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En 1893, Jagatjit Singh efectuó su primer viaje a Europa para asistir al matrimonio del duque de York, el futuro rey Jorge V, de quien acabaría haciéndose amigo. Su intención era seguir luego hasta Chicago, donde se celebraba la gran Exposición Universal con motivo del cuarto centenario del descubrimiento de América por Colón. En total, serían ocho meses de viaje. Su primer contacto con el mundo exterior.

Iba acompañado de un nutrido séquito, que incluía a su corpulento ministro de Finanzas, que lucía una espesa barba negra recogida en una redecilla, a su médico el doctor Sadiq Ali, vestido de traje europeo oscuro y turbante claro; al jefe de la escolta, un gigante con aire de santón gracias a sus barbas y bigotes grises, y a un europeo, el teniente coronel Massy, un hombre de unos cincuenta años con una incipiente barriga y cuya reluciente chistera brillante como el charol contrastaba con la profusión de turbantes. En la foto de grupo que se hicieron en París, el rajá aparece sentado y con el cetro en la mano, luciendo un abrigo de seda color claro, pantalones europeos, una ancha corbata y un turbante salmón. La paternidad y el ejercicio de la soberanía, o quizás el simple hecho de hacerse adulto, le estaban haciendo adelgazar. Seguía grueso, pero no tan obeso como antes. La sorpresa en esa foto era la presencia de una persona sentada en una silla junto al rajá: una mujer joven, de rasgos finos y pequeños ojos negros, ataviada con un vestido de raso de mangas largas de estilo y corte europeos. Era su segunda esposa, Rani Kanari, una mujer alegre y refinada, de la que estaba profundamente enamorado. También oriunda del valle del Kangra, como la primera, procedía del mismo tipo de familia: era una rajput de rancio abolengo pero sin fortuna. Casta a cambio de dinero: la aristocracia de los brahmines —los sacerdotes hindúes— unía a sus hijas con hombres de dudoso linaje, siempre y cuando fueran riquísimos.

No obstante, en el caso de Kanari también había habido amor. El rajá en persona había ido a conocerla y se había quedado prendado de ella; era distinta a las demás. Kanari no era el prototipo de india sumisa, como Harbans Kaur, su primera esposa. Tenía personalidad y sentido del humor, aunque no hablaba nada de inglés, ni había salido nunca del valle del Kangra. Un primer encuentro bastó para que el rajá le propusiese matrimonio. En su diario del viaje, Jagatjit Singh haría alusión al tipo de esposa que buscaba, y que quizás pensó haber encontrado en Rani Kanari entonces y dieciocho años más tarde en Anita Delgado: «En la actualidad, un indio educado siente la necesidad de tener una mujer inteligente en su hogar, capaz por sus cualidades y sus logros personales de ser una compañera digna de compartir sus alegrías y sus penas». La gran mayoría de las mujeres indias estaban acostumbradas a vivir en la zenana y casi no participaban en la vida social de sus esposos. De hecho, muchos indios veían con malos ojos la libertad con la que las inglesas iban al club o alternaban en sociedad. Sus mujeres se quedaban en casa. Pero el rajá era un indio ilustrado, muy influenciado por la educación liberal y anglófila que había recibido. Las indias podían satisfacerle sexualmente o podían ser las madres de sus hijos, pero no resultaba fácil encontrar a una que pudiese compartir todos los aspectos de su vida. Nunca había sido fácil, quizás excepto para el emperador Shah Jehan, quien, tras conocer a Mumtaz Mahal, permaneció junto a ella durante toda la vida. Ahora, en los albores del siglo XX, el sueño del rajá, compartido por varios colegas suyos, seguía siendo el de encontrar una mujer capaz de ser esposa y amiga a la vez, y capaz de desenvolverse en ambos mundos —Oriente y Occidente— con la misma facilidad que él. Como sabía que lo que buscaba era más difícil de encontrar que una aguja en un pajar, estaba convencido de que tendría que «formar» a esa esposa, siempre y cuando ella tuviese las cualidades básicas indispensables para ello: un mínimo de curiosidad y sobre todo ganas de abrirse a un mundo desconocido. Eso era lo que esperaba conseguir con Rani Kanari, y por este motivo había insistido tanto en llevarla de viaje; además, así tendría a alguien con quien divertirse y compartir los buenos momentos.

