Cuando el rajá y su grupo regresaron a la India fueron recibidos por el secretario militar del gobernador de Bombay en representación del virrey, pero Rani Kanari seguía disfrazada de chico y permaneció de incógnito. El viaje no la había cambiado tanto como a su marido, que ya pensaba en la próxima escapada porque volvía fascinado por todo lo que había descubierto en Europa y Estados Unidos. Para Kanari no había sido un viaje tan emocionante; en primer lugar, por verse obligada a disimular su presencia continuamente, lo que al principio vivió como un juego pero luego como algo muy pesado. Y en segundo lugar, porque el hecho de no hablar ni inglés ni francés y de tener que vivir escondida tanto tiempo le había impedido hacer amigos, tejer sus propias relaciones o empaparse del ambiente. Se había mantenido dentro del círculo cerrado de los acompañantes indios, en donde se sentía desplazada por ser la única mujer. En realidad, nunca se había sentido más sola que durante las largas tardes pasadas en las suites de hotel, esperando a que regresase el rajá con historias maravillosas de un mundo que ella no comprendía, ni podría comprender nunca. Era lo suficientemente lúcida para darse cuenta de que no estaba a la altura de las aspiraciones de su marido, y de que nunca podría compartirlas. Esa frustración le provocaba crisis de tristeza, y para combatirlas emplearía un arma recién descubierta: primero, el gin-fizz, y, después, el dry martini, que pasarían a ser sus bebidas favoritas durante el resto de su vida. Poco a poco, sin darse cuenta, la princesa rescatada del valle del Kangra por un rey sij iría entrando en el túnel sin fin del alcoholismo.
El rajá quiso volcar su entusiasmo por Occidente en su Estado; nada más regresar, se puso en contacto con las autoridades para construir una central telefónica, un sistema de alcantarillado en la ciudad, instalar iluminación eléctrica en las calles y establecer la educación femenina en los colegios. El departamento Político recibió con agrado la buena disposición del rajá, pero le recordó que poco se podría hacer si seguía con aquel ritmo de gastos y si continuaba ausentándose tanto de Kapurthala. Le recordaron que llevaba años pasando los cuatro meses de verano en las montañas y que acababa de realizar un viaje de casi un año al extranjero. Pero de nada sirvieron las amonestaciones: el rajá no cambió un ápice ni su estilo de vida, ni sus proyectos. Retrasó la financiación del teléfono hasta 1901 e inició las obras de alcantarillado y alumbrado sólo en las cercanías de sus palacios. La iluminación de las calles esperaría a que estuviera terminada la construcción de su nuevo palacio, que ahora era su proyecto estrella. En privado, se quejaba de que el departamento Político no valorase sus aportaciones al desarrollo de Kapurthala y se inmiscuyese demasiado en su vida personal. Al fin y al cabo, había pagado de su bolsillo la primera central eléctrica, que funcionaba con carbón a horas fijas, para dar a su ciudad el honor de ser la primera del Punjab en tener electricidad. No sólo le gustaba ir a Europa, sino que también se esforzaba en traer el Viejo Continente a Kapurthala.
Pero el rajá, que para entonces había adelgazado y lucía una estupenda figura, no estaba dispuesto a pudrirse en su pequeño mundo. Sabía que contaba con la valiosa colaboración de sus ministros y que su presencia no era necesaria en el día a día de los asuntos de Estado. Estaba en la flor de la juventud y quería recuperar todo lo que su gordura le había robado. Siguió viajando por la India, y en un mismo año tomó otras dos esposas, también de origen rajput. Por no hablar de las nuevas concubinas. A medida que aumentaba su harén, también lo hacía el número de sus hijos. Una tras otra sus mujeres fueron quedando embarazadas, siendo la última Rani Kanari, quien en 1896 dio a luz un varón llamado Charamjit, el benjamín de la familia, que acabarían llamando Karan. Al comenzar el siglo, el rajá, a quien tanto le había costado engendrar su primer hijo, era el orgulloso padre de cuatro retoños «oficiales» a quienes enseñó rápidamente francés e inglés con la idea de mandarlos a estudiar a Europa para así tener la excusa de ir a visitarlos todos los años. Los hijos de las concubinas recibían también una buena educación, pero no se les reconocía oficialmente.
