Aquel hombre que tanto la impresionaba e intimidaba se convirtió en una especie de ángel de la guarda para ella y para su familia. Sus primeros temores resultaron infundados. No tuvieron que ir cogidos de la mano como novios de toda la vida. No hubo ninguna escena molesta, ningún tira y afloja, ningún avance sexual, ni una sola nota fuera de tono que hubiera sembrado alguna duda en cuanto al comportamiento del rajá. Al contrario, el trato que les dispensó fue en todo momento exquisito. Sólo demostraba cortesía, generosidad y elegancia. Además de instalar a la familia en un piso de lujo a dos manzanas del St. James & Albany, les consiguió una sirvienta española para que les cocinase los platos de su tierra. Para los Delgado era «el príncipe», el hombre que les dio una posición y una seguridad envidiables en la vida y cuya reputación había que proteger hasta la muerte. Desde las invitaciones al teatro para que toda la familia pudiera disfrutar de las mejores revistas parisinas hasta las espléndidas joyas que regalaba a Anita, todos los gestos del rajá abocaban a la convicción de que estaba profundamente enamorado de la muchacha. Sin embargo, era una situación difícil de racionalizar. Se había enamorado de una española, cuando estaba obnubilado por todo lo francés. Se había enamorado de una mujer sin «pedigrí», cuando era un hombre obsesionado por el linaje, como todo rajá, y por las castas, como todo indio. Se había enamorado de una mujer que era casi una niña y a la que resultaba complejo encajar en su vida sin causar fricciones y tensiones. Tan enamorado estaba que no escatimaba medios para demostrar sus sentimientos. Desde sus viajes por el mundo, seguía muy atentamente, a través de Mme Dijon, los progresos de Anita. Y siempre la sorprendía con sus detalles, como toques de magia que venían a sumarse a la atmósfera de cuento de hadas: el racimo de uvas moscatel por la mañana a la hora del desayuno, por ejemplo; la botellita de aceite de oliva para aliñar las ensaladas; la espléndida muñeca que le regaló por sorpresa; el abrigo de piel y las botas que el día de la primera nevada llegaron desde la mejor peletería de París… Por no hablar de regalos más suntuosos. Antes de abandonar Francia, le obsequió dos estuches de terciopelo azul. En uno había dos pulseras de oro y esmeraldas; en el otro, un anillo de platino y brillantes.
—No te lo quites del dedo; así todos sabrán que estás comprometida y que vas a contraer matrimonio.
Luego, le dio un beso en la frente. Ésa fue su despedida.
—No te faltará de nada, Anita. Aprende mucho y rápido para que puedas venir pronto a reunirte conmigo.
«No podía decir nada por la emoción —recordaría ella en su diario—. Creo que ya le quería un poco y que me apenaba que se fuera».
El rajá le escribía y le mandaba telegramas. Un día, al poco de partir, recibió flores y chocolates enviados desde Londres, con una nota escrita en castellano: «Estudia y no estés triste». Tanta consideración espoleaba la voluntad de Anita, que redoblaba sus esfuerzos para dominar un idioma con el que poder comunicarse con su príncipe. Se dedicó con ahínco a aprender inglés y francés. No se perdía ninguna clase de tenis ni de equitación, ni de piano o dibujo, ni tampoco de billar, un juego muy de moda en la sociedad de la época. También asistía a clases de protocolo —ya le habían explicado de qué se trataba— en casa de la viuda de un antiguo diplomático francés. Esas clases incluían «comportamiento, actitud y buenas maneras». Anita se hacía un lío con las infinitas reglas: en Francia estaba mal visto cortar la lechuga con el cuchillo, había que doblarla con el tenedor, lo que suponía un ejercicio de contorsionismo de muñeca casi imposible de llevar a cabo con dignidad. También en Francia era de mala educación comer con una mano debajo de la mesa, mientras que en Inglaterra había que hacerlo así para ser correcto. Comer con los dedos era lo más terrible de todo lo posible, excepto en la India, donde se apreciaba que los extranjeros manejaran la comida con las manos según la máxima de «donde fueres, haz lo que vieres». ¡Menudo follón! Decir «que aproveche» antes de cada comida era considerado una ordinariez en todas partes, al igual que dar las gracias al criado o camarero después de servirse comida de la bandeja. Y nada de preguntar por el «servicio» al notar la presión juguetona de algún gas interior, sino por las «toilettes» o el cuarto de baño. Anita aprendió a pelar la fruta y las gambas con cuchillo y tenedor, a hacer la reverencia según el rango del personaje a quien haya que saludar, aprendió qué palabras hay que emplear para felicitar a alguien o para darle el pésame, cómo combinar los colores al vestirse, cómo evitar el exceso de maquillaje, cómo redactar invitaciones… En definitiva, todo un lenguaje de gestos y frases indispensable para entrar a formar parte del Gotha mundial. El día en que se enteró de la función de los lavamanos con la rodajita de limón, le entró tal ataque de risa que tuvo que irse a las «toilettes» a secarse las lágrimas. Pero no quiso explicar la razón de su hilaridad a la viuda del embajador, porque sentía un poco de vergüenza.