Pero había chocado contra una oposición tajante por parte de las autoridades británicas. Aludiendo a cuestiones de protocolo, no le autorizaron a viajar con ninguna de sus «ranis», ni siquiera con Su Primera Alteza Harbans Kaur —ése era su título oficial—. Entonces empezó a pensar en la manera de sortear el problema. Debía actuar con sigilo porque el año anterior ya se había producido otro conflicto que le había costado una severa reprimenda por parte de los ingleses. Su «comportamiento inadecuado» durante unas vacaciones en Simia —la pequeña ciudad situada a los pies del Himalaya que los británicos habían convertido en su capital de verano porque allí escapaban del calor infernal de la llanura— había provocado una abundante correspondencia entre el coronel Henderson, de la guarnición de Lahore, y sir James Lyall, su ex tutor y actual gobernador del Punjab. Le reprochaban haberse dejado llevar por su amigo el rajá de Dholpur, un mujeriego empedernido al que los ingleses consideraban un crápula consumado por hacer uso de la práctica ancestral de conseguir chicas de las montañas comprándolas a las empobrecidas familias de las tribus. Acusaban a los rajás de Dholpur, Patiala y Kapurthala de utilizar como intermediario a un oficial indio. «La coartada que tienen preparada —decía una carta del coronel Henderson fechada en Lahore el 4 de marzo de 1892— es la de decir que buscan criadas para la zenana, y será muy difícil probar lo contrario, aunque sabemos que el objetivo es conseguir concubinas. Esas chicas, cuando entran en el harén de algún jefe, trabajan de sirvientas para sus esposas, aunque están a su disposición para propósitos de concubinato, y ni las esposas ni las chicas ponen objeción alguna. No sabemos con exactitud lo lejos que el rajá de Kapurthala ha ido en estos procedimientos». Más adelante la carta acusaba al rajá de Dholpur de ser el instigador y máximo culpable de dicha práctica y esperaba que el castigo ejemplar impuesto al intermediario —dos años de cárcel— haría escarmentar a los jóvenes príncipes. «Consideramos esos procedimientos altamente inmorales, contrarios a nuestras leyes, y esperamos acabar con ellos muy pronto», continuaba la carta, que, sin embargo, acababa admitiendo implícitamente que se trataba de una costumbre tan enraizada que sería casi imposible de erradicar. «Quiero mencionar a sir James Lyall que existe una tribu próspera, que no es pobre, en las montañas que ocupan los pueblos de los alrededores de Kumaon, cuyas hijas no sólo no se casan nunca sino que son prácticamente incasables. Todas siguen la costumbre de bajar a las llanuras para ser mantenidas como concubinas por hombres ricos o para ganarse la vida como prostitutas. Y no lo hacen por necesidad de dinero, sino porque es la costumbre». No era fácil imponer la ética y los valores británicos en una sociedad arcaica como la de la India de entonces, donde, entre ciertos grupos, la práctica de entregar a las hijas para la prostitución no sólo no era reprobable, sino algo sagrado. Por otra parte, los reyes de la India siempre habían tenido concubinas, ya que se trataba de una costumbre tan antigua como la monarquía misma y de la que pocos soberanos estaban dispuestos a prescindir. Había un origen religioso en ello. Una antigua creencia hindú atribuía a las cortesanas poderes mágicos, que permitían a los reyes luchar contra los espíritus maléficos. Antiguamente, el maharajá de Mysore, hombre piadoso y poderoso, colocaba a las dos prostitutas más conocidas y sobre todo más depravadas de la ciudad a la cabeza del desfile durante la fiesta de Dassora. Se suponía que, gracias al gran número de sus experiencias sexuales, habían podido acumular los poderes mágicos que los hombres pierden durante la realización del coito. Desde tiempos inmemoriales, existía la creencia de que las cortesanas realzaban y protegían a los reyes. Los monarcas europeos debieron de pensar lo mismo porque también ellos se rodeaban de bellezas, a veces cultas e inteligentes, a las que cubrían de títulos y honores. Y lo hacían a pesar de la oposición de la Iglesia.

