MADRE TIERRA
—Pero ¿está completamente seguro? ¿Está seguro de que, aunque uno sea historiador profesional, puede distinguir siempre entre victoria y derrota?
Gustav Stein, que se había desahogado con esa burlona pregunta, formulada con una amplia sonrisa debajo de un mostacho gris del que acababa de apartar un vaso vacío, no era historiador.
Pero su compañero sí lo era, y aceptó la cariñosa embestida sonriendo a su vez.
Para la Tierra, el apartamento de Stein era realmente de lujo. Claro que le faltaba la vacía intimidad de los Mundos Exteriores, puesto que delante de su ventana se extendía hacia lo lejos un fenómeno que sólo se daba en el planeta donde él nació: una ciudad. Una gran ciudad, llena de gente cuyos hombros rozaban unos con otros, cuyos sudores se mezclaban…
El apartamento tampoco estaba equipado con su propia central de energía y su propio suministro de cosas necesarias. Carecía incluso del cupo más elemental de robots positrónicos. En resumen, le faltaba la dignidad de bastarse a sí mismo, y, como la mayoría de las cosas de la Tierra, era simplemente parte de una comunidad, una unidad pendiente de un grupo, una porción de una turba.
Pero Stein era terrícola de nacimiento y estaba acostumbrado a ello. Además, al fin y al cabo, según los niveles de la Tierra, el apartamento seguía siendo de lujo.
Pero mirando al exterior por las mismas ventanas ante las cuales se extendía la ciudad, uno podía ver las estrellas y, entre ellas, los Mundos Exteriores, en los que no había ciudades, sino únicamente jardines; donde los céspedes eran fajas de esmeralda, donde todos los seres humanos eran reyes y adonde esperaban, muy en serio y muy en vano, ir todos los terrícolas buenos algún día.
Exceptuando a unos cuantos que estaban mejor enterados: como Gustav Stein.
Las tardes de los viernes con Edward Field pertenecían a esa clase de ritual que se entroniza con la edad y la vida sosegada. Un ritual que les partía la semana agradablemente a un par de solterones maduros y les proporcionaba un motivo inocuo para entretenerse con el jerez y las estrellas. Un ritual que los apartaba de lo desagradable de la vida y, sobre todo, les permitía hablar.
Especialmente Field, como conferenciante, erudito y hombre de pocos medios, citaba capítulos y versos de su todavía incompleta Historia del Imperio Terrestre.
—Espero el último acto —explicaba—. Entonces la titularé Ocaso y caída del Imperio, y la publicaré.
—Siendo así, debes de confiar que el último acto llegará pronto.
—En cierto sentido, ha llegado ya. Lo que ocurre, sencillamente, es que vale más esperar a que todos reconozcan ese hecho. Mire, so escéptico, cuando un Imperio, o un Sistema Económico o una Institución Social caen, se producen tres momentos, tres tiempos.
Field hizo una pausa para lograr el pleno efecto y aguardó pacientemente a que Stein dijera:
—¿Cuáles son esos tres tiempos?
—Primero —Field enderezó el índice derecho— viene el tiempo en que aparece un pequeño nudo que señala el camino inexorable hacia el final. No se ve ni se reconoce hasta que el final ha llegado ya, y entonces el nudo originario se hace visible para la mirada retrospectiva.
—¿Y puede decirme cuál es ese pequeño nudo?
—Creo que sí, pues cuento ya con la ventaja de siglo y medio de visión retrospectiva. Vino cuando la colonia del sector Sirio, Aurora, obtuvo por primera vez el permiso del Gobierno Central de la Tierra para introducir robots positrónicos en su vida comunal. Evidentemente, volviendo la vista hacia aquel momento, quedaba despejado el camino hacia una sociedad completamente mecanizada, fundada en el trabajo de los robots y no en el de los hombres. Y es esta mecanización la que ha constituido y seguirá constituyendo el factor decisivo en la lucha entre los Mundos Exteriores y la Tierra.
—¿De veras? —murmuró el fisiólogo—. Cuán infernalmente listos son ustedes los historiadores. ¿Cuál y cuándo fue la segunda vez que el Imperio cayó?
—El segundo momento en el tiempo —Field dobló suavemente el dedo medio— llega cuando ante los ojos del experto se levanta una señal tan grande y clara que se puede distinguir sin ayuda de la perspectiva. Y este momento ha pasado también al establecer los Mundos Exteriores, por primera vez, un cupo de inmigración contra la Tierra. El hecho de que la Tierra fuese incapaz de impedir una acción tan claramente perjudicial para ella fue un grito que todos pudieron oír, y eso tuvo lugar hace cincuenta años.
—Mejor. ¿Y el tercer momento?
—¿El tercer momento? —ahora le tocó el turno al dedo anular—. Ése es el menos importante. Es cuando el mensaje se convierte en una pared con un enorme «FIN» garabateado en ella. Entonces lo único que se requiere para conocer que ha llegado el final no es perspectiva ni entrenamiento, sino simplemente la facultad de escuchar una videograbacíón.
—Supongo que el tercer momento en el tiempo no ha llegado todavía.
—No, evidentemente; si hubiera llegado no tendría que preguntarlo. Sin embargo, puede llegar pronto; por ejemplo, si estalla una guerra.
—¿Cree que estallará?
Field no quiso comprometerse.
—Los tiempos están inseguros y se extiende por la Tierra una oleada de sentimentalismo fútil por el problema de la inmigración. Si estallara una guerra, la Tierra sería derrotada rápida y definitivamente, y se erigiría el muro.
—¿Está seguro? ¿Está completamente seguro de que uno, aunque sea historiador profesional, sabe distinguir siempre entre victoria y derrota?
Field sonrió. Y dijo:
—Es posible que usted sepa algo que yo no sé. Por ejemplo, ahora se habla de una cosa llamada el «Proyecto Pacífico».
—No lo había oído mentar nunca —Stein volvió a llenar los dos vasos—. Hablemos de otras cuestiones.
Levantó el vaso hacia la ancha ventana, de modo que las estrellas lejanas se reflejaran con un fulgor rosado movedizo en el transparente líquido, y brindó:
—Para que terminen felizmente todos los contratiempos de la Tierra.
Field levantó el suyo.
—Por el Proyecto Pacífico.
Stein bebió un sorbito y dijo:
—Estamos brindando por dos cosas distintas.
—¿De veras?
Es muy difícil describir ninguno de los Mundos Exteriores a un indígena de la Tierra, pues lo que se precisa no es tanto la descripción de un mundo sino la de un estado mental. Los Mundos Exteriores —unos cincuenta, que empezaron por ser colonias, pasaron luego a dominios y más tarde a naciones— difieren muchísimo unos de otros en un sentido físico. Pero el estado de espíritu es el mismo en todos ellos.
Es un fenómeno que nace de un mundo en principio no apto para el género humano, y sin embargo poblado por la flor y nata de los difíciles, los diferentes, los osados, los extraviados.
Para expresarlo con una sola palabra, es el universo de la «individualidad».
Tenemos, por ejemplo, el mundo de Aurora, a tres parsecs de la Tierra. Fue el primer planeta colonizado fuera del Sistema Solar y representó el alba de los viajes interestelares. De ahí su nombre.
En un principio, acaso, tenía aire y agua; pero según los raseros terrestres era rocoso y estéril. La vida vegetal que existía allí, alimentada por un pigmento verde amarillento sin ninguna relación con la clorofila y sin la eficacia de ésta, daba a las regiones relativamente fértiles un aspecto bilioso, decididamente desagradable para los ojos no habituados. No existía vida animal alguna que superara la fase unicelular y la correspondiente a las bacterias. Nada peligroso, naturalmente, puesto que los dos sistemas biológicos, el de la Tierra y el de Aurora, no guardaban ninguna relación química entre sí.
Muy lentamente, Aurora se convirtió en una especie de mosaico con parcelitas pequeñas intercaladas. Primero vinieron los cereales y los árboles frutales; luego, arbustos, flores y hierbas. Siguieron los rebaños de ganado. Y, como si conviniera evitar una copia demasiado fiel del planeta metrópoli, vinieron también robots positrónicos a construir edificios, cultivar campos, establecer las unidades de energía. En resumen, a realizar el trabajo y a convertir el planeta en verde y humano.
Teníamos ahí el lujo de un mundo nuevo y con unos recursos minerales ilimitados. Había un exceso incalculable de energía atómica distribuida en nueve fundaciones y a disposición tan sólo de miles, o, como máximo, millones de seres a quienes servir, y no a miles de millones. Se produjo el vasto florecimiento de la ciencia física en mundos donde había espacio para cultivarla.
Tomemos como ejemplo el hogar de Franklin Maynard, quien vivía, acompañado de su esposa, sus tres hijos y veintisiete robots, en una finca que distaba más de sesenta y cinco kilómetros de su vecino más cercano. Sin embargo, por onda-comunitaria, podía, si así lo deseaba, compartir la sala de estar de cualquiera de los setenta y cinco millones de habitantes de Aurora… con cada uno en particular, y con todos simultáneamente.
Maynard conocía centímetro a centímetro su valle. Sabía dónde terminaba, bruscamente, dejando el puesto a los despeñaderos inhóspitos, a cuyas indeseables pendientes se aferraban agoreramente las angulosas y afiladas hojas de la aliaga indígena… como por odio a la materia, más suave, que le había usurpado el puesto bajo el sol.
Maynard no tenía que salir de aquel valle. Era diputado de la Reunión y miembro del Comité de Agentes Extranjeros, pero podía resolver todos los asuntos, salvo los más esenciales, por onda-comunitaria, sin tener que sacrificar siquiera aquella preciosa intimidad que gozaba de una forma que ningún terrícola podía comprender.
Hasta el asunto actual se podía llevar a cabo por onda-comunitaria. Por ejemplo, el hombre que estaba sentado con él allí en la sala de estar era Charles Hijkman, el cual se hallaba en realidad en su propia sala de estar de una isla en medio de un lago artificial poblado por cincuenta variedades de peces y que se encontraba a más de cuarenta kilómetros de allí.
El enlace era una ilusión, por supuesto. Si Maynard hubiera querido estirar un brazo, habría podido palpar la invisible pared.
Hasta los robots estaban habituados a la paradoja, y cuando Hijkman levantó la mano para coger un cigarrillo, el robot de Maynard no hizo ningún movimiento por satisfacer el deseo, aunque hubo de transcurrir medio minuto antes de que pudiera satisfacerlo el del propio Hijkman.
Los dos hombres conversaban como mundo-exteriorícolas que eran; es decir, secamente y con sílabas demasiado cortadas para tener un acento amable, aunque, en verdad, tampoco lo tenían hostil. Simplemente, les faltaba algo indefinible, esa crema —aunque agria y escasa a veces— de la sociabilidad humana que tanto se inculca a los habitantes de los hormigueros de la Tierra.
Maynard decía:
—Hace tiempo que necesito una comunión particular, Hijkman. Mis deberes en la Reunión de este año…
—Perfecto. Queda entendido. Puede empezar ahora, por supuesto. En realidad me interesa más aún porque me han hablado de la superior calidad de sus terrenos y paisajes. ¿Es cierto que alimentan el ganado con hierba importada?
—Me temo que aquí hay una pequeña exageración. En realidad algunas de mis mejores lecheras se alimentan de importaciones de la Tierra en la época del parto; pero alimentarlas así continuamente sería prohibitivamente caro, me temo. Sin embargo, producen una leche de calidad extraordinaria. ¿Puedo tomarme la libertad de enviarle la producción de un día?
—Sería extremadamente amable —Hijkman inclinó la cabeza con aire grave—. Habrá de aceptar unos salmones míos a cambio.
Para un ojo terrestre, los dos hombres podrían haber parecido muy semejantes. Ambos eran altos, aunque no fuera de lo común para Aurora, donde la talla normal de un hombre adulto es de metro ochenta y cinco a metro ochenta y siete. Ambos eran rubios y de músculos fuertes, con unos rasgos fisonómicos agudos, pronunciados. Aunque ninguno de los dos estaba por debajo de los cuarenta, todavía llevaban sus respectivos años con toda gallardía.
Hasta aquí, el preámbulo. Entonces, sin cambiar de tono, Maynard enfocó el objetivo auténtico de su llamada.
—El Comité, ya sabe usted —dijo—, en la actualidad se ocupa preferentemente de Moreanu y sus conservadores. Nosotros, los independientes, quisiéramos tratarlos con mano firme. Pero antes de emprender semejante camino con la calma y la seguridad necesarias, me gustaría formularle unas preguntas.
—¿Y por qué a mí?
—Porque usted es el físico más importante de Aurora.
La modestia es una actitud antinatural, una actitud que sólo con grandes dificultades se inculca a los niños. En una sociedad individualista representa una virtud inútil; por consiguiente, Hijkman estaba libre de semejante lastre. Se limitó pues a inclinar la cabeza con objetivo asentimiento a las últimas palabras de Maynard.
—Y —continuó éste— porque es uno de los nuestros. Usted es independiente.
—Estoy afiliado al partido. Pago las cuotas, pero no despliego gran actividad.
—De todos modos, es hombre de confianza. Bueno, pues, dígame, ¿ha oído hablar del Proyecto Pacífico?
—¿El Proyecto Pacífico? —había en sus palabras una delicada interrogación.
