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Encinta de cinco meses, la suave curvatura de su vientre apenas se nota pero, por si acaso, le dice a la criada india que apriete bien fuerte el sari al enrollárselo. Es la primera vez que se lo prueba, y es el sari de la boda. Cuatro hombres lo acaban de traer dentro de una caja. Anita se ha quedado perpleja:

—¿Éste es mi traje de novia? —pregunta a Mme Dijon, visiblemente decepcionada. En nada se parece a los trajes blancos y vaporosos que hacen soñar a las novias españolas. De hecho, ni siquiera es un traje: son dos cortes de tela.

—¿Cómo me pongo esto?

—No te preocupes. Va a venir una sirvienta de la madre de Su Alteza para ayudarte a vestirte.

Anita no ve de qué manera se pueda llevar aquello. La pieza de tela mide seis metros de largo por uno y medio de ancho. La palpa con los dedos y la observa con detenimiento. Es un corte de seda de Benarés, de color rojo amapola, con enormes rosas bordadas en oro y plata, bordeado por una cenefa de plata que en uno de los lados tiene una anchura de medio metro. Es una pieza bellísima, más fácil de imaginar en la pared de un museo que sobre su cuerpo.

La criada de la madre de Su Alteza es una mujer mayor, un aya como las llaman en la India. Vestida de blanco y con la cara muy arrugada, es una experta en arreglar a las señoras. Envuelve a Anita poco a poco con dos vueltas, y, a la tercera, con sus dedos nudosos le hace muchos pliegues que va colocando delante, en forma de abanico, para que pueda andar sin dificultad. A la tela que queda le da otra vuelta sobre la espalda y, pasándola debajo del brazo, la cruza por delante cubriéndole la cabeza como un velo, de tal manera que puede moverse sin que se le caiga. Anita se mira en el espejo. El sari realza su elegancia, y le disimula la incipiente barriga. Le gusta verse así, de princesa oriental.

El astrólogo ha fijado la fecha de la boda para el 28 de enero de 1908. Los sijs, como los hindúes, se casan en los meses de invierno, considerados propicios. Parece ser que en el día establecido la feliz conjunción de Júpiter y el Sol augura una dicha duradera para los esposos y la ventura de procrear por lo menos tres hijos. Desde hace varios días no paran de llegar regalos a la casa, desde figuras de cristal tallado, miniaturas de arte mogol, una piel de tigre disecada y relojes de pared, hasta tarros de miel o bolsas de lentejas rojas, obsequios de campesinos que veneran a Su Alteza. Pero el regalo que más entusiasma a Anita es un cervatillo con grandes pestañas de damisela, regalo del maharajá de Patiala, un Estado vecino del de Kapurthala.

Los primeros días en Villa Buona Vista los dedica a dormir y a adaptarse a su nueva vida. No obstante, se despierta con frecuencia por causa de pesadillas en las que se ve despedazada por una pantera o luchando tan sólo armada con agujas de hacer punto contra un escorpión del tamaño de una caja de galletas. Las historias de cacerías la han impresionado mucho, pero, además, Anita viene con el mismo bagaje de fantasías que inflama la imaginación de los europeos: que si en la India curan las enfermedades con pociones mágicas elaboradas a base de polvo de unicornio, que si existen plantas de hojas tan anchas que pueden cobijar a una familia entera, que si los diamantes son del tamaño de huevos de codorniz… Lo que Anita descubre es una realidad más atractiva que esas leyendas de pacotilla: el fasto y el refinamiento de la corte de Kapurthala —con sus espectaculares palacios con jardines en los que siempre se oye correr el agua entre el zureo de las palomas y donde flotan aromas a nardo y a clavel—, la obsequiosidad de los punjabíes, los paseos junto a Mme Dijon en el extravagante landó guiado por un conductor y con dos criados disfrazados de lacayos franceses, como los de Versalles; uno de ellos porta una sombrilla para protegerla del sol y el otro un plumero grande para ahuyentar a las moscas… Por si fuera poco, van escoltadas por dos lanceros a caballo, con el uniforme plata y azul de Kapurthala. Anita lo encuentra todo muy divertido, y no es para menos. Su única aflicción es no poder compartir ese asombro perpetuo ni con su familia, ni con su marido. El rajá se ha despedido de ella hasta el día de la boda porque se considera que trae mala suerte que el novio visite a la novia en los días anteriores a la celebración.

