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La luna que se dibuja sobre el estrellado cielo del trópico ilumina con su blanca palidez, a través de las rendijas de las persianas, los cuadros, los muebles, las cortinas y las sábanas de la Suite Imperial. Anita no consigue conciliar el sueño. En su cabeza se agolpan los recuerdos, preguntas de difícil respuesta e imágenes de las calles de Bombay, como la de la madre de un recién nacido, exasperada porque de su pecho seco y arrugado como una breva no salía nada. Si el médico lo confirma y sus cálculos son exactos, Anita dará a luz en seis meses. Nunca había pensado en la idea del parto, pero ahora que se le viene encima, y consciente de que va a tener lugar en la India, lejos de sus seres queridos, de su madre y sobre todo de su hermana, se siente presa del pánico. El corazón se le pone al galope y tarda en calmarse, y así varias veces, como el oleaje del mar durante la travesía. Es casi una niña todavía. Y aunque está segura de los sentimientos del rajá, en el fondo de su corazón anida siempre una duda. ¿Y si me ha utilizado? ¿Y si me abandona? ¿Y si en el fondo ya no me quiere…? ¿Y si no me deja salir nunca más de la India? ¿Y si…? ¿Y si…? De lo que sí está segura de verdad es del amor incondicional de su padre, y, sin embargo, ella le ha traicionado. Por eso no puede dormir.

La noche amplifica los miedos. Teme que su vida, que desde hace un año parece un sueño, se transforme súbitamente en una pesadilla. ¿Podrá acostumbrarse a vivir en ese lugar? Si Bombay le parece tan lejano y exótico, ¿cómo será Kapurthala, que ni siquiera aparece en el mapa? «¿De verdad me está pasando lo que me está pasando?», se pregunta, mientras se seca el sudor y las lágrimas con el borde de la sábana. Tan tenue le parece la frontera entre el sueño y la realidad que siente una especie de vértigo. ¿Cómo puede ser de otra manera, si lo suyo parece un cuento de hadas? ¿Cómo puede aferrarse a la realidad, si la realidad se le desliza bajo los pies y se escapa, y el sueño se hace realidad?

Madrid era una fiesta cuando le vio por primera vez. La ciudad llevaba varios meses enfebrecida con los preparativos de la boda de Alfonso XIII —su rey, el del abanico de nácar— con la princesa inglesa Victoria Eugenia de Battemberg, nacida en el castillo de Balmoral y convertida al catolicismo en el palacio de Miramar, a orillas del río Urumea. No se hablaba más que de las «regias nupcias», quizás porque para los sufridos madrileños era también una manera de olvidar las estrecheces de la vida cotidiana. El programa de los festejos previos al enlace incluía la representación de la ópera Lucía de Lammermoor en el teatro Real, verbenas y bailes populares, revistas militares, concurso de orfeones, batalla de flores en el Retiro, excursión real a Aranjuez y hasta la inauguración, en Cuatro Caminos, del barrio obrero «María Victoria». El maestro Bretón, el de La verbena de la Paloma, había compuesto una marcha nupcial especialmente para la ocasión. La Maison Modele, una tienda de la calle Carretas, ofrecía lo más elegante en sombreros, trajes y corsés «traídos de París, para las señoras de la Corte y provincias que se desplacen a la boda».

También de París llegaba, el 28 de mayo de 1906, el «Tren de los príncipes», en el que viajaba gran parte de la realeza europea: Federico Enrique, príncipe de Rusia; Luis, príncipe heredero de Mónaco; Eugenio, príncipe de Suecia; Luis Felipe, heredero de Portugal; Tomás e Isabel, duques de Génova…, y, en representación del rey de Inglaterra, Jorge y María, los príncipes de Gales. La crónica de La Época terminaba con un desbordante entusiasmo: «¡Paso a Europa! Es Europa la que va a España, es Europa la que va a las bodas de don Alfonso XIII. ¡España no ha desaparecido del mundo! ¡España vive!».

