«Morning Tea!». A las seis de la mañana, un camarero abre la puerta de la suite y coloca en una mesita una bandeja con tazas y una tetera. Anita lo confunde con el desayuno, pero una adormilada Mme Dijon le explica que se trata de una costumbre británica muy arraigada en la India. Primero el té de la mañana; el desayuno, copioso, más tarde, en el restaurante.
¡El té! La primera vez que Anita lo probó le pareció una bebida horrenda y casi la escupió: «¡Sabe a ceniza!», exclamó. Era en París, en el piso del rajá, durante su aprendizaje de las cosas del mundo. Ahora sabe apreciarlo, con una nube de leche y un azucarillo, como una señorita de buena cuna. El té la tranquiliza, la reconforta y la ayuda a ordenar sus pensamientos. ¿Cómo ha podido dudar tanto de los sentimientos del príncipe durante su noche de insomnio? —se pregunta ahora—. ¿Cómo se ha atrevido a pensar que se ha aprovechado de ella, si le ha ofrecido tantas muestras de amor? Su mera presencia en ese hotel que parece un palacio ¿no es suficiente prueba de amor? Anita contempla el sol despuntando en el horizonte sobre el mar de Arabia. La suave luz anaranjada baña los barcos de la rada, las velas de las embarcaciones de los koli y los edificios que bordean el paseo marítimo. Una ligera brisa acompaña los primeros rayos de sol que inundan la Suite Imperial. ¡Qué distinto le parece todo de día! Es como si los monstruos de la noche se esfumasen con la llegada del amanecer. Nada es tan negro, y el calor es menos denso y menos agobiante. Las pesadillas se disipan como las sombras sobre la pared. El miedo también pierde intensidad, como si la luz tuviese el poder de neutralizarlo. «¡Voy a ser madre… y reina!», se dice ahora Anita, mecida por el vaivén que la lleva de la desesperación a la euforia. Resulta agotador sentirse acabada en un momento dado y llena de esperanza un poco más tarde. Ella, que pensó que nunca volvería a saber nada de su príncipe oriental después del atentado terrorista, se encuentra ahora en su país, en su mundo y en sus manos. Y con un hijo suyo en las entrañas, como viene a confirmárselo alegre y contento el Dr. Willoughby a media mañana. Los resultados de las pruebas son concluyentes. Ya no existe duda alguna: el bebé nacerá en abril.
—Mrs Delgado, que tenga un buen viaje a Kapurthala. Cuídese, el traqueteo del tren no es lo mejor en su estado. Procure descansar mucho cuando llegue.
* * *
Cuando el rajá y los demás miembros de las comitivas extranjeras salieron de Madrid después del atentado, Anita pensó que allí había acabado la historia. Pero Su Alteza Jagatjit Singh de Kapurthala ya no podía vivir sin la telonera del Kursaal. No podía vivir, ni dormir, ni existir sin ella. Cualquier intento racional de explicar sus sentimientos se estrellaba contra la fogosidad de su pasión. El misterio insondable del amor había hecho realidad lo imposible: un príncipe indio, francófilo y afrancesado, riquísimo y de buen ver, se había enamorado de una española sin casta ni abolengo, dieciocho años más joven que él y que apenas sabía leer y escribir. Las pocas palabras que se habían intercambiado habían sido a través de un intérprete. Ni siquiera podían entenderse entre ellos, pero el amor no sabe de idiomas. Es más, quizás el no entenderse había aumentado la pasión del príncipe, añadiéndole misterio y exacerbando el deseo.
El caso es que, a los pocos días de su partida, volvió a sonar el timbre en el exiguo piso de los Delgado. Al abrir la puerta Anita se encontró con el capitán Inder Singh, vestido de uniforme azul y plata y tocado con un turbante amarillo. Estaba radiante. Más parecía un príncipe que el emisario del rajá, y su formidable aspecto contrastaba con la bata de la muchacha y su aire desmelenado, y con la diminuta cocina del piso. El capitán traía una carta, en la que el rajá le hacía una seria proposición de casamiento especificando la cantidad de la dote que estaba dispuesto a ofrecer: cien mil francos. Una fortuna. En caso de que aceptara, el capitán Singh la conduciría a París para arreglar la boda. «Rechacé una vez más sus pretensiones, porque aquello parecía la venta de mi persona», contaría después Anita. Pero lo cierto es que, después de aquel día, su vida no volvió a ser la de antes. La astronómica cantidad propuesta por el «rey moro», su insistencia y las cartas de amor que traía el cartero con una regularidad pasmosa galvanizaron aún más a los amigos tertulianos. «Está enamoradísimo —comentaba Romero de Torres—. Y para Anita, es la oportunidad de su vida. Sería una pena desaprovecharla… El ambiente del café cantante acabará por estropearla». En el Nuevo Café de Levante y en la mesa del Kursaal se urdió la conspiración para facilitar la unión. El único que no estaba de acuerdo era Anselmo Nieto, pero poco podía hacer ante el entusiasmo de los demás. ¿Qué podía ofrecer él, un pintor principiante sin fortuna ni apellidos, a la bella Anita? Su amor incondicional, o sea, bien poca cosa en la balanza de lo que podía ofrecerle el rajá.