Sus deseos de viajar eran insaciables. Un informe oficial calculaba que una quinta parte del tiempo transcurrido desde su investidura como rajá lo había pasado fuera del Estado. Le autorizaron a realizar un viaje en mayo de 1900 a condición de no volver a ausentarse al extranjero durante un período de cinco años. «Es muy extravagante —decía el informe— y en 1899-1900 se ha gastado una cuarta parte de los ingresos del Estado en sí mismo y en sus visitas a Europa. Lord Lansdowne le ha amonestado severamente por su falta de interés por los asuntos de Estado, sus frecuentes ausencias, su extravagancia y su supuesta inmoralidad. Como señal de descontento, lord Lansdowne ha decidido no visitar Kapurthala este año». Más adelante, el informe concluía exculpándole un poco: «Es un príncipe que puede mejorar considerablemente, tiene buen carácter y se deja influenciar por aquellos a quienes considera sus amigos. La educación que da a sus hijos indica un cierto nivel de refinamiento, y su principal ambición es, aparentemente, la de ser tratado como un caballero británico y que le dejen mezclarse libremente con lo mejor de la sociedad.»8
Tan internacional quería ser que en 1901 cometió un sacrilegio que causó un gran escándalo, esta vez en su comunidad, entre los sijs: se afeitó la barba. Era mucho más práctico y así parecía menos «bárbaro» en Europa. Ya no tendría que enrollarla en una redecilla como el resto de sus correligionarios, ni pasar horas peinándosela y arreglándosela. Haría como cualquier europeo: se afeitaría todas las mañanas. Los sijs lo interpretaron como una renuncia a su religión y a su identidad. El rajá se volvía «blanco». Una de las cinco obligaciones de la religión sij consistía en no cortarse nunca el pelo, ya que este hecho se consideraba una señal de respeto a la forma original que Dios había dado al hombre. Las otras cuatro obligaciones eran llevar siempre un peine, símbolo de limpieza; unos calzones cortos para recordar la necesidad de continencia moral; una pulsera de metal que simboliza la rueda de la vida y un pequeño puñal como recordatorio de la necesidad que tiene un sij de repeler cualquier agresión. Jagatjit se había quedado con lo esencial de la religión porque los signos externos le parecían una pura formalidad: se limitaba a orar todas las mañanas leyendo unas páginas del Granth Sahib, el libro sagrado. Mucho más tarde, declararía que si hubiera previsto que el hecho de afeitarse ofendería tanto a los más tradicionalistas, sin duda no hubiera dejado que nadie metiese las tijeras en sus barbas. En realidad, se había adelantado a su tiempo. Años más tarde, muchos sijs se afeitarían la barba sin por ello perder su identidad.
De su extravagancia no cabía la menor duda y también en eso se sentía heredero de los grandes príncipes y emperadores del pasado. Para todos ellos, ser excéntrico había sido siempre una forma de refinamiento. En Kapurthala, desde que en una solemne ceremonia justo antes de partir a Europa por segunda vez, en mayo de 1900, puso la primera piedra de su nuevo palacio, los habitantes pudieron ver, año tras año, cómo iba surgiendo un edificio de un estilo completamente desconocido para ellos, cuya fachada acabó pintada de color de rosa con bajorrelieves en blanco, grandes ventanales a la francesa, tejados de pizarra gris y jardines inspirados en Le Nôtre por donde paseaban niñeras y concubinas empujando cochecitos entre estatuas alegóricas y fuentes iguales a las de Versalles.
