En esta noche de calor e insomnio, Anita se acuerda de aquella otra en la que tampoco había pegado ojo. Se había sentido ultrajada, insultada en lo más profundo de su ser por un individuo que apenas conocía. Había sido su primera experiencia de mujer en la selva de los hombres. Ella misma se había sorprendido ante la intensidad de su reacción. Ahora, con la distancia, le parece una chiquillada. Tendría que haberse reído.
Esta noche le ronda una rémora de aquella sensación que la dejó sin dormir. Aunque luche por evitarlo, le cuesta no dejarse llevar por el sentimiento de que ha sido engatusada. Ella tenía su vida trazada, su trabajo modesto, sus coqueteos con Anselmo Miguel Nieto, que hasta se le había declarado, su hermana, a la que adoraba, sus padres, sus amigas… Todo un universo que esta noche se le antoja calentito, acogedor y entrañable. ¿Por qué ha tenido que aparecer un deslumbrante rey moro en su vida corriente y feliz y proyectarla a un mundo de lujo y exotismo que ni conoce ni sabe disfrutar?
Es lo suficientemente lúcida para saber que no debería pensar así, pero en el fondo de su corazón se compadece de sí misma. Ha sido débil cuando tenía que haber sido fuerte. Ha caído en sus brazos —en su lecho— antes de tiempo. No ha podido resistirse. Sí, es culpa suya, una mujer de su edad ya sabe lo que hace. O por lo menos debería saberlo. Pero él tenía que haber esperado un poquito más…
El graznido de los cuervos rasga el aire cargado de una bruma calurosa. Los efluvios del mar suben hasta la suite. Huele a algo indefinible, a una mezcla del humo de los infiernillos de la calle donde los pobres se hacen la comida, a humedad y a una vegetación diferente. El olor de la India.
De pronto, le parece que, si pudiera huir, subirse a un barco y regresar a Europa, lo haría sin vacilar. Dar marcha atrás, rebobinar la película de los dos últimos años de su vida, volver a encontrarse en su mundo, al calor de los suyos, volver a sentir el frío de Madrid, el olor a jara que baja de la sierra en primavera, el crujir de los churros recién hechos, volver a reírse con los cotilleos de la corrala, volver a posar para Anselmo… ¡Dios mío, dónde está ahora todo eso! Hasta el día de hoy le parecía que en cualquier momento podría deshacer la madeja, que de un plumazo podría detener el tiempo, elegir, decir sí, decir no, vivir su vida más o menos a su antojo. Pero en el calor de esa noche de angustia se da cuenta de que va a ser imposible deshacer el camino andado. Se siente acorralada por el destino, lejos de todo, sola. Casi le cuesta respirar. Cae en la cuenta de que, si mañana el Dr. Willoughby confirma su embarazo, ya no hay vuelta atrás. Su vida ya no es un juego. Ahora va en serio.
* * *
Que un príncipe indio quisiese llevarse a Anita era un hecho tan insólito que galvanizó la curiosidad de muchos. Las Camelias se hicieron famosas por ello, aunque ellas hubieran preferido darse a conocer por su talento. En el corrillo de bohemios e intelectuales, la intriga y el fisgoneo eran enormes. ¿Conseguirá el rajá llevarse a nuestra Anita? Ésa era la pregunta que estaba en los labios de los tertulianos, sobre todo cuando miraban hacia su palco, y veían a la madre de Anita enfrascada en grandes conversaciones con el indio y su intérprete. Las noticias que de esas conversaciones se filtraban hablaban del deseo del rajá de llevarse a Anita una temporada a París para educarla en el arte de ser la esposa de un rey, y luego casarse con ella. Un auténtico cuento de hadas, demasiado bonito para ser cierto. Anita, por su parte, se sentía halagada por la atención que había despertado en aquel personaje. Pero no podía tomárselo en serio. «… que eres muy poquita cosa pa hacer de mí tu quería», le cantaba con coquetería, avisando al intérprete para que no tradujera la letra.
Anita era muy joven para pensar seriamente en el amor. Sólo había tenido algún que otro escarceo con Anselmo Nieto, que tenía veintitrés años y vivía como un bohemio en Madrid. Anita disfrutaba con su compañía, y aunque él estaba cada día más enamorado, sin llegar a imaginar la competencia que le había salido, su relación no pasaba de ser una amistad amorosa.
Cuanto más rechazaba Anita al rajá, más empeño ponía éste en conseguirla. Estaba loco por ella. No había más que observarle sentado en su palco, absorto por el espectáculo de las teloneras. El contraste de la figura de Anita, que cuando estaba quieta tenía un aspecto muy dulce y sereno, con su aire bravío y su hablar desgarrado y callejero le traía de cabeza. Concluido el baile, una y otra vez mandaba a su intérprete a invitarla. Algunas veces Anita aceptaba y aparecía acompañada de doña Candelaria. Los tertulianos podían ver de lejos los gestos de negación que hacía la madre con la cabeza. El rajá callaba, sin dejar de mirar a la joven. Una noche, en el palco, las invitó a cenar después de la función. Ella no aceptó, claro.
