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En la calle huele a fruta pasada, a barro y al incienso de los altarcitos. Las vacas campan a sus anchas sin que nadie parezca ofuscarse, excepto Anita, que no entiende por qué no las usan para tirar de los rickshaws, unos carritos de dos ruedas que llevan pasajeros, en lugar de permitir que lo hagan unos hombres esqueléticos que parecen más muertos que vivos. «Nosotros nos las comeríamos de buena gana», comenta el chofer del coche de caballos, un musulmán llamado Firoz, que lleva perilla y una kurta tan sucia que es imposible adivinar su color original. «… Pero para los hindúes, la vida de una vaca vale más que la de un hombre, así que… ¡a ver quién se las come!». El coche se cruza con flamantes tranvías de dos pisos; acaban de ser puestos en servicio, y recorren las calles del centro entre grandes explanadas de césped y edificios señoriales, todos del mismo estilo Victoriano, casi gótico. «Estos tranvías son mejores que los de Liverpool», asegura Firoz, orgulloso de su ciudad. Llegados al Crawford Market, Anita se queda maravillada ante la profusión de mercancías: es un auténtico bazar oriental. «Aquí vienen los ingleses y los parsis a comprar —explica el musulmán—. Son los que más dinero tienen». Se vende de todo, desde caniches a tabaco turco o frutas desconocidas para ellas que los tenderos, desde lo alto de pirámides de verduras, dan a probar a las dos mujeres. Los bajorrelieves que decoran la estructura metálica y la fuente del interior son obra de un artista llamado Lockwood Kipling, cuyo hijo Rudyard acaba de ser galardonado con el premio Nobel de literatura hace tan sólo dos meses.

Anita se dedica a explorar todos los bazares que siguen al Crawford Market, repletos de tiendas y puestos que venden cereales y azúcar de Bengala, dulces de Cachemira, tabaco de Patna o quesos de Nepal; en el bazar de las telas quiere tocar con sus manos todas las variedades de sedas de la India; en el mercado de los ladrones se le van los ojos tras las joyas y los objetos más curiosos. En dos kilómetros cuadrados hay una docena de grandes bazares, más de cien templos y santuarios, y más mercancía en venta de la que Anita y Mme Dijon han visto en toda su vida.

Fuera del centro colonial, con edificios opulentos y anchas avenidas, hay un laberinto de callejuelas, un hormiguero de gente, un batiburrillo de razas y de religiones, una explosión de vida y un caos como sólo las grandes metrópolis de Asia pueden generar. Anita y Mme Dijon tienen que detenerse de vez en cuando para secarse el sudor y tomar aliento. «¡Qué ciudad tan ruidosa, llena de toda clase de indios vestidos, o a medio vestir, de extrañas maneras o casi descalzos!», escribiría Anita en su diario.1 Le parece que todos hablan al mismo tiempo lenguas diferentes. En un pequeño puerto de pescadores, los koli subastan la pesca de la mañana. El griterío, el olor y el ambiente le recuerdan a Anita la lonja del barrio malagueño donde pasó la infancia, un barrio pobre llamado el Perchel, por las perchas donde secaban el pescado. Y los niños de piernas delgadas como palillos y ojos negros de khol se le parecen a los niños pobres de Andalucía, que también corretean desnudos por las barriadas de chabolas. Pero aquí son más pobres. Hay niños tan enfermos que parecen ancianos y otros con la barriga hinchada de gusanos; también hay mendigos con horrendas mutilaciones a los que el hábil Firoz se encarga de apartar. «Aquí los pobres lo son de solemnidad», dice Anita, apartando la mirada de un leproso cubierto de llagas que se le acerca tendiendo una escudilla. No puede reprimir una retorcida mueca de asco cuando se da cuenta de que en lugar de pelo, como creía, el mendigo tiene la cabeza cubierta de moscas.

Demasiado rica, demasiado pobre: el contraste de Bombay aturde a la malagueña, pero aun así desea verlo todo, como si en su primer día quisiera abarcar y entender la complejidad de su nuevo país. Firoz las lleva hasta el otro lado de la bahía, y el coche se adentra en una calle que serpentea por una colina. Los caballos jadean al subir. Arriba hay cinco torres desde donde se divisa toda la ciudad. La vista es espléndida, aunque el lugar parece fuera de este mundo. El silencio se ve constantemente interrumpido por el aleteo de los buitres y el graznido de miles de cuervos. Son las Torres del Silencio, donde los parsis celebran sus ritos funerarios. Seguidora de Zaratustra, un sacerdote del este de Persia que compuso himnos que recreaban sus diálogos con Dios, la religión parsi es una de las más antiguas de la humanidad. Cuando fueron expulsados de Persia por los musulmanes, los parsis recalaron en la India. Los ingleses les cedieron una colina en Bombay para disponer de sus muertos. Ellos no los entierran ni los queman, los colocan desnudos sobre losas de mármol en esas cinco torres. Los buitres y los cuervos se abalanzan sobre los cadáveres y los devoran en segundos, de manera que la muerte vuelve a la vida. Los únicos que tienen derecho a manejar los cadáveres son los «conductores de los muertos». Vestidos con un simple paño alrededor de la cintura, y provistos de un palo arrojan al mar los huesos y los restos que no han sido devorados. Es un lugar que atrae a los extranjeros por sus vistas espectaculares y quizás también por una especie de curiosidad morbosa. Pero Anita no aguanta el espectáculo. El aire cargado de olores, el calor, el mareo de tierra y la visión de las aves rapaces y de unos hombres que parecen estar ya en el otro mundo, la hacen sentirse mal. «¡Por favor, sácame de aquí!», ruega a Mme Dijon.

Al volver bordeando la bahía las piras funerarias que iluminan el crepúsculo impresionan a Anita casi tanto como las Torres del Silencio. No está acostumbrada a esa presencia tan cercana de la muerte. Para la joven malagueña, el día ha tenido demasiadas emociones fuertes. Ebria de colores, de olores y de sonidos, se siente desfallecer. Lo que ha visto no es ni una ciudad, ni tan siquiera un país, sino un mundo. Un mundo demasiado extraño y demasiado misterioso para una andaluza que apenas ha abandonado la adolescencia. Un mundo que le da miedo. De pronto, le entran ganas de sollozar, de vaciar todas las lágrimas de su cuerpo, pero se contiene. Tiene «mucha jonra», es valiente y hace esfuerzos por dominar sus sentimientos. «¡Qué lejos queda España!», suspira para sus adentros.

Más tarde, al bajar al Sea Lounge, el restaurante del hotel, bellísima en su vestido de noche, como exige la etiqueta, y quizás a causa del calor que los ventiladores no aciertan a disipar o quizás debido a la melodía familiar que toca la orquesta y que tanto le recuerda su vida anterior, Anita Delgado se tambalea. Esta vez, el esfuerzo que hace para controlarse no sirve de nada. Da unos pasos vacilantes y termina por desplomarse sobre la mullida alfombra persa, causando una pequeña conmoción entre sus damas de compañía, los demás comensales y los camareros, que se arremolinan alrededor de la joven de belleza marmórea sin saber muy bien qué hacer para devolverle la conciencia.