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La pompa y el boato acompañan la vida del rajá desde el mismo momento de su nacimiento. Los habitantes de Kapurthala recuerdan con nitidez cómo, a las dos de la madrugada del 26 de noviembre de 1872, fueron despertados por cañonazos que anunciaban la esperada noticia de la llegada al mundo del príncipe heredero. Empezaron así cuarenta días de festividades que costaron al erario un millón de rupias y a las que asistieron el gobernador del Punjab y los maharajás de Cachemira, Patiala, Gwalior y demás Estados vecinos. Las autoridades distribuyeron limosnas entre los pobres y declararon una amnistía para los veintiocho prisioneros de la cárcel. El regocijo con que el pueblo celebró su llegada al mundo fue proporcional a la larga espera y a la situación de incertidumbre creada por el soberano del momento, el rajá Karak, quien padecía ataques transitorios de locura. Los médicos le habían obligado a pasar largas temporadas en un manicomio cerca de Dharamsala, una pequeña ciudad a los pies del Himalaya. Todos los que pensaban que era incapaz de procrear se llevaron una sorpresa con el anuncio del nacimiento del pequeño.

La sorpresa fue especialmente desagradable para una rama de la familia que pretendía el trono y que inmediatamente cuestionó la veracidad de la noticia. Según ellos, el bebé no era hijo de su padre, el rajá Karak, sino de un aristócrata de Kapurthala llamado Lala Harichand, quien habría cedido a su propio hijo a la maharaní a cambio de ser nombrado ministro de Finanzas del Estado. Los británicos habrían urdido el complot para evitar que los miembros de la citada rama familiar asumieran el poder. Se oponían a ello categóricamente por una simple razón: aquella rama de la familia se había convertido al cristianismo unos años antes gracias a los buenos oficios de unos misioneros presbiterianos ingleses. Que unos cristianos —aunque fuesen de la familia real— accediesen al trono podía tener peligrosas consecuencias en el siempre complicado puzzle étnico y religioso de un Estado indio.

Verdad o no, el caso es que los familiares denunciaron el asunto ante las más altas instancias del poder colonial, llegando hasta la oficina del virrey, quien encargó un informe al médico oficial de Kapurthala. El Dr. Warburton efectuó una pequeña investigación interrogando a la comadrona y a las enfermeras que habían atendido a la maharaní. También pudo entrevistarse directamente con esta última por medio de una intérprete femenina, ya que estaba terminantemente prohibido que los hombres entrasen en la zenana. En su informe concluía que la maharaní era la verdadera madre del recién nacido, allanando el camino para el reconocimiento formal del heredero. La rama ofendida de la familia reaccionó tildando al médico de corrupto, diciendo que había sido comprado, y no cejó en su empeño de denunciar el caso. Tan impertinentes llegaron a ser que fueron expulsados de Kapurthala y obligados a vivir en Jalandar. A modo de compensación, el gobierno colonial les permitió utilizar el título de rajá y les repartió condecoraciones nombrando a los recalcitrantes miembros de la familia Caballeros de la Estrella de la India y del Imperio Británico. El asunto quedó zanjado con la explicación oficial de que sólo se trataba del revuelo habitual que se suele producir en las familias reales a la hora de la sucesión. Pero la división familiar acabaría teniendo interesantes consecuencias.

Cinco días después del nacimiento, las mujeres de la casa celebraron la tradicional ceremonia para proteger al niño del mal de ojo. Durante una noche entera entonaron cánticos religiosos mientras los soldados del regimiento hacían sonar grandes tambores a las puertas de palacio. El décimo día, hordas de sirvientes se pusieron a limpiar las paredes y los suelos del palacio y los familiares vertieron enormes cántaros de leche en los peldaños de la entrada, celebrando así el momento en que la madre dejaba de ser «impura». El duodécimo día, en otra ceremonia también inspirada en el hinduismo, hizo su aparición el astrólogo oficial del Estado. Leyó el horóscopo del niño haciendo múltiples comentarios sobre su carta astral, en la que había escrito cuatro nombres. En lugar de hacerlo el padre, que estaba recluido en el manicomio, fue la tía del niño la que escogió uno de los nombres, que luego susurró al oído del bebé: Jagatjit —«Señor del Mundo»—, así se llamaría. Al final de la ceremonia, el astrólogo leyó el nombre completo del heredero al trono de Kapurthala: Farzand-i-Dilband Rasik-al-Iqtidad-i-Daulat, Rajá-i-Rajagan Jagatjit Singh Bahadur. Para los ingleses: rajá Jagatjit Singh.