—¿Y a almorzar? ¿No vendría usted a almorzar con Su Alteza? —inquirió el intérprete.
Anita consultó con la mirada a su madre y a su hermana Victoria. De pronto, doña Candelaria asintió con la cabeza, y el rajá debió de sentir que la balanza empezaba a inclinarse a su favor.
—Sí…, si es a almorzar, sí… siempre que vayan conmigo mi madre y mi hermana… —dijo Anita.
La comida tuvo lugar en el comedor del hotel París, y el rajá se mostró de lo más amable. Anita nunca había estado en un restaurante de tanta «categoría», como decía, y la experiencia le gustó, más por la decoración rococó y por las atenciones del servicio que por la comida, porque con lo que ella disfrutaba de verdad era con el jamón, la tortilla de patatas y el pollo asado. Todo lo demás le parecía insípido. La conversación giró alrededor de la inminente boda del rey de España. Anita miraba a «su rey» con curiosidad, intentando imaginarse a solas con aquel hombre que tenía tan cerca y que, sin embargo, le resultaba tan lejano. Era tranquilo, pausado y altivo sin ser distante. Era un perfecto caballero de tez oscura y modales impecables. Hablaba seis idiomas, conocía el mundo entero, se codeaba con los grandes de la Tierra. «¿Qué hace este hombre enamorándose de mí?», se preguntaba Anita, suficientemente lúcida para no creérselo en el fondo. El intérprete interrumpió sus ensoñaciones:
—Su Alteza me dice que, si ustedes quieren ver el desfile de la boda, pueden venir aquí mañana. Él no estará porque asistirá a la ceremonia en la iglesia de los Jerónimos. Desde los balcones de sus habitaciones verán ustedes todo perfectamente.
Había llegado la hora del café, y después de que Anita y su hermana se despidiesen para ir a su clase de baile, el rajá invitó al intérprete y a doña Candelaria a trasladarse a un pequeño reservado para charlar en privado. Parece ser que a doña Candelaria se le trastabillaron los ojos al oír hablar de la «dote generosa» que el rajá estaba decidido a entregarles a cambio de la mano de Anita. Una dote que bien podría asegurar días tranquilos para la familia Delgado ad vitam aeternam.
—Alteza, pero yo no puedo casar a mi hija para que acabe en un jarén, sabe usté. No puedo hacerlo ni por todo el oro del mundo…
—Ella no vivirá en un harén, se lo aseguro. Tengo cuatro esposas y cuatro hijos ya mayores. Me he casado porque es la costumbre de mi país, una costumbre a la que no puedo renunciar. No puedo repudiar a ninguna de mis cuatro mujeres porque mi deber es que no les falte de nada mientras vivan. Ésa es la tradición, y como soberano de mi pueblo me debo a ella. Pero en realidad vivo solo, y si quiero casarme con su hija es para compartir mi vida con ella. Vivirá en su propio palacio, conmigo, y a la manera occidental. Podrá regresar a Europa tantas veces como lo desee. Le ruego que me entienda, y le pido también que se lo explique a Anita. Si ella acepta la situación, haré todo lo posible para hacerla feliz.
Doña Candelaria salió del hotel París un poco trastornada. Las certezas de los días anteriores se habían resquebrajado ante ese rajá que hablaba como un hombre de bien y que parecía sincero. Ahora se debatía en un mar de dudas, de manera que pasó por el Café de Levante: «Tanto dinero como ofrese ese rey moro por mi Anita no deja de ser tentasión —le decía a Valle-Inclán—, pero ¿y la jonra?», repetía. Los Delgado vivían obsesionados por la «jonra» porque eso era lo último que les quedaba. «Lo que tiene que hacer Anita es casarse en Europa antes de ir a la India», insistió Valle-Inclán, que había dedicado tiempo y esfuerzos a investigar al rajá. Los resultados de sus pesquisas revelaban que se trataba de un hombre riquísimo, que reinaba con derecho de vida y muerte sobre sus súbditos en un Estado del norte de la India, y que tenía la reputación de ser justo, compasivo, culto, amante del progreso y «occidentalizado». «Es una oportunidad que Anita no puede perder», insistía el célebre escritor.
El día siguiente, 31 de mayo, las calles de Madrid amanecieron de fiesta: petardos, cohetes, campanas, risas, gritos… Hacía un sol espléndido y una temperatura deliciosa. De las ventanas colgaban tapices y adornos de flores con escudos y vivas a los reyes. Al ir hacia el hotel acompañada de sus padres, a Anita le parecía que todos los madrileños se conocían personalmente, tan intenso era el sentimiento común de participar en una misma celebración. No sólo el rajá les había cedido sus habitaciones para contemplar el desfile después de la ceremonia religiosa, sino que se había asegurado de que tuvieran dulces, pasteles y café con leche a discreción. El «rey moro» era decididamente una persona delicada, comentaba doña Candelaria con un bollo en la boca.
Anita contemplaba el desfile desde el balcón del hotel: caballos enjaezados, soldados con vistosos uniformes, carruajes engalanados… Parecía que la multitud se estremecía. Las cabezas se alzaban para ver mejor.
