Si Rajendar Singh de Patiala había alcanzado cotas altísimas de extravagancia, su hijo Bhupinder le sobrepasaría con creces, convirtiéndose en un personaje de leyenda. Con sus ciento treinta kilos, los bigotes erguidos como dos cuernos, los labios sensuales y la mirada arrogante, Bhupinder era conocido por su enorme apetito respecto a la comida —era capaz de comerse tres pollos seguidos—, y al amor —su harén llegó a contar con trescientas cincuenta esposas y concubinas—. Era un hombre que ardía de pasión animal, y un monarca absoluto con un apetito sexual insaciable, mayor que el de su padre. Un hombre que en una ocasión no dudó en ordenar una incursión armada en las tierras de su primo el rajá de Nabha para raptar a una joven rubia y de ojos azules a la que había avistado cuando cazaba.
Bhupinder y Jagatjit Singh acabaron haciéndose muy famosos en Europa. Por ser sijs, por ser los monarcas de dos Estados del Punjab y por su fuerte personalidad. La prensa aludía a una supuesta rivalidad entre ambos, pero dicha rivalidad nunca existió. A pesar de sus similitudes, eran personajes muy distintos. El número de concubinas de Jagatjit nunca se acercó al de Bhupinder. Éste era mucho más rico, más ostentoso y más guerrero. Bhupinder era un fanático del polo; Jagatjit lo era del tenis. Ambos reconocían a los británicos como la única autoridad, aunque ambos se resistían a hacerlo; si hubieran podido autoproclamarse reyes, lo hubieran hecho sin pestañear. El estilo de Bhupinder era el de un monarca oriental; Jagatjit quería parecerse más a los reyes de Francia.
A su manera ambos eran buenos padres. Los numerosos hijos de Bhupinder Singh vivían en un palacio llamado Lal Bagh. Eran atendidos por multitud de niñeras inglesas y escocesas, y todos tenían derecho a la misma educación e iban a los mejores colegios. Un visitante que pasó una temporada en Patiala contó un día cincuenta y tres cochecitos de niño aparcados frente a Lal Bagh. Lo mismo sucedía en Kapurthala, pero a una escala menor.
Tres mil quinientos sirvientes de todo tipo pululaban por el enorme palacio de Patiala. Bhupinder contrató a un mecánico inglés formado en la Rolls-Royce para que se encargara de sus veintisiete Silver Ghost, además de los noventa automóviles de otras marcas que iría adquiriendo. Aficionado al polo como su padre, mantuvo y mejoró la cuadra que había heredado, y siguió manteniendo al equipo de los Tigres en la cumbre del deporte nacional.
Si su padre había sido un mujeriego emérito, las aptitudes para el sexo que Bhupinder Singh manifestó desde niño eran extraordinarias y dejaban perplejos a los timoratos funcionarios ingleses. Coleccionaba mujeres como quien colecciona trofeos de caza, a diferencia de Jagatjit, que, aunque enamoradizo, era capaz de ser fiel durante un cierto tiempo. Además, el rajá de Kapurthala disfrutaba con la compañía de mujeres atractivas e inteligentes y procuraba mantener siempre su amistad aun después de que se acabara la relación sentimental.
A Bhupinder sólo le interesaba el sexo. Durante los tórridos veranos, invitaba a sus amigos a bañarse en su gigantesca piscina y les gratificaba con la presencia en el agua de jóvenes bellezas con el pecho desnudo, vestidas con un simple pareo de algodón. Bloques de hielo refrescaban el agua, y el monarca nadaba feliz, subiendo de vez en cuando al borde la piscina para sorber un trago de whisky o tocar un pecho al azar. Una vez, con el mero propósito de provocar, invitó a un oficial inglés, quien, al verse en semejante decorado, no supo cómo reaccionar. Por un lado, le apetecía zambullirse en aquella piscina tan «prometedora»; por otro temía el qué dirán. Finalmente optó por darse un chapuzón y así fue como el resto del mundo se enteró de lo que «se cocía» en la piscina de Patiala.
