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En el recorrido por el subcontinente hacia la cita que tiene con su vida, el tren que transporta a Anita deja atrás Bombay, una de las provincias que componen la India británica, y se adentra en la India de los principados independientes: Indore, Bhopal, Orcha, Gwalior… Nombres cargados de historia que a ella todavía no le dicen nada. Forman parte de los 562 Estados independientes que ocupan un tercio de la superficie total de la India (entre los que también se encuentra Kapurthala). Los otros dos tercios del país están subdivididos en catorce provincias —como Calcuta, Madras o Bombay— y cada provincia lo está a su vez en distritos. Esta India está administrada directamente por los británicos: es lo que llaman el British Raj. La otra es una especie de confederación en la que los príncipes indios disponen de toda la autonomía necesaria para gobernar y administrar sus Estados, pero siempre tutelados por los ingleses, que constituyen la autoridad suprema. La Corona británica asume las relaciones exteriores y la defensa de cada Estado, y administra muy eficazmente tan gigantesco puzzle. En principio no se inmiscuye en los asuntos internos de los principados, excepto para mediar cuando hay tensiones o para destituir a algún rajá, si se desmanda o llega a ponerse en cuestión su lealtad al virrey.

Los principados son tan dispares como quienes los gobiernan. De un lado está Hyderabad, en el Sur, un Estado que ocupa un área grande como la mitad de España. Del minúsculos reinos en el Oeste de sólo un kilómetro En la península de Kathiawar hay 282 principados que ocupan la superficie de Irlanda. Kapurthala forma parte de los cinco principados del Punjab, y apenas tiene 600 cuadrados. Los ingleses han conseguido unificar el subcontinente gracias a una hábil política de alianzas y al prodigio invento moderno, el ferrocarril. El jefe de cada estación suele ser un empleado inglés que, uniformado como país, a golpe de silbato ordena a los convoyes circular o detenerse.

Pero cada principado sigue gobernado, como ha sido siempre, por soberanos locales que ejercen un poder absoluto dentro de sus fronteras y que se llaman de manera distinta según su propia tradición. El nombre cambia como también cambian las banderas y los uniformes de los policías y militares que Anita vislumbra por la ventanilla del tren. En el sultanato de Bhopal, un importante nudo ferroviario donde se detiene el convoy durante varias horas, gobiernan mujeres, las famosas begums tapadas de la cabeza a los pies por la burqa. «¡Parecen fantasmas!», dice Anita al ver una foto oficial colgada en la pared de la estación. En el Estado de Hyderabad, uno de los mayores de la India y también musulmán, al soberano le llaman nizam. En otros Estados musulmanes se les llama mir, khan o mahatar. Los hindúes suelen llamarles rajá, una palabra de origen sánscrito que significa a la vez «quien gobierna» y «quien tiene que complacer». En ciertos lugares se utiliza el término rao, como en Jodhpur, o rana, como en Udaipur, lo que hace desternillarse de risa a la joven española: «¡Un rana! ¡… Prefiero ser la mujer de un rajá!». A los que son especialmente venerados, antiguamente el pueblo les añadía el prefijo maha, que en sánscrito significa «grande». Así un maharajá es, literalmente, un gran rajá. Hoy, la distinción de «maha» sólo la concede la autoridad suprema, el virrey inglés, para recompensar los servicios prestados a la Corona o la lealtad e importancia de algunos soberanos. Los ingleses no admiten que los rajás se denominen reyes, como en el pasado. En el Imperio británico sólo cabe un rey: el de Inglaterra.

Esto no les impide reivindicar la gloria de su linaje, como el maharana de Udaipur, que se cree descendiente del Sol, o el maharajá de Jodhpur, que también cree descender del Sol. Otros más recientes, como los Holkar de Indore o los Gaekwads de Baroda, han empezado siendo ministros o generales y, gracias a su astucia y al poder político que han sabido acumular, han terminado siendo soberanos. Todos pertenecen al selecto club de aristócratas indios en el que Anita está a punto de ingresar. Muchos de ellos son amigos personales del rajá de Kapurthala. Unos son cultos, otros encantadores y seductores, otros crueles o ascéticos, otros muy burdos, otros un poco locos, y casi todos excéntricos. El pueblo les adora, porque ve en sus príncipes la encarnación de la divinidad. Desde la noche de los tiempos, los niños de la India han crecido escuchando las fabulosas aventuras de sus reyes heroicos enzarzados en terribles luchas contra viles déspotas. Son historias que hablan de sofisticadas intrigas palaciegas, de traiciones y conspiraciones, historias que describen las fugas nocturnas de princesas enamoradas, las noches eróticas de las concubinas preferidas, los sacrificios de las reinas despechadas… Historias que hablan de riquezas inconmensurables, de palacios lujosísimos y de gigantescas cuadras de caballos, camellos y elefantes. Historias en las que la frontera entre la realidad y el mito es tan difusa que se hace difícil saber dónde acaba lo uno y dónde empieza lo otro.