Poco a poco fue dejando de añorar la presencia constante de su familia, a la que veía una vez a la semana, al tiempo que estrechaba sus lazos de amistad con Mme Dijon. La francesa se mostraba en todo momento cariñosa y complaciente, sin por ello dejar de ser estricta en el cumplimiento de su misión. Sabía tratarla como a una niña o como a una mujer, según las circunstancias. Lo mismo pasaba una tarde en el apartamento cortando y bordando ropa con Anita como la acompañaba a lo alto de la Torre Eiffel, paseaba con ella a caballo por el Bois de Boulogne, o esperaba pacientemente a que terminase su clase de tenis. Disfrutaba iniciándola en la vida parisina, con sus salones de té, sus grandes almacenes, sus salas de cine, sus teatros y sus exposiciones. Anita, con los ojos muy abiertos, se empapaba del ambiente de la gran ciudad. Se fijaba en todo, desde el modo en que las mujeres se desenvolvían con soltura con sus vestidos —aprendió a cogerse las faldas para bajar escaleras «dejando ver las enaguas de tafetán»—, hasta en el olor a mantequilla de las pastelerías, en la costumbre francesa de comer el cordero casi crudo, o en la legendaria antipatía de algunos parisinos. Resultó una alumna agradecida y fácil de llevar que aprendía rápido y a la que no era necesario repetirle dos veces lo mismo. Tenía tesón, una actitud abierta y humilde ante lo que desconocía y una curiosidad sin límites. Así se lo hacía saber Mme Dijon al rajá, que desde la distancia sentía la satisfacción del trabajo bien hecho.
El día de su cumpleaños, la dama de compañía sorprendió a Anita con una tarta que había encargado y que tenía cien velas. Todas estaban encendidas.
—¡Si sólo tengo diecisiete años! —exclamó.
—Es para que vivas cien años, y que sean todos muy felices —había respondido Mme Dijon. Anita, conmovida, la abrazó cálidamente.
Luego en el salón del apartamento encontró un estuche de aseo de plata para viajar, un regalo que la llenó de emoción porque evocaba el gran viaje que tenía por delante. También encontró, junto a unas entradas para asistir al ballet clásico del teatro de la Opera, su espectáculo favorito, unos bonitos gemelos de nácar que había pedido para poder ver de cerca a los bailarines. Su afición por la danza, que llevaba muy dentro de sí, había encontrado en París un terreno propicio para desarrollarse. Todas las semanas asistía a algún espectáculo.