Anita vive rodeada de una nube de criados. Allá donde vuelve la cabeza hay un criado, o bien agazapado en un rincón, o bien esperando una orden, o simplemente aguardando a que pase el tiempo. Van descalzos, se deslizan por el suelo de mármol y no les oye desplazarse. «Se mueven como fantasmas», dice Lola. Una ingente cantidad de alpargatas, babuchas y zapatillas de colores tapizan la entrada de las dependencias donde viven y cocinan. Los criados no dejan que Anita haga nada, ni siquiera que recoja sus tijeras cuando se le caen al suelo. Varias veces al día le traen agua en un lavamanos de plata con reborde de filigrana para que no rebose. Mientras uno lo sostiene y otro le vierte agua de una jarra sobre las manos, una criada acerca un platito con una pastilla de jabón, otra le tiende una toalla y la última le sube las mangas para que no se moje. Anita nunca ha tenido las manos tan limpias. A la hora del baño, un aya vierte agua sobre su cuerpo, agua que otros criados han calentado previamente en brasas ardientes y otra criada le frota la piel.

Lola está desorientada; ya no sabe cuál es su papel. Echa de menos la intimidad que tenía con su señora. Aunque por ahora, y mientras Anita siga utilizando ropa europea, es ella quien la ayuda a vestirse.

La víspera de la boda se produce un incidente muy revelador de la vida en la India. Al regresar de un paseo por la orilla del río, Lola sube a la habitación mientras Anita se queda abajo, atendiendo a dos sastres que han venido a trabajar en la veranda, sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Llevan pinchadas en los turbantes agujas enhebradas con hilos de diferentes colores, que sacan según van necesitando. De pronto, un chillido desgarrador, la voz de Lola, rompe la quietud de la villa. El grito ha sido terrible, como si alguien la estuviese degollando. Anita se precipita escaleras arriba, preguntándose si Lola no se habrá cruzado con alguna serpiente o habrá sido víctima de una agresión. Cuando llega a su habitación, se la encuentra paralizada en un rincón, apuntando con el dedo hacia la cama, donde yace un mirlo muerto mirando al techo. Hay plumas por todas partes y restos de los excrementos del pájaro manchan la colcha, los muebles y las alfombras. Probablemente, el mirlo se ha metido en la habitación y no ha encontrado la salida. Exhausto y desesperado, ha acabado sin vida sobre la cama.

—¡Hija, qué exagerá!

—¡Ay, señora, que me da mucha grima!

Anita ordena al mayordomo que limpie la habitación, pero éste se disculpa: «Mí no poder tocar animal muerto», balbucea en un inglés muy básico.

—¿Cómo? —dice Anita, sorprendida.

El mayordomo sale y llama al sweeper, el que barre, el que «cambia el polvo de lugar», como dice Anita. El hombre, al ver el pájaro en la cama, niega con la cabeza: «Sorry, memsahib, mi estar prohibido tocar animales muertos». Llama a su vez al encargado de la limpieza de las letrinas y los váteres, pero este tampoco quiere hacerse cargo del traslado del cadáver del pájaro. Cada criado va buscando a otro que pertenece a una casta más baja. Pero en la villa todos se niegan.

—¿Qué hacemos entonces? ¡A ver si voy a tener que dormir con el pajarraco ese en mi cama! —increpa al mayordomo.

—Señora, hay que ir al bazar a por un dom, un hombre de muy baja casta…

—Pues ve a por él…

—Señora, yo no puedo dirigirme directamente a un dom

—¡Entonces manda a alguien!

—Disculpe, señora, habrá que pagar al dom para que haga este servicio.

Es de locos. Después de toda una tarde de discusiones, Anita le da unas monedas a otro criado, que regresa al anochecer con un dom, un indio perteneciente a la casta de los que manejan los muertos durante las cremaciones. Fino y huesudo como un junco y con la piel «renegría» según dice Anita, cumple con su misión como un auténtico profesional. Mete al animal en una bolsa y se va.

