Bombay, 30 de noviembre de 1907. Llega la hora de proseguir viaje. Por la tarde, en preparación de la salida de los trenes nocturnos, un impresionante revoltijo de carruajes, tranvías, taxis, ciclocarritos, rickshaws, bicicletas y caballos se arremolinan en los alrededores de la impresionante estación de Churchgate, que parece una catedral gótica por sus tejados picudos. Avanzan de cualquier manera, al paso, entre un desorden y un estrépito terroríficos. Precedido por tres carros cargados con todo el equipaje, un lujoso carruaje con la insignia del hotel se abre paso. Anita, Mme Dijon y Lola, vestidas de largo, con sombrillas inmaculadas para protegerse del sol y capitaneadas por Inder Singh, se apean y se adentran en el edificio de la estación. Forman un contraste sorprendente con la multitud que les rodea. Aturdidas ante el espectáculo, se detienen un instante, sin atreverse a dar un paso. Se encuentran prisioneras entre un mar de gente que va y viene en todas direcciones, de culis que cargan paquetes y maletas sobre la cabeza, de vendedores de mangos, sandalias, peines, tijeras, bolsos, chales, saris… Los limpiabotas ofrecen sus servicios, al igual que los limpiadores de orejas, zapateros, escribanos, astrólogos y aguadores, que venden por separado a musulmanes e hindúes: «¡Hindi pani! ¡Musulmán pani!». Un asceta itinerante, uno de los llamados sadhus, casi desnudo y con la piel cubierta de ceniza, se acerca a Lola haciendo sonar su escudilla. Pide una moneda a cambio de verter unas gotas de agua sagrada del Ganges en la boca de la andaluza. «¡Ay qué azco!», dice ésta, apartándolo con un gesto brusco. La malagueña no está de humor; al contrario, tiene la expresión aterrada de quien camina sobre un campo de minas.
Hay tanta gente que a Anita le parece que Bombay entero se va de viaje. A duras penas consiguen avanzar hacia su tren, evitando pisar a los mendigos que duermen acurrucados y envueltos en un trozo de tela, o a las familias que acampan en la estación entre sus petates y sus infiernillos, a veces durante varios días, a la espera de un tren o de un trabajo hasta ganar el suficiente dinero y pagarse un billete.
Los vagones están atiborrados. La gente se agarra a las ventanas y a las puertas en un intento desesperado de no quedarse en tierra. Llevan hasta gallinas y cabras en brazos. Los hombres suben a los techos, y pugnan por un lugar donde sentarse, formando auténticos racimos humanos. El griterío es ensordecedor, pero no hay animosidad, sino barullo y alegría.
Los blancos viajan en vagones de clase superior que disponen de las mismas comodidades que los grandes expresos europeos; en su interior apenas se oye el bullicio de fuera y las persianas venecianas permiten aislarse del mundo.
Luego están los vagones de los rajás, el colmo del lujo, únicamente reservados a sus propietarios. El vagón especial de Kapurthala, pintado de azul y con el escudo del reino en el centro, espera en un andén para recoger a sus insignes pasajeros. El vagón está enteramente a disposición de las tres mujeres, con camas amplias y cómodas, cuartos de baño con ducha y un saloncito que también sirve de comedor. Las paredes son de caoba; las lámparas, de bronce; la vajilla, de porcelana inglesa y el conjunto está tapizado en terciopelo azul y plata. Está enganchado a un vagón cocina donde viajan los sirvientes, y a otro coche para el equipaje en el que viaja Inder Singh. La costumbre de las casas reales es poner tantos coches como pasajeros desplazan. Nada más entrar, Anita se queda pasmada: su vagón está enteramente decorado con camelias blancas traídas desde Cachemira. Todo un detalle. Pero enseguida tiene que vérselas con cuatro criados que se arrojan al suelo, le tocan los pies con una mano y luego se la llevan a la frente. Anita, que no está acostumbrada a un saludo tan servil, no sabe cómo reaccionar. Se acuclilla e intenta agarrarlos del brazo para levantarlos, pero ellos la miran con ojos de incomprensión y no se dejan. «Tendrá que acostumbrarse, Ana… —le dice Mme Dijon—. Es el saludo reservado a las personas notables».
—Claro, claro… —contesta Anita despistada, como si hubiera olvidado su rango.