Y también hay historias de amor, como la que simboliza un monumento que Anita puede contemplar a lo lejos, desde el tren, que en su ruta hacia el Norte rodea la ciudad de Agrá, la antigua capital del Imperio mogol. Con minaretes que se elevan al cielo y una bóveda de mármol blanco donde refulgen los rayo de sol, el Taj Mahal evoca la grandeza del amor y la futilidad de la vida. Mausoleo concebido por un emperador mogol llamado Shah Jehan para honrar la memoria de la mujer de la que un día se enamoró, el Taj Mahal desprende una serena majestuosidad una sensación de belleza inmortal que no deja a nadie indiferente. «Un emperador se enamoró de una chica y la hizo emperatriz… ¿te suena?», le pregunta Mme Dijon con picardía. Anita sonríe, pensando en el rajá que la espera dentro de unas horas

—Sigue, sigue con la historia…

—Dice la leyenda que, una mañana, en el bazar de palacio, nada más verla, sus ojos se clavaron en ella. Era muy guapa, como una imagen sacada de una miniatura persa. Estaba sentada detrás de su puesto, rodeada de sedas y cuentas de collares cuando se le acercó el príncipe. Le preguntó que cuánto costaba un trozo de cristal tallado que brillaba entre un montón de pedrería. «¿Esto?… ¡Tú no tienes dinero para pagarlo! Es un diamante», le dijo ella. Cuenta la leyenda que Shah Jehan le entregó entonces diez mil rupias, que era una cantidad exorbitante, dejando a la muchacha boquiabierta. Quizás fuera su desparpajo o su belleza: algo en ella le había cautivado. La cortejó durante meses y al final consiguió casarse con ella. Le puso el nombre de Mumtaz Mahal, «La elegida de palacio»…

—¿Y…? —Anita aguarda impaciente el resto de la historia.

—¿Qué más quieres saber? Se convirtió en emperatriz y en su consejera. Se ganó el corazón del pueblo porque siempre intercedía por los más pobres. Los poetas decían que la luna se escondía de vergüenza ante la presencia de la emperatriz. Él comentaba todos los asuntos de Estado con ella, y, cuando los documentos oficiales estaban finalmente redactados, los mandaba al harén para que ella estampase el sello real.

—¿Al harén? —pregunta Anita intrigada—. ¿Cómo podía tener otras mujeres si estaba tan enamorado de ella?

—Los emperadores pueden tener todas las mujeres que quieran, pero siempre hay una que les roba el corazón.

—¡Ah! —suspira la malagueña, como si esa explicación sirviera de exorcismo a sus temores.

—Después de diecinueve años de casados, ella murió de parto, al dar a luz a su decimocuarto hijo. Tenía treinta y cuatro años. Dicen que durante dos años el emperador guardó luto riguroso sin lucir joyas ni trajes suntuosos, sin participar en fiestas ni banquetes y sin siquiera escuchar música. Para él la vida dejó de tener sentido. Cedió el mando de las campañas militares a sus hijos, y se dedicó en cuerpo y alma a construir ese mausoleo a la memoria de su mujer. Se llama Taj Mahal, una abreviación del nombre de la emperatriz. Dicen que ella, en su lecho de muerte, le habría susurrado la idea de erigir un monumento «a la felicidad compartida». Ahora siguen juntos, en una cripta bajo la cúpula blanca.

No dejaba de ser paradójico que el monumento considerado en el mundo entero símbolo supremo del amor entre un hombre y una mujer hubiera sido concebido y ejecutado por un hombre cuya religión le autorizaba a compartir el amor con varias mujeres. Pero como Anita ya sabía, el amor no conoce fronteras, ni tabúes, ni razas, ni religiones.

El emperador Shah Jehan encontró un pobre consuelo en su otra gran pasión, la arquitectura. Estaba obsesionado por construir, como si habiendo vislumbrado con la muerte de su mujer la fugacidad de la vida, adivinara también la fragilidad de su imperio. Para contrarrestarla, se dedicó a levantar monumentos capaces de sobrevivir a las tormentas de la Historia.

Sus ansias de eternidad se tradujeron en palacios, mezquitas, jardines y mausoleos que llenaron de gloria y belleza las ciudades del norte de la India. Había convertido en una avenida bellísima bordeada de árboles, a lo largo de seiscientos kilómetros, la carretera que une Agrá con Delhi y luego con Lahore, en el Norte. La vía del tren sigue esa antigua carretera, maltratada por los vaivenes de la historia. Ni está tan cuidada, ni tiene tantos árboles como en tiempos del Imperio mogol. Pero es la gran arteria comercial de la India, The Grand Trunk Road, la misma que Kipling dio a conocer al mundo en su novela Kim de la India. A la entrada de los pueblos se forman largas caravanas de carros de bueyes repletos de frutas, hortalizas y de todos los productos de la región. A Anita el paisaje le resulta casi familiar. Es el Punjab, una de las regiones más bellas y fértiles del país, un paisaje de campos dorados de trigo y cebada, de prados floridos cercados de álamos, un mar ondulante de maíz, de mijo y de caña de azúcar, atravesado por ríos de aguas plateadas y poblado por campesinos enturbantados que empujan afanosamente sus arados tirados por bueyes descarnados. El «granero de la India» es tan verde que a Anita le recuerda ciertas partes de Francia. El clima es benigno en esa época del año y hasta hace fresco por las noches.