Así fueron pasando los meses, entre clases, paseos en coche y veladas en el teatro. Una vida ordenada, que Anita supo aprovechar para pulirse y convertirse en mujer de mundo. Acabó hablando bien francés, y escribiéndolo mejor que el castellano, pero no había manera de quitarle el fuerte acento español. A ella le ponía nerviosa, aunque Mme Dijon la tranquilizaba diciéndole que le daba un toque exótico muy atractivo. Sus padres también se defendían en francés, sobre todo su hermana Victoria. Tenía un novio americano «muy guapo y muy rico». Lo había conocido en una recepción en la embajada británica a la que el rajá, antes de irse, había invitado a las hermanas. Se llamaba George Winans y pertenecía a una conocida familia de Baltimore. Hablaba por los codos y era el prototipo del seductor. Decía haber inventado un automóvil de propulsión eléctrica que pensaba patentar para producirlo en una de las fábricas que su padre tenía en Suiza. A Anita no le había gustado nada aquel pretendiente tan zafio; pensó que era un fanfarrón. Pero no se atrevía a decirle nada a su hermana, para no chafarle la ilusión.
Los Delgado estaban cansados de vivir en París, donde prácticamente no conocían a nadie. A pesar del lujo que les rodeaba, ardían en deseos de volver a Madrid para disfrutar de su nuevo estatus. Para ellos el futuro no podía ser más halagüeño. Soñaban despiertos con sus proyectos de mudarse a un piso grande, de contratar servicio o hasta quizás de comprar un automóvil… La jonra era lo único que les hacía aguantar en Francia. Para disfrutar de un regreso triunfal a Madrid, sabían que antes tenían que casar a la niña, aunque fuese en un frío despacho de alguna alcaldía parisina. Aquel trámite los liberaría, abriéndoles las puertas a la buena vida, la opulencia y la seguridad. Pero eso exigía la presencia del rajá.
Y el príncipe tardaba más de la cuenta en aparecer. Varias veces había anunciado su llegada, y varias veces había anulado el viaje en el último momento, siempre por razones ajenas a su voluntad. Tan larga se hacía la espera que Anita empezó a albergar dudas: «¿Me seguirá queriendo o se le habrá pasado y por eso no viene? ¿Y si viene y ya no le gusto?». En cualquier caso, una espera de seis meses, cuando se tienen diecisiete años, se hace eterna.
Un día, cuando volvía al hotel de su clase de protocolo, creyó reconocer una silueta familiar dando grandes zancadas de un lado a otro de la entrada en los soportales de la rue de Rivoli, como esperando a alguien. Ya en el hall, Anita cayó en la cuenta: «¡Pero si es Anselmo!». Él no la había reconocido a causa de sus ropas y de su peinado de gran señora. Pero ella sí. Era el mismo de siempre, con su aire de bohemio y su rostro de castellano seco, que le hacía parecerse a un torero, fibroso como un sarmiento.
—He venido a pintar a París —le dijo—. He terminado el curso de la Academia de San Fernando y me he lanzado… Ésta es la capital del mundo para el arte…
—Pues eres valiente, y te felicito.
Aquella noche cenaron todos juntos en el apartamento de los padres. Anselmo traía noticias frescas de España, aunque allí nada significativo había ocurrido desde que se fueran. El ambiente político seguía estando al rojo vivo; mientras, el rey Alfonso XIII y su «inglesita» bautizaban aquella misma semana a su vástago en la Costa Azul francesa, «como si les importase un bledo lo que pasa en España», protestaba Anselmo. Por lo demás, la Cibeles seguía estando en su sitio, las tertulias más nutridas tenían ahora lugar en la horchatería de Candelas y las barbas de don Ramón eran cada vez más largas.
A doña Candelaria no le hizo gracia la visita de ese «pelao» que estaba enamorado de su hija y que podía dar al traste con todos sus faraónicos proyectos, y, cuando se marchó, advirtió a Anita que no le volviera a ver. El consejo bastó para que ésta hiciese exactamente lo contrario. Al día siguiente quedaron a la entrada de la galería de Ambroise Vollard, el marchante que había descubierto a los impresionistas. Entre paisajes provenzales, desnudos y escenas de almuerzos a la orilla de ríos tranquilos, Anselmo le preguntó si era feliz. Sin dudarlo, Anita respondió:
—Sí, aunque la situación es un poco rara. Estoy aprendiendo muchas cosas, todo es nuevo para mí, pero no sé muy bien cómo va a acabar todo esto. El rajá lleva mucho tiempo ausente, y a veces tengo dudas…
—Pero ¿te quiere, o no te quiere?