La llegada del tren fue todo un acontecimiento. Madrid tenía ganas de soñar. La familia Delgado al completo se unió a la muchedumbre para ver con sus propios ojos a la comitiva, que hacía el trayecto desde la estación del Norte al Palacio Real, donde los ilustres invitados iban a presentar sus respetos al rey. La ciudad nunca había visto semejante despliegue de celebridades. El pueblo se echaba a la calle para contagiarse un poco de la opulencia de aquellos aristócratas que desfilaban en suntuosas carrozas. Anita y su hermana Victoria consiguieron hacerse un hueco entre el gentío para contemplar el espectáculo «en primera fila». ¡Y qué espectáculo! En un Hispano Suiza descapotable apareció el alto y distinguido Alberto de Bélgica, con su impresionante séquito, seguido de Francisco Fernando, archiduque de Austria, vestido con un espléndido uniforme militar, de pie sobre una carroza, también rodeado de sus duques y condes, y así hasta la comitiva más importante, la de los príncipes de Gales, que acompañaban a la novia, a la que los madrileños llamaban afectuosamente «la inglesita».

«¡Mira, Victoria, mira!». Lo que de repente veían los ojos de Anita desafiaba a la imaginación. De pie, en una enorme carroza blanca, un príncipe, que parecía sacado de un cuento de Las mil y una noches, dirigía su augusta mirada a derecha e izquierda, observando la ciudad y a sus gentes, y saludando cortésmente con un gesto de la cabeza o con la mano. Tocado con un turbante de muselina blanca prendido por un broche de esmeraldas y con un airón de plumas, vestido de uniforme azul con fajín plateado, la barba cuidadosamente enrollada en una redecilla, y con la pechera cubierta de condecoraciones y por un collar de trece hileras de perlas, Su Alteza el rajá Jagatjit Singh de Kapurthala encarnaba a la perfección la idea que se tenía de un monarca oriental. Amigo personal de los príncipes de Gales y de don Alfonso de Borbón, al que había conocido en Biarritz, el rajá representaba en Madrid a «La joya de la Corona», ese país inmenso conocido como la India, tutelado y administrado por los británicos. Anita y su hermana Victoria, estupefactas, se quedaron con la boca abierta ante semejante aparición, preguntándose para sus adentros si sería un rey moro o cubano.

Aquella noche, como todas las noches, las hermanas Delgado tenían que cumplir con su contrato de teloneras. Cruzaban la Puerta del Sol para dirigirse al Central Kursaal, un frontón donde de día se jugaba a la pelota y al que de noche sus dueños convertían en café concierto. Transformaban el muro del fondo en un escenario, alineaban unas butacas en mitad de la cancha y en la otra mitad improvisaban una sala de café, con sillas y mesas; ofrecían un espectáculo de varietés, la última moda importada de París. En Madrid, los críticos teatrales se quejaban de que muchos teatros serios se habían pasado «al enemigo», al género frívolo. Hasta el de la Zarzuela estaba en decadencia. Quizás el éxito de las varietés se debiera a que la gente quería olvidar la penuria.