El rajá no ha dejado nada al azar. La cena es a base de cocina francesa y no faltan botellas de agua Évian para saciar la sed y luchar contra el polvo que se mete por las rendijas y lo invade todo. Nada más salir de Bombay, el tren atraviesa un paisaje de grandes campos de tierra seca con matorrales y escasos árboles, chozas de barro, campesinos que saludan a los viajeros y niños empujando a golpe de varilla unos búfalos que levantan nubarrones de polvo ocre… El sol es como un disco de fuego que tiñe los campos de oro antes de desaparecer. Los indios lo llaman Surya y lo veneran como a un dios. «Cuando el tren partió, mi única preocupación era pensar que faltaban cuarenta y ocho horas para llegar a Kapurthala. Estaba impaciente por ver al príncipe. El detalle de las camelias me había llegado al corazón…», escribiría Anita en su diario. La inminencia de la llegada, las náuseas casi constantes, los gritos en las estaciones donde se detiene el tren de noche, y el traqueteo, unas veces suave y otras violento, conspiran para robarle el sueño.
¡Qué diferente es este viaje del que había hecho un año antes, también en tren! Aquel convoy atravesaba otro páramo, el de Castilla, en su andadura de Madrid a París, después de que el rajá hubiera aceptado todas las condiciones de la famosa carta. El capitán Inder Singh había regresado a Madrid con un talonario «gordo como un diccionario» para asumir los gastos del viaje, que más que un viaje era una mudanza de toda la familia a París.
«Tenía la impresión de ir al matadero», confesaría Anita a su hermana Victoria. Lo que había empezado como un juego se había hecho realidad con tanta rapidez que la propia Anita estaba desbordada por los acontecimientos. Todos habían jugado con fuego, pero ahora sólo ella sentía la quemadura. Los demás, o se habían divertido, como sus amigos, o habían salido ganando, como su familia. ¿Y ella? ¿Cómo acabaría ella?, se preguntaba mientras el tren avanzaba bajo un blanquecino sol de invierno por un paisaje de cumbres nevadas y valles oscuros atravesados por jirones de bruma. Seguía sin imaginarse en brazos de aquel rey indio que la había comprado, por mucho que sus padres se hubieran esforzado en disfrazar las apariencias. Sí, comprado, tal como suena.
—No te preocupes, que si algo no te gusta, nos volvemos y ya está —le decía su madre al verla tan angustiada.
Que la familia entera la acompañara en el viaje era ciertamente un consuelo. La sensación de estar protegida ante los imprevistos que semejante aventura pudiera entrañar dulcificaba el empeño. Pero en un momento dado, ella —y sólo ella— tendría que vérselas cara a cara con el rajá. ¿Cómo debía comportarse con él? ¿Le tendería la mano, le haría una reverencia o le daría un beso al volver a verle? ¿Y él, la cogería del brazo como si hubieran sido novios toda la vida? Por mucha concentración que pusiera para imaginarse con el rajá, no había nada que hacer, no lo conseguía.
«En Francia el tiempo se hizo lluvioso y con neblina —escribiría en su diario—. El país parecía un bello jardín, pues no había un sitio que se viera sin cultivar. Pero era de noche y seguía lloviendo. Yo sentía una gran tristeza…». Quizás por despecho de sentirse «vendida», o por ganas de aferrarse a algo seguro, había accedido la víspera a posar para Anselmo Nieto, el único entre sus amigos que se había opuesto al juego con el rajá. Había pasado la tarde con él, en su pequeño estudio de la Plaza Mayor. Aunque por enésima vez rechazó sus avances, Por la tarde aceptó posar desnuda para él. Quizás lo hizo para asegurarse el amor del pintor ante la zozobra de lo que se le avecinaba, como un náufrago se aferra a un salvavidas. O quizás por rebeldía ante el destino que la arrastraba hacia lo desconocido. «Quédate, te lo suplico. No participes en esta farsa», le había rogado él al dejarla de noche en el portal de su casa. Ella le contestó dándole un beso furtivo, apretando los labios contra su boca. Era la primera vez que hacía algo así y sintió un escalofrío en la espalda. Antes de entrar en casa, se dio la vuelta para mirarle una última vez. Con la chaqueta de pana raída, la barba rala y el aire de chucho abandonado, Anselmo Nieto daba pena. «No puedo dar marcha atrás —le dijo ella—. Lo hago también por ellos», le confesó aludiendo a su familia. La suerte estaba echada.
El frío la despierta. No sabe en qué tren viaja, ni en qué país está. Todo se confunde en su mente, cansada de tanto viaje. Se incorpora en la cama y se abriga con la bata. Por todos los intersticios del vagón, por donde ayer entraba polvo, esta mañana entra aire frío. Están mucho más al Norte, cruzando las llanuras del valle del Ganges, barridas por brisas procedentes de las lejanas estribaciones del Himalaya. Echa un vistazo por la ventanilla y el paisaje ha cambiado por completo: ahora hay campos verdes con flores amarillas de las plantaciones de mostaza, Y campesinos delgados como juncos que detienen sus búfalos para ver pasar el convoy. Esto no es Francia, tan gris en invierno; es la luminosa India. Pero siente un frío parecido. ¡Qué pena no tener unos periódicos para colocárselos debajo de la ropa, pegados a la piel, como en el viaje a París! Es un remedio my fiable contra el frío, uno de los mil trucos de su madre. Los viajes en tren se le antojan interminables, sobre todo cuando se trata de ir al encuentro de su inalcanzable rey indio. ¿Me esperará esta vez en la estación o hará lo de siempre?
