Al alba, el S.S. Aurore llega a la altura de la costa y vira para poner rumbo al puerto de Bombay. Anita y Mme Dijon están apoyadas en la barandilla de la cubierta superior. La ciudad aparece en el horizonte como una suave mancha oscura que emerge de la neblina. Unas embarcaciones de pesca, pequeños veleros de vela triangular y un palo, surcan las aguas de la bahía. Son pescadores koli, los habitantes originales de Bombay, los primeros que vieron desembarcar, hacía ya tres siglos, a unos portugueses que bautizaron el lugar como Bom Bahía, la buena bahía, lo que dio origen al nombre actual. Los koli creyeron que aquellos hombres altos, de piel enrojecida y brillante que venían de Goa tenían algo de animales mitológicos, como si se hubieran escapado de algún episodio del Mahabharata, la gran saga épica del hinduismo. Venían precedidos de un aura de terror porque la conquista portuguesa de Goa había sido una historia de muerte y destrucción, de templos hindúes y mezquitas arrasadas, de casamientos forzosos de mujeres hechas prisioneras, y todo en nombre de un nuevo dios que, supuestamente, era magnánimo y compasivo. La manera como los portugueses inauguraron la colonización europea de la India no había sido precisamente la de una historia de amor entre Oriente y Occidente.
—Pero los koli de Bombay tuvieron suerte —Mme Dijon conocía bien la historia de la ciudad. Su marido había sido profesor de francés en St. Xavier’s School, el blasón de las instituciones educativas británicas en la ciudad—. Los portugueses no sabían qué hacer con el lodazal insalubre que era Bombay, de manera que el rey de Portugal se lo ofreció como dote a Carlos II de Inglaterra cuando éste se casó con Catalina de Braganza.
—O sea, ¿que esta ciudad es un regalo de bodas? —pregunta Anita, emocionada y nerviosa por la perspectiva de la llegada y siempre atenta a las explicaciones de su dama de compañía.
En la lejana orilla ven a hombres en cuclillas que vierten cántaros de agua sobre sus cabezas en el ritual matutino del baño, un invento indio que primero los ingleses y luego los europeos tardarían más de cien años en adoptar. Búfalos de piel negra y brillante pasean entre las chozas de adobe con techo de hojas de palma. En la desembocadura de un riachuelo, mujeres con el torso desnudo se lavan el pelo mientras los niños chapotean en las oscuras aguas. Un bosque de mástiles, grúas y chimeneas anuncia la proximidad del puerto: goletas árabes, juncos chinos, cargueros con pabellón americano, fragatas del ejército inglés, pesqueros… La primera visión que los pasajeros tienen de la ciudad es la del paseo marítimo, con sus palmeras, sus oscuros edificios y, entrando ya en puerto, la imponente silueta del hotel Taj Mahal, coronada por cinco cúpulas. La neblina recordaría a Inglaterra si no fuera por el aire pegajoso y por los cuervos que vuelan alrededor de los tejados y de las chimeneas del buque, y cuyos graznidos se mezclan con el ulular de la sirena. Vestida para la ocasión, Anita está muy guapa, aunque su belleza no reside en un detalle aislado. Viste una falda de algodón blanco, larga hasta el suelo, y una blusa de seda bordada que resalta la esbeltez de su talle. Con ojos brillantes de impaciencia, se seca nerviosamente las sienes y las mejillas con un pañuelo, mientras con la otra mano se protege del sol que despunta detrás de la ciudad. El Aurore está finalizando la maniobra de atraque. «¿Vendrá a recibirme?», se pregunta.
—Dime si le ves, ¡que tengo el corazón en vilo! —le ruega a Mme Dijon.
Abajo, en el dique, Mme Dijon observa a cientos de culis, porteadores con la piel brillante de sudor, vestidos con un paño alrededor de la cintura, que entran en las bodegas del barco como columnas de hormigas y salen cargados de paquetes, maletas y baúles. Oficiales ingleses, impecables en su uniforme caqui, supervisan el desembarco. Los pasajeros de primera son acompañados hasta el edificio de la aduana por agentes de la naviera; los de segunda y tercera van por su cuenta. Reina gran bullicio y animación. Cajas y baúles se amontonan en el muelle. Una grúa con una polea gigante, mástiles de carga y cables de los que unos estibadores tiran con enorme esfuerzo, permiten descargar el cargamento más preciado del barco: dos caballos de raza árabe, regalo del sultán de Adén a algún maharajá. Con los ojos desorbitados de terror, los purasangres patean al aire como si fuesen insectos gigantes. Una decena de elefantes transportan cajas, muebles, carros y piezas industriales que salen del vientre del buque. Huele a humedad, a humo, a hierro y a mar. Por encima del graznido de los cuervos se entremezclan los gritos, los saludos y los silbatos de los guardias. Los pasajeros que desembarcan, en su mayoría ingleses, son recibidos por sus familiares, bien vestidos y pulcros. A los más importantes, a los que tienen algún cargo oficial, se les da la bienvenida con guirnaldas de claveles de la India, de color naranja, que les colocan alrededor del cuello. En el edificio de la aduana y mientras Mme Dijon y Lola cuentan los cincuenta baúles que componen el equipaje de la española, Anita acierta a ver alguna que otra india ataviada con el sari. Pero no le ve a él. Al que la ha hecho venir, y que le ha prometido todo el amor del mundo.
