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El rajá creció con un pie en la India profunda de sus gloriosos antepasados y otro en Europa. Un pie en un mundo feudal y otro en el siglo XX. Unos le daban clases de física y química, y otros le enseñaban el Kamasutra, un texto sánscrito del siglo IV escrito por un sabio que concibió un código sexual para guiar a los hombres en el arte del amor. Durante su minoría de edad, el Estado fue administrado por una sucesión de brillantes funcionarios británicos, algunos de los cuales llegaron a ser gobernadores generales, como fue el caso de sir James Lyall. Esos superintendentes estaban asistidos en su tarea por hombres de confianza que formaban el consejo de funcionarios del Estado, y juntos fueron introduciendo reformas y perfeccionando la administración de manera que, cuando cumpliera dieciocho años y asumiera el poder, el joven rajá se encontrase con la casa en orden. Por ejemplo, redujeron el número de ministerios, fusionando el de Finanzas y Recaudación de Impuestos en uno solo, y suprimieron el ministerio de Asuntos Misceláneos, que comprendía la administración de las cuadras, los elefantes y el zoológico.

La educación que recibió de tutores cuidadosamente seleccionados fue liberal. Al mismo tiempo aprendió buenas maneras, las exigencias del protocolo y los valores de la democracia occidental, pero sin la obligación de tener que aplicarlos porque él reinaría con derecho de vida y muerte sobre las trescientas mil almas de Kapurthala. La influencia de sus tutores despertó en él una gran curiosidad hacia Inglaterra, hacia su historia, sus valores, sus instituciones y sus costumbres. Inglaterra era el poder supremo y a sus ojos representaba la fuente de la civilización moderna. Los mejores automóviles, los barcos más veloces, los edificios más sólidos, el imperio más grande, la medicina más avanzada… Inglaterra era todo eso.

¿Cómo funciona un motor de explosión? ¿Qué es el mar? ¿Qué diferencia hay entre un calotipo, una litografía y una fotografía? Sus tutores fueron quienes saciaron su curiosidad infantil y quienes le abrieron los ojos al mundo porque en su entorno familiar nadie tenía el más mínimo conocimiento de la vida allende las fronteras de la India. Los contactos que, por su posición, mantenía desde temprana edad con aristócratas británicos le familiarizaron con la élite de esa sociedad que tanto admiraba y que le acogía en su seno como a uno más de la familia. Por eso, se aplicó al estudio del inglés con especial ahínco. Enseguida lo dominó con soltura y con impecable acento, tan british que resultaba extraño pensar que nunca hubiera estado en Inglaterra. Su fascinación por este país fue ampliándose hacia toda Europa, cuna de las grandes innovaciones tecnológicas de finales del siglo XIX. Máquinas que reemplazaban el trabajo del hombre, aparatos para hablar a distancia, reproductores de imágenes en movimiento, máquinas voladoras… la lista de inventos capaces de seducir la imaginación de un niño era interminable. Y todo se hacía en Europa. Así que se puso a aprender francés, y también en poco tiempo llegó a hablarlo y leerlo bien. Compartía con muchos de sus compatriotas una gran facilidad para los idiomas. Raro es el indio que no sepa dos o más lenguas, lo mínimo para entenderse en un país con catorce idiomas oficiales y más de quinientos dialectos.

A los diez años, el rajá hablaba seis idiomas. Aparte del inglés y del francés, su lengua materna era el punjabí, pariente del indostaní, que también dominaba, así como el sánscrito, que estudiaba con un viejo santón hindú, y el urdu (el persa antiguo), que era el idioma oficial de la corte. Esta vieja costumbre heredada del imperio mogol, que perduraba un siglo después de su desaparición, mostraba la profunda huella que los mogoles habían dejado en la India.