La gran cantidad de criados es reflejo de la variedad de castas en las que los indios viven acotados, protegidos por su grupo, pero también sometidos a reglas que nunca transgreden. Y son reglas que llegan al paroxismo, como irá descubriendo Anita. Por ejemplo, los Purada Vannam son una casta a cuyos miembros no se les autoriza salir de día porque no se les considera suficientemente «puros» para que sean vistos por brahmanes de castas superiores. Están condenados a vivir en la oscuridad de la noche. O las mujeres de Travancore, en el Sur, que tienen prohibido cubrirse los pechos ante miembros de castas superiores.

En ese mundo, Anita tiene que acostumbrarse a lidiar con un enjambre de criados, a aprender que quien sirve la mesa no es el mismo que le trae el té por la mañana; que el cocinero cocina, pero no friega los platos; que hay dos encargados de barrer el suelo y que no hacen otra cosa; que el encargado de alimentar a los caballos no es el mismo que el que los prepara para montar; que una criada se encarga de recoger la ropa sucia para que un dhobi, un lavandero, la cargue en su burrito y la lave en el estanque más próximo, etc. Tiene que aprender lo que han tenido que aprender las esposas de los oficiales, de los militares y de los comerciantes ingleses: no hay que pedir que un criado haga algo que esté considerado por debajo de su casta o sea contrario a su religión. Es una regla de oro que, siempre que se cumpla a rajatabla, asegura paz y una convivencia agradable con los sirvientes.

La continua llegada de gente que acude para ultimar los preparativos de la boda crea un ambiente de gran excitación en Villa Buona Vista. Un auténtico ejército de jardineros se dedica a plantar orquídeas y macizos de crisantemos, y a podar todos y cada uno de los arbustos. Al fondo del jardín otro equipo levanta la shamiana, una enorme tienda de seda multicolor que ha sido testigo de las ceremonias nupciales de todos los antepasados del rajá desde el siglo XV. Por su antigüedad y por el refinamiento de sus motivos, sólo se usa en estas grandes ocasiones. Una mañana aparecen dos carros de bueyes repletos de alfombras para tapizar el suelo de la tienda así como el paseo que la une a la entrada de la mansión, a cuyos lados plantan antorchas. En los rincones se van amontonando platos con el escudo de la Casa de Kapurthala, cajones llenos de cubiertos grabados, soberbios candelabros de plata, recipientes de cobre, narguiles tallados, etc. Era como si hubieran vaciado la cueva de Alí Baba en la villa del rajá.

Ante la importancia de los preparativos, el humor de Anita oscila entre la euforia y la melancolía. Precisamente la víspera, y quizás ante lo inminente de la celebración, ha tenido una crisis de nostalgia. No puede dejar de pensar en sus padres y en su hermana. Lo que se avecina es su verdadera boda —el acontecimiento más trascendental de su vida— y le resulta muy triste que ningún miembro de su familia o ningún amigo esté presente. ¿De qué le vale vivir todas esas experiencias maravillosas si no puede compartirlas con nadie? Le parece que es como comer sin sal: por muy rico que esté el plato, siempre sabe a poco. La lentitud del correo —las cartas tardan de cuatro a seis semanas en llegar— aumenta aún más la sensación de aislamiento. Y Lola no sirve para compartir nada. La malagueña se queja de todo porque todo le da miedo. Tiene miedo a quedarse en casa, aunque también a salir; a pasear por el jardín porque dice que hay serpientes y arañas —aunque todavía no ha visto ninguna—; le dan miedo las ayas vestidas de blanco, y aborrece el sabor del curry y el olor a incienso; en definitiva, todo le parece extrañísimo y no entiende nada. Menos mal que Mme Dijon resalta siempre la otra cara de las cosas. La soltura y la tranquilidad que desprende su dama de compañía es la mejor terapia contra la inquietud y la angustia. Pero esa noche ni siquiera Mme Dijon consigue consolarla. Anita solloza, muerta de tristeza, hasta que se queda dormida, mientras Lola, tumbada en su cama en la misma habitación y contagiada del ánimo de su señora, también se deshace en un mar de lágrimas, y el ruido que hace al sonarse es lo único que perturba el silencio de la Villa Buona Vista.