—Se trata de algo que está ocurriendo en la Tierra. Pacífico es el nombre de un océano de la Tierra; pero, muy probablemente, el nombre en sí no signifique nada.
—No tenía la menor noticia.
—No me extraña. Pocos la tienen, ni siquiera en la misma Tierra. Ah, por cierto, nuestra comunión, ésta de ahora, se realiza vía rayo-cerrado y no debe divulgarse nada.
—Comprendo.
—Sea lo que fuere el Proyecto Pacífico (y nuestros agentes se muestran extremadamente vagos), cabe suponer que representa una amenaza. Mucha de esa gente que en la Tierra pasan por científicos parece relacionada con él. Y también muchos políticos de los más radicales y alocados de aquel planeta.
—Humm. Tiempo atrás hubo una cosa a la que llamaron Proyecto Manhattan.
—Sí —alentó Maynard—. ¿Qué sabe de aquello?
—Bah, es una cosa antigua. Se me ha ocurrido por la analogía de las denominaciones. El Proyecto Manhattan data de antes de los viajes extraterrestres Hubo una guerrita de nada en la Edad Oscura, y ése es el nombre que dieron a un grupo de científicos que desarrollaron la energía atómica.
—¡Ah! —la mano de Maynard se cerró en un puño—. ¿Y qué piensa entonces que puede salir del Proyecto Pacífico?
Hijkman reflexionó. Luego, en voz baja, preguntó:
—¿Cree que los de la Tierra planean una guerra?
En el semblante de Maynard apareció una repentina expresión de disgusto.
—Seis mil millones de personas. O mejor, seis mil millones de semimonos acumulados en un solo sistema, a punto de estallar, enfrentándose con unos millones, en total, de los nuestros. ¿No le parece una situación peligrosa?
—¡Bah, números!
—De acuerdo. ¿Estamos a salvo, a pesar de los números? Dígamelo. Yo soy gobernador, nada más; en cambio usted es físico. ¿Tiene la Tierra una posibilidad, sea como fuere, de ganar una guerra?
Hijkman permaneció solemnemente sentado en su silla y reflexionó con calma. Luego dijo:
—Razonemos. Hay tres grandes clases de métodos mediante los cuales un individuo o un grupo pueden lograr sus fines contra una oposición. Por orden de menor a mayor sutileza, a estas tres clases las podríamos denominar física, biológica y psicológica.
»Bien, la física podemos eliminarla sin reparo. La Tierra no tiene una base industrial. No posee la técnica necesaria. Cuenta con recursos muy limitados. En la actualidad ni siquiera tiene un científico físico de gran talla. De modo que es absolutamente imposible que los terrícolas puedan idear ningún recurso físico-químico que no conozcamos ya los de los Mundos Exteriores. Siempre, por supuesto, que las condiciones del problema impliquen un enfrentamiento de la Tierra, ella sola, contra uno de los Mundos Exteriores, o contra todos. Doy por descontado que ninguno de los Mundos Exteriores se aliaría con la Tierra para atacarnos a nosotros.
—Por supuesto que no. Ni pensar en tal cosa. Bórresela de la mente.
—Entonces, no se puede concebir el empleo, por sorpresa, de armas físicas corrientes. Sería inútil seguir discutiendo este punto.
—Siendo así, ¿qué opina de su segunda clase: la biológica?
Hijkman enarcó las cejas poco a poco.
—Vea, aquí no pisamos un terreno tan firme. Me dicen que en la Tierra hay algunos biólogos muy competentes. Claro, como yo soy físico y no biólogo, no estoy en condiciones de juzgar por mí mismo. De todos modos, creo que en ciertos campos limitados son bastante expertos. En ciencia agrícola, por supuesto, para poner un ejemplo patente. Y en bacteriología. Humm…
—Sí, ¿qué sucedería en una guerra bacteriológica?
—¡Es una idea! Aunque no, no, perfectamente inconcebible. Un mundo rebosante y reducido como la Tierra no puede permitirse el lujo de luchar con gérmenes contra un amplio enrejado de cincuenta mundos dispersos. Los terrícolas estarían muchísimo más expuestos a epidemias, es decir, a una réplica de la misma clase. En realidad, yo diría que, dadas las condiciones de vida que disfrutamos aquí en Aurora, y en los otros Mundos Exteriores, no se desarrollaría de verdad ninguna enfermedad contagiosa. No, Maynard. Puede consultar a un bacteriólogo; pero creo que le dirá lo mismo.
—¿Y la tercera clase? —inquirió Maynard.
—¿La psicológica? Mire, ésa es impredecible. Sin embargo, los Mundos Exteriores son comunidades inteligentes y cuerdas, no manejables por la propaganda ordinaria, ni por ningún emocionalismo insano. Veamos, me preguntaba…
—¿Qué?
—¿Y si el Proyecto Pacífico no fuese sino eso, precisamente? Quiero decir, un enorme montaje para mantenernos en un estado de ansiedad. Un proyecto ultra-secreto, pero del que se filtra algo de la manera más conveniente y en el momento oportuno, a fin de que los Mundos Exteriores cedan algo ante la Tierra, simplemente como medida de precaución…
Hubo un silencio prolongado.
—¡Imposible! —estalló, colérico, Maynard.
—Usted reacciona como se pretendía. Usted titubea. Pero no insisto demasiado en la interpretación. Es sólo una idea.
Hubo un silencio más prolongado aún, y luego Hijkman volvió a tomar la palabra:
—¿Quiere preguntarme algo más?
Maynard salió, con un sobresalto, de una especie de divagación.
—No… no…
La onda cesó, y apareció una pared donde un momento antes se veía el espacio libre.
Despacio, con terca incredulidad, Franklin Maynard movía la cabeza.
Ernest Keilin subía las escaleras, encariñado con todos los siglos pasados. Era un edificio antiguo, preñado de historia. En otro tiempo albergó el Parlamento del Hombre, y de él salieron palabras que retumbaron por las estrellas.
Era un edificio alto. Se remontaba, se extendía, se erguía. Se elevaba hacia las estrellas; hacia unas estrellas que ahora se habían alejado.
Ya no albergaba el Parlamento de la Tierra, que había sido trasladado a un edificio más moderno, neoclásico, un edificio que imitaba muy imperfectamente los estilismos arquitectónicos de la antigua Era Preatómica.
No obstante, el viejo edificio conservaba su pomposo nombre. Oficialmente, seguía siendo la Casa Estelar, aunque en la actualidad sólo daba cobijo a los funcionarios de una burocracia reducida.
Keilin bajó en el duodécimo piso y el ascensor descendió, rápidamente, a su espalda. El luminoso rótulo pregonaba suave, calladamente: «Oficina de Información». Keilin entregó una carta a la recepcionista. Aguardó. Al cabo de un rato cruzaba la puerta que decía: «L. Z. Cellioni — Secretario de Información».
Cellioni era bajo y moreno. Tenía el cabello abundante y negro; llevaba un delgado bigotito negro. Cuando sonreía, mostraba unos dientes de una blancura asombrosa, y muy regulares… por lo que solía hacerlo a menudo.
Estaba sonriendo en este instante, mientras se levantaba y alargaba la mano. Keilin la estrechó; aceptó una silla y después un cigarro.
—Estoy muy contento de verle, señor Keilin —dijo Cellioni—. Ha sido muy amable cogiendo el avión en Nueva York para venir aquí al poco rato de haberle avisado.
Keilin torció las comisuras de los labios y dibujó un leve gesto con una mano, como quitándole importancia a todo aquello.
—Y ahora —continuó Cellioni— creo que le gustaría que le explicara el motivo de la llamada.
—No rechazaría una explicación, en modo alguno —contestó Keilin.
—Por desgracia, es difícil saber exactamente cómo hacerlo. Como secretario de Información me encuentro en una situación difícil. Debo salvaguardar la seguridad y el bienestar de la Tierra y, al mismo tiempo, acatar nuestra tradicional libertad de prensa. Natural y afortunadamente, no tenemos censura; pero también es natural que en ciertas ocasiones uno desee que la hubiera.
—¿Se refiere esto a mí? —preguntó Keilin—. Lo de la censura, quiero decir.
Cellioni no contestó directamente. Lo que hizo fue volver a sonreír, con una sonrisa lenta y desprovista de jovialidad.
—Usted, señor Keilin, dispone de uno de los programas de video preferidos del público y más influyentes. Por ello el gobierno siente un interés especial por usted.
—El tiempo es mío —replicó Keilin tozudamente—. Lo pago. Pago impuestos por los beneficios que me reporta. Me atengo a todas las disposiciones vigentes sobre temas prohibidos. De modo que no veo qué interés puede sentir el gobierno por mí.
—Oh, me ha interpretado mal. Ha sido culpa mía, supongo, por no expresarme con bastante claridad. Usted no ha cometido ningún delito ni faltado a ninguna ley. Sus dotes de periodista merecen toda mi admiración. A lo que me refiero es a su actitud de comentarista en ciertas ocasiones.
—¿Con respecto a qué?
—Con respecto —respondió Cellioni, con repentina aspereza en los delgados labios— a nuestra política acerca de los Mundos Exteriores.
—Mi actitud de comentarista representa lo que siento y creo, señor secretario.
—Lo admito. Tiene derecho a sentir y creer por su cuenta. Sin embargo, es poco juicioso propagar ciertos sentimientos y creencias casi todas las noches a un público de cincuenta millones de personas.
—Poco juicioso, según usted, quizá. Pero legal, según todo el mundo.
—A veces es necesario anteponer el bien del país a una interpretación estricta y egoísta de la legalidad.
Keilin golpeó el suelo dos veces y frunció el ceño con aire sombrío.
—Oiga —dijo—, hable claro. ¿Qué quiere?
El secretario de Información extendió las manos hacia delante.
—En una palabra… ¡cooperación! De veras, señor Keilin, no podemos permitir que debilite la voluntad del pueblo. ¿Se da cuenta de la situación de la Tierra? ¡Seis mil millones de habitantes y una reserva de víveres en descenso! ¡Es insoportable! La única solución consiste en emigrar. Ningún terrícola patriota puede dejar de ver la justicia de nuestra posición. Ningún ser humano razonable, de cualquier parte que sea, puede dejar de ver cuán justa es.
—Estoy de acuerdo con la premisa que sienta usted de que el problema de la población es grave —replicó Keilin—, pero la emigración no es la única manera de solucionarlo. En realidad, la emigración es el método más seguro de precipitar el desastre.
—¿De veras? ¿Por qué lo dice?
—Porque los Mundos Exteriores no aceptarán emigrantes, y ustedes sólo pueden obligarlos mediante la guerra. Pero nosotros no podemos ganar una guerra.
—Dígame —adujo Cellioni mansamente—, ¿ha tratado alguna vez de emigrar? Creo que reúne las condiciones precisas. Es bastante alto, color del cabello más bien claro, inteligente…
Keilin se sonrojó. Y objetó secamente:
—Padezco fiebre del heno.
—Bien —dijo el secretario sonriendo—, entonces ha de tener buenos motivos para estar en desacuerdo con su política genética y racista.
Keilin replicó acaloradamente:
—No me dejaré influir por motivos personales. Censuraría la política de aquellas gentes si poseyera las cualidades óptimas para emigrar. Pero mi censura no cambiaría nada. La política se la dictan ellos y pueden imponerla. Además, es una política que admite ciertas justificaciones, aunque sea equivocada. El género humano se dirige de nuevo hacia los Mundos Exteriores, y a ellos (los que llegaron allá primero) les gustaría eliminar ciertos defectos del mecanismo humano que el tiempo ha puesto de manifiesto. Un paciente de fiebre del heno es un caso feo, genéticamente hablando. Un predispuesto al cáncer lo es más todavía. Sus prejuicios contra el color de la piel y del cabello son insensatos, por supuesto, pero puedo afirmar que les interesa la uniformidad, la homogeneidad. En cuanto a la Tierra, podemos hacer mucho incluso sin la ayuda de los Mundos Exteriores.
—¿Qué, por ejemplo?
—Habría que introducir robots positrónicos y cultivo hidropónico, y (sobre todo) hay que implantar el control de la natalidad. Un control de nacimientos inteligente, fundado en principios psiquiátricos firmes ideado para eliminar las tendencias psicóticas, las enfermedades congénitas…
—Como se hace en los Mundos Exteriores…
—De ningún modo. Yo no he mencionado principios racistas. Hablo solamente de enfermedades mentales y físicas comunes a todos los grupos étnicos y raciales. Y, sobre todo, el número de nacimientos se ha de mantener por debajo del de defunciones hasta que se haya alcanzado cierto equilibrio.
Cellioni dijo con aire sombrío:
—Nos faltan las técnicas industriales y los recursos necesarios para introducir una tecnología robot-hidropónica en algo menos de cinco siglos. Además, las tradiciones de la Tierra, así como los códigos éticos en vigor prohíben el trabajo de los robots y los alimentos artificiales. Pero más que nada, prohíben que se mate a niños no nacidos. Ea, vamos, Keilin, no podemos permitir que siga propagando estas teorías por la televisión. No logra su propósito; distrae la atención; debilita las voluntades.
Keilin le interrumpió irritado:
—Señor secretario, ¿quiere una guerra?
—¿Si yo quiero una guerra? ¡Vaya pregunta descarada!
—Entonces, ¿cuáles son los directores de la política del gobierno que sí la quieren? Por ejemplo, ¿quién es el responsable del rumor intencionado del Proyecto Pacífico?