Jagatjit Singh vino a encarnar el drástico cambio que se había producido en los monarcas indios a raíz de la proclamación de la reina Victoria. En muy pocos años, los rajás se habían visto obligados a dar un salto de siglos. Y Jagatjit demostró ser un auténtico acróbata, capaz de saltar de un mundo a otro con toda naturalidad. Le tocó vestirse de europeo por primera vez en la historia del linaje de su familia, jugar al cricket y al tenis, comer platos occidentales y practicar un deporte tan inglés como el pigsticking, la caza del jabalí con lanza. Pero acudía al consejo de ministros a lomos de elefante, luciendo una diadema de brillantes, un collar de trece hileras de perlas y con un airón de plumas prendido en el turbante. Heredaba un reino con todos los signos exteriores de la monarquía, con todas las ceremonias y rituales de la coronación, pero que, en realidad, era una rémora del pasado y en el que faltaba la sustancia misma que daba sentido a la monarquía. Le habían inculcado que el servicio al pueblo era la misión más importante de su vida, pero en el fondo sabía, como todos los demás soberanos, que tenía el puesto asegurado por los ingleses, y que dicho puesto era vitalicio. Por eso, lo realmente importante para disfrutar de una vida cómoda y placentera era llevarse bien con el poder. La buena relación con los británicos se anteponía así al concepto de servicio al pueblo. Era un sistema viciado en su misma base, pero que en aquella época parecía tan sólido como eterno. Ya se encargaría el viento de la historia de poner las cosas en su sitio.

La súbita adaptación del rajá no se haría sin trastornos ni problemas. No resulta fácil conciliar culturas tan dispares como la inglesa y la sij, no es fácil ser un rey indio y un caballero británico al mismo tiempo, antiguo y moderno, demócrata y déspota, príncipe oriental y vasallo europeo. Más aún cuando la ausencia de la figura paterna, unida a la debilidad de su madre, una mujer tradicional que pertenecía a otra época, le dejaron sin la seguridad necesaria para enfrentarse a un mundo cambiante, para resolver el conflicto de tener que ser rey sin serlo de verdad. Quizás por esa razón, Jagatjit Singh empezó a somatizar sus problemas psicológicos y le dio por comer. Al principio, nadie se alarmó; al contrario, el orondo heredero era decididamente un muchacho hermoso. Pero más tarde, cuando a los diez años cruzó la frontera de los cien kilos, empezó a cundir el pánico. El Dr. Warburton, médico oficial de Kapurthala, le puso una dieta severa que no dio resultado. El chico seguía engordando y dormía demasiado. De esa época le vino la costumbre de pedir ayuda a la hora de atarse o desatarse el choridar (pijama), pantalón de estilo indio muy ancho sujeto con un cordón de seda alrededor de la cintura. Más tarde, cuando ya recuperó la forma física, siguió con la costumbre y la amplió al atado del turbante. Inder Singh, capitán de su escolta, sería el encargado durante años de atender ese peculiar capricho de su jefe.

—Criado como hijo único, cebado desde pequeño primero por las nodrizas y luego por las ayas, el muchacho ha adquirido unos hábitos alimenticios nefastos —sentenció el Dr. Warburton al informar a James Lyall, el tutor del pequeño Jagatjit, muy preocupado por el cariz que estaba tomando el engordamiento progresivo del príncipe—. Por ahora, lo único que podemos hacer es probar otra dieta —sugirió el médico.

—¿Y si no funciona? ¿Cuál es el pronóstico si continúa engordando?

El Dr. Warburton le miró por encima de sus gafas. Acababa de leer en una revista médica un artículo y temía que bien pudiera aplicarse al caso de Jagatjit.

—Esperemos que no padezca una especie de obesidad mórbida infantil, una rara enfermedad. Los pacientes se duermen de pie, continúan engordando hasta que aparecen graves dificultades respiratorias…

Hubo un silencio, interrumpido por Lyall:

—¿Y…?

—Muchos fallecen antes de llegar a adultos.

Lyall se quedó estupefacto. Después de todo el escándalo propiciado por la otra rama de la familia, el hecho de quedarse sin heredero directo y sin posibilidad de tener otro plantearía un problema muy espinoso al departamento Político del Punjab.

—Veremos cómo evoluciona —continuó el Dr. Warburton—. ¡Ojalá sólo sea la expresión de problemas psicológicos que se manifiestan a través de la obsesión por la comida!