—Creo que me quiere… Si no, ¿qué haríamos aquí?
—Y tú, ¿le quieres?
Anita se quedó pensativa.
—Sí —dijo después de una larga pausa.
—No lo dices muy convencida.
—Es que todo es tan irreal… A veces sueño con que me despierto y me encuentro en la cama de mi frío cuarto de Madrid, llevando la vida de antes… Y cuando me despierto de verdad y me veo en la habitación del hotel, frente al desayuno que me traen en bandeja de plata…, ¡ya no sé si estoy dormida o despierta!
Se rieron de buena gana. Anita prosiguió:
—A veces me pregunto si él existe de verdad… Casi no nos conocemos, pero lo que sé es que me trata como a una reina, y eso hace que sienta algo por él… llámalo como quieras.
—¡Anita, en qué lío te has metido! Yo venía a proponerte una aventura mucho más apasionante…
—¿Ah, sí? —dijo ingenuamente—. Cuéntame.
—He alquilado una habitación en Montmartre, cerca de donde vive mi amigo Pablo Ruiz, que, por cierto, es de Málaga; creo que te gustaría mucho conocerle. La habitación tiene alguna gotera que otra y está en un sexto piso sin ascensor, no te voy a engañar. Pero la vista de los tejados de París es mucho más romántica que la que tú puedas tener desde tu habitación de hotel… ¿Sigo?
—Claro que sí… —dijo sonriendo.
—Te propongo que vengas a vivir conmigo.
—Contigo pan y cebolla, ¿verdad?
—Más o menos… —dijo, devorándola con la mirada.
Anita le miró con ternura y le mostró su mano, donde refulgían los brillantes del anillo de compromiso que le había regalado el rajá. Anselmo cambió de tono, y se puso a hablar en serio:
—Yo te ofrezco amor de verdad, Anita. Y felicidad, que nada tiene que ver con los dineros de tu rey moro…
—¡No le llames así! —le interrumpió ella.
Anselmo se sorprendió ante la virulencia de su reacción. Pareció entender que la partida estaba perdida.
—Te he echado mucho de menos.
—Yo también…, al principio. Pero he cambiado, Anselmo. Ya no soy la misma de antes.
—Claro… —dijo resignado, escondiendo sus manos para que ella no viese que temblaban de emoción.
Acabaron pasando la tarde en el estudio de Pablo Ruiz, que firmaba los cuadros con el apellido de su madre, una tal Picasso. Los techos eran altísimos, con claraboyas que dejaban pasar una luz plomiza. Anita disfrutó del ambiente español de gente de su edad, sin la presencia de sus padres. Se rió a carcajada limpia con los chistes de Pablo, malagueño salado y mujeriego que no paró de tirarle los tejos. Las paredes estaban tapizadas con sus cuadros, que a Anita no le gustaron nada porque pintaba caras y cuerpos «desencajaos», y por eso no le auguró un porvenir muy brillante. Era el principio del cubismo. Y se sintió como pez en el agua en aquel ambiente de artistas bohemios, porque era parecido al que había conocido en Madrid. Ése era su mundo. Pero a pesar de que Anselmo intentase hacérselo ver, y por mucho que ella lo intuyese, no tenía más remedio que aferrarse al sutil cuento de hadas en el que estaba desempeñando el papel de Cenicienta. De todas maneras, era un alivio pensar que, si el cuento explotaba como una burbuja de jabón, le quedaba el mundo de sus viejos amigos artistas para replegarse en él.
