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El reloj de la estación de Jalandar va a dar las diez de la mañana cuando aparece el tren entre nubes de vapor, anunciado por los estridentes pitidos que el maquinista prodiga con generosidad. La estación, engalanada con banderines de color azul y blanco, es pequeña como corresponde a un acantonamiento del ejército británico. Jalandar es un pueblucho, aunque desde la construcción del ferrocarril está creciendo. El rajá no ha querido que la vía del tren pase por la ciudad de Kapurthala, un poco más al Oeste, porque temía verse obligado a acudir a la estación cada vez que algún alto cargo británico o indio pasase por allí; es decir, casi todos los días porque el Punjab es una zona de paso hacia Asia Central. Le pareció una incomodidad que perturbaría su plácida existencia de monarca. Así que utilizó sus influencias en la capital para que la vía pasase por Jalandar.

Nada más detenerse el convoy, un oficial ataviado con el uniforme del ejército de Kapurthala entra en el vagón y, después de presentar sus respetos a las distinguidas pasajeras, les pide unos minutos de paciencia. El tren se ha adelantado y faltan algunos detalles. «¿Es para mí?», pregunta Anita, al ver a cuatro indios desplegando una alfombra roja entre dos hileras de palmeras formando un pasillo.

Yes, memsahib… —le contesta el oficial—. Welcome to Punjab.

Nada más bajar los peldaños del vagón, le ponen alrededor del cuello guirnaldas de flores blancas que resultan ser nardos. Anita cierra los ojos. La fragancia le trae a la memoria el perfume de Tuberose que el rajá le había traído de Londres. «A esto huele Kapurthala en invierno —le había dicho—. Si te gusta, me agradaría que lo usases». Durante el resto de su vida Anita identificaría el olor a nardo con sus primeros años en la India. Con esa fragancia flotando en el ambiente, es como si ya tuviera enfrente a su príncipe; pero no, éste no aparece por ningún lado. Cada dos pasos un indio con turbante, una mujer o una niña le colocan un collar de flores y luego unen las manos en un saludo: «¡Namasté!». Todo son sonrisas, miradas cálidas llenas de curiosidad. Y música. Una orquesta, disimulada en el porche de la estación, toca el himno de Kapurthala, mientras un cuerpo de soldados de la guardia del rajá la escoltan a ambos lados hasta la sala de espera. Anita vuelve la cabeza buscando una silueta familiar, pero no ve a nadie. Está rodeada de caras desconocidas, de gente que no para de ponerle guirnaldas alrededor del cuello, guirnaldas que se amontonan y van creciendo hasta que casi le tapan la vista. Una lluvia de pétalos de flores la recibe al entrar en la sala de espera, donde se encuentra frente a altos funcionarios de Su Alteza y miembros del gobierno local. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? Hay un momento de desconcierto porque nadie se mueve en el abigarrado hall, hasta que una mujer se acerca a Anita para ayudarla a liberarse del peso de las guirnaldas. Aliviada, la española vuelve la mirada y entonces lo ve, detrás de la puerta, mirándola con su eterna sonrisa. El rajá ha estado espiando sus reacciones y se ha reído mucho con la apoteósica llegada de la española.

—¡Altesse!

Anita tiene ganas de echarse en sus brazos, pero se contiene. ¿No ha oído cien veces decir a Mme Dijon que la educación consiste en dominar los sentimientos y en controlar las pasiones —y, de paso, en hacer el menor ruido posible—? Él parece encontrarse en la misma tesitura porque no aparta la mirada de su amada. La devora con los ojos y, si pudiera, la abrazaría. Pero la India se ha hecho puritana y no es de recibo mostrar los sentimientos en público. A principios del siglo XX, una estricta mentalidad victoriana rige las costumbres. Lejos quedan los primeros tiempos de la penetración europea, cuando la atmósfera libertina de la India escandalizaba a los religiosos y atraía a los buscavidas. Todo estaba permitido entonces: que un blanco se hiciese la circuncisión para casarse con «una mora», que una europea se juntase con un nativo, que se convirtiesen al hinduismo, al sijismo o al cristianismo, que un inglés tuviese hijos con una bibi (una nativa), que las europeas fumasen narguilé o vistiesen kurta… Lejos queda la época del marqués de Wellesley, que, al poco tiempo de llegar a Calcuta después de haber sido nombrado gobernador general en 1797, mandó una carta a su mujer, una francesa llamada Hyacinthe, pidiéndole permiso para tener una amante: «Te ruego que entiendas que el clima de esta tierra ha despertado tanto mis apetitos que no puedo vivir sin sexo…», le decía en la carta. A vuelta de correo, la muy elegante Hyacinthe le contestó: «Copula si te sientes absolutamente obligado a ello, pero hazlo con todo el honor, la prudencia y la ternura que has mostrado conmigo».