Ni anteayer estaba en el puerto de Bombay, ni el año pasado estaba en la estación del Quai d’Orsay, cuando llegó a París con sus padres. En su lugar, el rajá mandó a un chofer al volante de un De Dion Bouton, un precioso automóvil en el que se acomodó la familia entera, y otro coche para el equipaje. Siguieron la orilla izquierda del Sena, luego cruzaron el puente de Alejandro III y atravesaron la plaza de la Concordia… A pesar de la llovizna, le pareció un paseo bellísimo y Anita hubiera seguido de buena gana descubriendo la ciudad entera, como lo haría una vulgar familia de turistas adinerados. Pero no eran turistas, eran extranjeros cumpliendo una misión incierta y perturbadora. Bajo la apariencia de familia unida, nunca habían estado más cerca de la separación y, si ese día estaban todos un poco melancólicos, era quizás porque la presentían.
A primera vista, París les pareció mucho más grande que Madrid. Más amplio, más rico y más lujoso, aunque más triste también. La gente caminaba muy ajetreada, deprisa y mirando al suelo. La proporción de paseantes bien vestidos y de automóviles era mucho mayor que en Madrid. El chofer se detuvo en la rué de Rivoli, a la altura del hotel St. James & Albany, en uno de los barrios más aristocráticos de la ciudad, no muy lejos de la place Vendôme y de sus célebres joyerías, como Chaumet o Cartier, de las que el rajá era un asiduo cliente. En el hall de entrada del hotel, parecían una familia de emigrantes en busca de trabajo más que los invitados de tan ilustre personaje. Entraron en el ascensor mirándose con cara de susto porque era la primera vez que probaban semejante invento. La destreza con que el ascensorista, vestido de uniforme blanco, manejaba los mandos de bronce los tranquilizó, pero cada vez que el ascensor pegaba un saltito al cambiar de piso, las niñas soltaban un grito contenido y los padres se agarraban tímidamente a las paredes, como si eso pudiera salvarles en el improbable caso de un accidente. Suspiraron de alivio al llegar al tercero y tierra firme bajo los pies. El rajá les había reservado un apartamento muy luminoso que daba al jardín de las Tullerías. Una chimenea de mármol rosa reinaba en el salón, decorado con muebles Luis XV. En el centro, sobre una mesa, les esperaba una copiosa merienda. No faltaba el más mínimo detalle, todo evocaba un cuento de hadas. Doña Candelaria miraba con fruición, como si quisiese impregnarse para siempre de ese ambiente confortable y opulento, mientras oía correr el agua caliente del baño que las niñas estaban preparándose. Al desnudarse y quitarse los periódicos, las chicas descubrieron que la cartelera de Madrid les había quedado impresa en la piel de la espalda. No podían leerla porque las letras estaban al revés, pero sí adivinaron que ponía «esta noche no hay función en el Cervantes», lo que les hizo reír abiertamente.
El rajá no apareció hasta el día siguiente. Lo hizo por deferencia, para dejar descansar a la familia y no atosigarles. Pero no había manera de que Anita entendiese su comportamiento. «Sí está tan enamorado de mí, ¿por qué no viene ya?», se preguntaba mordiéndose las uñas. Su hermana le hacía rabiar, diciendo cada dos por tres: «¡Ya está aquí el príncipe!». A Anita se le ponía la cara colorada, le daban palpitaciones y corría al cuarto de baño a arreglarse, mientras Victoria estallaba en sonoras carcajadas.
«¡Ya está aquí el príncipe!», volvió a decir Victoria al filo de las doce del mediodía, señalando la puerta.
—Deja ya esa broma, que no tiene gracia…
Aún no había terminado la frase cuando Anita se encontró de bruces con el rajá. Esta vez era verdad: allí estaba, trajeado como un perfecto caballero, con la cadenita del reloj de mano colgando del bolsillo del pantalón, imponente. Se quitó el turbante, como si fuese un sombrero y lo depositó en una silla.
—Espero que hayáis descansado todos, Anita. Estoy muy contento de verte —dijo en un castellano perfecto, lo que dejó a la muchacha estupefacta. Intentaba balbucear algo, pero ni un solo sonido conseguía salir de su garganta.