—¿El Proyecto Pacífico? ¿Dónde le han hablado de tal cosa?
—Me reservo mis fuentes de información.
—Entonces, se lo diré yo. Le habló de este Proyecto Pacífico Moreanu, de Aurora, en su reciente viaje a la Tierra. Sabemos más de lo que se figura sobre usted, señor Keilin.
—Lo creo, pero no reconozco haber recibido ninguna información de Moreanu. ¿Por qué se imagina que podía conseguir informaciones de tal fuente? ¿Será porque permitieron deliberadamente que alguien le contara a él esa patraña?
—¿Una patraña?
—Sí. Creo que el Proyecto Pacífico es un engaño. Una trampa destinada a inspirar confianza. Creo que el gobierno se propone dejar filtrar el pretendido secreto a fin de reforzar su política bélica. Es un truco que forma parte de una guerra de nervios sobre los terrícolas, y que acabará por acarrear la ruina de la misma Tierra. Y comunicaré esta teoría mía a la gente.
—No se la comunicará, señor Keilin —dijo Cellioni en tono sosegado.
—Sí se la comunicaré.
—Señor Keilin, su amigo Ion Moreanu está pasando apuros en Aurora, quizá por un exceso de amistad con usted. Cuide de no pasarlos usted iguales por exceso de amistad con él.
—No me preocupa —el periodista soltó una carcajada breve, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta… Y sonrió gentilmente cuando la halló bloqueada por dos hombrones—. ¿Quiere decir que estoy bajo arresto desde este mismo momento?
—Exacto —respondió Cellioni.
—¿De qué se me acusa?
—Bueno, más tarde lo pensaremos.
Keilin salió… escoltado.
En Aurora los acontecimientos eran como imágenes en un espejo —aunque muy aumentadas— de lo narrado anteriormente.
El Comité de Agentes Extranjeros de la Reunión llevaba varios días en asamblea… Lo estaba desde el día en que Ion Moreanu y su Partido Conservador llevaron a cabo el gran reto por conseguir un voto de retirada de la confianza. El hecho de haber fracasado se debía en parte a la mejor dirección general de los independientes, y en parte, también, a la actividad de este mismo Comité de Agentes Exteriores.
Las pruebas se acumulaban desde hacía varios meses, y cuando el voto de confianza resultó favorable, por un margen notable, a los independientes, el Comité pudo arremeter según sus propios medios.
Moreanu fue citado en su propia casa y colocado bajo arresto domiciliario. Aunque este procedimiento no era legal, dadas las circunstancias —hecho que Moreanu señaló con gran vehemencia— se llevó a cabo con todo éxito y sin novedad alguna.
A Moreanu le interrogaron durante tres días seguidos, con acentos corteses y tonos ecuánimes que apenas se desviaban de una tranquila curiosidad. Los siete inquisidores del Comité se turnaban para el interrogatorio, y a Moreanu sólo se le concedían intervalos de diez minutos de descanso durante las horas que el Comité permanecía reunido.
Al cabo de tres días manifestó los efectos. Estaba ronco de tanto pedir un careo con sus acusadores, cansado de insistir en que se le notificase la naturaleza exacta de las acusaciones, y con las cuerdas vocales destrozadas de tanto gritar que el procedimiento era ilegal.
El Comité acabó por leerle unas declaraciones…
—¿Es esto cierto o no? ¿Es esto cierto o no?
Moreanu no podía hacer más que mover la cabeza con fatiga mientras le envolvían en la tela de araña.
Negó la competencia de las pruebas, y le informaron llanamente de que aquel interrogatorio lo realizaba un Comité Investigador y no era un juicio…
El presidente dio, por fin, unos mazazos. Era un hombre recio, de voluntad de hierro. Habló durante una hora, resumiendo los resultados de la investigación; aunque sólo citaremos una breve parte de lo que dijo:
—Si usted simplemente hubiera conspirado con otros en Aurora —empezó—, podríamos comprenderle y hasta perdonarle. Sería una falta que compartiría con muchos hombres ambiciosos de la historia. Pero no se trata de eso, en modo alguno. Lo que nos horroriza y nos despoja de compasión es su afán por asociarse con los restos infrahumanos, ignorantes y plagados de enfermedades de la Tierra.
»Usted, el acusado, se encuentra aquí bajo una pesada acumulación de pruebas que demuestran que ha conspirado con los peores elementos de la mestiza población de la Tierra…
Al presidente le interrumpió un angustiado grito de Moreanu:
—Pero ¡el motivo! ¿Qué motivo pueden atribuirme para…?
Al acusado lo derribaron, de un empujón, sobre la silla. El presidente hizo una mueca despectiva y se desvió de la lenta gravedad del discurso que tenía preparado, para improvisar un poco.
—No le corresponde a este Comité —objetó— averiguar los motivos que le impulsaran. Hemos puesto sobre el tapete los hechos concretos. El Comité tiene realmente pruebas… —hizo una pausa para mirar a la fila de miembros, a su derecha y a su izquierda, y luego continuó—: Creo poder decir que el Comité tiene pruebas que indican la intención de usted de utilizar potencial humano terrícola para dar un golpe que le erigiese en dictador de Aurora. Pero como no se ha hecho uso de tales pruebas, no me adentraré por este campo, excepto para decir que un acto así no sería incompatible con su carácter, tal como se ha manifestado en el curso de los interrogatorios.
El presidente volvió al discurso preparado:
—Los que estamos aquí presentes hemos oído algo, creo, de un plan denominado «Proyecto Pacífico», que, según se rumorea, representa un intento que quiere llevar a cabo la Tierra para recuperar los dominios que perdió.
»No sería necesario hacer resaltar aquí que tal intento ha de estar condenado al fracaso. Y sin embargo, no es inconcebible que sufriéramos una derrota. Una sola cosa puede hacernos tambalear, y es una debilidad interna insospechada. La genética es todavía, después de todo, una ciencia imperfecta. Incluso con veinte generaciones detrás de nosotros, pueden surgir en puntos dispersos rasgos indeseables, cada uno de los cuales representa una mella en el escudo de acero de la fuerza de Aurora.
»Ése es el Proyecto Pacífico: el empleo de nuestros propios criminales y traidores contra nosotros; y si pueden encontrarlos en nuestros concejos internos, hasta es posible que los terrícolas triunfen.
»El Comité de Agentes Extranjeros existe para combatir esa amenaza. En el acusado tocamos los bordes de la telaraña. Debemos continuar…
Por lo menos, el discurso sí continuó.
Cuando hubo terminado, Moreanu, pálido, con ojos que le salían de las órbitas, dio un puñetazo:
—¡Pido la palabra!
—El acusado puede hablar —dijo el presidente.
Moreanu se puso en pie y paseó la mirada por la sala largos segundos. La sala, adecuada para un público de setenta y cinco millones, por onda comunitaria, aparecía desierta. Sólo estaban los inquisidores, el equipo legal, los secretarios oficiales… Y con él, en carne y hueso, sus guardianes.
Le habría salido mejor con un público. Si no, ¿a quién podía apelar? Su mirada se apartaba con desaliento de cada una de las caras en que se iba posando; pero no encontraba nada mejor.
—En primer lugar —dijo—, niego la legalidad de esta reunión. Me han rehusado mis derechos constitucionales de personalidad e intimidad. He sido juzgado por un grupo sin la categoría de tribunal, compuesto por individuos convencidos por adelantado de que soy culpable. Se me ha negado la adecuada oportunidad de defenderme. En realidad, se me ha tratado desde el principio como a un criminal declarado ya culpable y que sólo espera la sentencia.
»Niego en absoluto y sin la menor reserva haber participado en ninguna actividad perjudicial para el Estado o tendente a subvertir ninguna de sus instituciones fundamentales.
»Acuso vigorosamente y sin reserva a este Comité de utilizar de modo deliberado su poder para ganar batallas políticas. No soy culpable de traición, sino de desacuerdo. Estoy en desacuerdo con una política dedicada a la destrucción de la mayor parte de la raza humana por motivos triviales e inhumanos.
»En lugar de destrucción, debemos asistencia a esos hombres condenados a una vida dura y desdichada solamente porque fueron nuestros antepasados y no los suyos los primeros en llegar a los Mundos Exteriores. Con nuestra tecnología y nuestros recursos, pueden crear y desarrollar de nuevo…
La voz del presidente se levantó por encima del vehemente discurso de Moreanu:
—Se está saliendo del tema. El Comité está muy dispuesto a escuchar todos los alegatos que formule usted en su propia defensa; pero un sermón sobre los derechos de los terrícolas queda fuera del campo legítimo de la discusión.
La audiencia se dio por formalmente terminada. Fue una gran victoria política para los independientes. De los miembros del Comité, sólo Franklin Maynard no quedaba satisfecho del todo. Le seguía atormentando una pequeña duda, insistente.
Se preguntaba…
¿Debía probar una última vez? ¿Debía hablar una vez, una sola vez más, con aquel monito raro que era el embajador de la Tierra? Tomó una rápida decisión y la puso en práctica al instante. Sólo una pausa para procurarse un testigo; pues incluso tratándose de él, de Maynard, una comunión privada con un terrícola podía resultar peligrosa.
Luiz Moreno, embajador de la Tierra en Aurora, tenía, si no vamos a puntualizar demasiado sobre el caso, una desdichada figura de hombre. Lo cual no se debía, precisamente, a la casualidad. En conjunto, los diplomáticos de la Tierra en el extranjero solían ser o negros, o bajos, o mustios, o débiles… o las cuatro cosas a la vez.
Era una manera de protegerse, porque los Mundos Exteriores ejercían una fuerte atracción sobre todos los terrícolas. Los diplomáticos acostumbrados a la fascinación de Aurora, por ejemplo, no podían por menos que sentir una fortísima renuencia a volver a la Tierra. Peor y más peligroso resultaba todavía el hecho de que la estancia en aquellos otros mundos significaba contraer una simpatía creciente por aquellos semidioses de las estrellas y un extrañamiento cada vez mayor con respecto a los terrícolas, que parecían todos habitantes de barrios bajos.
A menos, por supuesto, que el embajador se sintiera rechazado. A menos que se sintiera un tanto despreciado. En este caso no se podía soñar en otro servidor más fiel de la Tierra, en nadie menos asequible al soborno.
El embajador de la Tierra sólo medía un metro y medio, poquísimo más; era calvo y tenía la frente inclinada hacia atrás, un rosáceo simulacro de barba y los ojos enrojecidos. Sufría un leve resfriado cuyos ocasionales productos se limpiaba con un pañuelo. Y sin embargo, a pesar de todo lo dicho, era un intelectual.
Para Franklin Maynard, ver y escuchar al terrícola era un verdadero sufrimiento. Sentía náuseas cada vez que le oía toser, y se estremecía de asco cada vez que le veía limpiarse la nariz. No obstante, le dijo:
—Su Excelencia, nos hemos puesto en comunicación a petición mía porque deseo informarle de que la Reunión ha decidido pedir al gobierno de usted que le retire del cargo que ahora ocupa.
—Ha sido usted muy amable, consejero. Ya sospechaba algo. ¿Y por qué motivo?
—El motivo no entra en los límites de nuestra conversación. Creo que un Estado soberano tiene derecho a decidir por sí mismo si un diplomático extranjero es persona grata o no. Además, no creo que necesite que le ilustren sobre este punto.
—Muy bien, pues —el embajador hizo una pausa para manejar el pañuelo y murmurar unas palabras de excusa—. ¿Eso es todo?
—Todo, no —respondió Maynard—. Hay una cosa que me gustaría mencionar. ¡Quédese!
Las enrojecidas ventanillas de la nariz del embajador se dilataron y encendieron un poco más, pero su dueño sonrió y dijo:
—Es un honor.
—El mundo de ustedes, Excelencia —dijo Maynard con aire severo—, despliega en estos últimos tiempos cierta beligerancia que nosotros, los de Aurora, encontramos muy molesta e innecesaria. Confío que usted verá en el regreso a la Tierra una excelente oportunidad para utilizar su influencia contra nuevas manifestaciones como la ocurrida recientemente en Nueva York, donde dos arturianos fueron atropellados por una turba. La próxima vez acaso no nos demos por satisfechos con el pago de una indemnización.
—Aquello fue un desbordamiento emocional, consejero Maynard. Espero que no considerará que unos cuantos muchachos gritando por las calles sean una auténtica manifestación de beligerancia.
—Tal actitud viene respaldada por los actos de su gobierno en muchos sentidos. El reciente arresto de Ernest Keilin, por ejemplo.
—Que es un asunto puramente interno —replicó sosegadamente el embajador.
—Pero que no demuestra un espíritu razonable con respecto a los Mundos Exteriores. Keilin era uno de los pocos terrícolas que hasta hace poco podía hacer oír la voz de dichos mundos. Era bastante inteligente para comprender que ningún derecho divino protege al hombre inferior por el simple hecho de que sea inferior.
El embajador se inmutó:
—No me interesan las teorías aurorianas sobre diferencias raciales.
—Un momento. Su gobierno debe darse cuenta de que la mayor parte de sus planes se han desbaratado con el arresto de Moreanu, el agente de usted. Ponga de relieve el hecho de que nosotros, los de Aurora, estamos ahora mucho mejor informados que antes de la mencionada detención. Con ello quizá el gobierno de ustedes se modere un poco.