Eran otros tiempos. Ahora, la moral impuesta por los colonizadores ve con malos ojos los asuntos de amor y de sexo, sobre todo cuando son entre hombres y mujeres de diferentes razas, religiones, o de distinta clase. Por eso no ha ido ningún oficial inglés a recibir a Anita, a spanish dancer, como ya la definen los informes oficiales cuya existencia no sospechan ni ella ni el rajá. Ni siquiera ha acudido un militar del acantonamiento, ni uno solo de los oficiales residentes en Kapurthala. Es un claro desaire al rajá, que ignora que la noticia de su inminente boda se ha vivido como un terremoto en el Indian Political Service, el cuerpo diplomático del virrey, cuyos agentes representan al Imperio británico en los principados indios. Para las altas esferas del poder colonial, la boda es un escándalo.

—¿Qué tal el viaje?… —le pregunta, mientras saludan a los oficiales del ejército y a los altos funcionarios que esperan en fila a que pase la flamante pareja.

—Tenía tantas ganas de llegar… He escrito un diario como me mandasteis, y cuando lo leáis os daréis cuenta de lo largo que se me ha hecho, porque…

Anita está a punto de soltar lo único que de verdad le importa decirle en ese momento, pero no es el lugar apropiado. Tiene que asumir su papel, sonreír e inclinar levemente la cabeza ante los ministros del rajá y las autoridades que la observan con curiosidad. Es su primer acto oficial. Por la intensidad de las miradas, adivina que su presencia ha debido de causar una pequeña revolución en la sociedad local. A buen seguro deben de estar preguntándose cómo resultará la esposa europea del príncipe. Desde que existe Kapurthala, es la primera vez que un rajá se dispone a hacer algo semejante.

A la salida de la estación les espera un precioso automóvil un Rolls-Royce Silver Ghost azul marino, descapotable, un modelo de 1907, el buque insignia de la industria automovilística británica y considerado «el mejor coche del mundo». El príncipe se sienta al volante. Le gusta conducir él mismo esta reciente adquisición de su escudería, que cuenta con otros cuatro Rolls-Royce. El motor de seis cilindros arranca con un suave ronroneo. La pareja abandona la estación en olor de multitud. El Rolls enfila la carretera, que no es más que un camino polvoriento donde a menudo hay que adelantar elefantes, carros de bueyes o algún camello. A los pocos minutos pasan por delante de un grupo de policías que se cuadran al paso del coche azul con el escudo real.

—Ésta es la frontera… Ya estás en Kapurthala.

La carretera está jalonada de policías apostados a intervalos regulares, vestidos con el uniforme azul y plata del Estado. En las rectas, Anita se sujeta su florida pamela con una mano para que no se la lleve el viento. «A veces el coche alcanzaba la vertiginosa velocidad de sesenta kilómetros por hora», escribiría en su diario.

—¿Ya hay fecha para la boda, Altesse? —pregunta Anita, gritando para que su voz se oiga por encima del viento.

—No me llames Alteza. Appelle-moi «chéri»…

—Es verdad, hace tanto que no os veo que se me había olvidado…

—Todavía faltan algunos preparativos… Espero que podamos celebrarla en enero… Los astrólogos nos dirán el día exacto. Tiene que ser un día propicio. Ya sabes, son las costumbres de aquí…

Anita arde en deseos de contárselo ya, pero prefiere esperar. Por ahora, el recorrido en coche absorbe sus cinco sentidos al revelarle la belleza de su nuevo país. Las aldeas, idénticas las unas a las otras, parecen de cuento. A la entrada siempre hay un aguazal donde las mujeres lavan la ropa y los hombres asean a los animales de tiro. Las casas son de barro con patinillos donde pululan al sol perros, cabras, búfalos y vacas. Los chiquillos, descalzos y con los ojos pintados de khol, se quedan como paralizados al ver el imponente vehículo, pero enseguida reaccionan y se lanzan a perseguirlo. En los eriales grandes búfalos arrastran en lenta rotación pesadas muelas de piedra que trituran el trigo y el maíz. Las mujeres aplastan el estiércol y la paja, y lo amasan en forma de tarta, que dejan secar sobre los muros de las casas de adobe. Las aldeas huelen al humo de esas tartas, que, una vez secas, sirven de combustible en los hogares.