Anita y Victoria formaban un dúo conocido como las Camelias, que actuaba entre los diferentes números para hacer más corta la espera del cambio de decorado. En el programa de aquella noche, nada más y nada menos estaban la Fornarina, Pastora Imperio, la Bella Chelito, el Hombre Pájaro y Mimí Fritz. A las diez en punto, las Camelias salían al escenario, vestidas con una falda corta acampanada, de color fuego, y con medías a juego. Nada más oír el rasgueo de la guitarra, empezaban con las sevillanas, y luego bailaban unas seguidillas y unos boleros. No eran las mejores bailaoras de España, pero su gracia andaluza compensaba ampliamente la falta de técnica. Eso bastaba para triunfar como teloneras en el Kursaal, que aquella noche exhibía el cartel de «completo». Un público de lo más variopinto ocupaba todas las mesas: muchos extranjeros vinculados a las casas reales invitadas a la boda, políticos, periodistas y corresponsales, y los fieles bohemios de siempre: el pintor Romero de Torres, Valle-Inclán con sus barbas fluviales, un periodista conocido como el Caballero Audaz, el escritor Ricardo Baroja, sobrino de don Pío, un joven catalán de buena familia llamado Mateo Morral, que decía ser cronista y que acababa de unirse a las tertulias, aunque rara vez abría la boca. «Un hombre oscuro y silencioso», como lo describiría Baroja. Y sobre todo estaba Anselmo Miguel Nieto, un joven pintor oriundo de Valladolid, alto y delgado, y con unos penetrantes ojos negros, que había venido a triunfar a Madrid. No se perdía Anselmo ninguna noche en el Kursaal porque estaba enamorado de Anita. Con la excusa de hacerle un retrato, había trabado amistad con ella y había conocido a sus padres. Ella, que no estaba segura de sus propios sentimientos, simplemente se dejaba querer.

Aquella noche en la tertulia no se hablaba más que del descubrimiento —producido por la mañana, en la corteza de un árbol del Retiro— de una inscripción a punta de navaja, que había conseguido perturbar a todo Madrid, sobre todo porque aparecía después de una serie de amenazas de muerte recibidas en distintos ministerios y hasta en el Palacio Real: «Ejecutado será Alfonso XIII el día de su enlace. Un irredento», rezaba la inscripción. La imaginación de los tertulianos había quedado hondamente impresionada. «¿Qué hombre terrible y en qué momento de diabólica soledad habría grabado aquello?», se preguntaban medio en serio medio en broma. «¿Sonreiría de modo sardónico como los hombres malos de Sherlock Holmes, personaje muy en boga entonces?». «¿Llevaría barba negra?». «¿Le brillarían los ojos?».

—¡Que huyan los reyes y que se casen en un país desconocido, en una isla desierta a poder ser! —clamaba don Ramón del Valle-Inclán.

Los tertulianos se sentaban siempre en el mismo lugar, detrás del primer palco, en un pasillo que corría a lo largo del local. Allí podían alternar después de cada actuación con Pastora Imperio o con la Fornarina, la graciosa modista que había ascendido a cupletista cantando Don Nicanor o Frufrú. No lo hacían con las hermanas Camelia porque sus padres aparecían puntualmente al final del baile para llevarlas a casa, «no sea que a esas horas —decía don Ángel— las confundan con lo que no son». Pero la belleza, la juventud y la gracia andaluza de las hermanas las hicieron muy populares entre los asiduos del Kursaal. Ricardo Baroja describía así a Anita: «Alta, morena muy clara, de pelo negrísimo, ojos enormes, adormilados. Sus facciones, todavía no decididas, prometían que, al florecer su juventud, alcanzarían el clásico modelado de una Venus griega».

Eso mismo debía de estar pensando un extranjero alto y distinguido que, rodeado de un grupo de gente, había tomado asiento a una mesa pegada al escenario. El hombre no conseguía apartar la mirada de Anita y parecía embelesado por la música. El sonido de la guitarra le recordaba al del sarangi, un instrumento muy popular en su país, y el de las castañuelas al de la tabla. Pero la melodía era distinta a todo lo que había escuchado en su vida.

Anita no le reconoció de inmediato de tan enfrascada como estaba siguiendo los pasos del baile. Además, el hombre vestía traje oscuro de franela y camisa blanca con cuello almidonado. Pero su mirada insistente hizo que la muchacha se fijase en él. «¡Dios mío, el rey moro!», se dijo de pronto Anita, que, al reconocerle, casi tropezó del susto. Allí estaba el rajá, sonriendo, cautivado por aquella belleza que debía de recordarle a las mujeres de su tierra. «Es un hermoso tipo indio —escribiría el Caballero Audaz, que asistía a la escena—. Su cuerpo, altísimo, es esbelto, vigoroso y recio. Su tez cobriza contrasta con la blancura de sus frescos y limpios dientes. Siempre sonríe con dulzura. Sus negros, grandes y brillantes ojos tienen una mirada ardiente y dominadora».