—¿Es Moreanu un agente mío? Vaya, consejero, si me retiran la confianza, me marcharé. Pero, sin duda, la pérdida de la inmunidad diplomática no afecta a mi inmunidad personal, de hombre honrado, sobre acusaciones de espionaje.
—¿No es ése su trabajo?
—¿Acaso los aurorianos dan por descontado que espionaje y diplomacia son lo mismo? A mi gobierno le gustará saberlo. Tomaremos las debidas precauciones.
—Entonces, ¿usted defiende a Moreanu? ¿Niega que haya trabajado para la Tierra?
—Yo sólo me defiendo a mí. En cuanto a Moreanu, no soy tan estúpido como para decir nada.
—¿Por qué estúpido?
—¿El hecho de defenderle no significaría una nueva condena contra él? Ni lo acuso, ni lo defiendo. La querella que su gobierno tenga con Moreanu, lo mismo que la del mío con Keilin (a quien usted defiende con vehemencia más que sospechosa), es un asunto interno. Y ahora me voy.
La comunión se rompió, y casi instantáneamente la pared se desvaneció otra vez. Hijkman estaba mirando pensativamente a Maynard.
—¿Qué piensa de él? —preguntó éste.
—Pienso que es una deshonra que esa parodia de ser humano pise el suelo de Aurora.
—Estoy de acuerdo con usted; y, sin embargo…, sin embargo…
—¿Qué?
—Casi me siento dispuesto a mirarlo como al amo y a vernos a nosotros como danzando al son de su música. ¿Está enterado de lo de Moreanu?
—Por supuesto.
—Bueno, le condenarán, lo enviarán a un asteroide. Su partido será disuelto. A primera vista, todo el mundo diría que tales actos representan una gran derrota para la Tierra.
—¿Queda alguna duda en la mente de usted sobre si lo es o no?
—No estoy seguro. Hond, el presidente del Comité, insistió en airear su teoría de que Proyecto Pacífico era el nombre que la Tierra daba a un ardid para utilizar traidores internos en los Mundos Exteriores. Pero yo no soy de ese parecer. No estoy seguro de que los hechos concuerden con tal idea. Por ejemplo, ¿de dónde sacamos las pruebas contra Moreanu?
—No sabría decirlo, en verdad.
—De nuestros agentes, en primer lugar. Pero ¿cómo las consiguieron ellos? Las pruebas eran demasiado convincentes. Moreanu hubiera podido protegerse mejor…
Maynard titubeaba. Parecía intentar sonrojarse, sin conseguirlo.
—Bueno, para decirlo en pocas palabras, yo creo que fue el embajador terrestre quien, de uno u otro modo, nos regaló la mayor parte de las pruebas. Creo que se aprovechó de la simpatía de Moreanu por la Tierra primero para atraérselo y después para traicionarle.
—¿Por qué?
—No lo sé. Para asegurar la guerra, quizá… con este Proyecto Pacífico aguardándonos.
—No lo creo.
—Lo comprendo. No tengo pruebas. Sólo sospechas. El Comité tampoco me creería. He creído que quizá una última conversación con el embajador pudiera revelar algo; pero su simple presencia despierta todas mis antipatías, y me he pasado la mayor parte del tiempo procurando apartarlo de mi vista.
—Ea, se está volviendo emocional, amigo mío. Es una debilidad desagradable. Me han dicho que ha sido nombrado delegado para la Reunión Interplanetaria de Hespero. Le felicito.
—Gracias —respondió Maynard distraídamente.
Luiz Moreno, ex embajador en Aurora, había regresado a la Tierra muy a gusto. Estaba lejos de los panoramas artificiales que parecían desprovistos de vida propia, existentes sólo en virtud de la enérgica voluntad de sus poseedores. Lejos de aquellos hombres y mujeres demasiado bellos y de sus pensativos y omnipresentes robots.
Había regresado al zumbar de la vida, al ruido de pisadas, al roce de unos hombros con otros, al sentir en la cara el aliento de otra persona.
No es que pudiera experimentar todas estas sensaciones por entero. Los primeros días habían transcurrido en animadas conferencias con los jefes del gobierno de la Tierra.
En realidad, hasta al cabo de una semana no llegó el momento en que pudo considerarse verdaderamente relajado.
Se hallaba en una de las más raras pertenencias del lujo terrestre: un jardín en la azotea. Con él estaba Gustav Stein, el desconocido psicólogo que, a pesar de todo, era uno de los primeros promotores del plan conocido por la opinión pública con el nombre de Proyecto Pacífico.
—Las pruebas confirmatorias —decía Moreno con satisfacción casi horripilante— concuerdan todas hasta el momento, ¿verdad?
—Hasta el momento. Sólo hasta el momento. Tenemos que recorrer un largo camino.
—Pero continuarán saliendo bien. Alguien que haya vivido en Aurora cerca de un año, como yo, no puede dudar de que vamos por buen camino.
—Humm-mm-mm. A pesar de todo, yo sólo me guiaré por los informes de laboratorio.
—Y hará muy bien —tenía el cuerpecito casi tieso de regocijo interior—. Un día será distinto. Stein, usted no ha conocido a esa gente, a los de los Mundos Exteriores. Acaso haya topado con los turistas, en sus hoteles especiales, o corriendo por las calles en sus coches cerrados, equipados con las más puras atmósferas particulares, de aire acondicionado, para sus bien educadas narices; observando los panoramas a través de un periscopio móvil y apartándose con un estremecimiento ante el contacto de un terrícola.
»Pero no los ha conocido en su propio mundo, seguros en su enfermiza y corrompida grandeza. Vaya allá, Stein, a que le desprecien, una temporada. Vaya a enterarse de lo bien que podrá competir con sus cuidados céspedes al sentirse dulcemente pisoteado.
»Y sin embargo, cuando tiré de las cuerdas adecuadas, Ion Moreanu cayó… Ion Moreanu, el único entre todos ellos capaz de comprender el funcionamiento de la mente de otro hombre. Es la crisis que acabamos de vencer. Ahora se nos presenta un camino fácil y despejado.
»En cuanto a Keilin —dijo de pronto, más para sí mismo que para Stein—, ya pueden soltarlo. En lo sucesivo ya no podrá decir casi nada que nos ponga en el menor peligro. Tengo una idea. La Conferencia interplanetaria se inaugura en Hespero antes de un mes. Podríamos enviarle a redactar el informe de la reunión. Con ello daremos una prueba fehaciente de buena amistad… y le tendremos fuera durante el verano. Creo que lo podemos disponer así.
Lo dispusieron.
Hespero era el menor de todos los Mundos Exteriores, el último colonizado, el más distante de la Tierra. De ahí le venía el nombre. En un sentido físico, no era el más dotado para una gran reunión diplomática, puesto que no contaba con buenas instalaciones. Por ejemplo, la red de ondas-comunitarias no se podía ampliar lo suficiente como para satisfacer a todos los delegados, secretarios y administradores necesarios en una reunión a la que estaban convocados cincuenta planetas. Por ello se habían preparado reuniones personales en edificios requisados para este fin.
Sin embargo, el hecho de haber elegido aquel punto de reunión encerraba un simbolismo que no se le escapaba a nadie. Entre todos los mundos, Hespero era el más alejado de la Tierra. Si bien la distancia espacial —cien parsecs o más— era lo de menos. Lo importante era que Hespero no lo habían colonizado terrícolas, sino habitantes de Fauno, un Mundo Exterior.
Pertenecía, por tanto, a la segunda generación, y no tenía «Madre Tierra». Para ellos la Tierra no era más que una vaga abuela, perdida entre las estrellas.
Como de costumbre en tales reuniones, en las asambleas generales se hace muy poca labor verdadera. El tiempo de las mismas se reserva para pregonar lo que se desea hacer llegar a los oídos de los ciudadanos de las respectivas naciones. Las verdaderas negociaciones tienen lugar en los pasillos y en las mesas de los comedores, y más de un conflicto insoluble se ha reblandecido con la sopa y se ha disipado con las avellanas.
Sin embargo, en este caso particular se presentaban dificultades también particulares. La onda-comunitaria no prevalecía en todas partes ni lo invadía todo tanto como en Aurora, pero sí ocupaba un lugar destacado en todos los mundos. Por ello los grandes y majestuosos personajes experimentaban cierta sensación de ultraje y merma al verse obligados a acercarse unos a otros en carne y hueso, sin la reconfortante intimidad de una pared invisible que los separase, sin la cálida seguridad de saber que tenían el interruptor al alcance de la mano.
Se enfrentaban unos a otros con desazonado embarazo y procuraban no verse comiendo; procuraban no encogerse ante un contacto involuntario. Hasta el servicio robot estaba racionado.
Ernest Keilin, el único representante de televisión acreditado de la Tierra, se daba cuenta de algunas de estas cuestiones sólo de la manera vaga con que las describimos aquí. No podía tener una visión interior más clara. Tampoco habría podido tenerla nadie criado en una sociedad donde los seres humanos sólo existen en plural y donde a una casa le basta con estar desierta para suscitar temores.
De modo que las tensiones más sutiles se le escapaban en el banquete oficial dado por el gobierno hesperiano durante la tercera semana de la conferencia. Sin embargo, otras tensiones no se le pasaban por alto.
Después de la comida, la reunión, como es natural, se dividió en grupitos. Keilin se unió al de Franklin Maynard, de Aurora. Como delegado del mundo mayor era, por derecho propio, el más noticiable.
Maynard hablaba despreocupadamente entre sorbo y sorbo al cóctel que tenía en la mano. Si la carne le hormigueaba un poco por la proximidad de otras personas, disimulaba magistralmente esta sensación.
—La Tierra —decía— es fundamentalmente impotente contra nosotros, siempre que evitemos aventuras militares impredecibles. Y si queremos evitar dichas aventuras tenemos que estar unidos en el terreno económico. Hagamos que la Tierra se dé cuenta de la medida en que su economía depende de nosotros, por los materiales que sólo nosotros podemos suministrarle, y no se hablará más de espacio vital. Y si estamos unidos, la Tierra nunca osará atacar. Trocará sus estériles afanes por motores atómicos… o no, como prefiera.
Y se volvió para mirar a Keilin con cierta altanería, con lo cual éste se sintió espoleado y replicó:
—Pero los productos manufacturados de ustedes, consejero (o sea, los que envían a la Tierra), no nos los regalan. Los intercambian por productos agrícolas.
Maynard sonrió con una sonrisa fina como la seda.
—Sí, creo que el delegado de Tethys se ha referido extensamente a este hecho. Entre nosotros prevalece la fantasía de que únicamente las semillas terrestres crecen bien…
Le interrumpió sosegadamente otro asistente, que dijo:
—Mire, yo no soy de Tethys, pero lo que usted dice no es una fantasía. Yo cultivo centeno en Rhea, y nunca he logrado imitar el pan de la Tierra. Sencillamente, no tiene el mismo gusto —se dirigió a todos los oyentes en general—: Es más, hace cinco años importé media docena de terrestres con visado de trabajadores agrícolas para que vigilaran a los robots. Ya sabe, es gente que hace maravillas con el suelo. Donde ellos escupen, el maíz crece hasta una altura de cuatro metros y medio. Su intervención mejoró un poco el problema. El empleo de simientes terrestres también contribuyó. Pero aunque uno cultive cereales venidos de la Tierra, los nacidos aquí ya no dan buena simiente para el año próximo.
—¿Ha hecho analizar sus tierras por nuestro departamento de agricultura? —preguntó Maynard.
Ahora le tocó al rheano el turno de mostrarse altanero:
—No las hay mejores en todo el sector. Y el centeno es de máxima calidad. Envié un quintal métrico a la Tierra para su control alimentario, y me lo devolvieron con las mejores calificaciones —se rascaba el mentón con aire pensativo—. De lo que hablaba antes era del sabor. No parece tener el preciso…
Maynard quiso quitarle importancia:
—Uno puede prescindir del buen sabor, temporalmente. Tendrán que venir a buscarnos aceptando nuestras condiciones, esas hordas de hombrecillos de la Tierra. Nosotros sólo renunciaríamos a ese misterioso gusto; en cambio ellos tendrían que renunciar a los motores atómicos, la maquinaria agrícola y los vehículos. En verdad, no sería mala idea intentar prescindir de esos sabores terrestres que tanto le preocupan a usted. Apreciemos en cambio el de los productos cultivados en nuestro suelo… que podría resistir muy bien la comparación, si le diésemos oportunidad.
—¿Ah, sí? —el rheano sonreía—. Estoy viendo que usted fuma tabaco terrestre.
—Una costumbre que puedo dejar, si tengo que hacerlo.
—Probablemente, dejando de fumar. Yo no utilizaría tabaco de los Mundos Exteriores para nada, como no sea para matar mosquitos.
El hombre soltó una carcajada, quizá demasiado sonora, y se apartó del grupo. Maynard le siguió con la mirada, molesto.
A Keilin el pequeño inciso sobre centeno y tabaco le causó cierta satisfacción. Miraba a aquellas personalidades como una imagen reducida de ciertas realidades galactopolíticas. Tethys y Rhea eran los planetas mayores del sur galáctico, así como Aurora era el mayor del norte. Los tres planetas eran igualmente racistas y exclusivistas. Sobre la Tierra, tenían opiniones similares y perfectamente compatibles. A primera vista uno habría pensado que no les quedaba campo para la discordia.