Jagatjit se quedó en ciento treinta kilos. Era muchísimo para un chico de once años, pero por lo menos su peso se estabilizó, lo que alivió, aunque sólo fuese momentáneamente, a sus tutores y al médico. A esa edad, los miembros de la corte decidieron buscarle una primera mujer. El muchacho nada tenía que decir al respecto porque no cabía posibilidad de elección. Así lo mandaba la tradición. Además, se podía considerar afortunado porque, siendo sij, el número de mujeres con las que podría casarse no estaba limitado, contrariamente a los musulmanes, que no tenían derecho a más de cuatro. Sólo cuando hubiera alcanzado la mayoría de edad y asumido las riendas del gobierno tendría mayor libertad para elegir a sus esposas, aunque el acceso directo a mujeres de otras familias de alto linaje sería siempre muy difícil, porque las familias las comprometían desde muy niñas.

Un nutrido grupo de cortesanos viajó al valle del Kangra, a unos doscientos kilómetros de Kapurthala, en busca de una chica de alta casta de origen rajput. Querían una unión capaz de estrechar vínculos con las grandes familias del Rajastán, la patria de los rajput, de donde eran originarios los antepasados del rajá, y con alguien perteneciente a una casta muy alta para elevar el «pedigrí» del linaje de Kapurthala. Originalmente, la familia de Jagatjit había pertenecido a la casta de los kalal, que antiguamente eran los encargados de elaborar las bebidas alcohólicas para las casas reales. Una casta mediocre. Jassa Singh, brillante antepasado, ayudado por los sijs, que entonces formaban parte de una religión nueva, supo aglutinar un ejército, alzarse en armas y unificar Kapurthala. Pero el estigma de los kalal seguía pesando en algunos miembros de la corte, muy puntillosos con todo lo que tuviera que ver con la genealogía. ¿No decía un proverbio punjabí: «Cuervo, kalal y perro, no confíes en ellos aunque estén dormidos.»? Por eso era tan importante mejorar la sangre.

En cada pueblo, la llegada de la comitiva encargada de buscar novia se anunciaba con un redoble de tambores. Las chicas casaderas eran examinadas con tanta meticulosidad que hasta hubo quejas por el extremado celo que mostraban los cortesanos a la hora de evaluar los atributos físicos de las candidatas. Los kapurthalenses llegaban con la arrogancia que les daba el hecho de representar a un príncipe, por muy gordo que fuera. Sabían que el deseo más anhelado de miles de familias era unir a una de sus hijas con un rajá. Por eso había que controlar que los papeles de las chicas no estuvieran trucados, que las informaciones fuesen todas veraces y que ningún miembro de la comitiva aceptase sobornos con tal de incluir a una joven poco adecuada entre las candidatas.

Por fin, decidieron escoger a una preciosa muchacha de la misma edad que el rajá, llamada Harbans Kaur. Tenía grandes ojos negros y la tez dorada como el trigo. Era hindú y pertenecía a la flor y nata de las altas castas brahmínicas. Negociaron con los padres los términos de la dote, que se haría efectiva en el momento del enlace, fijado para el 16 de abril de 1886, cuando los novios alcanzasen la meritoria edad de catorce años.

La boda se efectuó siguiendo estrictamente la tradición sij. El rajá no vio el rostro de su amada hasta ese mismo día y lo hizo a través de un espejito colocado entre ambos: «Me quedé mirando sus ojos negros, los más bonitos que había visto jamás. Luego sonreí, y ella me devolvió la sonrisa», dejó escrito en su diario. Lo que no quedó reflejado en ningún diario fue la reacción de Harbans Kaur al descubrir el rostro hinchado de su imberbe marido, su triple papada, sus ojos alicaídos y su descomunal barriga. Ningún diario contaría en detalle lo que debió de ser su primera impresión, y luego su primera noche de amor, ella sumisa y asustada, él inexperto y peligrosamente obeso. Lo que sí transcendió es que no consumaron el acto.

A la preocupación que la corte y la familia sentían por la salud del rajá —el cual exceptuando su obesidad no mostraba signos de narcolepsia ni de insuficiencia respiratoria— se añadía ahora una profunda inquietud por su vida sexual y por el porvenir de la dinastía.