* * *
La clase de equitación era su momento favorito del día. Un landó con el escudo de Kapurthala la recogía puntualmente y, después de recorrer los Campos Elíseos, enfilaba una de las carreteras que se adentran en el Bois de Boulogne, donde estaba el club hípico más selecto de la ciudad. Aquel día Anita iba sola, sin Mme Dijon, que se había quedado en el apartamento del hotel alegando padecer una crise de foie, un ataque de hígado, por haber comido demasiado. A Anita le hacía mucha gracia la expresión, porque en España nunca había oído a nadie quejarse del hígado. A los españoles les dolía la barriga o el estómago, y lo del hígado se lo dejaban a los médicos.
El Bois de Boulogne resultaba aquel día más bonito que de costumbre, o por lo menos eso le pareció. Una luz de finales de verano se filtraba entre el arbolado, tiñendo el follaje de toda una gama de verdes. Había llovido la noche anterior y olía a la humedad de la tierra. El suelo estaba blando, y pensó que era un día perfecto para dar un paseo después de clase, en lugar de quedarse a dar vueltas en el picadero. Lunares era el nombre de su yegua, un ejemplar hispanoárabe, con falda blanca moteada de manchitas grises y una larga cola del mismo color. Pertenecía a la cuadra que el rajá mantenía siempre en París. Era una yegua dócil y fácil de montar, capaz de responder con viveza si el jinete lo pedía. Era sin duda la mejor amiga de Anita después de Mme Dijon.
El profesor le dio permiso para salir a dar una vuelta, siempre y cuando siguiese el sendero del paseo, que bordeaba unos estanques y pequeños lagos, y que subía y bajaba por las lomas del parque. Ya había salido sola en alguna ocasión, y siempre había vuelto encantada. Era como gozar intensamente de un instante de pura libertad, en comunión con la yegua y con la exuberante naturaleza del bosque.
Aquella mañana se atrevió a ensayar el trote y el galope corto. Disfrutaba con el cambio de una cadencia a otra, que Lunares ejecutaba con precisión y suavidad. Le gustaba sentir que controlaba a la yegua, y que le había perdido completamente el miedo. Eso y la fuerza del viento en la cara le proporcionaban una sensación embriagadora.
Pero en un momento dado, notó que Lunares se excitaba y tuvo que tirar mucho de las riendas para que no arrancase al galope. Aun así, le costaba mantenerla bajo control. «¿Qué habrá visto? —se preguntaba Anita—. ¿Por qué se me desquicia?». Enseguida supo la explicación: otro jinete la seguía. Escuchaba el trote de un caballo cada vez más próximo, mientras se echaba hacia atrás con todas sus fuerzas para frenar a su yegua. Pero sus esfuerzos no daban resultado y ocurrió lo que siempre había temido tanto: Lunares dejó de obedecer sus instrucciones y se desbocó, lanzándose a galope tendido campo a través, exactamente lo que el profesor le había prohibido. Anita sintió pánico, pero se aferró a su silla y consiguió mantener el equilibrio. Recordó lo que había que hacer en esos casos: tirar suavemente de una rienda hacia un lado para que el caballo galopase en círculo abierto al principio y luego cada vez más cerrado hasta lograr detenerlo. Pero no tuvo tiempo de hacerlo: el jinete que la seguía le estaba dando alcance. Sentía el jadeo del animal cada vez más cercano. Anita le maldijo con todo su repertorio de insultos andaluces, mientras el jinete la adelantaba y se hacía con las riendas de Lunares, ralentizando la enloquecida carrera hasta que ambos caballos se encontraron trotando y luego al paso.
—Tienes que ser más firme con Lunares —dijo una voz conocida—. Tú mandas, no ella.
Era el rajá. Había llegado a París la noche anterior después de asistir en Niza al bautizo del hijo de Alfonso XIII y la «inglesita». Había llamado a Mme Dijon para organizar el encuentro con Anita en el Bois de Boulogne. La dama de compañía no estaba enferma; era cómplice de su patrón, quien había querido sorprender a su amada de manera romántica.
Anita estaba pálida. El susto y la emoción del reencuentro la habían dejado anonadada.