28 de enero. A las tres de la mañana las ayas de la madre de Su Alteza vienen a despertarla. Anita, con los ojos todavía cerrados, se mete en la bañera, que no está llena de agua caliente, sino de leche de burra tibia, a semejanza de las antiguas princesas mogolas. Tras un buen rato en remojo, las ayas le piden que se tumbe sobre unas telas colocadas en el suelo. Es el momento del masaje. Las manos hábiles y cuidadosas de las mujeres la untan con aceite de sésamo de abajo arriba, animadas por un ritmo tan discreto como inflexible. Como si fuesen olas, salen del costado, cruzan la espalda y remontan hacia los hombros. Mientras tanto, entonan un cántico que cuenta los amores de Rama y de su diosa Sita. Le extienden los brazos, que masajean delicadamente, uno tras otro, y luego le amasan la mano para hacer circular la sangre de la palma hacia los dedos. El vientre, las piernas, los talones, la planta de los pies, la cabeza, la nuca, el rostro, las aletas de la nariz y la espalda son acariciados sucesivamente, vivificados por los dedos suaves y danzantes de las ayas. Es parte de su iniciación a la India del Kamasutra y al Oriente de Las mil y una noches; de modo que la princesa española emerge de su letargo de tristeza para afrontar con valor el día más importante de su corta existencia.

Según contaría Anita en su diario, tardan más de dos horas en peinarla, maquillarla y vestirla. Lo hacen con un corpiño de raso color amapola completamente bordado en oro con botones de perlas, que le colocan sobre el corpiño de seda blanca que las indias utilizan en vez del sujetador. Luego la enrollan en seda blanca muy fina y después en la preciosa tela del sari. Unas zapatillas rojas bordadas con hilos de oro, y pulseras y collares de perlas completan el traje de novia. Anita teme que, al moverse, todo ese tinglado se venga abajo, pero las ayas le tienden la mano para que se coloque frente al espejo, y entonces se da cuenta de que el sari es cómodo y fácil de llevar. Las ayas sonríen, orgullosas como magas, por haber conseguido la transformación de la memsahib en una princesa india.

«Cuando me vi reflejada en el espejo, creí que era un sueño, pues tenía el aspecto de una imagen pintada».

—¡Si parece una virgen! —le dice su doncella.

Lola sigue de humor nostálgico. En realidad, la boda de su patrona parece afectarla aún más que a la propia interesada. Se le saltan las lágrimas.

—¡Si la viera doña Candelaria… que sea usted muy feliz y que el Señor del Gran Poder la proteja de todo mal!

Anita también tiene la sensibilidad a flor de piel. Sólo espera que no tenga que arrepentirse de nada, pero el llanto de su doncella la perturba y la incita a cuestionarse lo que está haciendo. Siente en su interior un volcán de emociones dispares y contradictorias que pugnan entre sí. Para apaciguar su alma y luchar contra las ganas de echarse a llorar se encierra en su cuarto y se pone a rezar de rodillas a la Virgen de su devoción, la Virgen de la Victoria, santa patrona de Málaga.

Son las cinco de la madrugada cuando llaman a la puerta. Se ha acabado el tiempo. Anita se santigua, sale de la habitación y las ayas la guían escaleras abajo. En su caminar hay algo que recuerda al de las yeguas recosidas al ser llevadas de nuevo a la plaza de toros. Pero esta vez la plaza es un salón espléndidamente iluminado y lleno de gente, indios en su mayor parte, vestidos de gala. Hasta los criados portan magníficos uniformes. Abajo la espera el rajá, que ha llegado en una carroza dorada tirada por cuatro caballos blancos.

—Pareces una diosa —dice, al tiempo que le cubre el rostro con el velo del sari, añadiendo—: No debo verte el rostro hasta que termine la ceremonia.

«Era la primera vez que le veía con un traje sij y armado. Llevaba una túnica de terciopelo color azul zafiro bordada en plata, un pantalón jodhpur, y una camisa blanca sin cuello y abrochada por bonitos pasadores de zafiros. El turbante era color salmón, el color reservado a la familia real, con un enorme broche de esmeraldas y brillantes. De su cinturón colgaba una magnífica espada curvada de sij con empuñadura de plata y piedras preciosas».

