El 24 de noviembre de 1890 no fue un cumpleaños cualquiera. Jagatjit Singh cumplía dieciocho años, lo que significaba que alcanzaba la mayoría de edad. Su fama de apacible y bonachón cuadraba con la apariencia física de hombre orondo debido a sus más de cien kilos de peso. Eran necesarios dos criados para empujar el ciclocarrito de finas y grandes ruedas que usaba todos los días para el paseo matinal. El ingenio había sido una idea del J. S. Elmore, ingeniero jefe de Kapurthala, que había montado las ruedas de un velocípedo en un chasis al que añadió una pequeña rueda suplementaria, un asiento y una sombrilla para proteger a la real cabeza de los rayos solares. Sentado así y empujado por los criados, el rajá circulaba por la ciudad y se detenía a hablar con unos y con otros porque, a su manera, era bastante campechano. Otros días salía a caballo. Sus tutores le habían instilado el amor por la equitación, pero se cansaba rápidamente y temía perder el equilibrio. Se encontraba mejor sentado en la grupa de un elefante.
Habían pasado cuatro años desde la boda, y el joven matrimonio no tenía descendencia. Pero ante la expectativa suscitada por la investidura, la sorda zozobra que flotaba en los ambientes aledaños al palacio quedó relegada a un segundo plano. Casi en la misma fecha en que nacía Anita Delgado, el hombre que la pretendería con tanto afán dieciocho años más tarde accedía al poder. Los preparativos duraron dos semanas. Trescientos invitados ingleses e indios acudieron para participar en los tres días de festejos, que incluían ceremonias, banquetes, paseos en río y cacerías. La Civil and Military Gazette, diario publicado en Lahore y cuyo orgullo era contar con Rudyard Kipling como colaborador, en su edición del 28 de noviembre de 1890 informaba del «caos durante la inauguración de la nueva pista de patinaje del maharajá de Patiala por la cantidad de caídas»; de la advertencia del gobierno local a los jóvenes comisarios de policía del Punjab para que no usaran chanclas en el trabajo, sino los zapatos reglamentarios; de la multa de diez rupias impuesta a un soldado inglés borracho por lanzar insultos contra un cortejo funerario musulmán, etc. Pero la portada y el grueso de la edición estaban dedicados a la ceremonia de investidura:
«La escena en el Durbar5 Hall fue tan pintoresca y tan llena de vida que permanecerá para siempre en la memoria de los asistentes. El Hall es una espléndida obra de arquitectura, con un enorme patio interior cubierto e iluminado por luz eléctrica. Afuera esperaban varios regimientos de tropas del Estado, uno formado por distinguidos soldados en uniforme azul con enormes turbantes y túnicas de color rojo; otro de caballería para cuyos soldados y caballos es imposible encontrar suficientes elogios, y una larga fila de espléndidos elefantes con las caras pintadas de filigranas y torretas ricamente tapizadas y amuebladas, perfectamente inmóviles si no fuera por el lento balanceo de sus trompas. El patio del Durbar Hall estaba lleno de gente que lucía toda una gama de uniformes vistosos; mientras, desde la galería superior, los ojos brillantes de los visitantes europeos contemplaban la escena que se desarrollaba abajo». En su discurso de investidura, sir James Lyall, antiguo tutor del rajá y ahora gobernador general del Punjab, dio un repaso a la historia de las estupendas relaciones entre la familia real de Kapurthala y la Corona desde los tiempos del abuelo Randhir Singh, alabando la dedicación de los tutores y del Dr. Warburton en el cuidado del niño-príncipe, felicitando al rajá por sus logros educacionales, especialmente en lo referente al inglés y a las lenguas orientales, «debidos a vuestro esfuerzo y a vuestra capacidad mental» —precisó—, y agradeciendo la ayuda de los miembros del gobierno que había permitido durante la minoría de edad «un buen progreso en todos los departamentos administrativos sin ruptura con la tradición del antiguo gobierno sij». Acabó reconociendo la honorabilidad, la prudencia y el buen carácter del rajá, deseándole que fuera siempre un soberano justo y considerado con sus súbditos «y un terrateniente liberal en las grandes extensiones de Oudh de donde deriváis tan espléndida renta». Concluyó con la cita de un poeta, que doscientos años atrás había escrito a un rey de Inglaterra unas palabras que en aquella mañana soleada, en boca de sir James Lyall, parecían curiosamente premonitorias:
El cetro y la corona acaban derrumbándose.