La carretera se hace de pronto más ancha. Los grandes árboles que la bordean han sido plantados por iniciativa del rajá, que ha querido imitar las carreteras francesas. Es su manera de aportar un poco de aire europeo a su rincón del Punjab. Al fondo aparece una aglomeración de casas, entre las que se distingue el edificio rojo del Tribunal de Justicia, la cúpula blanca de la Gurdwara (el templo sij) y el tejado de pizarra de un inmenso palacio francés. Es la ciudad de Kapurthala, capital del Estado.

—¿Ése es el palacio que habéis hecho para mí? —dice Anita, señalando un edificio que recuerda el palacio de las Tullerías.

—No te conocía cuando empecé a construirlo. La verdad es que nunca me hubiera imaginado que este palacio lo fuera a estrenar una mujer tan guapa, pero ahora veo que sí, que tiene que ser para ti.

—¿Nos casaremos allí, mon chéri?

—Está sin terminar. Tuve que interrumpir las obras hace dos años porque hubo una gran hambruna y el pueblo necesitaba mi ayuda, pero ahora tengo prisa por verlo acabado.

La ciudad es pequeña, con bonitos edificios que manifiestan el gusto del rajá por la arquitectura, ya que muchos son obra suya. Cuenta con cincuenta mil habitantes, en su mayoría sijs. Hay una nutrida comunidad musulmana y otra hindú, y minorías budistas y cristianas. Es la India en miniatura, con el mismo crisol de razas y religiones que conviven desde tiempos inmemoriales. De hecho, una rama de la familia del rajá es cristiana, convertida a mediados del siglo XIX por misioneros ingleses. Una prima del rajá, llamada Amrit Kaur, es descendiente de esa parte de la familia.

—Quiero que la conozcas… Estoy seguro de que os llevaréis bien.

El rajá prefiere no detener el automóvil en la ciudad porque no quiere que nadie vea a la novia antes de la ceremonia, como mandan los cánones del sijismo. Pasan rápidamente delante de la escuela, la segunda del Punjab después de la de Lahore. Ahora también admite a niñas, toda una novedad en la India, una iniciativa que al rajá le ha costado muchas peleas con los sectores musulmanes más fundamentalistas para sacarla adelante. Enfrente están las caballerizas con soberbios ejemplares de raza árabe y también cuadras con anchos portalones donde viven los elefantes reales. El rajá evita meterse por la calle del bazar, llena de puestos y tiendas que venden comida, telas, especias y joyas, y que está en plena ebullición a esta hora del día. Al fondo de la calle se encuentra el palacio donde ahora reside, un antiguo edificio de estilo hindú de cuatro plantas con bajorrelieves y pinturas murales en la fachada.

—Allí viven mis dos hijos menores, cuando están en la ciudad… Y yo también durante estos días…

Anita no pregunta si también residen allí sus madres. Un escalofrío de inquietud le recorre la espalda al pensar en todo lo que ignora de la vida de su marido. Es un malestar indefinible, una sensación extraña, como si su cuento de hadas escondiese una amarga realidad que tarde o temprano le estallará en las manos. Por eso prefiere no preguntar. Ahora, lo importante es disfrutar del momento. Sabe que no tendrá que vivir en ese antiguo palacio, como una «mora en un harén». Se lo prometió el rajá y nada la hace dudar de que no cumpla su compromiso.

Su palacete se encuentra en las afueras, en un paisaje idílico. Al bajar del coche, los guardias presentan sus armas como saludo oficial. Juntos, Anita y el rajá hacen su entrada en la Villa Buona Vista, que él construyó como pabellón de caza y que parece sacada de una postal de la Riviera italiana.