—¡Ya vienen! ¡Ya vienen!
Al son de la Marcha Real, la carroza con los recién casados se acercaba a la esquina del hotel París con la Puerta del Sol. El tañir de las campanas se mezclaba con los aplausos y los vivas. Mujeres con mantilla blanca lanzaban vítores desde los balcones. Tras las ventanas del carruaje, los reyes saludaban y esbozaban una sonrisa feliz. Ya eran marido y mujer. Una princesa extranjera acababa de convertirse, por amor, en reina de España. «¿Podría ser ella princesa en un trono extranjero?», se preguntó de pronto Anita. Fue la primera vez que esa idea le cruzó por la cabeza, y se reprendió por ello. Pero le gustaba el fervor de la multitud, aquel desfile entre un pueblo que proclamaba su fe y su amor por una princesa que apenas conocía. «¡Qué bonito es sentirse halagada y querida por tanta gente!», pensaba la muchacha, que daba rienda suelta a sus sueños sin poder contenerlos. Cuando el cortejo se hubo adentrado en la calle Mayor, Anita entró en la suite, los ojos fatigados de tanto sol. Dentro, todo era tranquilidad y reinaba la opulencia. El brillo del barniz de los muebles reflejaba su imagen como un espejo. Las alfombras eran mullidas, el mueble bar exhibía toda clase de bebidas, el cuarto de baño, con estanterías repletas de frasquitos de colonia y de lociones, era el más cómodo que había visto en su vida. Todo en aquellas habitaciones de hotel la seducía. Había sido su primer contacto con el lujo.
Fue un contacto de corta duración. Un estruendo terrible hizo temblar los cristales. «¡Ay, Dios mío!», gritó doña Candelaria. Cuando Anita salió de nuevo al balcón vio gente correr en todas direcciones. Una muchedumbre regresaba de la calle Mayor, empujándose, despavorida. Donde hacía apenas unos segundos reinaban el regocijo y el ambiente festivo ahora sólo había pánico y terror. Alguien de pronto gritó:
—¡Han tirado una bomba sobre los reyes!
Había ocurrido a la altura del número 88 de la calle Mayor, casi llegando al Palacio Real. Alguien se había asomado al balcón justo cuando pasaba por debajo la carroza de concha en cuyo interior viajaban los esposos y había lanzado un ramo de flores. El ramo escondía una bomba. Saltaron todos los cristales de los edificios próximos. En el suelo, entre caballos heridos que pateaban rabiosamente, salpicándolo todo de sangre, había veintitrés muertos, la mayoría militares del regimiento de Wadras, que cubría la calle Mayor, y seis civiles, entre ellos la marquesa de Tolosa. Entre el centenar de heridos, una veintena de guardias reales y palafreneros quedaron ciegos de por vida. Un cable eléctrico, casi invisible, había salvado la vida de los reyes. Al caer, el ramo había tropezado en el cable, desviándose de su trayectoria. Los periódicos del día siguiente describirían la heroica actuación del monarca, que no perdió la compostura, ayudando a su mujer, lívida y con el traje ensangrentado, a cambiar enseguida de carruaje.
Unos días más tarde, los mismos periódicos publicaron una foto del autor del atentado. Se había suicidado después de matar a un policía que se disponía a arrestarle en las afueras de Madrid. Valle-Inclán y Baroja enseguida identificaron el cadáver de Mateo Morral, el catalán taciturno que acababa de unirse a sus tertulias. La víspera habían estado todos juntos en la horchatería de Candelas, donde Morral había tenido un altercado con otro tertuliano, el pintor Leandro Oroz: «¡Bah, bah! ¡Esos anarquistas! En cuanto tienen cinco duros dejan de serlo», había dicho Oroz. Furibundo, el hombre que casi nunca hablaba le había espetado: «Pues sepa usted que yo tengo más de cinco duros y soy anarquista». Salió a relucir en la prensa que era hijo de un empresario textil que le había prohibido la entrada a la fábrica familiar porque incitaba a los obreros a reivindicarse en contra de los intereses de su propio padre. Tan impresionados estaban por el suceso, que Valle-Inclán y Baroja fueron a ver el cadáver de Mateo Morral a la cripta del Hospital del Buen Suceso. No les dejaron pasar, pero sí pudo hacerlo Ricardo, el hermano de don Pío, que hizo un aguafuerte del anarquista. Por la noche, en el Kursaal, le enseñó el dibujo a Anita. «¡Dios mío!», dijo ella, abriendo mucho los ojos con expresión de espanto. Lo recordaba perfectamente, sentado en una esquina y mirando el espectáculo con aire ensimismado. Ese cliente, que parecía amigo de sus amigos, había transformado un día de gozo en una carnicería, en un hervidero de dolor y tristeza. Las celebraciones de la boda fueron suspendidas. Su príncipe oriental se marchó aquella misma noche. El sueño parecía haberse acabado. El atentado devolvió a los madrileños a la realidad de sus vidas cotidianas.