Extravagante era también su manera de viajar. En un recorrido hacia Bombay en el Punjab Mail, el rajá, que iba en sus vagones particulares enganchados al final de un tren que transportaba a un millar de pasajeros, ordenó a su secretario particular que mandase detener el convoy durante diez minutos en la estación de Nasik. Quería afeitarse. El jefe de estación le informó que no tenía autoridad para ello e inmediatamente telefoneó a su superior, quien le ordenó que hiciese partir el tren. El secretario insistió en pagar todos los gastos que la detención acarrease, mientras los guardaespaldas del rajá conminaban al maquinista a esperar unos minutos. De modo que el jefe de estación tuvo que aguantarse, y los mil pasajeros, también. Luego mandó un informe elevando una protesta oficial ante las más altas instancias de la administración del ferrocarril, que lo transmitieron al departamento Político del Punjab. El rajá había hecho otra de las suyas. «Si el tren no hubiera esperado unos minutos —respondió el rajá—, hubiera podido lesionarme, lo que le hubiera costado más caro a la compañía de ferrocarril, debido a los seguros que tengo contratados, que los gastos ocasionados por un pequeño retraso». Ésa había sido su argumentación.
Pero los ingleses, que conocían bien a los príncipes indios con quienes mantenían una relación basada en la indulgencia, eran capaces de colocar las extravagancias del rajá de Kapurthala en su justa perspectiva. Eran menudencias comparadas con las de sus colegas. Un príncipe de un Estado del sur, gran cazador de tigres, acusado de utilizar bebés como cebo, se disculpó con el argumento de que no había fallado un solo tigre en toda su vida, lo que era cierto. El maharajá de Gwalior mandó traer una grúa especial para izar sobre el tejado de su palacio al más pesado de sus elefantes, con el resultado de que el tejado se hundió y el animal acabó herido. Alegó que había decidido comprobar la solidez del tejado de su palacio porque había comprado en Venecia un candelabro gigantesco para rivalizar con los que colgaban de los techos del palacio de Buckingham. Ese mismo maharajá era tan aficionado a los trenes que había mandado fabricar uno en miniatura cuyas locomotoras y vagones circulaban sobre una red de rieles de plata maciza entre las cocinas y la inmensa mesa de comedor de su palacio. El cuadro de mandos estaba instalado en el lugar donde él se sentaba. Manipulando manivelas, palancas, botones y sirenas, el maharajá regulaba el tráfico de los trenes que transportaban bebidas, comida, cigarros o dulces. Los vagones cisterna, llenos de whisky o de vino, se detenían ante el comensal que había pedido una copa. La fama de ese tren llegó hasta Inglaterra debido a que, una noche, durante un banquete ofrecido a la reina María, a causa de un cortocircuito en el cuadro de mandos, las locomotoras se lanzaron desbocadas por el comedor, salpicando vino y jerez, y proyectando pinchos de queso con espinacas y pollo al curry sobre los trajes de las señoras y los uniformes de los caballeros. Fue el accidente de ferrocarril más absurdo de la historia.
Si el rajá de Kapurthala se había negado a que el tren —el de verdad— que unía Delhi con los Estados del norte pasase por su Estado para no tener que molestarse en ir a saludar a todos los altos oficiales que viajasen por la línea, el rajá hindú de uno de los Estados de Kathiawar también se negó a ello pero por otra razón: porque era una ofensa a su religión pensar que los pasajeros que cruzasen su territorio podrían estar comiendo carne de vaca en el vagón restaurante.
Las extravagancias no tenían límite. Un maharajá del Rajastán llevaba todos sus asuntos, incluidos los consejos de ministros y los juicios, desde el cuarto de baño porque era el lugar más fresco de palacio. Otro se excitaba sexualmente con los gemidos de las parturientas. Otro, para reducir gastos, aunó en un mismo alto funcionario los puestos de Juez del Estado con el de Inspector General de Bailarinas, por lo que le pagaba cien rupias al mes. Otro compró doscientos setenta automóviles, y el maharajá Jay Singh de Alwar, que compraba los Hispano Suiza de tres en tres, los mandaba enterrar ceremoniosamente en las colinas de los alrededores de su palacio a medida que se iba cansando de ellos.