Tales eran las ansias de sexo de Bhupinder que, siendo aún muy joven, se inventó un culto para disfrazarlas. Lo hizo con la complicidad de un sacerdote hindú, Pandit Prakash Nand, seguidor de un oscuro culto tántrico llamado Koul, del nombre de una diosa a la que había que apaciguar con el dominio de ciertas prácticas sexuales. Dos veces por semana, Bhupinder organizaba «reuniones religiosas» en una sala apartada del palacio donde el sacerdote había erigido una estatua de barro de la diosa Koul, a la que había decorado con joyas prestadas por el maharajá. Por supuesto, las maharanís oficiales no estaban invitadas a esas celebraciones, siempre rodeadas de un gran secreto. El sacerdote conducía el ritual vestido con una piel de leopardo, y luciendo la cara pintada de rojo y la cabeza rapada, a excepción de una coleta que llevaba en medio de la cabeza. «Parecía feroz pero sereno y digno», contaría Jarmani Dass, primer ministro de Kapurthala. Empezaba por pedir a la audiencia, entre la que se encontraba un nutrido grupo de chicas jóvenes de las montañas, en su mayoría vírgenes, que cantaran en honor de la diosa. Después, servía vino mezclado con afrodisíacos a todos los asistentes y el maharajá pedía a las vírgenes que se acercasen al altar y que se desnudasen para rezar a la diosa. Ellas, ignorantes e intimidadas por el fasto religioso de la ceremonia, obedecían sin rechistar. A medida que avanzaba la noche y conforme el alcohol y las pócimas añadidas hacían efecto, el gran sacerdote rogaba a algunas parejas que copulasen frente a la estatua de la diosa, pidiéndoles que lo hiciesen despacio porque lo importante no era tanto el acto sexual como la manera de contenerse y de hacer durar el placer. «Una tras otra, las vírgenes del harén, que tenían entre doce y dieciséis años, eran llevadas frente al altar, en estado de intoxicación —contaría Jarmani Dass—. Las vírgenes habían sido compradas a las familias tribales de las montañas y se las mantenía en un ala del palacio destinada a los niños y adolescentes. Cuando estimaban que eran suficientemente maduras, las hacían participar en las ceremonias de la diosa y obedecer a las órdenes de su amo. El vino que el gran sacerdote vertía sobre la cabeza de las chicas se deslizaba entre los pechos hasta alcanzar el vientre y luego el pubis, donde el maharajá y otros invitados suyos ponían los labios para sorber algunas gotas del líquido considerado muy sagrado y purificador del alma». Jarmani Dass no precisó nunca si su jefe el rajá de Kapurthala estaba presente en esas ceremonias. Probablemente no se hubiera prestado nunca a aquella farsa, que hubiera considerado de mal gusto. Era demasiado refinado para eso. Una carta confidencial de un funcionario inglés próximo al rajá y dirigida al gobernador del Punjab le exime de participar en dichas orgías: «Los ministros de su entorno hacen lo imposible para atraerle hacia las chicas rajput. Utilizan todos los medios de que disponen para apartarle de la fuerte atracción que siente hacia las mujeres europeas. Pero al rajá no le gustan las chicas rajputs. Su conducta previa ha mostrado que su mayor deseo es satisfacer su apetito sexual con mujeres de origen o parentesco europeo. El rajá habla y lee francés. Está suscrito a La Vie Parisienne, una revista cuyas ilustraciones son a veces censurables. Parece ser que en la pared de su habitación tiene colgada una ilustración muy indecente, aunque no he podido comprobarlo con mis propios ojos».
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En lo que ambos príncipes colaboraban —porque lo necesitaban para su ritmo de vida—, era en conseguir todo tipo de afrodisíacos. Como ambos eran un poco hipocondríacos, estaban siempre rodeados de numerosos médicos tradicionales indios y también europeos. Se los mandaban el uno al otro para que les trataran sus propias dolencias y las de sus familias. Un curandero ciego llamado Nabina Sahib visitaba asiduamente los palacios de los príncipes del Punjab. Tenía la habilidad de diagnosticar las enfermedades tomando el pulso a los pacientes. Como las mujeres del palacio no estaban autorizadas a dejarse ver, y menos a dejarse tocar por un médico varón, para reconocerlas dicho curandero les mandaba que se atasen una cuerdecita alrededor de la muñeca y, así, desde la distancia, poniéndose la cuerda en la oreja, les tomaba el pulso. Sus aciertos dejaban perplejos a los médicos europeos.
Las rondas en los palacios empezaban pronto por la mañana. Los doctores se daban cita en un salón y, después de comentar diversos aspectos de las dolencias de las mujeres, se dispersaban por las habitaciones. Vigilados muy de cerca por sirvientes de confianza del príncipe que en algunos casos, para mayor seguridad, eran eunucos, el médico conversaba con la enferma a través de la celosía o de una cortina. El contacto cara a cara no estaba permitido, aunque en ocasiones urgentes el médico estaba autorizado a pasar la mano debajo de la cortina para tomarles el pulso. «Hay algunas mujeres que fingen estar enfermas para tener la oportunidad de conversar con el médico y para dejarse coger la muñeca —había escrito Nicolao Manucci, un médico italiano que había atendido a las mujeres del harén del emperador Aurangzeb—. El médico estira el brazo por debajo de la celosía o de la cortina y entonces la mujer le acaricia la mano, la besa y se la muerde dulcemente. Algunas hasta se la colocan sobre el pecho…».