—No era mi intención asustarte, pero estos animales son muy competitivos. No olvides que Lunares ha sido campeona cuando corría en las carreras, por eso no le gusta que la adelanten. Por lo demás, montas muy bien y con buen estilo.
—Gracias.
El rajá sonríe al contemplar a Anita, que recupera el aliento. Está muy guapa con el pelo alborotado, las mejillas encarnadas y las sienes brillantes de perlas de sudor.
—También me ha dicho Mme Dijon que has aprendido muy bien francés. Estoy orgulloso de ti, Anita —añade con su tono siempre un poco paternal.
—Merci, Altesse. He querido estar a la altura de la confianza que habéis deposi…
Había ensayado la frase mil veces, porque mil veces se había imaginado la escena del reencuentro. Pero ahora le sonaba hueca. Así que cambió de tono:
—Estoy muy contenta de volver a veros, Alteza. He llegado a pensar que os habíais enamorado de otra más guapa y con más salero que yo, y que ya no volveríais…
—No he dejado de pensar en ti ni un momento, Anita —le dice el rajá, riéndose.
—Ni yo en vos, Alteza.
Aquel día fue el primero que pasaron juntos y solos, en tête-à-tête, como dicen los franceses. Por la noche cenaron en Chez Maxim’s, que también ofrecía el mejor french can can de todo París. Anita estaba resplandeciente. La habían peinado con arte y los pendientes de esmeraldas que le había regalado el rajá daban un toque de luz a la pálida belleza de su rostro. Es cierto, no era la misma de los meses anteriores. Sus gestos, su manera de servirse, de mirar, de llevarse el tenedor a la boca o de cortar la carne poco tenían que ver con sus hoscos ademanes de antes. Las clases de la viuda del embajador habían surtido efecto. Al hablar tenía aún más gracia que antes, porque mezclaba palabras españolas con un francés poco ortodoxo. El rajá parecía muy orgulloso de «su obra». Había conseguido cambiar a la niña: de hecho, vestida y maquillada como aquella noche, no parecía una niña. Era una espléndida mujer joven. Pero lo que más le conmovía era que por primera vez notaba que ella se interesaba por su persona. Le hacía preguntas sobre Kapurthala, sobre sus viajes recientes, sobre su salud y sobre sus gustos. Estaba desinhibida, y quizás sin darse cuenta le hablaba como una mujer habla a su hombre. El rajá disimulaba a duras penas su júbilo.
Al acabar el espectáculo, salieron del restaurante y despidieron al chofer. Volvieron caminando por la plaza de la Concordia, esta vez agarrados «como novios de toda la vida», pero ya no importaba porque ahora Anita así lo quería. Hacía una temperatura deliciosa y en aquel momento París era la ciudad más romántica del mundo. Ella le había abierto su corazón, dando rienda suelta al caudal de sentimientos y emociones que había estado reprimido durante meses, como las aguas de una presa cuando se abren las compuertas. De modo que no se atrevió a romper el placer del primer y único día de intimidad que habían tenido. Subieron a la suite del hotel Meurice y, al calor de la chimenea de mármol del dormitorio, él inició las primeras caricias; lo hizo con tanto cuidado que a ella le pareció natural su sugerencia de que se desabrochara el vestido. Mientras lo hacía, él se fue al vestidor; cuando volvió, estaba envuelto en un albornoz blanco como la nieve que dejó caer al suelo antes de deslizarse en la cama. Ella le siguió como una cervatilla azorada. Él le cogió la mano, crispada de miedo, le mordisqueó los dedos y luego le acarició la curva del cuello, el vello de los brazos…, así, hasta que, desprevenida, notó cómo le tocaba el pecho. Anita sintió un escalofrío de placer por todo el cuerpo y se alegró de estar casi a oscuras para que él no sospechase el rubor de sus mejillas. Luego se entregó, sin miedo pero con dolor, dejando en la sábana, como vestigio de aquella noche de amor, un clavel rojo de sangre.