«¿Cómo ha podido aprender español tan rápido?», se preguntaba ella, tocándose el pelo porque no había tenido tiempo de arreglarse las trenzas.
—No importa que no hables —añadió él, al notar el apuro de la joven.
Entonces sacó un diccionario del bolsillo de su chaqueta y empezó a buscar palabras. En realidad, no sabía hablar castellano, sólo había aprendido unas frases para darles la bienvenida a Anita y a su familia.
El primer almuerzo en el saloncito del apartamento del hotel St. James & Albany quedó para siempre grabado en la memoria de Anita y del rajá. A diferencia de Madrid, en París el príncipe se encontraba en su terreno y hacía de maestro de ceremonias. Los demás escuchaban. A través de un intérprete, les dijo que un peluquero iría todos los días a peinar a Anita, que un modisto pasaría por la tarde a tomarle medidas para hacerle vestidos «de mujercita y no de colegiala». Quería que Anita aprendiese francés, inglés, equitación, tenis, piano, dibujo y billar. Don Ángel sonreía mirando a su hija, como diciéndose que, por fin, iba a recibir la educación que él no había podido darle. Doña Candelaria aprobaba con la cabeza. Todo le parecía bien: el programa de «la niña», la vajilla de plata, las jarras de cristal tallado, el camarero con guantes blancos que le ofrecía platos que nunca había probado, como el lenguado a la crema de hierbas y la ensalada de zanahorias que sus hijas miraban con horror… Todo parecía de su agrado, hasta el sabor del agua templada de un lavamanos de plata que vació de un trago al terminar la comida. Luego cogió la rodaja de limón y le hincó los dientes haciendo una mueca por lo ácido que estaba. Al verla actuar así, las «niñas» pensaron que era «lo que se debía hacer» e imitaron a su madre. Se llevaron el lavamanos a los labios y sorbieron el agua con sabor a limón, algo extrañadas ante las raras costumbres de aquel país. Acto seguido, don Ángel efectuó la misma operación. El rajá tuvo que hacer grandes esfuerzos para disimular su estupor, mientras los camareros parecían estatuas de piedra. De pie, en las esquinas del saloncito, sólo atrevían a cruzar miradas de consternación.
Ese traspié debió de influenciar en la decisión del rajá de separar a Anita de sus padres lo antes posible. En el siguiente encuentro que mantuvieron, el príncipe llegó acompañado:
—Anita, te presento a Madame Louise Dijon, que será tu dama de compañía desde el día de hoy.
Madame Dijon la miró con cierta extrañeza, como sorprendida por las trenzas y el vestido oscuro y algo raído; en suma, por el aire de niña pobretona, que en París, fuera de su ambiente, se le había acentuado a Anita. La francesa esperaba encontrar a una mujer más formada, con algo más de mundo, como le correspondería a un príncipe, y no a una adolescente provinciana. Pero había vivido en la India y sabía lo caprichosos y mujeriegos que podían llegar a ser los príncipes orientales.
—Vas a ver qué rápido aprendes francés, Anita —le dijo amablemente, mientras saludaba al resto de la familia.
El rajá continuó diciendo que, aun sintiéndolo mucho, Anita tendría que irse a vivir a un apartamento con Mme Dijon, ya que era la única manera de que aprendiera el idioma y las reglas del protocolo. Anita no sabía el significado de esa palabra; pensó que era algo de la India y no le dio importancia. Sólo pensaba en la separación de sus padres y no le gustaba la idea. El rajá debió de notarlo, porque añadió:
—Espera. El intérprete siguió hablando:
—Sus padres irán a otro apartamento cercano al suyo y usted podrá verlos una hora cada día.
Se hizo un silencio incómodo, que al final doña Candelaria interrumpió:
—Me parece muy bien pensado. Anita, ésa es la única manera de aprender el idioma. Y lo necesitas con urgencia, si no… ¿Como vas a comunicarte con Su Alteza?
Anita se volvió hacia su padre, como si buscase desesperadamente su apoyo para no quedarse sola. Don Ángel la miró con ojos mansos y tristes, queriendo balbucear algo, pero al final, justo cuando iba a abrir la boca, su mujer se le adelantó:
—La decisión es tuya —dijo doña Candelaria mirando fijamente a su hija—. Es tu vida. Pero es lo que quiere Su Alteza y todos sabíamos que llegaría el momento de separarnos.
La suerte estaba echada. La perspectiva de verse sola, acompañada de Mme Dijon, una persona con la que tampoco podría comunicarse, le provocó un brote de angustia. Los vestidos que trajo el modisto no bastaron para devolverle la sonrisa. No estaba ni para trajes ni para peinados. Sentía la dentellada del destino, y dolía.