Y todo se hace igual en la tierra.
Sólo la memoria de los justos.
Deja una dulce fragancia en el mundo y florece en el polvo.
Una salva de aplausos saludó el discurso. Entonces sir James hizo un signo al rajá para que le siguiese. Ambos dieron unos pasos hacia unos enormes sillones de madera labrada pintados de pan de oro —los sillones del trono— donde posaron sus augustos traseros. La investidura quedaba así formalmente realizada. A continuación, el rajá se levantó y pronunció su primer gran discurso público «en un inglés perfecto, con admirable dignidad y gran seguridad en sí mismo», como lo describió el corresponsal de la Gazette.
Dio las gracias a sus tutores, prometió seguir con el mismo equipo de administradores locales, mencionó los buenos oficios del Dr. Warburton en cuanto al cuidado de su salud y se comprometió a seguir los consejos del gobernador general. «Rezaré para que mis acciones merezcan la aprobación de Su Majestad la Reina Emperatriz y la satisfacción de mi propio pueblo». El orden en que los había mencionado no dejaba lugar a dudas en cuanto a sus prioridades.
«La ceremonia acabó y los invitados regresaron a su campamento —relataba la Gazette—. Las carreras de caballos ocuparon el resto de la tarde y al atardecer se sirvió un banquete inaugurado con un brindis a la salud de la Reina Emperatriz».
* * *
Cuando el fragor de las festividades se apagó y la calma regresó al pequeño Estado de Kapurthala, el rumor de que el rajá era incapaz de engendrar volvió a circular con más insidia que antes. Nadie dudaba de que le gustaban las mujeres. Varias criadas habían contado cómo, desde pequeño, había propuesto toquetearlas; al no dejarse, había intentado comprarlas. El eco de las juergas que se corría con los maharajás de Dholpur y Patiala había llegado hasta Delhi, y en más de una ocasión sus correrías con las jóvenes de las tribus de las montañas le habían valido una seria reprimenda. También era notoria su afición por las nautch-girls, bailarinas profesionales que acudían desde Lahore, considerada la capital del vicio y del jolgorio. Contratadas para distraer a los soberanos, estaban también a su disposición para todo tipo de favores sexuales. No eran prostitutas en el sentido estricto, sino más bien el equivalente a las geishas. Expertas en el arte de satisfacer al hombre, de hablarle, de hacerle sentirse a gusto y de entretenerle, eran las encargadas de iniciar a los muchachos en el arte del sexo, así como en el uso de anticonceptivos. Había varios métodos: desde el coitus interruptus, al que llamaban «el salto hacia atrás», hasta supositorios que contenían caldo de alhelí y miel u hojas de sauce llorón en borra de lana. Otras técnicas consistían en beber una infusión de hierbabuena durante el coito, o en frotarse el pene con el jugo de una cebolla o hasta con alquitrán. Estas bailarinas cortesanas también les enseñaban las reglas de etiqueta de la corte y a hablar urdu, el idioma de los reyes. Las viejas familias, como la de Kapurthala, las recompensaban con parcelas de tierra y cediéndoles habitaciones en algún palacio para que pudieran perfeccionar «su arte».
Harbans Kaur, la esposa oficial, no tenía ni voz ni voto en esos escarceos. Como las demás mujeres, sabía que era la costumbre y la aceptaba con naturalidad, como también había de aceptar los matrimonios múltiples, por muy pocas ganas que una tuviera de compartir a su marido con otra u otras. Eran hábitos tan enraizados que no se cuestionaban y que formaban parte de aquella ancestral manera de vivir. La primera esposa siempre disfrutaría del privilegio de haber sido la primera, y por ello gozaría de un respeto especial. Ella sería la encargada de mantener relaciones «de hermanas» con las nuevas, compartiendo consejos y secretos en aras de lograr mayores cotas de placer para el marido.