Pero Aurora era el Mundo Exterior más antiguo, el más adelantado, el más fuerte en el terreno militar… y, por lo tanto, aspiraba a una especie de jefatura moral de los otros mundos. Lo cual bastaba para despertar oposiciones, y Rhea y Tethys servían de puntos focales para aquellos que no reconocían el caudillaje de Aurora.
Keilin se sentía sombríamente satisfecho de tal situación. Si la Tierra sabía inclinar su peso dé modo adecuado, primero en una dirección, luego en otra, podía acabar produciendo una grieta, hasta quizá una fragmentación…
Keilin fijaba la mirada en Maynard con cautela, casi furtivamente, y se preguntaba qué efecto tendría la escena anterior en el debate del día siguiente. El auroriano se estaba mostrando ya más callado de lo que exigía la buena educación.
Un momento después, un subsecretario, o un funcionario de segunda categoría, se abrió paso entre los grupos de invitados y llamó a Maynard con el ademán.
Los ojos de Keilin siguieron al auroriano, que se retiraba con el recién llegado, vieron cómo le escuchaba muy atento, cómo profería un asombrado «¿Qué?» perfectamente inconfundible para el ojo, aunque se produjera demasiado lejos para ser percibido por el oído, y luego vio cómo cogía un papel que el otro le entregaba.
En consecuencia, la sesión del día siguiente se desarrolló de un modo completamente distinto a como Keilin habría profetizado.
Keilin descubrió los detalles en los teleprogramas de la noche. Al parecer, el gobierno terrestre había enviado una nota a todos los gobiernos que tomaban parte en la conferencia, advirtiéndoles lisa y llanamente que cualquier pacto entre ellos sobre cuestiones militares o económicas se consideraría un gesto hostil hacia la Tierra y sería objeto de las contramedidas adecuadas. La nota denunciaba a los tres planetas, Aurora, Tethys y Rhea, por igual. La nota los acusaba de estar tramando una conspiración imperialista contra la Tierra, etc., etc., etc.
—¡Tontos! —exclamaba Keilin rechinando los dientes, faltándole poco para dar cabezazos contra la pared de puro enojado—. ¡Tontos! ¡Tontos! ¡Tontos! —y la voz se fue perdiendo, siempre murmurando esta sola y única palabra.
A la próxima sesión de la conferencia concurrió, desde muy temprano, una enfurecida colección de delegados empeñados sólo en triturar y desmenuzar en la nada todo desacuerdo que pudiera subsistir entre ellos. Al final de la asamblea, todos los asuntos concernientes al comercio entre la Tierra y los Mundos Exteriores habían quedado en manos de una comisión plenipotenciaria.
Ni la misma Aurora habría podido prometerse una victoria tan completa y fácil, y Keilin, de regreso a la Tierra, anhelaba que su voz pudiera elevarse en los estudios de televisión, para poder vocear su disgusto.
Sin embargo, en la Tierra, algunos sonreían.
De regreso a la Tierra la voz de Keilin fue bajando y ahogándose cada vez más… perdida en un clamor, mucho más potente, que reclamaba acción.
La popularidad de Keilin disminuía en la misma proporción que aumentaban las restricciones comerciales. Poco a poco, los Mundos Exteriores iban apretando el nudo. Primero instituyeron la estricta aplicación de un sistema nuevo de licencias de exportación. Después prohibieron que se exportara a la Tierra toda materia susceptible de ser empleada en un «esfuerzo bélico». Y, finalmente, echaron mano de una interpretación amplísima respecto a qué se pudiera considerar utilizable para el mencionado «esfuerzo».
Los artículos importados de lujo —y los de primera necesidad también— desaparecieron, o alcanzaron precios fuera de las posibilidades de la gran mayoría de la población.
De modo que la gente desfilaba, las voces se elevaban en gritos, las banderas ondeaban bajo el sol… y las piedras volaban contra los consulados…
Keilin gritaba furiosamente y temía volverse loco.
Hasta que, de súbito, Luiz Moreno, por propio impulso, se ofreció para aparecer en el programa de Keilin y someterse a un interrogatorio sin limitación alguna, en su calidad de ex embajador en Aurora y actual ministro sin cartera.
Para Keilin aquello era casi como volver a nacer. Conocía a Moreno, y sabía que no era tonto. Con Moreno en el programa, tenía asegurado un público como nunca lo hubiera tenido. Y si Moreno contestaba a sus preguntas, acaso pudiera desvanecer ciertos temores y despejar ciertas confusiones. El mero hecho de que Moreno deseara utilizar su programa —el suyo— como caja de resonancia pudiera muy bien significar que quizá se hubiesen pronunciado ya por una política exterior más flexible y sensata. Quizá Maynard hubiera acertado, y la presión estuviera obrando efecto y actuando de la manera prevista.
La lista de preguntas, por supuesto, se la habían presentado a Moreno por adelantado; pero el ex embajador había indicado que las contestaría todas, así como también las adicionales que se considerasen necesarias.
El caso parecía ideal. Demasiado ideal quizá, dada la situación, pero sólo un tonto malvado habría podido pararse en minucias.
Hubo la preparación y la introducción adecuadas… y cuando estuvieron uno frente al otro, con la mesita entre ambos, la aguja encarnada que señalaba el número de televisores sincronizados con aquel canal sobrepasaba bien los cien millones. Y había un promedio de 2,7 oyentes por aparato. Venía el momento de entrar en materia; la presentación oficial.
Keilin se frotaba la barbilla lentamente, mientras esperaba la señal.
Luego empezó:
P. —Secretario Moreno, la cuestión que interesa a toda la Tierra por el momento se refiere a la posibilidad de una guerra. ¿Qué le parece si empezamos por ella? ¿Cree usted que habrá guerra?
R. —Si la Tierra es el único planeta que tomamos en consideración, yo digo: No, decididamente, no. En su historia, la Tierra ha tenido demasiadas guerras, y ha aprendido muchísimas veces cuán poco se puede ganar con la guerra.
P. —Usted ha dicho: «Si la Tierra es el único planeta que tomamos en consideración…» ¿Da a entender, pues, que factores que están fuera de nuestro control la provocarán?
R. —Yo no digo «la provocarán»; pero sí digo «podrían provocarla». Naturalmente, no puedo hablar en nombre de los Mundos Exteriores. No puedo simular que esté al corriente de sus motivaciones y sus intenciones en este momento de la historia de la Galaxia. Es posible que se decidan por la guerra. Confío que no lo harán. No obstante, si eligieran la guerra, nosotros nos defenderíamos. En todo caso, nosotros no atacaremos nunca; nosotros no seremos quienes iniciemos una acción bélica.
P. —¿Acierto, pues, si digo que, a criterio de usted, no existen diferencias fundamentales entre la Tierra y los Mundos Exteriores que no se puedan resolver mediante negociaciones?
R. —Claro que acierta. Si los Mundos Exteriores desearan de verdad una solución, no podría seguir existiendo ningún desacuerdo entre ellos y nosotros.
P. —¿Va incluido ahí el problema de la inmigración?
R. —Decididamente. Nuestra actitud en esta materia es clara y no admite reproche. En la situación actual, doscientos millones de seres humanos ocupan el noventa y cinco por ciento del terreno disponible en el universo. Seis mil millones (o sea, el noventa y siete por ciento de toda la humanidad) se amontonan en el otro cinco por ciento. Tal situación es obviamente injusta y, peor todavía, inestable. Sin embargo, la Tierra, ante tamaña injusticia, siempre ha estado dispuesta a tratar este problema admitiendo soluciones progresivas. Nosotros aceptaríamos cupos razonables y razonables restricciones. No obstante, los Mundos Exteriores se han negado a discutir esta cuestión. En el transcurso de diez lustros, han rechazado todos los esfuerzos de la Tierra por abrir negociaciones.
P. —Si continúa esta actitud de los Mundos Exteriores, ¿cree usted que entonces habrá guerra?
R. —No puedo creer que esta actitud continúe. Nuestro gobierno no cesará de confiar en que los Mundos Exteriores acaben por reconsiderar su actitud en esta cuestión; en que su sentido de la justicia y el derecho no ha muerto, sino que está dormido únicamente.
P. —Señor secretario, pasemos a otro tema. ¿Piensa que la Comisión de los Mundos Unidos, instituida recientemente por los Mundos Exteriores para dirigir el comercio con la Tierra, representa un peligro para la paz?
R. —En el sentido de que los actos de dicha Comisión indican un deseo por parte de los Mundos Exteriores de aislar a la Tierra y debilitarla económicamente, puedo decir que sí lo representa.
P. —¿A qué actos se refiere, señor?
R. —A los de restringir el comercio interestelar con la Tierra hasta el punto de que, en valores de crédito, el total asciende ahora a menos del diez por ciento de lo que ascendía hace tres meses.
P. —Pero ¿es que estas restricciones representan de verdad un peligro económico para la Tierra? Por ejemplo, ¿no es cierto que el comercio con los Mundos Exteriores representa una parte insignificante del total del comercio terrestre? ¿Y no es cierto que lo que importamos de los Mundos Exteriores llega sólo, en el mejor de los casos, a una pequeñísima minoría de la población?
R. —Las preguntas de usted encierran ahora una profunda falacia, muy corriente entre nuestros aislacionistas. En valores de crédito, es cierto que el comercio interestelar sólo representa el cinco por ciento de nuestro comercio total; pero la verdad es que importamos el noventa y cinco por ciento de nuestros motores atómicos. También importamos el ochenta por ciento de nuestro torio, el sesenta y chico por ciento de nuestro cesio, y el sesenta por ciento del molibdeno y el estaño. La lista se podría prolongar casi indefinidamente, y se ve con toda claridad que ese cinco por ciento es un porcentaje muy importante, vital. Además, si un gran fabricante recibe un cargamento de moldeadores de acero de Rhea, no se sigue de ahí que el beneficio recaiga sólo sobre él. Todo hombre de la Tierra que utilice herramientas de acero u objetos manufacturados con aparatos de acero sale beneficiado.
P. —¿Pero no es cierto que las restricciones actuales en el comercio interestelar de la Tierra han reducido nuestras exportaciones de ganado y cereales casi a la nada? ¿Y no lo es que, lejos de perjudicar a la Tierra, ello significa una bendición para nuestro propio pueblo hambriento?
R. —He aquí otra falacia grave. Es cierto que la provisión de víveres de la Tierra es trágicamente insuficiente. El gobierno será el último en negarlo. Pero nuestras exportaciones de alimentos no significan una merma seria de tal provisión. Se exporta menos de un quinto del uno por ciento de nuestros alimentos, y a cambio obtenemos, por ejemplo, fertilizantes y maquinaria agrícola, lo cual compensa con grandes creces dicha pequeña pérdida, aumentando la eficiencia agrícola. Por consiguiente, al comprarnos menos alimentos, los Mundos Exteriores se han lanzado, en efecto, a recortar nuestra ya insuficiente provisión de alimentos.
P. —¿Está dispuesto a reconocer, pues, secretario Moreno, que al menos parte de la culpa de esta situación hay que achacársela a la misma Tierra? En otras palabras, llegamos a mi siguiente pregunta: ¿No fue un error diplomático de primera magnitud el hecho de que el gobierno publicase aquella inflamada nota denunciando las intenciones de los Mundos Exteriores antes de que éstas se hubiesen manifestado palmariamente en la Conferencia Interplanetaria?
R. —Yo creo que estas intenciones estaban muy claras en aquel momento.
P. —Usted perdone, señor; pero yo estaba presente en la conferencia. Por la fecha en que se publicó la nota, los delegados de los Mundos Exteriores se encontraban casi en un punto muerto. Los de Rhea y Tethys se oponían resueltamente a toda acción económica contra la Tierra, y había grandes probabilidades de que Aurora y su bloque hubieran salido derrotados. La nota de la Tierra abortó inmediatamente tal posibilidad.
R. —Bueno, ¿qué es lo que pregunta usted, señor Keilin?
P. —En vista de mis declaraciones, ¿cree usted que la nota de la Tierra fue un error diplomático criminal que ahora sólo se puede remediar con una política inteligente de conciliación?
R. —Utiliza usted un lenguaje muy fuerte. Sin embargo, no puedo contestar a su pregunta directamente, porque no estoy de acuerdo con la premisa fundamental que sienta usted. No creo que los delegados de los Mundos Exteriores pudieran actuar de la manera que usted dice. En primer lugar, es bien sabido que los Mundos Exteriores se jactan con gran arrogancia de que el porcentaje de demencias, psicosis y hasta desajustes menores de la personalidad son una lacra que está desapareciendo en su sociedad. Uno de los argumentos más poderosos que esgrimen contra la Tierra es el de que nosotros tenemos más psiquiatras que fontaneros, y con todo estamos en apuros por falta de los primeros. Los delegados de la conferencia representaban lo mejor de esa sociedad tan estable. Y ahora, ¿quiere usted que crea que esos semidioses habrían cambiado de opinión por un puntillo momentáneo, y habrían instaurado un cambio importante en la política de cincuenta mundos? No los creo capaces de una actitud tan pueril y perversa, y por ello debo insistir en que toda medida que tomaran se fundaba, no en ninguna nota de la Tierra, sino en motivaciones que calan mucho más hondo.