En la India, las concubinas acababan viviendo en el palacio, clasificadas según su categoría: A1, A2, B3, etc., siendo la más baja la de las simples chicas de las aldeas. Una de ellas, generalmente de origen humilde, tenía la única y exclusiva misión de controlar la calidad del semen real, porque de ello dependía la «buena calidad» de los hijos, y, en consecuencia, la «buena calidad» del gobierno que éstos acabarían asumiendo, de manera que vigilar el semen era cuestión de Estado. En la India siempre se ha pensado que la abstinencia provoca una acumulación excesiva de esperma, y que éste puede cortarse, exactamente igual que la leche o la mantequilla. Por eso, a dicha concubina se la tenía al corriente del número de relaciones sexuales del monarca y, si éstas eran demasiado espaciadas, se presentaba ante el príncipe para recoger, mediante hábiles manipulaciones, su semen en un trapito de algodón, que luego quemaba en el jardín del palacio en presencia de un funcionario que ostentaba el pomposo título de Guardián de las Deyecciones Reales.

Aunque no era fácil reconocer a las concubinas por la manera de vestir, porque todas iban muy elegantes, sí lo era por las joyas que llevaban, cuya cantidad y calidad indicaban el lugar que ocupaban en la zenana. También se las reconocía a la hora de las comidas ya que las esposas principales comían en vajilla de oro mientras que las concubinas lo hacían en cuencos de bronce. Generalmente, las mujeres estaban felices en el harén porque así escapaban de una vida de miseria en el campo; además, tenían la seguridad de que, aun dejando de estar en la lista de favoritas, nunca les faltaría de nada, ni a ellas ni a sus hijos. Para controlar la demografía del harén, el rajá se veía obligado a someterlas a una ligadura de trompas a partir del segundo hijo.

Compradas —o no— a las tribus de las montañas, lo cierto es que al rajá de Kapurthala nunca le faltaron concubinas. Sus ministros, que eran hombres sofisticados, se veían a veces en la obligación de abandonar sus tareas al servicio del Estado para buscarle mujeres. «He estado en Cachemira y he traído dos chicas para Su Alteza —decía uno de ellos en una carta—. El problema es que nunca te libras de la sospecha por parte del rajá de que uno mismo también las haya disfrutado».

Las fricciones que el rajá mantenía con las autoridades inglesas eran consecuencia del paternalismo que regía las relaciones de la Corona con los príncipes. Pero el contrato original, el de la famosa proclamación de la reina Victoria, estipulaba que nadie podía meterse ni en la zenana, el harén de cada príncipe, ni en los asuntos internos de los Estados. Ésas eran zonas sagradas. Pero a veces los príncipes tenían caprichos que los ingleses no podían permitir. El rajá de Kapurthala se había enfadado mucho porque le habían prohibido contratar a un secretario particular alemán llamado Rudolph Kohler. «No es deseable que los rajás empleen a extranjeros europeos —le habían contestado del departamento político— porque pueden perjudicarnos. Por ejemplo, pueden pasar información importante a los rusos, que quieren poner un pie en el subcontinente. El Gobierno de la India no mira con buenos ojos la contratación de extranjeros en los Estados nativos. Sólo podemos confiar, como clase, en los ingleses, y desgraciadamente no en todos». Al rajá le había parecido que las autoridades se pasaban de la raya y había insistido en emplear al alemán. El Dr. Warburton, consultado por el secretario del gobierno del Punjab, redactó un informe negativo sobre la contratación de Kohler, alegando una poderosa razón: el alemán hablaba muy mal inglés y, en consecuencia, sería un pésimo secretario. Jagatjit se enfadó mucho y le retiró el saludo durante algún tiempo, como un niño a quien le niegan un capricho. Escribió al secretario del gobierno alegando que, si el rajá de Dholpur había podido contratar a un francés, ¿por qué él no podía contratar a un alemán? Los ingleses zanjaron el asunto de manera contundente. Un día apareció la policía con una orden de expulsión del alemán. Se llevaron a Rudolph Kohler, quien nunca más volvió a pisar Kapurthala. La rapidez de la acción de la policía se debía a un aviso del Dr. Warburton acerca de que «el rajá está bajo la influencia del alemán, que ha conseguido sacarle dinero y participa en comportamientos escandalosos». Probablemente, el médico se refería a las famosas orgías a las que eran invitados por el rajá de Patiala. La carta de Warburton terminaba diciendo que «el rajá está furioso por la negativa de contratar a Rudolph Kohler y no atiende a razones ni a deberes profesionales». El rajá se había enfadado.