A principios del siglo XX, los médicos indios seguían sometidos a esas reglas estrictas de la zenana. En algunos Estados más progresistas, como en los sijs del Punjab, únicamente los médicos europeos y americanos podían tratar a las mujeres directamente y sin velo, pero sólo cuando había una urgencia. Era tal su prestigio que los príncipes confiaban en ellos.
Al terminar las consultas, y con sus notas en la mano, los médicos solían informar al rajá, siempre en presencia de los curanderos indios. En Patiala, como había más de trescientas mujeres, era imposible que los médicos escribiesen informes según el nombre de cada una de ellas. Por tanto, para facilitar el proceso, las enumeraban por orden alfabético. A las maharanís se las indicaba por letras: A, B, C, D, E, F, etc., y a las segundas esposas o ranis por orden numérico: 1, 2, 3, 4, 5… Finalmente a las otras mujeres que rodeaban al rajá se las clasificaba en el gráfico de los médicos alfanuméricamente: A1, A2, B1, B2, C1, C2, etc. Ése era el orden por el que el rajá se guiaba en la lista, que informaba del tipo de dolencia que las aquejaba, del pronóstico y del tratamiento recomendado.
Los rajás visitaban a las mujeres enfermas, tanto si eran esposas «oficiales» (hijas de familias aristocráticas), como concubinas procedentes de las tribus de las montañas. Una vez dentro de la zenana, todas eran merecedoras de las atenciones reales y todas tenían la seguridad de que, por muy enfermas que estuviesen, nunca las echarían a la calle. Para saber cuáles de sus mujeres tenían la regla, a Bhupinder se le había ocurrido una idea que pronto sería copiada por otros rajás: había ordenado a las que estuvieran menstruando que se dejasen el pelo suelto. Así podía saber a cuál evitar cuando al anochecer le entraban unas irreprimibles ganas de tener un encuentro íntimo.
Llevado por su adicción al sexo, Bhupinder utilizaba también a sus médicos para propósitos distintos a los de curar o sanar. Aparte de saber cuáles eran los mejunjes y las sustancias más eficaces para prolongar la erección, también le interesaba descubrir si existía alguna manera de devolver la juventud a una amante entrada en años para que siguiera atrayéndole como el primer día. Siempre según Jarmani Dass, consiguió que los médicos, a base de inyecciones vaginales, lograsen que las mujeres exhalasen olores corporales sensuales y provocativos. Gracias a los contactos que le había proporcionado su amigo el rajá de Kapurthala, contrató a médicos franceses, entre los que se encontraba el doctor Joseph Doré, de la Facultad de Medicina de París. Él se encargaba de las operaciones más serias, incluyendo las ginecológicas, a las que a Bhupinder, dato curioso, le gustaba asistir. Asimismo, los médicos franceses realizaban operaciones de cirugía plástica, sobre todo en los pechos. «Los médicos franceses eran expertos en este arte, y lo ejecutaban según los deseos exactos del rajá, quien unas veces los quería de forma oval, como los mangos, y otras en forma de pera. Cuando encontraba alguna dificultad para llevar a cabo el acto sexual con alguna de sus mujeres, los médicos siempre estaban dispuestos a realizar una pequeña operación para facilitar la penetración». El maharajá convirtió un ala de su palacio en un laboratorio cuyas probetas y tamices producían una exótica colección de perfumes, lociones y filtros. Los médicos indios competían en su intento de elaborar combinaciones afrodisíacas a base de oro y perlas molidas, así como de especias, plata, hierro y hierbas. Consiguieron ser efectivos con una cocción de zanahorias mezcladas con sesos de gorrión. Pero eso no era suficiente para aumentar el vigor sexual a la medida de las necesidades del maharajá. Al final, los médicos franceses llevaron a palacio una máquina de radiaciones. Sometieron al príncipe a un tratamiento de radio, garantizándole que aumentaría «el poder espermatogénico, la capacidad de los testículos y la estimulación del centro de erección». Pero no era la pérdida de calidad de su esperma lo que afligía a Bhupinder Singh, sino otro mal que también afectaba a muchos de sus colegas: el aburrimiento y un monumental egoísmo. Cuando, años más tarde, un periodista le preguntó: «Alteza, ¿por qué no industrializa Patiala?», Bhupinder, como si le hubieran hecho una pregunta estúpida, respondió:
—Porque entonces no habría nadie que quisiera ingresar en las fuerzas del Estado, sería imposible conseguir cocineros y sirvientes. Todos se pasarían a la industria. Sería un desastre.