Se supone que él tampoco puede ver a la novia y le colocan unos collares formados por perlas diminutas en la frente que hacen como una pequeña cortina de flecos. Este ritual, antigua herencia del islam, tiene su explicación en la costumbre popular de que los novios, al casarse, ni se conocen ni se han visto nunca antes, ya que la boda siempre es decidida y organizada por las familias. Tradicionalmente en el islam, el primer encuentro cara a cara ocurre al final, una vez casados. Puede ser un momento de pura magia, o todo lo contrario: una sorpresa poco agradable. Pero éste no es el caso de los príncipes de Kapurthala, que marchan de la mano hacia la shamiana2 bajo los sables cruzados de la guardia del palacio y al son de la marcha nupcial de Mendelssohn ejecutada por la orquesta del Estado. En el interior de la tienda están, a un lado, los aristócratas indios y los ministros, luciendo unos trajes muy vistosos. Al otro, la exigua colonia británica de Kapurthala; es decir, el gobernador inglés (el representante de la Corona en el Punjab, quizás el único que tiene más poder que el propio rajá), luciendo una pechera repleta de condecoraciones; el médico y el ingeniero civil, en compañía de sus engalanadas esposas, que miran a Anita con mezcla de desdén y compasión. Mme Dijon, con un elegante traje verde y un sombrero a juego, se levanta para acercarse a besar a Anita:

Quel beau destín le vôtre… («Qué hermoso destino el suyo») —le dice, exhibiendo una franca sonrisa.

A Anita sus palabras le llegan al corazón. Se le humedecen los ojos, pero no quiere secarse por miedo a estropear el maquillaje.

Dos ancianos sijs, con turbantes color malva y largas barbas blancas, como personajes míticos sacados de un cuento oriental, acompañan a la pareja a sentarse sobre lujosos cojines bordados, justo detrás de una enorme balanza. Anita piensa que son sacerdotes, pero en el sijismo no hay clérigos. Son fieles que custodian un libro de gruesas tapas de pergamino, el Granth Sahib, la Biblia de los sijs, una recopilación de las enseñanzas de los grandes gurús —los grandes maestros— de esa religión nacida ahí, en el Punjab, para luchar contra las castas y los anacronismos del hinduismo y del islam. El libro es el centro de todas las actividades religiosas de los sijs: ante él bautizan a sus hijos, ante él se casan y, cuando mueren, los familiares del difunto leen en voz alta capítulos enteros.

Aceptad este libro como vuestro maestro.

Reconoced la humanidad como una sola.

No hay distinciones entre los hombres.

Salen todos del mismo barro.

Hombres y mujeres iguales.

Sin mujeres nadie existiría.

Excepto el Señor eterno, el único que no depende de ellas…

El diario de Anita reflejaría sus impresiones: «Como no entendía nada de nada y tenía el rostro protegido por el velo que me tapaba, me dediqué a mirarlo todo para fijarme bien y contárselo a los de España».

Los primeros rayos de sol tiñen de rosa el interior de la shamiana. Cuando terminan las oraciones, uno de los ancianos sijs se acerca para indicar a los novios que pueden llevar a cabo el rito más importante desde el punto de vista religioso. Los esposos se ponen de pie y, sosteniendo los extremos de un echarpe, dan cuatro vueltas alrededor del libro sagrado. Luego el anciano invita a los esposos a conocerse «oficialmente». Lentamente, cada uno de ellos aparta el velo del otro con su mano libre. El rostro alegre del rajá aparece frente a los ojos almendrados de Anita, que siente los latidos de su corazón. Entonces suena la música y los invitados rompen en aplausos. Entre cánticos y parabienes, los esposos se acercan de nuevo al libro sagrado. El rajá le pide a anita que lo abra tres veces seguidas, y él lo abre una cuarta. La primera letra de cada página va conformando el nuevo nombre de la esposa, una tradición puramente sij según la cual todas las mujeres casadas se llaman Kaur —«princesa»—, y a este nombre se añade el resultante de la consulta al libro. A Anita le salen las letras que conforman la palabra Prem —«amor»—.

—Prem Kaur, ése será tu nuevo nombre. «Princesa de amor…». ¡No está mal!

