Francia fue la revelación del viaje. El joven rajá iba bien predispuesto porque había leído mucho sobre el país de las Luces, del Rey Sol y de Napoleón, un personaje que siempre le había fascinado. Además, era un gran aficionado a la arquitectura, como todos los monarcas de la India para quienes la construcción de palacios, edificios y monumentos era una manera de hacerse inmortales. A pesar de llegar bien informado, la realidad le deslumbró más de lo que habría podido prever. París le sedujo de inmediato: la belleza de sus monumentos, la amplitud de sus avenidas, el diseño de sus parques, las joyerías de la place Vendôme, los salones de té, los teatros de variedades… El lujo, el buen gusto y el refinamiento del estilo francés le parecieron algo superior a lo que había conocido hasta entonces. A su lado Londres le parecía gris, industrial, aburrido y feo. A sus ojos, Francia resplandecía. Y Versalles era la estrella más refulgente. Quiso volver ahí día tras día, hiciese sol o mal tiempo para admirar las perspectivas y el trazado de los jardines de un paisajista genial llamado Le Nôtre; para recorrer la galería, de los espejos, símbolo del poder del monarca absoluto, con techos de doce metros de altura y espejos de un tamaño excepcional; para dejarse intimidar por los ciento veinte metros de la galería de las batallas, que muestra escenas de los conflictos armados que han conformado la historia de Francia; para contemplar algunos de los tres mil lienzos de la galería histórica, el mayor museo de Historia del mundo; para fijarse en la marquetería de los apartamentos del rey, en los brocados, tejidos y bordados con hilos de oro; en la Opera; en las cuadras; en las fuentes y las estatuas, en las chimeneas de mármol, y en los bajorrelieves, los estucos, el pan de oro, y los suelos de madera y de mármol. Si Francia le había cautivado, Versalles fue un flechazo. Tenía todo lo que podía deslumbrar a un príncipe oriental: grandiosidad, belleza, pompa y sentido de la Historia.
Jagatjit decidió entonces levantar su nuevo palacio de Kapurthala inspirado en esa misma arquitectura. Sería su homenaje particular a un país y a una cultura que ahora admiraba más que la británica. Además, sería una manera elegante y sutil de chinchar a los ingleses, tan imbuidos de su superioridad racial y cultural, y de hacer algo que ningún otro príncipe había hecho nunca.
Dado que hablaba francés con fluidez, se sentía como pez en el agua a la hora de ponerse en contacto con los arquitectos más conocidos. Alexandre Marcel, que estaba a la cabeza de un estudio notorio responsable del Hotel Crillon y de la Escuela Militar entre otros muchos prestigiosos proyectos y que se sentía muy atraído por Oriente, se entusiasmó con la idea de hacer una mini réplica de Versalles mezclado con el palacio de las Tullerías en las llanuras del Punjab. Sobre todo después de que el rajá le manifestase que dispondría de un presupuesto ilimitado para incluir los últimos adelantos técnicos, como calefacción central, agua corriente fría y caliente en las ciento ocho habitaciones con baño que tenía previsto construir, ascensores eléctricos, techos de pizarra que habría que importar de Normandía y un largo etcétera.6 Aunque era imposible sobrepasar el tamaño y la grandiosidad del palacio del vecino Estado de Patiala, al menos Kapurthala competiría con él en belleza y originalidad.
El caso es que, en París, aquel rajá alto y regordete que siempre iba maravillosamente vestido y que tenía fabulosos proyectos empezó a suscitar una gran curiosidad. Su afición por las compras —adquiría en Cartier los relojes de diez en diez— y los encargos al joyero Boucheron no pasaron desapercibidos. Como tampoco pasaban desapercibidos sus turbantes de seda color turquesa o salmón que evocaban el esplendor de Oriente en un momento en el que Asia estaba de moda. Francia entera vivía con auténtico fervor los descubrimientos de los templos de Angkor en su colonia de Camboya. Los orientalistas eran las estrellas de la pintura. Las exploraciones en Indochina encendían la imaginación popular. En un tiempo en el que Asia ocupaba un lugar de honor en la fantasía de los franceses de pronto aparecía en París aquel individuo de aspecto formidablemente exótico, capaz de hablar en un francés muy elaborado no sólo de su vida, de su país y del sueño faraónico de construir un Versalles en la India, sino también de los méritos de Napoleón o de las ventajas e inconvenientes a la hora de conducir un Dion Bouton o un Rolls-Royce. El rajá, con su facilidad para las relaciones sociales, su amabilidad, su cultura, su riqueza y su buena educación tuvo un gran éxito.