El último nabab de Bhopal recibió una reprimenda de parte de la autoridad británica por haber gastado una suma colosal en la fabricación de un cuarto de baño portátil, con caldera de agua caliente, bañera, inodoro y lavabos, etc., ¡para ir de caza! Su hermano, el general Obaidullah Khan, irritado ante la impaciencia de un dependiente en una relojería de Bombay, decidió comprar en el acto todas las existencias de la tienda.
El maharajá de Bharatpur nunca viajaba sin su estatua del dios Krishna. Siempre había un asiento reservado para la deidad. La megafonía de los aeropuertos del mundo entero repetiría a menudo el mismo llamamiento: «Ésta es la última llamada para que el Sr. Krishna se presente en la puerta de embarque…».
Durante los banquetes que ofrecía, el nabab de Rampur, conocido por su gran cultura, organizaba competiciones de palabrotas en punjabí, urdu y persa. El nabab solía ganar siempre. Su récord lo obtuvo al desgranar palabrotas e insultos varios durante dos horas y media sin parar, mientras su rival más próximo se había quedado sin vocabulario al cabo de noventa minutos.
Los maharajás se gastaban bromas a la altura de sus excentricidades. Siempre estaban intercambiándose vírgenes, perlas y elefantes. Un joven príncipe medio arruinado, que había conseguido hacer un buen negocio vendiéndole una docena de «bailarinas» a un millonario parsi, en el último momento le dio el cambiazo metiendo en el lote a tres ancianas, quedándose él con las tres bailarinas más jóvenes y nubiles.
En el olimpo de las extravagancias, las del nabab de Junagadh, un pequeño Estado al norte de Bombay, destacaban sobre las demás. El príncipe tenía pasión por los perros, de los que llegó a tener quinientos. Había instalado a sus favoritos en apartamentos con electricidad, donde eran servidos por criados a sueldo. Un veterinario inglés especializado en canes dirigía un hospital únicamente dedicado a atenderlos. Los que no tenían la suerte de salir con vida de la clínica eran honrados con funerales al son de la Marcha Fúnebre de Chopin. El nabab saltó a la fama nacional cuando se le ocurrió celebrar el matrimonio de su perra Roshanara con su labrador preferido, llamado Bobby, en el transcurso de una grandiosa ceremonia a la que invitó a príncipes y dignatarios, incluyendo al virrey, quien declinó la invitación «con gran pesar». Cincuenta mil personas se apiñaron a lo largo del cortejo nupcial. El perro iba vestido de seda y llevaba pulseras de oro, mientras la novia, perfumada como una mujercita, lucía joyas con pedrería. Durante el banquete, sentaron a la feliz pareja a la derecha del nabab y luego fueron conducidos a uno de los apartamentos para que allí consumaran su unión.
Generalmente, cuanto más ricos y poderosos eran, más excéntricos se mostraban. La autoridad indiscutida en el tema de los placeres de la carne y de las extravagancias era un buen amigo del rajá, y, además, vecino suyo. El maharajá Rajendar Singh, nacido el mismo año que Jagatjit, reinaba sobre los seis mil kilómetros cuadrados de Patiala, Estado lindante con Kapurthala, más poblado que este último y, por lo tanto, más rico. Tenía derecho a un saludo oficial de 17 cañonazos. Sus tutores le habían enseñado urdu e inglés y desde muy joven se había convertido en una promesa del polo y del cricket, hasta que su afición por el alcohol y por las mujeres, a la que se entregaba con excesiva regularidad, cambiaría el rumbo de su vida. Vivía en un palacio que medía medio kilómetro de largo y cuya fachada trasera daba a un enorme lago artificial. Perros afganos, pavos reales y tigres encadenados en las charcas cubiertas de lotos poblaban los jardines.