P. —Pero yo vi el efecto que producía en ellos con mis propios ojos, señor. Recuerde, se los hería con un lenguaje que ellos consideraban insolente por parte de un pueblo inferior. No puede caber duda, señor, de que, en conjunto, los hombres del Mundo Exterior son personas notablemente centradas, a pesar del sarcasmo de usted; aunque su actitud respecto a la Tierra represente un punto débil en esta estabilidad.
R. —¿Me está haciendo preguntas, o está defendiendo los puntos de vista y la política racista de los Mundos Exteriores?
P. —Bien, aceptando su parecer de que la nota de la Tierra no causó ningún daño, ¿qué beneficio podía reportar? ¿Por qué había que enviarla?
R. —Yo creo que era justo que presentásemos nuestro punto de vista sobre el problema ante el tribunal de la opinión pública galáctica. Creo que hemos agotado el tema. ¿Qué pregunta quiere hacerme ahora? Es la última, ¿verdad?
P. —Lo es. Se ha dicho recientemente que el gobierno terrestre tomará medidas severas contra los que intervengan en actividades de contrabando. ¿Está ello en consonancia con el punto de vista del gobierno de que la disminución de las relaciones comerciales va en detrimento del bienestar de la Tierra?
R. —Lo que nos importa ante todo es la paz y no nuestro bienestar inmediato. Los Mundos Exteriores han adoptado ciertas restricciones comerciales. Nosotros no estamos conformes con ellas y las consideramos una gran injusticia. A pesar de todo, las observaremos, para que ningún planeta pueda decir que hemos dado el menor pretexto para las hostilidades. Por ejemplo, me cabe el privilegio de anunciar aquí, por primera vez, que durante el mes pasado cinco naves que viajaban con una matrícula terrestre falsa fueron detenidas cuando se dedicaban a introducir en la Tierra material de los Mundos Exteriores. Sus géneros fueron confiscados y su tripulación encarcelada. He ahí una prueba fehaciente de nuestras buenas intenciones.
P. —¿Naves de los Mundos Exteriores?
R. —Sí. Pero que viajaban bajo matrícula terrestre falsa; recuérdelo.
P. —¿Y los hombres encarcelados son ciudadanos de los Mundos Exteriores?
R. —Eso creo. De todos modos, no sólo faltaban a nuestras leyes, sino también a las de sus patrias, con lo cual hipotecaban doblemente sus derechos interplanetarios. Y creo que la entrevista debería terminar aquí.
P. —Pero esto…
Y en este punto fue donde la emisión terminó bruscamente. El final de la última frase de Keilin no lo oyó nadie, excepto Moreno. Dijo:
—… significa la guerra.
Pero Luiz Moreno ya no estaba en las ondas. Por lo cual, mientras se ponía los guantes, sonrió y, con un sentido tremendo, encogió los hombros en un pequeño gesto de indiferencia.
Aquel levantamiento de hombros no tuvo testigos.
La Reunión de Aurora seguía en curso. Franklin Maynard se había retirado un momento, completamente agotado. Se hallaba frente a su hijo, a quien veía por primera vez con uniforme.
—Al menos tú estás seguro de lo que sucederá, ¿verdad que sí?
En la respuesta del joven no había ningún cansancio, ninguna aprensión, nada que no fuera una satisfacción completa.
—¡Así es, papá!
—Entonces, ¿no te inquieta nada? ¿No crees que nos han manejado para llevarnos a este punto?
—¿Y a quién le importa si nos han manejado? Es el funeral de la Tierra.
Maynard movió la cabeza.
—Pero ¿no te das cuenta de que nos han situado en mal terreno? Los ciudadanos de los Mundos Exteriores que tienen detenidos faltaron a la ley. La Tierra está en su derecho.
—Espero que no harás afirmaciones semejantes en la Reunión, papá —replicó el joven, frunciendo el ceño—. Yo no veo que la Tierra tenga ninguna justificación. De acuerdo, y si hacían contrabando, ¿qué? Era solamente porque algunos mundoexterioranos están dispuestos a pagar precios de estraperlo por los comestibles terrestres. Si en la Tierra tuvieran seso, volverían la vista hacia otra parte, y todo el mundo saldría ganando. Bastante ruido arman afirmando que necesitan nuestro comercio. Entonces, ¿por qué no hacen algo por conseguirlo? En todo caso, no veo por qué habríamos de dejar a unos buenos aurorianos, ni a otros ciudadanos de los Mundos Exteriores, en manos de aquellos hombres-mono. Puesto que no quieren soltarlos por las buenas, les obligaremos. De otro modo, la próxima vez ninguno de nosotros estaría a salvo.
—En fin, veo que has adoptado la opinión general.
—Es mi propia opinión. Si además es la general es porque tiene lógica. La Tierra quiere una guerra. Bueno, la tendrán.
—Pero ¿por qué quieren guerra, eh? ¿Por qué nos fuerzan la mano? Toda nuestra política económica de los meses pasados iba dirigida a obligarles a cambiar de actitud, sin guerra.
Maynard hablaba consigo mismo, pero su hijo le replicó con el argumento definitivo:
—No me importa por qué motivo quieren la guerra. Ahora la tienen, y los aplastaremos.
Maynard regresó a la Reunión, pero mientras el ronroneo del debate volvía a llenar la sala, él pensaba, con una punzada de resquemor, que aquel año no habría alfalfa terrestre. Lo lamentaba por la leche. En verdad, hasta la ternera parecía algo menos sabrosa…
La votación tuvo lugar a primeras horas de la mañana. Aurora declaró la guerra. La mayoría de mundos de su bloque se le unieron al amanecer.
Más tarde, los libros de historia bautizarían aquella contienda con el nombre de «La Guerra de las Tres Semanas». Durante la primera semana, fuerzas aurorianas ocuparon varios asteroides transplutonianos; y en el comienzo de la segunda semana el grueso de la flota de la Tierra quedó poco menos que completamente destruido en una batalla librada en la órbita de Saturno ante una flota de Aurora que no llegaba a una cuarta parte de aquélla, numéricamente.
Las declaraciones de guerra de los Mundos Exteriores que hasta entonces habían permanecido neutrales siguieron como las explosiones de una traca.
Dos horas antes de cumplirse los veintiún días de hostilidades, la Tierra se rindió.
Las negociaciones de las cláusulas de paz tuvieron lugar entre los Mundos Exteriores. A la Tierra no se le reservaba otra actividad que la de firmar. Las condiciones de paz fueron desacostumbradas, acaso únicas, y, bajo la fuerza de una humillación sin precedentes, todas las hordas de la Tierra quedaron sumidas a la vez y repentinamente en un silencio nacido de una cólera y una vergüenza demasiado grandes para ser expresadas en palabras.
Las repetidas condiciones fueron quizá mejor comentadas por una voz en la televisión auroriana dos días después de haber sido publicadas. Podemos citar parte del comentario:
«… Ni en el interior de la Tierra ni en su superficie hay nada que nosotros, los de los Mundos Exteriores, podamos necesitar o querer. Todo lo que valía algo en la Tierra salió de ella siglos atrás en las personas de nuestros antepasados.
»Ellos nos llaman hijos de la Madre Tierra; pero la denominación es falsa, porque nosotros descendemos de una Madre Tierra que ya no existe, una Madre que nos trajimos con nosotros. La Tierra de hoy tiene con nosotros, a lo sumo, un parentesco de primos; nada más.
»¿Necesitamos sus recursos? Diablos, no los tienen ni para ellos mismos. ¿Podemos utilizar su industria o su ciencia? Están casi difuntos porque les faltan las nuestras. ¿Podemos utilizar su potencial humano? Diez hombres de los suyos no valen ni como un solo robot. ¿Queremos siquiera la dudosa gloria de gobernarlos? No existe tal gloria. Como inferiores impotentes e incompetentes que son respecto a nosotros, sólo representarían un lastre. Consumirían unos alimentos, un trabajo y una capacidad administrativa que mejor será aprovechar para nosotros mismos.
»De modo que no tienen nada que darnos, salvo el espacio que ocupan en nuestros pensamientos. No tienen nada de qué libertarnos sino de ellos mismos. No pueden beneficiarnos con nada sino con su ausencia.
»Por este motivo se han redactado las cláusulas de paz tal como se ha hecho. No les deseamos ningún mal; de modo que allá se las compongan con su sistema solar. Que vivan allí, en paz. Que se forjen un destino a su manera, y no les estorbaremos ni con el menor asomo de nuestra presencia. Pero nosotros, por nuestra parte, también queremos paz. Forjaremos nuestro futuro a nuestro modo. De manera que no queremos su presencia. Y con este objetivo ante la vista, una flota de los Mundos Exteriores patrullará los límites de su sistema, y estableceremos bases de los Mundos Exteriores en sus asteroides más periféricos, para asegurarnos de que no se aventuren por nuestro territorio.
»No habrá comercio, ni relaciones diplomáticas, ni viajes, ni comunicaciones. Quedan proscritos, desterrados, herméticamente sellados. Aquí nosotros tenemos un universo nuevo, una segunda creación del Hombre, un Hombre superior…
»Ellos nos preguntan: “¿Qué será de la Tierra?” Nosotros contestamos: “Es un problema que la Tierra misma deberá resolver. El crecimiento de la población se puede controlar. Los recursos se pueden explotar eficientemente. Los sistemas económicos se pueden revisar. Lo sabemos, porque lo hemos llevado a cabo. Si ellos no lo saben, que sigan los pasos del dinosaurio y dejen espacio libre.”
»¡Sí, que dejen espacio libre, en lugar de estar pidiendo siempre espacio!»
De este modo una cortina impenetrable fue envolviendo lentamente el Sistema Solar. Las estrellas del firmamento de la Tierra volvieron a ser estrellas nada más, como en los fenecidos días pretéritos en que la primera nave atravesó la barrera de la velocidad de la luz.
El gobierno que había hecho la guerra y la paz dimitió; pero lo cierto es que no había nadie para ocupar su puesto. Los diputados eligieron a Luiz Moreno —ex embajador en Aurora, ex ministro sin cartera— como presidente provisional, y la Tierra en conjunto estaba demasiado atontada para declararse de acuerdo, o en desacuerdo. Sólo se notaba un alivio generalizado al ver que existía alguien dispuesto a cargar con la tarea de tratar de guiar los destinos de un mundo encarcelado.
Muy pocos se daban cuenta de cuán cuidadosamente se había preparado este final, ni de a través de qué esmerados cálculos se hallaba Moreno en el sillón de la presidencia.
Ernest Keilin decía desamparado desde la pantalla de la televisión:
—Ahora somos únicamente nosotros mismos. Para nosotros no hay universo, ni hay pasado: sólo la Tierra y el futuro.
Aquella noche volvió a tener noticias de Moreno, y antes de la mañana salió hacia la capital.
La presencia de Moreno parecía incongruente con las líneas rígidamente formales de la mansión presidencial. Volvía a estar resfriado y hablaba con voz ronca.
Keilin lo miraba con hostilidad; un odio casi devorador en el que notaba cómo los dedos se le retorcían en los primeros gestos de un estrangulamiento. Quizá no debía haber venido… Bueno, ¿qué importaba?, la orden era sobradamente clara. Si no hubiese venido voluntariamente, le habrían traído a la fuerza.
El nuevo presidente le miró con ojo penetrante.
—Tendrá que cambiar de actitud hacia mí, Keilin. Sé que me mira como a un Enterrador de la Tierra (¿no es ésta la frase que empleó anoche?), pero tiene que escucharme sosegadamente un rato. En su estado actual de rabia contenida, dudo que pueda oírme.
—Oiré todo lo que usted diga, señor presidente.
—Bueno… las formalidades externas, al menos. Esto resulta esperanzador. ¿O acaso cree que he instalado en esta sala un video-rastreador?
Keilin se limitó a enarcar las cejas.
Moreno dijo:
—No, no lo instalé. Estamos completamente solos. Hemos de estar solos; de lo contrario, ¿cómo podría decirle sin peligro que todo está dispuesto para que usted salga elegido presidente bajo una constitución que estamos preparando ahora? Eh, ¿qué le parece?
Luego sonrió ante la blanca sorpresa de la faz de Keilin.
—¡Ah, no lo cree! Bien, ya no puede hacer nada para impedirlo. Antes de una hora será cosa pública, ¿comprende?
—¿Yo voy a ser presidente? —Keilin pugnaba con una voz extraña, ronca. Después, con algo más de firmeza, añadió—: Usted está loco.
—No, yo no. Los de allá fuera lo están. Los de los Mundos Exteriores —los ojos, el semblante, la voz de Moreno adquirieron una vehemencia maligna, de tal modo que uno olvidaba que fuese, un monito con aspecto de hombre eternamente resfriado. Uno ya no se fijaba en la arrugada y huidiza frente. Uno olvidaba la calva cabeza y el traje mal cortado. Sólo quedaba la brillante y luminosa mirada de sus ojos y el filo cortante de su voz. Eso sí se notaba.
Keilin alargó la mano en busca de una silla, a ciegas, mientras Moreno se le acercaba y hablaba con creciente pasión.
—Sí —decía—. Aquéllos de allá, entre las estrellas; los semidioses; los majestuosos superhombres; la raza superior, hermosa y fuerte. Ellos están locos. Aunque sólo nosotros, los de la Tierra, lo sabemos.
»Usted ha oído hablar del Proyecto Pacífico. Lo sé. Lo denunció a Cellioni en cierta ocasión y lo llamó un engaño. No lo es. Y casi nada de dicho proyecto permanece en secreto. En realidad, su único secreto consiste en que no había nada secreto.
