LA CARRERA DE LA REINA ENCARNADA
Ahí tienen un rompecabezas. ¿Es un delito traducir al griego un libro de texto de química?
O digámoslo de otro modo: si una de las mayores centrales atómicas del país queda completamente destruida en un experimento no autorizado, ¿ha de haber forzosamente un delincuente cómplice del hecho?
Estos problemas sólo se presentaron con el tiempo, por supuesto. Empezamos con la central atómica… agotada. Quiero decir auténticamente agotada. No sé exactamente la magnitud de la potencia fisionadora… pero en dos relampagueantes microsegundos, lo tuvo todo fisionado.
No hubo explosión. No hubo una densidad indebida de rayos gamma. Se trataba simplemente de que las partes móviles de la estructura entera se habían fundido. Todo el edificio principal estaba algo caliente. La atmósfera, en más de dos kilómetros a la redonda, se puso suavemente templada. Quedó tan sólo un edificio muerto, inútil, cuyo reemplazo costó después cien millones de dólares.
Ocurrió a eso de las tres de la madrugada, y hallaron a Elmer Tywood solo en la cámara central de alimentación. Se puede resumir en poco espacio lo que se encontró.
1. Elmer Tywood —doctor miembro de Esto y socio honorario de Aquello en otro tiempo joven colaborador del primitivo Proyecto Manhattan y actualmente profesor activo de Física Nuclear— no era un entrometido. Tenía un Pase Clase-A Sin Restricciones. Pero no se halló dato alguno acerca del objetivo que pudiera haberle guiado allí en aquellos momentos. Una mesa sobre ruedecillas contenía instrumental cuya fabricación no constaba en ninguna parte que se hubiera solicitado jamás. También eso constituía una sola masa fundida… no demasiado caliente para tocarla.
2. Elmer Tywood estaba muerto. Se hallaba tendido junto a la mesa; la cara, congestionada, casi negra. No se apreciaba ningún efecto de radiación. No se notaba fuerza externa de ninguna clase. El médico dijo que había sido una apoplejía.
3. En la caja fuerte del despacho de Elmer Tywood encontraron dos artículos desconcertantes: veinte hojas de papel de escribir de 35×45, llenas de algo que parecía cálculos matemáticos, y un volumen tamaño folio en un idioma extranjero, que resultó ser griego. Y el asunto traducido a tal idioma resultó ser química.
El secreto con que se envolvió el desastre fue tan aterrador que todo lo que se refería al mismo quedaba muerto. Es la única palabra que puede describirlo. Veintisiete hombres y mujeres, contados todos, incluidos el secretario de Defensa, el secretario de Ciencia y dos o tres más de tan elevada jerarquía que el público en general no los conocía en absoluto, entraron en la central generadora durante el período de investigación. A todos los que habían estado en la central aquella noche, al físico que identificó a Tywood, al médico que lo examinó, los sometieron a un virtual arresto domiciliario.
Ningún periódico conoció la noticia. Ningún locutor de radio o de televisión la supo. Unos pocos miembros del Congreso se enteraron de algún fragmento.
¡Y era muy natural! Cualquier persona, grupo o nación capaces de extraer la energía disponible del equivalente de veinte a cincuenta kilogramos de plutonio sin hacerlo estallar tenía la industria de América y su defensa tan por completo en la palma de la mano que la luz y la vida de ciento sesenta millones de personas se podían apagar entre dos bostezos.
¿Fue Tywood? ¿O Tywood y otros? ¿O simplemente otros, a través de Tywood?
¿Y mi empleo? Yo era el señuelo, o el hombre de paja, si lo prefieren. Alguien ha de rondar por la universidad y obtener información sobre Tywood. Al fin y al cabo, había desaparecido. Podía tratarse de una amnesia, un atraco, un secuestro, un asesinato, una fuga, una demencia, un accidente… Yo podía dedicarme a esta tarea durante cinco años seguidos y coleccionar miradas hoscas y acaso desviar la atención. Sin duda alguna, la cosa no anduvo por estos caminos.
Pero no crean que estuve en el ajo de la cuestión desde el principio y por completo. No era uno de los veintisiete hombres que he mencionado al principio, aunque mi jefe sí lo era. Pero sabía algo, lo suficiente para ponerme en marcha.
El profesor John Keyser se dedicaba también a la física. No llegué hasta él inmediatamente. Debía llenar un montón de formalidades rutinarias del modo más concienzudo que supiera No tenía sentido alguno. Pero era muy necesario. El caso es que ahora estaba en la oficina de Keyser.
Las oficinas de los profesores son características. Nadie les quita el polvo sino alguna cansada mujer de la limpieza que entra y sale arrastrando los pies a las ocho de la mañana. Pero, de todos modos, el profesor nunca se fija en el polvo. Montones de libros, no demasiado ordenados. Los más cercanos a la mesa son los que el profesor lee más; las conferencias se las copia de allí. Los que están fuera del alcance de la mano se encuentran donde los dejó, al devolverlos, un estudiante que los pidió prestados. También hay revistas profesionales que parecen baratas y son endiabladamente caras, esperando por allí hasta que quizá algún día alguien las lea. Y abundancia de papeles en la mesa; algunos con frases garabateadas.
Keyser era un hombre mayor, de la generación de Tywood. Tenía la nariz grande y bastante rojiza, y fumaba en pipa. Sus ojos tenían esa mirada campechana y nada rapaz que casa bien con un empleo académico… sea porque esa clase de empleo atrae a esa clase de hombre, sea porque tal tipo de empleo produce tal tipo de hombre.
—¿A qué trabajo se dedica ahora el profesor Tywood? —pregunté.
—Investigaciones físicas.