Si los ingleses pensaban que Jagatjit se estaba convirtiendo en un mujeriego, qué no dirían de Rajendar, quien desde los once años venía mostrando grandes aptitudes para el sexo y la juerga. Junto con su primo el rajá de Dholpur tenían fama de ser unos gamberros «salvajemente extravagantes», como los describió un oficial inglés. Pero el hecho de criticarles en los informes secretos no significaba que la sociedad colonial británica los marginase. Al contrario: al fin y al cabo eran de sangre azul. De la misma manera que el maharajá de Jaipur llamaba «Lizy» a la reina Isabel de Inglaterra, los tres amigos —Kapurthala, Patiala y Dholpur— se codeaban durante los veranos en Simia con lo más granado de la sociedad, llegando a convertirse en la compañía favorita del nuevo virrey lord Curzon y de su mujer, hasta que un incidente vino a interrumpir ese idilio. Tan íntimos se habían hecho los tres príncipes de lady Curzon que una noche la invitaron a cenar a Oakover, la suntuosa residencia de Rajendar, en Simia, desde cuyo balcón se veía la cordillera del Himalaya entre sauces y rododendros en flor. La dama había manifestado el deseo de ver de cerca las famosas joyas de Patiala, conocidas en toda la India. Antes de cenar, se probó un collar de perlas asegurado por Lloyd’s en un millón de dólares, y una tiara compuesta por mil y un diamantes azules y blancos; ambas piezas consideradas los tesoros de Patiala. «Estas joyas lucen mejor sobre un sari —le dijo entonces Rajendar—. ¿Por qué no te pruebas éste que perteneció a mi abuela?».
Pocas mujeres de la alta sociedad hubieran resistido la tentación de ponerse semejante atuendo, ya fuese por coquetería o por la simple curiosidad de verse como una reina oriental. El caso es que lady Curzon acabó luciendo las joyas de Patiala, incluido el famoso diamante «Eugene», la tiara, el collar de perlas, y lo hizo envuelta en un sari rojo bordado con hilos de oro. Tenía un aspecto fantástico. Para que ella tuviera un recuerdo y para conmemorar tan divertida velada, los jóvenes rajás le propusieron hacerse unas fotos, ya que tenían como huésped al célebre pionero de la fotografía en la India, un sij llamado Deen Dayal.
Desafortunadamente para los tres príncipes, la foto apareció publicada en los tabloides británicos, causando un enorme revuelo: ¡la virreina del Imperio británico disfrazada de reina india! ¡Menudo escándalo! Lord Curzon montó en cólera y dio la orden de prohibir la visita de los tres príncipes a simia para siempre, y de paso la de los demás maharajás si previamente no contaban con su permiso. Ofendido por lo que consideró una desproporcionada reacción del virrey, Rajendar se construyó su propia capital de verano cerca de la aldea de Chail, a sesenta kilómetros de Simia y a tres mil metros de altura. Allí mandó construir el campo de cricket más alto del mundo donde equipos británicos, australianos e indios libraron grandes torneos, disfrutando de unas vistas espectaculares sobre los glaciares de Kailash y las cumbres del Himalaya.
Jagatjit optó por levantar una mansión a unos cien kilómetros de Simia, en Mussoorie, otra hill station, como los ingleses llamaban a ese tipo de ciudades de veraneo cuya atmósfera era siempre frívola y desenfadada. Lo hizo inspirándose en uno de los castillos del Loira que tanto le habían impresionado, con torreones en forma cónica cubiertos de pizarra.