»Usted no es tonto, Keilin. Sencillamente, nunca se detuvo a analizar los hechos desde el principio hasta el fin. Y sin embargo, estaba sobre la pista. Usted lo percibía bien. ¿Qué fue lo que me dijo aquella vez, cuando me entrevistó en su programa? Algo acerca de que la actitud del mundoexteriorano con respecto al hombre de la Tierra era el único punto flaco de la estabilidad del primero. Eso fue, ¿verdad? ¿O algo por el estilo? Muy bien, pues, ¡estupendo! Entonces tenía usted en la mente el primer tercio del Proyecto Pacífico, y no era ningún secreto, al fin y al cabo, ¿verdad que no?
»Pregúnteselo, Keilin, ¿cuál era la actitud del auroriano típico hacia el terrícola típico? ¿Un sentimiento de superioridad? Es la primera idea que se le ocurre a uno, supongo. Pero, dígame, Keilin, si se sentía superior, realmente superior, ¿había de sentir la necesidad de llamar a cada momento la atención sobre este hecho? ¿Qué clase de superioridad es la que tiene que ser apuntalada continuamente con frases tales como “hombres mono”, “infrahumanos”, “semianimales de la Tierra”, etc., etc.? Ésa no es la tranquila seguridad interna de quien se siente superior. ¿Malgasta usted epítetos con las lombrices de tierra? No, aquí hay otra cosa.
»Bien, enfoquemos la cuestión desde otro ángulo. ¿Por qué los turistas de los Mundos Exteriores se alojan en hoteles especiales, viajan en coches cerrados y se atienen a leyes rígidas, aunque no escritas, contra toda relación social con nosotros? ¿Tienen miedo a la polución? Es raro que no teman comer nuestros víveres, beber nuestro vino y fumar nuestro tabaco.
»Vea usted, Keilin, en los Mundos Exteriores no hay psiquiatras. Los superhombres están demasiado bien centrados; o al menos eso dicen ellos. En cambio aquí en la Tierra, ya es proverbial, tenemos más psiquiatras que fontaneros, y cada uno cuenta con mucha clientela. De modo que somos nosotros, y no ellos, quienes sabemos la verdad sobre este complejo de superioridad de los Mundos Exteriores, los que sabemos que se trata de una simple y alocada reacción contra un abrumador sentimiento de culpa.
»¿No cree que puede ser eso? Mueve la cabeza como si disintiera. ¿No ve que un puñado de hombres que se aferran a una Galaxia mientras miles de millones perecen por falta de espacio, ha de experimentar en el subconsciente una sensación de culpa, adopte la forma que adopte? Y como no quieren compartir el botín, ¿no ve usted que el único recurso que tienen para justificarse consiste en tratar de convencerse de que, al fin y al cabo, los terrestres somos inferiores, que no merecemos la Galaxia, que allá se ha creado una raza nueva de hombres y que nosotros no somos más que los enfermizos restos de una raza antigua que debería extinguirse como el dinosaurio, por obra y gracia de las leyes inexorables de la naturaleza?
»Ah, si pudieran convencerse de eso, ya no se sentirían culpables, sino simplemente superiores. Sólo que no ocurre así; nunca. La idea de la superioridad necesita un cultivo constante, una repetición, un refuerzo constantes. Y ni aun así convence del todo.
»Lo mejor de todo sería que pudiesen fingir que la Tierra y su población no existen siquiera. Por ello, si usted visita la Tierra, evite a los terrestres, y así no le causarán la incomodidad que le provocaría no verles bastante inferiores. A veces, en lugar de inferiores le parecerían desdichados, y nada más. O peor todavía, hasta podrían parecerle inteligentes… como lo parecía yo, por ejemplo, en Aurora.
»Alguna que otra vez surgía un mundoexteriorano como Moreanu capaz de reconocer el sentimiento de culpa como tal, y sin miedo a expresarlo en voz alta. Moreanu hablaba del deber que tenían los Mundos Exteriores con la Tierra… con lo cual representaba un peligro para nosotros. Porque si los demás le hubiesen escuchado y hubiesen ofrecido a la Tierra una ayuda simbólica, en sus mentes se habría aliviado el sentimiento de culpa, aun sin prestar una ayuda permanente a la Tierra. De modo que Moreanu fue eliminado a través de nuestras maniobras, dejando el camino libre a los inflexibles, a los que se negaban a reconocer la culpa y cuya acción, por consiguiente, se podía predecir y manipular.
»Por ejemplo, les envías una nota arrogante y ellos responden automáticamente con un embargo inútil, que sólo sirve para proporcionarnos el pretexto ideal para declarar la guerra. Luego pierdes la guerra rápidamente, y los enojados superhombres te aíslan. Se acabó la comunicación, se acabó el contacto. Ya no existes y ya no les molestas. ¿No es así de sencillo? ¿No ha salido de maravilla?
Por fin Keilin pudo hablar:
—¿Quiere decir que todo esto lo había planeado de antemano? —preguntó—. ¿Provocó usted la guerra intencionadamente con objeto de aislar la Tierra de la Galaxia? ¿Envió a los hombres de la Flota Metropolitana a una muerte segura porque quería que nos derrotasen? Vaya, usted es un monstruo, un… un…
Moreno arrugó la frente.
—Sosiéguese, por favor. Ni la cosa fue tan sencilla como se imagina, ni yo soy un monstruo. ¿Piensa acaso que la guerra bastaba con… provocarla, sencillamente? Había que alimentarla con suavidad, de la manera precisa, y encaminarla hacia el final adecuado. Si nosotros hubiésemos dado el primer paso, si hubiéramos sido los agresores, si de una u otra forma hubiésemos echado la culpa sobre nuestros hombros… entonces los Mundos Exteriores habrían ocupado la Tierra y la habrían desmenuzado. Vea usted, si nosotros hubiéramos cometido un crimen contra ellos, ya no se sentirían culpables. Por otra parte, si hubiésemos librado una guerra larga, o hubiéramos causado grandes destrozos, ellos lograrían descargarse de la culpa.
»Pero no lo hicimos. Nos limitamos, tan sólo, a encarcelar a unos contrabandistas de Aurora, obrando de acuerdo con nuestros derechos. Ellos tuvieron que declararnos la guerra por este motivo, porque sólo así podían proteger su superioridad, la cual a su vez los protegía contra los horrores de la culpa. Y nosotros perdimos en seguida. Apenas murió ningún auroriano. El sentimiento de culpa se fortaleció y dio como fruto, exactamente, el tratado de paz que nuestros psiquiatras habían previsto.
»En cuanto a lo de enviar hombres a la muerte, es algo que ocurre en todas las guerras… y una necesidad. Era preciso librar una batalla y, naturalmente, hubo bajas.
—Pero ¿por qué? —interrumpió Keilin—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué cree usted que toda esa palabrería tiene algún sentido? ¿Qué hemos ganado? ¿Qué beneficio podemos sacar jamás de la situación presente?
—¿Ganar? ¿Me pregunta qué hemos ganado? Ea, pues, hemos ganado el Universo. ¿Qué ha sido lo que nos ha retenido hasta ahora? Usted sabe qué necesitaba la Tierra estos siglos pasados. Usted mismo se lo subrayó muy certeramente a Cellioni. Necesitamos una sociedad de robots positrónicos y una tecnología sobre la energía atómica. Necesitamos cultivos químicos y el control de la natalidad. Bien, ¿qué impedía todo esto, eh? Sólo la costumbre de siglos, que decía que los robots eran malos porque quitaban el trabajo a los seres humanos, que el control de la natalidad significaba asesinar niños aún no nacidos, etc., etc. Y, lo peor, siempre había la válvula de seguridad de la emigración, bien realmente permitida, bien como una esperanza próxima.
»En cambio ahora no podemos emigrar. Estamos clavados aquí. Peor todavía, hemos sufrido una derrota a manos de un puñado de hombres de las estrellas, y hemos tenido que aceptar, a la fuerza, un tratado de paz humillante. ¿Qué terrícola no arderá subconscientemente de ganas de revancha? El sentido de conservación se ha doblegado muchas veces bajo ese tremendo afán de “saldar las cuentas”.
»Y ésta es la segunda parte del Proyecto Pacífico: reconocer el motivo de la revancha. Así de sencillo.
»Pero ¿cómo sabemos que sucede verdaderamente así? Porque se ha demostrado docenas de veces en el transcurso de la historia. Derrota a una nación, pero no la aplastes por completo, y al cabo de una generación, de dos, o de tres, será más fuerte que antes. ¿Por qué? Porque en el ínterin habrá hecho sacrificios para posibilitar la revancha que no habría hecho por una simple conquista.
»¡Piénselo! Roma derrotó a Cartago sin grandes dificultades la primera vez; pero estuvo a punto de ser vencida la segunda. Cada vez que Napoleón derrotaba a una coalición europea sentaba las bases para otra, a la que ya le costaba un poquitín más derrotar, hasta que la octava le aplastó a él. Se necesitaron cuatro años para derrotar al Kaiser Guillermo de la medieval Alemania, y seis años, mucho más peligrosos, para detener a su sucesor, Hitler.
»¡Ahí lo tiene! Hasta ahora, la Tierra sólo necesitaba cambiar de estilo de vida para conseguir un bienestar y una dicha mayores. Un objetivo secundario como ése podía esperar siempre. En cambio, ahora tiene que cambiar para tomarse la revancha, y esto no admite demoras. Yo quiero el cambio por el cambio mismo.
»Sólo que… no soy el hombre indicado para ponerme en cabeza. Estoy manchado por el fracaso del año pasado, y así continuaré hasta que, mucho después de que mis huesos se hayan convertido en polvo, la Tierra sepa la verdad. En cambio usted…, usted y otros como usted han luchado siempre en favor de la marcha hacia la modernización. Usted tomará las riendas. La tarea puede requerir cien años. Los nietos de hombres que no han nacido todavía quizá sean los primeros que vean la tarea completada. Pero usted la habrá visto empezar, al menos.
»¡Eh! ¿Qué dice?
Keilin estaba manoseando, mentalmente, el sueño. Le parecía ver, en una caliginosa distancia, una Tierra nueva, renacida. Pero el cambio de actitud era demasiado radical. No podía realizarse todavía, en aquel instante. Por ello movió la cabeza y dijo:
—¿Qué le hace pensar que los Mundos Exteriores tolerarán este cambio, suponiendo que lo que me cuenta sea verdad? Nos vigilarán de cerca, estoy seguro, y notaran un peligro cada vez mayor, hasta que decidan ponerle fin. ¿Me lo negará?
Moreno echó la cabeza atrás y soltó una carcajada silenciosa. Luego exclamó:
—Pero todavía nos queda la tercera parte del Proyecto Pacífico; una última, sutil e irónica tercera parte…
»Los mundoexterioranos llaman a los hombres de la Tierra heces infrahumanas de una gran raza; pero los hombres de la Tierra somos nosotros. ¿Se da cuenta de lo que significa esto? Vivimos en un planeta en el que, durante mil millones de años, la vida (esta vida que ha culminado en el género humano) se ha ido adaptando. No existe ni un solo trocito microscópico del hombre, ni la menor función de su mente que no tengan como razón de ser alguna diminuta faceta de la composición física de la Tierra, o de la composición biológica de otras formas vitales terrestres, o de la composición sociológica de la comunidad que le rodea.
»En la forma actual del hombre, ningún otro planeta puede sustituir a la Tierra.
»Los mundoexterioranos existen tal como son únicamente porque se trasplantaron unos pedazos de la Tierra. Allá hemos llevado tierra de labor, plantas, animales, hombres. Se mantienen rodeados de una geología artificial, nacida en la Tierra, que contiene, por ejemplo, aquellos vestigios de cobalto, zinc y cobre que la química humana necesita. Se rodean de bacterias y algas nacidas en la Tierra, poseedoras de la facultad de asimilar los mencionados vestigios inorgánicos de la manera precisa y en la cantidad exactamente adecuada.
»Y mantienen esta situación mediante importaciones continuas (importaciones de lujo, las llaman) de la Tierra.
»Pero los Mundos Exteriores, aun contando con suelo terrestre depositado sobre una capa de roca, no pueden impedir que las lluvias sigan cayendo y los ríos sigan corriendo; de manera que se produce una mezcla, inevitable, si bien lenta, con el suelo indígena; una inevitable contaminación de las bacterias del suelo terrestre con las bacterias indígenas; y la exposición, en todo caso, a una atmósfera diferente y a unas radiaciones solares distintas. Y las bacterias terrestres desaparecen o cambian. Y entonces cambia la vida vegetal. Y luego cambia la vida animal.
»No se trata de un cambio brusco, claro. La vida vegetal no se volvería venenosa o no nutritiva en un día, ni en un año, ni en un decenio. Pero los hombres de los Mundos Exteriores ya notan la falta o el cambio de esos vestigios de compuestos que producen ese elemento tan tremendamente alusivo que llamamos “aroma” o “sabor”. El cambio ha llegado hasta aquí.
»Pero llegará más lejos. ¿Sabe usted, por ejemplo, que en Aurora casi la mitad de las especies indígenas de bacterias tienen el protoplasma fundado en la química del fluorocarbono, y no en la del hidrocarbono? ¿Puede imaginarse la extrañeza esencial de un medio ambiente así?