Anita parece satisfecha con su nuevo nombre, que circula ya de boca en boca por el exterior de la tienda, como una exhalación, por las aldeas vecinas, por los caminos, por los campos y hasta por la ciudad. El más extravagante de los ritos es el último. Es un rito de origen hindú adoptado por los emperadores mogoles de la India y finalmente por casi todos los príncipes del subcontinente. El rajá se sienta sobre un cojín en una bandeja de la balanza. En la otra, un sij coloca lingotes de oro hasta lograr compensar el peso. Ese oro servirá para comprar comida y distribuirla a los pobres; es la manera que tiene el monarca de hacer partícipes de su alegría a todos sus súbditos. Hacen lo mismo con Anita, que piensa: «Pocos van a poder alimentarse con mi comida porque sólo peso cincuenta y dos kilos».

* * *

Esa tarde cuando Anita, desde la altura de su elefante fastuosamente encaparazonado, entra en la ciudad para encontrarse con sus súbditos, no puede dejar de recordar el día que en Madrid vio desfilar a la reina Victoria Eugenia tras haberse casado con Alfonso XIII. Anita vislumbró entonces su propio futuro, como un destello fugaz que enseguida desterró de su mente. Sin embargo, como en los sueños más extraordinarios, aquella visión se ha materializado. La muchacha, que todavía no ha cumplido dieciocho años, contempla el espectáculo con ojos muy abiertos y con una gran tranquilidad de la que no ha disfrutado en los últimos días. Gentes a las que nunca ha visto se inclinan para saludarla a ella, ríen de entusiasmo por ella, rezan por ella. Las flores, los perfumes, la música, los rostros emocionados que se vuelven hacia ella… ¡Qué asombroso resulta todo!

El cortejo de elefantes se adentra en la ciudad y es recibido por trece cañonazos, el número de salvas que le corresponden al rajá de Kapurthala por su lealtad a la Corona británica. Los ingleses han encontrado una manera original de fijar el protocolo: por el número de salvas que se atribuyen a los príncipes. Cuanto más importante es el principado y el rajá, mayor es el número de salvas. Al nizam de Hyderabad le corresponden veintiún cañonazos. Al rey emperador de Inglaterra, ciento uno. Al Nabab de Bhopal, nueve.

La recepción tiene lugar al anochecer de ésa intensa y agotadora jornada en el antiguo palacio del rajá donde reside su madre adoptiva, en el centro de la ciudad. La miríada de invitados saborea los platos más exquisitos de la gastronomía del Punjab, como perdices con cilantro, dados de pollo con jengibre o trozos de queso blanco con espinacas. Otros bufés ofrecen comida europea y todo tipo de bebidas alcohólicas. Tras saludar a los invitados, el rajá pide a Anita que le acompañe al piso superior. Es la primera vez que Anita entra en una zenana,3 como llaman las partes de las casas y los palacios reservados a las mujeres. Anita está en el temido «jarén», como lo llamaba doña Candelaria. El rajá abraza con mucha emoción a la mayor de las señoras, su madre adoptiva. Ella le ha criado ya que su madre natural murió cuando él era un niño de meses. Anita reconoce entre las damas de corte a las ayas que han venido a arreglarla y a vestirla.

—Ellas te enseñarán todo lo que tienes que saber para convertirte en una buena princesa india —le dice el rajá.

Otras mujeres rodean enseguida a la española, todas muy hermosas o sino con aspecto de haberlo sido en el pasado. Hacen corro y la miran con mucha curiosidad, haciendo comentarios sobre el sari y las joyas. El rajá hace las presentaciones:

—Anita, ésta es Rani Kanari, que ha venido conmigo varias veces a Europa.

Ambas mujeres intentan intercambiar unas palabras, pero el inglés de Rani Kanari es aún más rudimentario que el de Anita. Otras dos esposas del rajá la saludan tímidamente. Son indias del valle del Kangra, de un linaje que se remonta a los rajput,4 hindúes de pura cepa. No hablan una palabra ni de inglés ni de francés.

—Anita, te presento a Harbans Kaur, la maharaní número uno, ése es su título. Es mi primera esposa.