Amuebló el interior con cuadros, muebles de época franceses, vasijas de Sèvres y tapices de los gobelinos y lo bautizó con el exótico nombre de Château Kapurthala. La mansión se haría famosa por sus bailes de disfraces amenizados por grandes orquestas. El disfraz proporcionaba el anonimato necesario para que los aristócratas indios y las mujeres europeas mantuvieran relaciones a escondidas de los maridos de éstas, ausentes porque no podían permitirse el lujo de pasar cuatro meses de veraneo en familia. Al término de las fiestas del rajá, en secreto, las parejas se marchaban en rickshaws que serpenteaban por la Camel’s back, la carretera circular de detrás de la colina desde donde se podía disfrutar un paisaje idílico de picos nevados, bancales verdes y prados florecientes. Las parejas pasaban allí largas horas y luego el rickshaw devolvía a las señoras a sus residencias. Algunas, las más atrevidas, se llevaban a sus amantes a casa.
Pero Jagatjit no era un juerguista empedernido o un borrachín. Era un caballero que disfrutaba con el contacto de la alta sociedad, al contrario de Rajendar y su primo, el rajá de Dholpur, que preferían rodearse de proxenetas, jugadores, alcohólicos o parásitos europeos de baja estofa. Los ingleses acusaban al rajá de Dholpur de ejercer una mala influencia sobre su primo, empujándole aún más por el camino de la perdición y la mala vida, y de recibir dinero a cambio de su compañía. En un informe oficial, Rajendar fue definido como «un alcohólico, un padre indiferente, un marido infiel y un terrible administrador». Cuando el virrey mandó a un alto funcionario a hablar seriamente con el maharajá sobre su indiferencia respecto a los asuntos administrativos y sobre su desorden financiero, Rajendar, sintiéndose ofendido, le espetó: «¡Pero si dedico hora y media al día a los asuntos de Estado!». A Rajendar le gustaba más la compañía de los caballos que la de los hombres. En sus cuadras mantenía a setecientos purasangre, entre los cuales había treinta sementales de gran calidad que habían proporcionado a Patiala y a la India grandes campeones en las carreras. También le gustaba el cricket y el polo. Fue el mecenas de Ranjit, su ayudante de campo, que llevó el equipo de Patiala a la cima del cricket. Y consiguió convertir a los Tigres —su equipo de polo, con uniformes de color naranja y negro— en el terror de la India.
Pero la notoriedad de Rajendar vendría dada por el hecho de haber sido un pionero. Causó una auténtica conmoción al importar el primer automóvil a la India, un De Dion Bouton —matrícula Patiala 0—, que dejó atónitos a sus súbditos, quienes consideraban un milagro que pudiera desplazarse a 15 y 20 kilómetros por hora sin la ayuda de un camello, de un caballo o de un elefante. Mayor aún fue la conmoción cuando anunció su boda con una mujer inglesa. Era la primera vez que un príncipe indio se casaba con una europea. La mujer se llamaba Florrie Bryan y era la hermana mayor del jefe de las cuadras de Su Alteza. Cuando el virrey se enteró de su intención de contraer matrimonio, le transmitió su más firme reprobación a través del delegado en el Punjab: «Una alianza de este tipo, contraída con una europea de un rango muy inferior al vuestro, está condenada a los peores resultados. Convertirá vuestra posición tanto entre los europeos como entre los indios en algo bochornoso. En el Punjab, como podéis imaginar, la boda será mal recibida». A pesar de tan contundente advertencia dos días más tarde, la Civil and Military Gazette del 13 de abril de 1893 anunciaba en portada la boda secreta del maharajá de Patiala con Miss Florrie Bryan por el rito sij. Añadía la nota que el acontecimiento no podía esperar porque la novia estaba embarazada de cuatro meses. La nobleza de Patiala, el virrey y el gobernador ignoraron el acto. Los príncipes del Punjab también. Jagatjit Singh estaba en Europa, pero hubiera acudido sin falta a la boda de su amigo. En el fondo le admiraba porque se había atrevido a hacer lo que él deseaba en lo más profundo de su ser: conseguir casarse con una europea. Para aquellos compañeros de juergas, que habían esquilmado las montañas en busca de concubinas, expertos en el arte de amar, la mujer blanca era el más preciado de los trofeos —quizás porque era también el más difícil de obtener.