Su historia de amor con Francia duraría toda la vida. Fue un amor mucho más fiel y duradero que el que jamás tendría con una mujer. En Francia se sentía completamente libre, sin las obligaciones y las coacciones del Raj británico. En Francia nadie conocía realmente las limitaciones de su poder, ni las fricciones y humillaciones que soportaba por parte de los ingleses cuando no atendían a todos sus caprichos. En Francia se le trataba como si fuera un soberano de verdad, y eso adulaba su vanidad, mientras que, en Inglaterra, por muy rico que fuese, era un rey de mentirijilla. Uno más entre la miríada de príncipes indios. El hecho de hablar bien francés le hacía distinto a todos los demás príncipes y le abriría las puertas de un país y de una cultura que le recibirían con los brazos abiertos. Un dicho empezó a hacerse popular en Europa, y reflejaba bien la leyenda que se iba tejiendo alrededor del personaje: «Eres más rico que el rajá de Kapurthala». Entre los príncipes de la India, distaba mucho de ser el más rico. Pero supo rodearse de una aureola que así lo daba a entender y que le haría popular.7 Uno de sus grandes méritos, gracias a su dominio del idioma, fue el de colocar el nombre de Kapurthala en el mapa. Pero su mayor éxito consistiría en que, al cabo de los años y gracias a sus numerosos viajes, acabaría siendo la imagen de la India en Europa. ¡No estaba nada mal para el príncipe de un diminuto Estado que sólo merecía un saludo de trece cañonazos!
El hecho de que en ocasiones viajara con su mujer disfrazada despertaría aún más la simpatía de las familias aristocráticas francesas, que les recibían en sus mansiones y castillos, y a quienes divertía mucho la curiosa ocurrencia de un príncipe que utilizaba semejantes argucias. Después de un viaje por los castillos del valle del Loira, volvieron a París, donde las jornadas transcurrían ocupados en tomar el té en los cafés del Bois de Boulogne; visitas por las mañanas a las joyerías de la rue de la Paix; ir de compras a los grandes almacenes del Bon Marché; desvalijar la fábrica de perfumes Pinaud («salí de allí más pobre, pero rico por la adquisición de una gran variedad de perfumes», dejó escrito en su diario); entrevistarse con Charles Worth, el demiurgo de la moda parisina, inventor del prêt-áporter y el primer modisto que incluiría su etiqueta en los vestidos; asistir a un concierto en el palacio del Trocadero o cenar con la princesa de Chimay en D’Armonville, el restaurante más lujoso de la capital. También visitaba los museos y galerías de arte. En el museo de cera, uno de sus acompañantes, el médico Sadiq Ali, se sentó a descansar en un banco durante unos minutos. Cuando cambió de postura, un grupo de visitantes empezó a gritar: le habían confundido con una figura.
Pero no todo era frivolidad en sus visitas. El rajá también reservaría varias tardes para acudir a la Biblioteca Nacional, donde se extasiaría ante sus más de tres millones de volúmenes y donde examinaría pacientemente la colección de obras en sánscrito. También visitó el Instituto Pasteur y tuvo la fortuna de conocer a su fundador: «Es un anciano medio paralítico que camina con la ayuda de un bastón. Tuvo la amabilidad de explicarme su sistema mientras me enseñaba sus laboratorios, enteramente financiados por donativos. Examinamos peligrosos gérmenes bajo potentes microscopios. Al despedirme, le prometí que recibiría un sustancioso donativo de mi parte, además del que ya recibe del gobierno de la India. Quiero que Kapurthala se una al progreso científico europeo».
La siguiente etapa del viaje fue la travesía a Nueva York, que realizaron en seis días a bordo del París, donde entró en contacto con pasajeros norteamericanos «que nunca se cansan de explicar su superioridad sobre las anquilosadas monarquías europeas». En Nueva York, la comitiva de Kapurthala despertó tal curiosidad que fue seguida en todos sus movimientos por la prensa local. «Dicen de mí que tengo cincuenta y cinco esposas, y que el propósito de mi visita es añadir una norteamericana a la lista. También se supone que fumo puros monstruosamente gruesos y que bebo champán todo el día. Nos reímos mucho con estos detalles, escritos sin malicia y sin intención de ofender».
Chicago había invertido ingentes cantidades de dinero en la Exposición Universal, la más formidable de las realizadas hasta entonces. Era la primera vez que Estados Unidos sorprendía al mundo con semejante despliegue, que anunciaba ya su futuro poderío. En los seis meses que estuvo abierta, sería visitada por veintisiete millones de personas, lo que representaba la mitad de la población total del país. El lugar parecía un reino encantado: soberbios edificios blancos levantados entre lagunas y parques albergaban todo lo que el mundo ofrecía en las artes y en las ciencias. Había hasta una máquina voladora y un barco sumergible que impresionaron mucho a los indios. Recibidos con todos los honores, hicieron el recorrido de la visita en dos barcazas, una con el rajá, el coronel Massy y el ministro de Finanzas, y la otra con los demás, incluyendo a Rani Kanari, disfrazada. Acabaron siendo aclamados por una multitud de más de cincuenta mil personas que se habían congregado para la ocasión. «Nos ha visitado un monarca oriental —informaba socarronamente el Chicago Daily Tribune del 16 de agosto de 1893—, sus faldones y su turbante brillan con bárbaro esplendor. Iba acompañado de lo que seguramente son sus esclavos y guerreros, que con una mano saludaban con plumas de pavo real mientras con la otra acariciaban sus espadas de plata. Desde el balcón del edificio de la Administración, el coronel Massy, representante de la supremacía inglesa, levantó una copa de vino blanco y, en nombre del monarca indio, brindó a la salud de nuestra multitud que no sabe lo que es un rey. Fue una visita pintoresca, llena de color y ruido, de un rey de Las mil y una noches al florón de la civilización occidental».