En el caso de Jagatjit, fue su propia familia la que mandó llamar a las más expertas nautch-girls, auténticas bellezas que sabían adoptar las sofisticadas posturas que siglos de arte hindú habían inmortalizado en los bajorrelieves de los templos. Posturas inspiradas en el Kamasutra, que seguía siendo la base de la educación sexual y amatoria de los indios de buena cuna. Las reglas de Kama —del Amor— eran una especie de manual técnico escrito en un estilo preciso, sin obscenidad, describiendo procedimientos guerreros y estratagemas políticas necesarias para conquistar a una mujer. A los amantes se les clasificaba según el físico, el temperamento y sobre todo según las dimensiones del sexo, medido en pulgadas. Las proporciones de los cuerpos de los hombres y mujeres representados en las esculturas de los templos correspondían a los caracteres sexuales descritos en el Kamasutra. Por ejemplo, la «mujer-gacela», de senos firmes, anchas caderas, nalgas redondas y yoni pequeño (no más de seis pulgadas) es muy compatible en el amor con el «hombre-liebre», sensible «a las cosquillas en los muslos, en las manos, bajo la planta de los pies y en el pubis». El «hombre-semental», a quien le gustan las mujeres robustas y las comidas copiosas, se entiende de maravilla con la «mujer-yegua», de muslos rellenos y fuertes, cuyo sexo huele a sésamo y cuya «casa de Kama tiene una profundidad de nueve dedos». Los adolescentes de las familias aristocráticas aprendían posturas como la de la «apertura del bambú», la «del clavo», la «posición del loto», «la garra del tigre» o la del «salto de la liebre» incluso antes que el álgebra o las matemáticas. Una de las más populares, descrita minuciosamente en el Kamasutra, tenía un nombre místico: «El deber de un devoto». Se trataba de penetrar a la mujer como un toro monta a una vaca: de pie, por detrás, tirando de sus trenzas hacia arriba con una mano; ella se prestaba graciosamente a ello, inclinada hacia delante y agarrándose los tobillos con ambas manos. Hasta los gemidos estaban clasificados según el grado de placer obtenido: el de la paloma, del cuclillo, del palomo verde, del papagayo, del gorrión, del pato o de la codorniz. «… Por último, de su garganta saldrán sonidos inarticulados a medida que vaya alcanzando nuevas cimas de placer», concluía el capítulo del Kamasutra dedicado a «Los gemidos del amor».
La familia confiaba en que las bailarinas podrían hacer que el rajá «funcionase». Pero el resultado era siempre el mismo: el rajá disfrutaba mucho con el sexo, pero tenía dificultades para copular a causa de su barriga, la cual comprimía y aprisionaba el pene aunque éste estuviera en erección.
Fue entonces cuando intervino una cortesana de mediana edad llamada Munna Jan, una mujer en la que todavía podían verse las huellas de su legendaria belleza. Varias veces había sido convocada para encontrar una solución. «Si el obstáculo principal es la barriga del príncipe —sugirió—, consultemos al guardián de los elefantes». El guardián era un hombre delgado y huesudo que portaba un turbante rojo y una chaqueta militar raída y sin botones. Declaró que los paquidermos no se reproducían en cautividad, y ello no porque fueran tímidos, sino porque necesitaban una postura y un ángulo especiales que no podían conseguir ni en el zoológico ni en las cuadras. Se le había ocurrido un truco para solucionar este problema. Había construido un pequeño montículo de tierra y piedra en el bosque detrás del nuevo palacio. Allí, las elefantas se tumbaban y la pendiente facilitaba mucho el «trabajo» del macho. El resultado había sido espectacular. Los bramidos que rasgaban las tranquilas noches de Kapurthala eran buena prueba de ello, como lo era el creciente número de crías que nacían.
La declaración del guardián devolvió la esperanza a la corte. ¿Cómo aplicar su idea al caso del rajá? La respuesta no tardó en llegar. El ingeniero J. S. Elmore, que era un inglés ocurrente, se prestó a diseñar y construir una cama inclinada, hecha de metal y de madera, y provista de un colchón elástico, inspirada en la idea del guardián. Durante la semana que tardó en fabricarla consultó varias veces con Munna Jan sobre las peculiaridades del invento y le pidió que fueran sus chicas quienes lo probasen con el rajá. La espléndida cortesana mandó a sus más bellas compañeras y la sonrisa de satisfacción que esgrimieron a quienes esperaban en uno de los salones del palacio a que terminase la «prueba» lo decía todo. ¡Qué éxito! El rajá había conseguido copular… ¡Varias veces!
Nueve meses después de aquel glorioso día en la historia de Kapurthala, Harbans Kaur daba a luz a su primer retoño, un niño al que llamaron Paramjit Singh. El rey Eduardo VII mandó un telegrama de felicitación, lo que colmó de alegría al joven príncipe. Para agradecer los servicios prestados, el rajá decidió recompensar a Munna Jan con pulseras para los tobillos de oro macizo y una pensión vitalicia de mil rupias al mes.