—Estamos llegando —dice Mme Dijon, interrumpiendo la ensoñación de la muchacha—. Te vamos a maquillar y a peinar como una auténtica princesa.

Anita se sobresalta. La inminencia de la llegada le provoca una mezcla de desasosiego y excitación. Vuelven las preguntas en tropel: «¿Vendrá a recibirme esta vez? ¿Cómo le digo: ”Alteza, llevo un hijo suyo en el vientre”? ¿Cuándo se lo digo? ¿Cómo reaccionará? ¿Y si no le gusta la idea?».

Madame, ¿cómo se dice en francés «estoy embarazada»? ¿Je suis embarassée…?

—No, eso no. Tienes que decir: J’attends un enfant, Altesse. Espero un niño.

—Espero un niño… Vale. —Repite Anita mirando el paisaje y acariciándose el vientre, como para confirmarse a sí misma que es verdad lo que le ocurre.

Lola, su doncella, aparece con una caja de madera lacada que contiene peines de nácar, cepillos de plata y todo lo necesario para conseguir un tocado espectacular, mientras Mme Dijon saca del armario del compartimiento los trajes de París.

* * *

La primera vez que vio esos vestidos, en el apartamento del St. James & Albany, Anita se los quedó mirando como si fuesen uniformes de trabajo. Estaba tan angustiada y desconcertada por la idea de separarse de sus padres que le costaba fijarse en las soberbias creaciones de Worth y de Paquin que el rajá iba sacando de entre delicados envoltorios de papel de seda, como un mago saca palomas de su chistera. Doña Candelaria miraba con los ojos muy abiertos, mientras Victoria, eufórica ante semejante despliegue de alta costura, jaleaba a su hermana: «No seas tonta… ¡Quién fuera tú!».

Cuando Anita entró en su habitación para probarse los vestidos, se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Estuvo sentada largo rato en el borde de la cama, esperando a que la llantina amainase. Necesitaba estar sola, aunque sólo fuese unos minutos. Sola para ahuyentar el miedo a lo desconocido que la atenazaba ahora más que nunca. Cuando se hubo calmado, se probó el primer vestido, un traje largo de mangas ceñidas, con cuello alto sostenido por ballenas y corsé muy ajustado, y se situó frente al espejo. Por primera vez se vio como una mujer, no como una adolescente. Pensó que así luciría el resto de su vida, «como una dama». Al contonearse para verse mejor, fue dándose cuenta de que el traje le sentaba muy bien: las mangas, los hombros, la falda… el corte era perfecto. Se empezó a ver guapa, y eso le gustó. Además, la textura de la tela la hacía sentirse como envuelta en un guante de terciopelo. Pero como los pies se le enredaban en aquel vuelo de faldas, caminaba con dificultad. «No tenía más remedio que salir al salón —escribiría Anita en su diario—, pero llevaba el vestido cogido con las dos manos por temor a caerme».

—Estás deslumbrante… —le dijo el rajá con una ancha sonrisa de satisfacción, mientras ella se sentaba en la primera silla que tuvo a mano para no tropezar.

El príncipe la contemplaba como un escultor observa a la estatua que está modelando. Verlos a todos tan admirados animó a Anita, que empezó a bromear a costa del lío de faldas y enaguas. El peluquero recién llegado tuvo que escuchar pacientemente las indicaciones del rajá, que tenía su propio criterio, un gusto muy definido y veleidades de artista. Después de todo, Anita iba a ser su creación. «El peluquero me puso mucho crepé, una cascada de rizos sobre la cabeza y millares de horquillas. Aquello pesaba, y mis dos trenzas ya no se veían». El resultado encandiló a su familia y al rajá. El bueno de don Ángel lucía una sonrisa angelical, doña Candelaria miraba a su hija como si la viese por primera vez y Victoria bizqueaba con ojos de sana envidia. Aquella chica ya no se parecía a la telonera del Kursaal, ya no era una bailarina de café concierto; parecía una princesa.

En realidad, todavía era una niña. Cuando aquel día el rajá se despidió de ella, le entregó una bolsita de malla: «Para ti», le dijo. Al abrirla, Anita descubrió que estaba llena de luises de oro. Nunca había visto tanto dinero junto. Levantó la mirada hacia su protector. Esta vez se sentía genuinamente agradecida. Nada tenía que ver este regalo con aquellas cinco mil pesetas que el intérprete del hotel París fue un día a ofrecerle y que tan mal le habían sentado. Su «rey moro» era definitivamente todo un caballero. El trato que dispensaba a su familia y la delicadeza que mostraba con ella le hacían merecedor de todo tipo de elogios. ¡Cuánto camino recorrido!

—¿Qué vas a hacer con el dinero? —le preguntó su hermana cuando el rajá se marchó a su apartamento del hotel Meurice, a dos manzanas de allí.

—Me compraré una muñeca —contestó Anita sin pensárselo dos veces.