»Bueno, pues, desde hace dos decenios, los bacteriólogos y fisiólogos de la Tierra han estudiado varias formas de la vida de los Mundos Exteriores (la única parte del Proyecto Pacífico que ha permanecido auténticamente secreta) y la vida terrestre trasplantada empieza a mostrar ya ciertos cambios a nivel subcelular. Incluso entre los seres humanos.
»Y ahí está la ironía del caso. Los mundoexterioranos, con su racismo rígido y su política genética inflexible eliminan inexorablemente de su seno a todo niño que presente signos de adaptación a su respectivo planeta y que se aparte en algún aspecto de la norma general. Sostienen (y deben hacerlo, como resultado de sus propios procesos de pensamiento) un criterio artificial de humanidad “sana”, fundada en la química terrestre y no en la suya propia.
»Pero ahora que han separado de ellos a la Tierra; ahora que no les llegará ni un ápice de suelo y de vida terrestres, un cambio se acumulará sobre otro. Vendrán las enfermedades, aumentará la mortalidad, las anormalidades infantiles se harán más frecuentes…
—¿Y luego? —preguntó Keilin, súbitamente interesado.
—¿Luego? Bueno, ellos son científicos físicos… y nos dejan a nosotros las ciencias inferiores, tales como la biología. Pero no pueden abandonar su sensación de superioridad ni su modelo arbitrario de perfección humana. No descubrirán el cambio hasta que ya sea demasiado tarde para combatirlo. No todas las mutaciones son claramente visibles, y se producirá una revuelta creciente contra las normas de aquellas rígidas sociedades mundoexterioranas. Vendrá un siglo de revuelta física y social creciente que impedirá toda interferencia suya contra nosotros.
»Dispondremos de un siglo para reconstruirnos y revitalizarnos, y al final de ese período nos enfrentaremos con una Galaxia exterior agonizante o transformada. En el primer caso, edificaremos un segundo Imperio Terrestre, más sabiamente y con más conocimiento de causa que el primero; un imperio fundado en una Tierra fuerte y modernizada.
»En el segundo caso, nos enfrentaremos con diez, veinte, o quizá los cincuenta Mundos Exteriores, cada uno con una variedad de hombre ligeramente distinta. Cincuenta especies humanoides, ya no unidas todas contra nosotros, cada una más y más adaptada a su propio planeta, cada una con suficiente tendencia al atavismo de amar a la Tierra, de mirarla como la gran primera Madre.
»Y el racismo habrá muerto; porque entonces la variedad, y no la uniformidad, será la característica fundamental del género humano. Cada especie de hombre tendrá un mundo propio, que no podrá ser sustituido por ningún otro, y en el que cualquier otro tipo no se adaptaría. Y se podrán colonizar más mundos en los que originar nuevas variedades todavía, hasta que de la gran mezcla intelectual la Madre Tierra pueda hacer nacer no un Imperio Terrestre, sino un Imperio Galáctico.»
Keilin dijo, hechizado:
—Usted lo prevé todo con tal seguridad…
—Nada es auténticamente seguro; pero las mentes más destacadas de la Tierra están de acuerdo en esto. Pueden surgir por el camino obstáculos en los que tropezar; pero apartarlos será la gran aventura que habrán de ultimar nuestros tataranietos. De nuestra aventura, una fase ha concluido felizmente y otra se está iniciando. Únase a nosotros, Keilin.
Poco a poco, Keilin empezaba a pensar que quizá Moreno no fuese un monstruo, después de todo…
Lo que más me interesa de Madre Tierra es que parece mostrar claras premoniciones de las novelas Las cuevas de acero y El sol desnudo, que escribiría yo en los años cincuenta.
Un detalle del relato que no sé explicar es el de haber puesto dos personajes cuyos nombres son Moreno, el de uno, y Moreanu, el del otro. No tengo la menor idea de por qué utilicé dos apellidos tan similares. El hecho no encerraba ningún significado, se lo aseguro; sólo descuido. También había un Maynard.
Fuera como fuese, al leer y releer el original, nunca me fijé en el pequeño defecto. En cambio sí lo advertí apenas vi el cuento en letra impresa. Tampoco tengo la menor idea de por qué no lo vio Campbell y no cambió los nombres.
Apenas vendida Madre Tierra empecé un nuevo relato de la serie Fundación titulado And Now You Don’t. Éste sería el último. Lo mismo que El Mulo, tenía una extensión de cincuenta mil palabras, y no lo terminé hasta el 29 de marzo de 1949. Lo presenté a Campbell al día siguiente, y lo aceptó al momento. A dos centavos la palabra, me valió un cheque de mil dólares, el primero de cuatro cifras que cobraba.
Apareció como un serial en tres partes en los números de noviembre y diciembre de 1949 y enero de 1950 de Astounding, y llenó los dos tercios últimos de mi libro Segunda Fundación.
Sin embargo, por aquellas fechas se estaba produciendo un gran cambio en el campo de la ciencia ficción. La bomba atómica había alterado este género, transformándolo de un despreciado campo de cuentos locos en una literatura de espantosa percepción. Una literatura que iba ganando, poco a poco, lectores y estimación. Estaban a punto de salir nuevas revistas, y las grandes casas editoriales empezaban a pensar en publicar colecciones regulares de novelas de ciencia ficción, en tela (que hasta entonces habían sido el dominio de casas pequeñas, especializadas, no más prósperas que las revistas, ni más prometedoras como fuente de ingresos).
La cuestión de las novelas mencionadas interesaba particularmente a Doubleday & Company Inc. (aunque, por supuesto, entonces yo no lo sabía). El 5 de febrero, mientras trabajaba en el último relato de la serie Fundación, asistí a una reunión del Hydra Club, grupo de profesionales de la ciencia ficción que vivían en Nueva York. Allí conocí a un editor de Doubleday, Walter I. Bradbury. Era precisamente quien trataba de montar una colección de ciencia ficción para Doubleday, y manifestó cierto interés por El Mulo.
Sin embargo, yo presté poca atención al caso. La idea de publicar un libro, un libro de verdad en lugar de relatos para revistas, me resultaba tan exótica que no lograba metérmela en la cabeza.
Pero Fred Pohl sí pudo. Había estado en el Ejército, destacado en Italia, y había ascendido hasta la graduación de sargento. Una vez licenciado, volvió a su oficio de agente literario. Yo le había contado, muy indignado, cómo Merwin rehusó mi relato Envejece conmigo, de modo que cuando Bradbury siguió buscando, Pohl le sugirió que echase un vistazo a este cuento mío.
Bradbury manifestó interés y, después de considerable pugna, Pohl consiguió arrebatarme el relato. («No vale nada», repetía yo continuamente; pues nunca me repuse del doble repudio sufrido.)
No obstante, el 24 de marzo de 1949 recibí aviso de que Bradbury se quedarían con Envejece conmigo a condición de que lo ampliase hasta setenta mil palabras. Más aún, me pagaba una opción de 250 dólares, que quedarían en mi bolsillo aunque la revisión no resultara satisfactoria. Era la primera vez que me pagaban algo por adelantado, y yo estaba aturdido.
El 6 de abril empecé la revisión, y el 25 de mayo de 1949 la terminé, cambiando el título por el de Un guijarro en el cielo. El 29 de mayo, Doubleday aceptó la obra, y yo tuve que hacerme a la idea de que iba a publicarse un libro mío.
Pero simultáneamente, mientras luchaba con esta idea, se producía otro cambio.
Quedaba todavía el problema del empleo. Mientras trabajaba para el profesor Elderfield, seguía buscando un puesto para cuando aquel trabajo temporal llegase a su fin, en mayo de 1949. Y no cosechaba éxito ninguno.
El 13 de enero de 1949, el profesor William C. Boyd, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston visitaba Nueva York, y nos conocimos.
El profesor Boyd era un asiduo lector de ciencia ficción, y mis cuentos le habían gustado. Habíamos sostenido correspondencia durante un par de años y nos habíamos hecho bastante amigos. Me dijo, pues, que se creaba un puesto en el departamento de bioquímica de la Facultad y me preguntó si podía interesarme. Claro que me interesaba, pero Boston está a doble distancia de Nueva York que Filadelfia, y a mí me costaba alejarme otra vez de la gran ciudad.
De modo que rechacé el ofrecimiento, aunque no de una manera muy tajante.
Y continué buscando empleo… y continué fracasando.
Por ello reconsideré mi actitud acerca del empleo en la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston y escribí una carta al profesor Boyd diciéndole que quizá sí me interesase, al fin y al cabo.
El 9 de marzo de 1949 fui a Boston por primera vez en mi vida (en coche-cama… pero no dormí). Al día siguiente conocí al profesor Burnham S. Walker, jefe del departamento de bioquímica, quien me ofreció un empleo en la Facultad a cinco mil dólares anuales. Yo no vi más salida al dilema de encontrar empleo que la de aceptar.
¿Debía aceptar? ¿No había ninguna posibilidad de que me ganase la vida como escritor?
¿Cómo podía llegar honradamente a una decisión afirmativa? A mediados de 1949, hacía exactamente once años que escribía. En todo este tiempo, mis ganancias totales hablan ascendido a 7.821’75 dólares, con un promedio de algo más de 710 dólares anuales, o sea, 13’70 por semana. En mis años mejores, como por ejemplo, el séptimo (desde mediados de 1944 a mediados de 1945, cuando vendí cuatro relatos, incluido El Mulo), había ganado 1.600 dólares y entre el décimo y el undécimo juntos, había ganado 3.300. Parecía, pues, que ni siquiera en años buenos podía contar con mucho más de treinta dólares semanales; y con eso no había bastante.
Naturalmente, ahora que iba a publicar un libro…
Pero los libros eran incógnitas. Además, la venta del libro había llegado demasiado tarde. Por la fecha en que Bradbury aceptó Un guijarro en el cielo, ya estaba ligado al nuevo empleo, y dos días después, el 1 de junio de 1949, salía para Boston.
Aquí debo poner punto, porque los múltiples cambios lo pusieron también a la primera fase de mi carrera de escritor.
Me había separado de Campbell, y esta vez para siempre. Le veía de vez en cuando, y nos escribíamos; pero aquella costumbre de las visitas casi semanales no se reanudaría nunca más. Aunque escribí para él y seguí publicando en Astounding, aparecieron nuevas revistas, como The Magazine of Fantasy and Science Fiction en 1949, Galaxy Science Fiction, en 1950, y otras. Mi mercado se ensanchó, y el precio por palabra subió más todavía, a tres centavos e incluso a cuatro centavos por palabra.
La aparición de mi primer libro, Un guijarro en el cielo, el 19 de enero de 1950, introdujo una nueva dimensión en la imagen que me hacía de mí mismo, en mi prestigio en el campo, y en mis ganancias. Siguieron otros libros; unos, novelas nuevas; otros, colecciones de los relatos antiguos.
Mi puesto en la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston me llevó a publicar cosas no pertenecientes a la ciencia ficción. El primer intento fue un libro para estudiantes de Medicina titulado Biochemistry and Human Metabolism. Este libro lo empecé en 1950 en colaboración con los profesores Walker y Boyd. Se hicieron tres ediciones, y aunque más bien fue un fracaso, me permitió descubrir que me gustaba tanto escribir no-ficción como ciencia ficción y me ayudó a iniciar una fase nueva de mi carrera de escritor.
Tomando en cuenta todo esto, no es de extrañar que mis ingresos como escritor empezaran a aumentar rápidamente casi al mismo tiempo que llegaba a Boston. En 1952 ganaba mucho más dinero como escritor que como profesor, y la diferencia aumentó —en favor del escritor— con el paso de los años. En 1957 había decidido (aunque todavía con cierta sorpresa por mi parte) que había sido escritor desde el principio, y que no era otra cosa.
El 1 de julio de 1958, renuncié a mi salario y mis trabajos, aunque, de acuerdo con la Facultad, conservé mi título de profesor auxiliar de Bioquímica. Un título que he conservado hasta el día de hoy. Doy alguna que otra conferencia en la Facultad, cuando me lo piden, y también en otras partes, si me solicitan (cobrando mis honorarios). Por lo demás, me convertí en un escritor profesional e independiente.
Ahora escribir me resulta fácil, y todavía más satisfactorio. Dedico a la tarea unas setenta horas semanales, si se cuentan los trabajos subsidiarios de lectura de pruebas, confección de índices, indagaciones, etc., etc. Salgo a un promedio de siete u ocho libros por año, y éste, The Early Asimov, es el que hace el número 125.
Y, sin embargo, debo reconocer que desde 1949 no he vivido nada parecido al auténtico interés, la animación de aquellos primeros once «años de Campbell», cuando sólo escribía en mis ratos de ocio, y a veces ni siquiera entonces, cuando toda presentación de un relato significaba una ansiedad insoportable, cuando cada vez que me rechazaban uno me sentía profundamente desdichado, y cada vez que me lo aceptaban me sentía en éxtasis, y cada cheque de cincuenta dólares era la fortuna de un Creso.
Y el 11 de julio de 1971, John Campbell, a la edad, todavía temprana, de sesenta y un años, falleció; a las siete y media de la tarde, mientras miraba la televisión, tranquila y pacíficamente, sin sentir ningún dolor.
No hay manera de expresar cuánto significaba para mí y cuánto hizo por mí, excepto, quizá, escribiendo este libro que evoca una vez más aquellos días de un cuarto de siglo atrás.