La muchacha inclina la cabeza respetuosamente ante una mujer de mediana edad, elegante, pero que no le concede la más mínima sonrisa. Anita siente un escalofrío recorrerle el espinazo. No necesita saber el idioma local para adivinar que se halla ante una enemiga. Cuando el rajá se da media vuelta para atender a otros invitados, Harbans Kaur se queda contemplando las joyas de Anita y, con aire desafiante, se permite tocar el collar de perlas, palpar el broche de rubíes y los pendientes de brillantes. Luego tira de una cadenita de oro, que apenas sobresale del corpiño. Es la cadenita que sujeta la cruz que la española lleva siempre al cuello. La maharaní se ríe y la deja plantada, girándose hacia las damas de compañía y demás esposas, que siguen enfrascadas en sus comentarios y cotilleos sobre «la nueva».

Al hacerse el vacío a su alrededor y al quedarse sola, Anita, herida por el desaire de la primera esposa, se asusta. Aunque Mme Dijon le ha hablado siempre de las «mujeres del rajá», la joven española no se ha dado cuenta de lo que eso significaba hasta haberse visto cara a cara con ellas. De pronto piensa que cada una de esas mujeres ha vivido un día semejante, que son las esposas de su marido, y que ella es la quinta. Presa de un ataque de llanto, abandona la sala buscando un lugar donde esconderse para secar las lágrimas que, al deshacer el maquillaje, desfiguran su rostro. Mme Dijon, que ha sido testigo de lo ocurrido, sale detrás de ella persiguiéndola por un largo pasillo iluminado por velas colocadas en pequeños nichos en las paredes, la agarra del brazo y consigue atraerla hacia un mirador cuyas celosías permiten ver lo que pasa fuera sin ser vistas. El cuerpo de Anita tiembla como un junco por las convulsiones de sus sollozos. Se oyen a lo lejos los ruidos de la fiesta.

—No dejes que empañen la felicidad de este día, Anita. Tienes que entender que para ellas esta boda es una afrenta, porque eres extranjera y porque eres muy joven y guapa. Cada una de ellas te dobla la edad. Tienen envidia y miedo de ti…

—¿Miedo?

—Claro. Porque piensan que has robado el corazón del rajá, lo que es verdad…

Las palabras de la francesa consiguen calmar a Anita, que poco a poco recobra la compostura.

—En esta parte del mundo —prosigue Mme Dijon— tener varias esposas es lo normal. La tradición manda que los hombres se deban a ellas y las cuiden siempre, es lo que hace el rajá… Siempre pensé que te lo habían explicado.

Anita niega con la cabeza. Mme Dijon continúa.

—Lo importante no es el número de esposas, sino ser la que de verdad cuenta… ¿Te acuerdas de la historia del emperador que levantó el Taj Mahal?

Anita asiente, mientras se suena con un pañuelo.

—… Tenía muchas más esposas que las que tiene el rajá, pero sólo quiso a una de ellas. Y yo te aseguro que él sólo te ama a ti.

—No quiero acabar en un lugar como éste…

Mme Dijon sonríe.

—No digas tonterías, tú nunca acabarás en una zenana… ¡con ese carácter que tienes! Viviréis como ahora lo hacéis, a la europea. Él te lo ha prometido y es un hombre de palabra. Escúchame bien, Anita: mientras sepas hacerte querer, serás la auténtica maharaní de Kapurthala, mal que les pese a sus esposas.

El rostro de Anita se ilumina con una tenue y melancólica sonrisa, como si fuese consciente de que el cuento de hadas ha terminado. Ahora le toca enfrentarse a la vida en serio.

Gracias a la habilidad de su dama de compañía, el pequeño drama que vive Anita pasa desapercibido para la gran mayoría de invitados, incluido el corresponsal de la Civil and Military Gazette, el periódico de Lahore, que en su edición del 29 de enero de 1908 publicaría la siguiente crónica para la posteridad:

«La joven novia es de la más perfecta y refinada clase de belleza, y lucía maravillosamente un sari rojo carmesí bordado de oro. Las joyas que llevaba eran extraordinarias por su esplendor. La escena de la boda fue de lo más pintoresca debido a la magnificencia de los trajes que lucían los invitados. Los festejos se celebraron con gran éclat».