizada—. ¡Si es un calcetín de Su Alteza!

—No se enfade, señora, he cogido uno que no está limpio —le contestó el pinche tan campante.

* * *

Estar encinta hace que todo el mundo te prodigue sus consejos, y a veces es difícil seguirlos todos. La comadrona le ha dicho que evite los platos picantes y especiados porque pueden dañar al recién nacido. El Dr. Warburton le ha prohibido montar a caballo, bailar, jugar al tenis y al badminton. Le ha leído un párrafo del Tratado médico de los niños en la India, una especie de Biblia para los ingleses, que aconseja «mantener el ánimo plácido y de igual humor, alegre y bien dispuesto» mientras se espera la llegada del retoño. Pero el doctor se ha abstenido de leerle otro capítulo de ese mismo libro que ofrece una lista estremecedora de las enfermedades comunes que padecen los niños en la India: abscesos, mordeduras de avispas, de escorpiones, de perros asilvestrados y de serpientes, cólera, cólicos, indigestión e insolación. Eso por no hablar de la malaria, las fiebres tifoideas y la viruela. Para prevenir tales desgracias, los sijs ofician una vez al mes un ritual de celebración del niño que aún no ha nacido, en el que un grupo de sacerdotes se reúne alrededor de Anita para rezar.

El 25 de abril por la tarde empieza a sentir las primeras contracciones fuertes. Una actividad febril se despliega en la Villa Buona Vista. Criados, enfermeras, comadronas y curanderos suben y bajan con una mezcla de excitación e inquietud ante los gemidos de la memsahib. La intervención de la comadrona no consigue más que transformar los gemidos en alaridos que laceran el aire impregnado de calor. Anita grita como una musulmana llorando a sus muertos. El niño viene de nalgas, y la comadrona no consigue enderezarlo, ni siquiera con la ayuda de las enfermeras. Por la noche llega el Dr. Warburton acompañado de otros dos médicos. Anita sigue sufriendo en un mar de sudor y de lágrimas, sacudida por estremecimientos sísmicos que le desgarran las entrañas. Su tez ha adquirido un color gris verdoso, está agotada y es incapaz de articular palabra. «Los doctores llegaron a temer por la vida de los dos —contaría Anita en su diario—. No paraba de rezar a la Virgen de la Victoria rogándole que me librase de un mal fin». Siente como si tuviera que pagar por toda la felicidad que la vida le ha regalado, como si tuviera que expiar el pecado de su extraordinario destino.

El Dr. Warburton y sus ayudantes ejecutan hábiles manipulaciones para intentar cambiar la posición del bebé. No es la primera vez que se enfrentan a un parto difícil, pero éste resulta especialmente complicado. El calor no perdona. «Viendo que cada minuto la cosa se ponía más difícil, me encomendé a la Virgen y le prometí un manto de ceremonia si me concedía la gracia de salvar mi vida y la del hijo que venía». Al final, el Dr. Warburton consigue sacar al niño, sucio de sebo y sangre, y con el cordón umbilical enrollado en el cuello. «Tras varias horas terribles que no quiero recordar, y medio muerta y dolorida, escuché el llanto del niño y las carreras de las ayas y criados que anunciaban la buena nueva».

El rajá, que nunca había vivido el parto de una de sus mujeres tan de cerca, también ha llegado a temer por la vida de Anita. Pero su confianza ciega en los médicos ingleses le ha ayudado a sobrellevar la angustia de la espera. Ahora está tan feliz por el desenlace que da la orden de disparar los cañones de la ciudad con trece salvas de honor, anunciando así un día de fiesta en Kapurthala. A sus ministros les manda preparar una distribución gratuita de comida a las puertas de la Gurdwara, de la mezquita principal y del templo de Lakshmi para compartir con los pobres la dicha de ese gran día. A lomos de elefante unos sirvientes repartirán dulces y caramelos a los niños de la ciudad. Por último, fiel a la tradición, manda abrir las puertas de la cárcel, dejando en libertad a sus escasos ocupantes.