Una vez terminada la actuación, don Ángel y doña Candelaria, que esperaban a que sus hijas terminaran de cambiarse detrás de la cortina que hacía de camerino, vieron acercarse a un hombre bajito y muy solícito hablando nerviosamente:

—Buenas noches, soy el intérprete del rajá, que está sentado en esa mesa; trabajo en el hotel París, aquí al lado, donde Su Alteza está hospedado… ¿Aceptarían ustedes venir a tomar una copa de champán a su mesa? El rajá ha quedado muy impresionado con la actuación de sus hijas y desea agasajarles…

Don Ángel le miró sorprendido, mientras su mujer se hacía la indignada.

—Dígale a Su Alteza que estamos muy agradecidos —contestó educadamente don Ángel—, pero es tarde, son casi las doce. Las niñas son muy jóvenes, ¿usted me entiende, verdad?

Ante la mirada furibunda de la señora el intérprete optó por no insistir y regresó a la mesa del príncipe. «¿Qué se creerá ese moro que son mis hijas? ¿Unas cualesquiera?», clamaba indignada doña Candelaria mientras tiraba de las niñas hacia la salida del local.

Mientras duró su estancia en Madrid, el rajá acudía todas las noches para ver bailar a Anita. Debía de ser el único cliente que pagaba por ver a las teloneras y no a las famosas cupletistas anunciadas en el cartel. Una noche, antes de la actuación de las niñas y de la temida presencia de doña Candelaria, el intérprete se acercó al camerino.

—Señorita, tengo esto para usted de parte de Su Alteza…

El hombre le entregó un abultado sobre. Anita lo abrió: estaba lleno de dinero. Levantó la mirada hacia el emisario del príncipe.

—Son cinco mil pesetas —continúo el hombre—. Su alteza quiere que vaya a su mesa, ya sabe, para hablar solamente…

La mirada de Anita reflejaba la humillación que acababa de sufrir. El intérprete le hizo señal de no alzar la voz. Pero ya era tarde.

—¡Dígale al moro ése que yo seré una mujer pobre, pero soy honrá! ¿Quién se ha creído que es? ¿Cómo puede pensar que yo me puedo entregar por dinero, por mucho que sea? ¡Dígale que es un cerdo! ¡Que ni se me acerque, ni me vuelva usted a dirigir la palabra!

Después de la función, Anita rompió a llorar «como una tonta» y fueron los tertulianos de siempre quienes la consolaron. También estaba su madre, que explicaba así lo que había sucedido a Ricardo Baroja:

—Es que ese rey quiere a mi hija. Pero no, por Dios, ¡que es mahometano!

—¿Mahometano?

—Sí. De ésos que tienen jarén. Se la llevará y no la volveremos a ver…

A la mañana siguiente, sonó el timbre en el modesto piso de los Delgado. La que abrió fue Anita porque su madre había bajado al mercado con su hermana. Sólo vio flores. Tan grande era el ramo que ocultaba al pobre repartidor que lo traía. «¡Uy, Dios mío! ¿Dónde pongo yo todo esto?». Las flores venían con una carta del rajá. Anita la leyó despacio, porque le costaba leer y, además, porque había dormido tan poco por el berrinche que tenía los ojos hinchados. El príncipe se disculpaba: «No ha sido mi intención herirla, y mucho menos insinuar algo que ni siquiera habría imaginado. Le ruego acepte estas flores como muestra de mi profundo respeto hacia su persona…». Anita se sentó en la mesa del exiguo comedor y suspiró. Luego volvió su mirada hacia las flores. Eran camelias.