—¿Es usted Mrs Delgado?
La voz que oye a sus espaldas la hace sobresaltarse. Se gira: «¡Es él!», piensa en el fulgor de un instante. El turbante rojo carmesí, la barba elegantemente enrollada, y el espléndido uniforme azul con cinturón azul y plata la han confundido. Enseguida se da cuenta del error y se pone seria, mientras el hombre le coloca una guirnalda de flores.
—¿Se acuerda de mí? Soy Inder Singh, enviado de Su Alteza el rajá de Kapurthala —dice, juntando las manos a la altura del pecho e inclinándose en señal de respeto.
¡Cómo no se va a acordar! Anita necesitaría varias vidas para conseguir olvidar a aquel hombre tan alto y de aspecto tan impresionante que un día llamó a la puerta del exiguo piso de la calle del Arco de Santa María, en Madrid, donde vivía con su familia. Era tan corpulento que no cabía por la puerta. Un auténtico sij, orgullo de su raza. No había habido manera de que se sentase durante la visita y abultaba tanto que ocupaba todo el espacio de la cocina-recibidor. Había venido expresamente desde París para entregarle a Anita, en persona, una carta de parte del rajá. Una carta de amor. La carta que había trastocado su vida.
—¡Capitán Singh! —exclama Anita, contenta como si reencontrase a un viejo amigo.
—Su Alteza no ha podido venir a recibirla y pide excusas por ello, pero todo está listo para que ustedes prosigan viaje hasta Kapurthala —le dice Inder Singh en un francés mezclado con inglés e hindi, lo que hace que el conjunto sea apenas comprensible.
—¿Está muy lejos de aquí?
Inder Singh niega con la cabeza, en un gesto muy típico de sus compatriotas, que despista a los extranjeros porque no siempre equivale a una negación.
—A unos dos mil kilómetros.
Anita se queda estupefacta. El indio prosigue:
—La India es muy grande, memsahib. Pero no se preocupe por nada. El tren hacia Jalandar saldrá pasado mañana a las seis. De Jalandar a Kapurthala serán sólo dos horas de coche. Tiene reservada una suite en el hotel Taj Mahal, aquí al lado…
El hotel es de estilo Victoriano, diseñado por un arquitecto francés que acabó suicidándose porque el resultado no le gustó. Pero es aun así grandioso.
Con verandas y pasillos enormes para que circule siempre el aire, una escalinata iluminada por la tenue luz de las vidrieras, techos góticos, maderas nobles en las paredes, cuatro flamantes «ascensores eléctricos», una orquesta permanente y tiendas repletas de sedas multicolores, el hotel es un mundo aparte dentro de la ciudad, el único lugar público abierto a los europeos e indios de todas las castas. Los demás hoteles de lujo son sólo para «blancos».
Lo primero que hace Anita al entrar en la Suite Imperial es abrir las ventanas para dejar que la brisa cálida del mar de Arabia traiga los olores y los ruidos del paseo marítimo. Allí abajo está el Aurore. El calor es de plomo.
Aunque lo que le apetece de verdad es echarse en la cama y llorar, no quiere dar un espectáculo ante sus acompañantes. Dirán que es una chiquilla, que cómo pretende que el rajá en persona se desplace dos mil kilómetros para recibirla, y claro, tienen razón, piensa, pero aun así se siente decepcionada. Entonces, lo mejor será salir a la calle, a descubrir su nuevo país.
«¡A ver si de paso se me quita este mareo que me hace tropezar como una borracha!». Lleva semanas soñando con ese momento: «Vamos, que quiero verlo y explorarlo todo…», le dice a Mme Dijon. Luego, se dirige a su doncella: «Lola, será mejor que te quedes aquí, no vaya a ser que te den arcadas por los olores, como en Alejandría».