De esa experiencia Jagatjit había aprendido que de poco servía enfrentarse a la autoridad. Dispuesto por todos los medios a llevarse a Rani Kanari de viaje —no fuera a ser que el esperma se le cortase— optó por no seguir insistiendo y puso en marcha un plan secreto mientras ultimaba los preparativos del viaje. «Cientos de mis súbditos ocupaban ambos lados de la carretera deseándome un feliz viaje, manifestando síntomas de tristeza por mi ausencia temporal», escribió el rajá en su diario el día de su partida. Al atravesar Agrá el 8 de marzo de 1893, se preguntó si en Europa llegaría a ver un monumento tan maravilloso como el Taj Mahal. Mucho más tarde dejaría escrito que, entre todo lo que había visto en el mundo, el Taj, único e incomparable, era «la Joya de la tierra».

En Bombay, después de pasar la mañana en la entrega de premios del colegio superior femenino Alexandra, donde se educaban las hijas de la influyente comunidad parsi, embarcó en el vapor Thames, que zarpó al atardecer «Mi gente no se cansaba de recorrer el barco, admirando la limpieza y el perfecto orden, observando las maniobras —nuevas para ellos— de la complicada maquinaría y preguntándose cómo un barco tan grande podía encontrar su ruta en alta mar sin que hubiera tierra a la vista para guiar a los marineros…». Sus acompañantes —el médico, el teniente coronel Massy, el ministro, etc.— se llevaron una sorpresa mayúscula cuando, a la hora del aperitivo, en el salón privado del camarote-suite del rajá, les recibió una mujer vestida con un sari esplendoroso. Era Rani Kanari. Enseguida la identificaron con uno de los tres criados sijs vestidos con camisas achkan y pantalones bombachos, tocados con turbantes, que habían embarcado como parte de la comitiva del viaje. El rajá había engañado a todos para salirse con la suya. Disfrazada de criado sij, Rani Kanari se había colado. Como en aquellos días no existían los pasaportes individuales, el truco había funcionado. El único que podía denunciar el subterfugio era el teniente coronel Massy, pero el rajá sabía que no lo haría. Massy, que había sido uno de sus tutores, lo apreciaba y se consideraba su amigo. De todas maneras, no lo habría denunciado nunca porque el asunto le había hecho gracia. Lo veía como una travesura más de un príncipe de veintiún años, algo caprichoso, pero buen chico en el fondo.

Hicieron escala en Egipto; luego, Inglaterra, Francia y finalmente, Estados Unidos. El rajá asistió a la boda londinense del duque de York sin su esposa, la cual permaneció en suite del hotel Savoy —su segunda casa, como lo llamaría— ahogando el aburrimiento con gin-fizz, bebida a la que empezó a aficionarse por aquel entonces. Un día después pudieron contemplar, desde el balcón de la suite, una manifestación en la calle a favor de la independencia de Irlanda que al rajá le recordó «la agitación artificial que ha empezado recientemente en la India bajo la batuta del Partido del Congreso», como dejó escrito en su diario. «Estas manifestaciones me recuerdan a una botella de gaseosa, que, aunque al abrirse tiene fuerza, enseguida pierde gas y se vuelve insípida». Se equivocaba, pero entonces estaba tan seguro de su posición que confundía sus deseos con la realidad.

En Inglaterra Rani Kanari iba siempre disfrazada de criado, pero luego, una vez cruzado el canal de la Mancha, se relajaron y ella asumió más a menudo su papel de esposa, vistiéndose entonces como la más elegante de las europeas.