El pequeño se crió en la zenana, rodeado de ayas, sirvientas y niñeras en un ambiente de confort y lujo inimaginable para cualquier niño europeo. Siendo el único hijo varón y, por tanto, el heredero, desde su más tierna infancia se acostumbró a ser el centro de atención y a ser tratado con los honores debidos a su rango. Siempre había alguien revoloteando a su alrededor para evitar que cayese enfermo o para atender cualquiera de sus necesidades. Le bastaba enseñar un pie, y un criado le calzaba. Levantaba un dedo, y otro acudía a peinarle. Nunca alzaba la voz porque no era necesario. Una mirada bastaba para transmitir un deseo, que, inmediatamente, era interpretado como una orden. Hasta los sirvientes más ancianos se postraban ante el niño, tocándole los pies en signo de veneración. Su salud era seguida con la mayor atención. Un aya recogía diariamente el orinal del pequeño y escudriñaba sus deposiciones con mirada atenta. Si encontraba algo raro, le trataba inmediatamente con hierbas medicinales y, si era más grave, llamaba al médico oficial. Diariamente, durante toda su infancia, le bañaban, le lavaban el pelo y luego se lo secaban tumbándole sobre un camastro hecho de cuerdas trenzadas, bajo el que había un infiernillo donde ardían brasas e incienso, dejándole el cabello perfumado. Después tenía que someterse a un masaje en toda regla con crema de almendras que se molían cada semana. Entonces tuvo los primeros escarceos con la corrupción: intentaba, sin éxito, comprar a las ayas para saltarse el masaje que tanto le aburría. Toda su infancia la pasó acompañado siempre, y en todo momento, de criados, y más tarde de tutores y profesores hasta el punto de que no estuvo solo ni un instante. Quizás por eso viajó tanto en cuanto fue mayor, para poder encontrarse a sí mismo en las rutas del mundo.

No conoció a su padre, que vivía encerrado en el manicomio. Lo único que recuerda de él es su muerte, porque fue seguida de días de luto durante los cuales plañideras profesionales invadieron con sus llantos las salas del palacio. Jagatjit tenía cinco años y le tocaba heredar un reino. Heredaba los trece cañonazos de honor que los ingleses habían atribuido a Kapurthala, el título de Alteza, y el quinto puesto en orden de precedencia entre los soberanos del Punjab. Pero sobre todo heredaba una fortuna colosal, que no guardaba proporción con el tamaño de Kapurthala —600 kilómetros cuadrados, pocos, comparados con los 6000 del vecino Estado de Patiala—. Aquella fortuna se la debía a su abuelo, el rajá Randhir Singh, quien había tenido la acertada intuición de ponerse del lado de los ingleses cuando estalló el motín de 1857. Fue una revolución, durante la cual los soldados hindúes y musulmanes que componían los regimientos del ejército de la India se amotinaron contra sus superiores, los oficiales británicos a sueldo de la Compañía de las Indias Orientales. Aunque las razones de la rebelión tenían que ver con su miedo a ser convertidos al cristianismo y con la actitud cada vez más autoritaria de la todopoderosa compañía, el pretexto inmediato del motín se basaba en el rumor de que los nuevos cartuchos de fusil venían untados con grasa de animal. Ello suponía una afrenta tanto para los hindúes —que pensaban que se trataba de grasa de vaca—, como para los musulmanes —que temían que fuese grasa de cerdo—. Las atrocidades que ambos bandos cometieron durante los meses que duró el motín marcaron un antes y un después en la historia de la colonización británica de la India. Considerado por los indios como su primera guerra de Independencia, el motín favoreció el surgimiento del nacionalismo indio y abrió una brecha que culminaría noventa años después en la independencia. Para los ingleses, que tardaron varios meses en aplastar la rebelión, supuso el fin de la supremacía de la Compañía de las Indias Orientales, que desde el siglo XV manejaba los asuntos de la India como un negocio privado. La reina Victoria asumió las riendas del gobierno de la inmensa colonia, y, en una proclamación que hizo en 1858, quiso asegurarse la lealtad de los príncipes. Los ingleses —apenas ciento treinta mil en un país de trescientos millones— necesitaban a los príncipes para administrar un territorio tan inmenso, siempre y cuando pudieran controlarlos y satisfacerlos de alguna manera. «Seremos los garantes de la autoridad y del futuro de los príncipes nativos como gobernantes de sus Estados —decía la proclamación—. Respetaremos sus derechos, su dignidad y su honor como si fueran los nuestros». Fue un momento histórico en el que los reyes de la India dejaron de ser reyes y se convirtieron en príncipes. Protegidos por el paraguas británico que les garantizaba las fronteras, las ganancias y los privilegios, los soberanos vivieron a partir de entonces con seguridad y tranquilidad, no como sus antepasados. Ya no tenían que responder ante su pueblo, sino ante el poder supremo de la Corona británica, que les colmó de honores, títulos y salvas de cañonazos a fin de que cada uno estuviera situado en lo que se consideraba el orden correcto de precedencia. Muy hábilmente, los ingleses los fueron colocando como satélites, cada uno en su órbita particular.

La estabilidad que les proporcionó la Pax Britannica los volvió blandos y corruptos. Acabaron apoyándose cada vez más en los ingleses, convencidos de que eran indispensables para su propia supervivencia, cuando en realidad eran los príncipes los que habían sido indispensables para la supervivencia de los británicos en la India. De esa manera los rajás fueron apartándose poco a poco del pueblo, olvidando los preceptos de simplicidad y humildad inherentes a la sociedad hindú y empezando a vivir de manera ostentosa, compitiendo entre sí y emulando a los colonizadores. También ellos querían ser ingleses, pero les costaba conseguirlo porque procedían de una sociedad feudal.

Por haberse aliado con los británicos durante el motín, Randhir Singh de Kapurthala fue recompensado con enormes extensiones de tierras confiscadas al rajá de Oudh, que había optado por el bando de los rebeldes. Así, la desgracia de uno hizo la prosperidad y la felicidad del otro. Aquellas tierras proporcionaban a Kapurthala una ingente renta anual de dos millones cuatrocientas mil rupias, que iban a parar directamente a los bolsillos del rajá. A los cinco años de edad, Jagatjit Singh ya era rico.