El grupo creía en la sinceridad del príncipe indio. Valle-Inclán se permitía soñar en voz alta: «Casamos a una española con un rajá indio, van a la India; allí, a instancias de Anita, el rajá arma la sublevación contra los ingleses, libera la India y nos vengamos de Inglaterra que nos robó Gibraltar». Y concluía con sorna: «Para nosotros, casar a Anita es cuestión de patriotismo».
Don Ángel, el padre, era el hueso más duro de roer. Se enfrentaba de manera contundente con el espectro de la opulencia del príncipe, y no veía como ganar la batalla, sobre todo porque su mujer y todos los que le rodeaban ya habían tomado partido. Doña Candelaria alegaba que era como todas las madres, que su único deseo era casar bien a sus hijas. ¿Y qué mejor matrimonio que ése? Cierto, la niña era muy joven, y el pretendiente «muy extranjero» y dieciocho años mayor, pero tenía buena fama. Era mejor partido que el pintorcillo de tres al cuarto que rondaba a su hija como un moscón.
—¿Prefieres que tu hija acabe con ese pelao…? Tienen razón los del café, el ambiente de la farándula la va a estropeá…
—No es tan «pelao» como parece… Sus padres tienen una confitería en Valladolid.
—¡Una confitería! —soltó doña Candelaria con desdén, alzando los hombros, como si hubiera oído lo más estúpido del mundo.
Para hacer valer su punto de vista, doña Candelaria hizo acopio, en su arsenal de argumentos, del más contundente. ¿Entendía su marido lo que significaba aquella dote?, llegó a preguntarse. Le recordó que significaba salir de la pobreza para siempre. Significaba tener piso propio con servicio. Y hasta un coche de caballos. Comer carne todos los días, ir al teatro, viajar a Málaga, cenar en restaurantes, apuntarse a un casino, consultar a los mejores médicos en caso de necesidad… ¡Dios no lo quiera! Significaba vivir holgadamente, como le correspondía a un Delgado de los Cobos, «Quirós de tercer apellido, no te olvides», le recordaba doña Candelaria. Era un apellido de familia vieja y de rancio abolengo que el pobre don Ángel mencionaba cada vez que se sentía humillado por el destino. «Después de Dios, la casa de Quirós», le gustaba decir, aludiendo al escudo de armas de su tercer apellido, del que se sentía muy ufano.
Poco podía hacer el bueno de don Ángel ante el avance de unos acontecimientos que le sobrepasaban. En el Kursaal, convertido en centro de operaciones y oficina diplomática, los tertulianos trataron de disuadirle de los temores que le obsesionaban. Le explicaron, a él y a su mujer, que todo lo que tenía que hacer Anita era mantener su religión, no convertirse nunca y casarse en Europa, aunque fuese por lo civil. De esa manera vería garantizada su independencia, y siempre podría regresar si la convivencia con el rajá se hacía difícil, lo que ninguno de ellos creía que pudiera acontecer.
Doña Candelaria se encargó de convencer a Anita para que contestara al rajá con una carta seria. Una carta en la que se mostraría dispuesta a viajar a París, siempre acompañada de su familia. No hablaba ni de casamiento, ni de compromiso porque Anita no estaba mentalmente preparada para ello, pero dejaba la puerta abierta a las aspiraciones del rajá. El problema es que Anita apenas sabía escribir y doña Candelaria era una analfabeta funcional, como la mayor parte de las mujeres españolas de su época. «Mi cerido Rey… —empezaba la carta— malegraré que esté usté bien con la cabal salú que yo para mí deseo… La mía bien a dios gracias… Sabrá usté…». Anita entregó la carta al pintor Leandro Oroz, que se precipitó al Café de Levante a enseñársela a los amigos escritores. «Esta carta no se puede enviar así. Lo arruinará todo… —dijo Valle-Inclán muy serio, añadiendo después—: Vamos a escribir una nota bien hecha, para dejarle las cosas claras al rajá». Se puso manos a la obra y luego el pintor Leandro Oroz, que era medio francés, la tradujo, firmando sin preocuparles la falsificación: «Anita Delgado, la Camelia». La carta, que ahora parecía un fragmento escogido de una antología de poemas de amor, tenía también un lado práctico que no dejaba cabos sin atar. Anita agradecía profundamente la dote y aceptaba ser su mujer y la reina de su pueblo, siempre que él admitiese ciertas exigencias de su parte: contraer matrimonio en Europa en presencia de sus padres, previo a la ceremonia religiosa del lejano y fabuloso país; viajar a París acompañada por su familia; hasta la boda civil vivir en una casa que no fuese la residencia del rajá y poder contar con la compañía de una criada española. De esta manera, la «jonra» quedaba a salvo. «Si pasa por todo esto, es que la quiere de verdad», sentenciaron. Valle-Inclán quiso añadir una condición: pedía una condecoración por parte del rajá para él y los cinco contertulios «porque al fin y al cabo, vamos a ser los artífices de su felicidad y la del pueblo kapurthalense». Pero los demás se opusieron, «no vaya a ser que la carta parezca de cachondeo».
La carta era seria y sin duda inflamó aún más la pasión del rajá. La profusión de detalles sumados a la prosa de Valle-Inclán le daban tanta credibilidad que de haberlo sabido Anita hubiera puesto el grito en el cielo. Pero como en un auténtico contubernio decidieron enviarla sin leérsela antes a la muchacha. Cada uno de los cinco que estaban en aquel momento en el café puso una perra chica sobre la mesa para pagar el sello de Correos. De paso, quedaba sellado el destino de Anita Delgado.