—¿Qué se caza por aquí, chéri?

—Ciervos, gamos, jabalíes y alguna pantera cuando hay suerte. No tienes que asustarte —añade al ver la cara de Anita—. La villa está vigilada día y noche por guardias armados.

Villa Buona Vista se encuentra a orillas de un brazo del río Sutlej, que fluye entre juncos, bambúes, álamos y sauces cuyas lánguidas ramas acarician la superficie plateada del agua. Como su nombre indica, el palacete está inspirado en las grandes villas tradicionales de la Riviera italiana y es un capricho más del rajá, obsesionado con Europa. La fachada es de color ocre con molduras en blanco y las persianas han sido importadas directamente de Génova. Hay grandes ventanales que dan a un jardín exquisito, con fuente renacentista italiana y árboles centenarios —álamos, chopos, neems, mangos, ficus…— cuya frondosidad esconde las dos pistas de tenis y el embarcadero. Una rosaleda semejante a una jungla de rosas blancas, parterres de nardos y de lirios, arbustos minuciosamente recortados y un césped con islas de palmeras por las que pasean ocas, familias de patos, pavos reales y garzas de largas patas amarillas terminan de conformar ese pedazo de paraíso.

—Después de la boda, viviremos aquí hasta que finalicen las obras del nuevo palacio…

El interior está decorado como una casa europea. Anita da un salto de alegría al toparse en el vestíbulo de entrada con una escultura de bronce: «Me emocioné mucho al ver el busto de mi persona, para el que había enviado mis medidas y que su Alteza había mandado hacer el año anterior a un escultor en Londres».

—Quiero enseñarte la casa para ver si todo es de tu agrado…

Un piano reina en uno de los salones junto a varios sillones y cómodos sofás de cuero. Tapices franceses de los gobelinos y cuadros clásicos decoran las blancas paredes. El comedor, de estilo Napoleón, tiene una gran mesa de caoba y vitrinas repletas de vajilla de Limoges y de cristal de Bohemia, de figuras de Sèvres y de una colección de huevos de Fabergé. Envuelta en una mosquitera de seda que baja del techo, la cama de bronce de Anita, en su cuarto del primer piso, parece irreal, como sacada de un sueño. No falta ni un detalle por parte del rajá: las fotografías que se ha ido haciendo Anita en París están enmarcadas en magníficos portarretratos de plata y marfil. Su tocador está surtido de toda clase de perfumes y cosméticos, incluido el Tuberose inglés y toda la línea Bouquet Impérial de la perfumería francesa Roger & Gallet, otra preferida del rajá. El cuarto de baño es de mármol, con grifería de plata y agua corriente. Sobre su mesilla de noche, una caja de sus chocolates belgas preferidos y una botella de Évian. Todos los meses, el rajá se hace traer desde Francia un tren entero de botellas de agua.

—¿Estarás a gusto?

Anita no contesta. Parece observarlo todo como si estuviera en un castillo encantado. Se acerca a él y le abraza.

—Quiero que descanses mucho para que te encuentres en plena forma el día de la boda —prosigue el rajá—. En total serán varios días de celebraciones…

—Tenéis razón, mon chéri. Necesito descansar mucho… ¿Sabéis por qué?

—El viaje ha sido eterno… ¡Si lo sabré yo!

—No es por el viaje, es que espero un hijo vuestro, Alteza.

El rajá sonríe y parece que se le ilumina la cara. Coge a Anita en brazos, abre la mosquitera y la tumba suavemente sobre la cama.

—Esto hay que celebrarlo.

Mon chéri, ahora no… —balbucea Anita—. Mme Dijon y Lola estarán a punto de llegar…

Pero el rajá no la escucha. Se levanta e indica a un criado que cierre la puerta. Y luego se vuelve para abrazarla y cubrirla de besos, musitando palabras de amor que despiertan en ella sensaciones apenas conocidas. Saltan las horquillas, las enaguas resbalan y caen al suelo, las piedras preciosas de los anillos del rajá parecen luces sobre la mesilla de noche.

Anita Delgado disfruta con plenitud de su cuento de hadas. El deseo es mayor que el de aquella noche en París, cuando se entregó por primera vez. Hoy lo hace sin miedo, sin dolor, con la alegría que le proporciona la formidable aventura que está viviendo.