Respuestas similares rebotan en mi rostro. Unos años atrás solían volverme loco. En esta ocasión, dije, simplemente:
—Eso ya lo sabemos, profesor. Son los detalles lo que busco.
Él me guiñó el ojo con aire tolerante:
—Sin duda los detalles no le servirán de mucho, a menos que usted también sea un físico investigador. ¿Importa mucho… dadas las circunstancias?
—Quizá no. Pero ha desaparecido. Si le ha ocurrido algo que se deba… —esbocé muy intencionadamente un gesto de pelea— a un juego sucio, la causa puede nacer del trabajo que estuviera haciendo… A menos que sea un hombre rico y lo hayan eliminado por dinero.
—Los profesores de universidad no suelen ser ricos —objetó Keyser con una risita seca—. La mercancía que expendemos suele ser poco apreciada por abundar muchísimo en el mercado.
Yo pasé por alto la observación, porque sé que mi aspecto me perjudica. En realidad terminé los estudios con la calificación de «muy bueno», traducida al latín para que el presidente de mi colegio pudiera leerla, y en toda mi vida nunca he jugado un partido de rugby. Pero mi aspecto físico parecía decir exactamente lo contrario.
—Entonces, sólo podemos tomar en consideración su trabajo —comenté.
—¿Piensa en espías? ¿En intrigas internacionales?
—¿Por qué no? ¡Ha ocurrido otras veces! Al fin y al cabo, es un físico nuclear, ¿verdad?
—Lo es. Pero también hay otros. También lo soy yo.
—Ah, pero quizá él sepa algo que usted no sabe.
Keyser apretó los dientes. Cogidos por sorpresa, los profesores se comportan exactamente igual que las demás personas. Keyser replicó, envarado:
—Según recuerdo, Tywood ha publicado documentos sobre el efecto de la viscosidad de los líquidos en las proximidades de la línea de Rayleigh, sobre ecuaciones de campo de órbitas elevadas y sobre el espín en las órbitas de acoplamiento de dos nucleones, pero su trabajo principal versa sobre momentos cuadrupolares. Yo soy bastante competente en estas materias.
—¿Trabaja ahora en momentos cuadrupolares? —quería abstenerme de poner el dedo en la llaga de nadie, y creo que lo conseguí.
—Sí… en cierto modo —casi restañaba los dientes—. Es posible que acabe por llegar a la fase experimental. Parece haber pasado la mayor parte de su vida trabajando en las consecuencias matemáticas de una teoría especial suya propia.
—Como éstas —y le arrojé una hoja.
Era una de las que había en la caja fuerte de Tywood. Lo más probable, sin embargo, era que aquello no significara nada, aunque sólo fuera por haberse encontrado en la caja fuerte de un profesor. Es decir, a veces los profesores ponen cualquier papel en la caja fuerte apremiados por la necesidad del momento, porque el cajón de la mesa donde deberían guardar el papelito en cuestión está lleno de ejercicios de examen sin calificar. Y, por supuesto, después nunca sacan nada. Habíamos encontrado en dicha caja fuerte empolvados frascos de cristales amarillentos con unas etiquetas apenas legibles; unos libritos mimeografiados que databan de la Segunda Guerra Mundial, con la calificación de «Reservados»; una copia de un antiguo anuario del colegio; algunas cartas relativas a un posible empleo de director de investigaciones de la American Electric, con fecha de diez años atrás, y, por supuesto, unos papeles de química en griego.
La hoja suelta también se encontró allí. Estaba enrollada como un diploma académico, con una anilla de goma sujetándola y sin ninguna etiqueta ni ningún título descriptivo. Unas veinte hojas aparecían cubiertas de señales de tinta, meticulosas y diminutas…
Yo tenía una hoja de aquel pliego. No creo que nadie en el mundo tuviera más de una. Y estoy seguro de que ningún hombre, excepto uno, supiera que la pérdida de aquella hoja determinada y la pérdida de la vida de aquel hombre determinado serían dos acontecimientos tan simultáneos como el Gobierno pudiera conseguir.
Por ello le arrojé la hoja a Keyser como si fuese un papel que hubiera encontrado en el campus arrastrado por el viento.
Keyser lo miró con gran atención, y lo volvió del dorso, que estaba en blanco. Sus ojos recorrieron desde la línea superior a la inferior, y después subieron de la inferior a la superior.
—No sé a qué se refiere esto —dijo, las palabras le parecieron ácidas hasta a él.
No respondí nada. Me limité a doblar el papel y me lo volví a guardar en el bolsillo interior de la chaqueta.
Keyser añadió en tono petulante:
—Ustedes los legos se equivocan al pensar que a los científicos les basta con mirar una ecuación y decir: «Ah, sí…» y luego pueden ponerse a escribir un libro sobre ella. La matemática no posee una existencia propia; no es más que un código arbitrario ideado para describir observaciones físicas o conceptos filosóficos. Cada hombre puede adaptarlo a sus necesidades particulares. Por ejemplo, nadie puede mirar un símbolo y estar seguro de lo que significa. Hasta la fecha, la ciencia ha utilizado todas las letras del alfabeto, mayúsculas, minúsculas y en bastardilla, y cada una de ellas simboliza diversas cosas. Ha utilizado letras en negrita, letras góticas y letras griegas, lo mismo mayúsculas que minúsculas; subrayados, superrayados, asteriscos y hasta letras hebreas. Científicos distintos utilizan símbolos diferentes para el mismo concepto e idéntico símbolo para conceptos distintos. De modo que si usted le enseña a uno, quienquiera que sea, una página suelta como ésa, sin darle noticia de la materia investigada ni de la simbología particular empleada, la persona en cuestión no le hallará ningún sentido.
—Pero usted ha dicho que trabajaba en momentos cuadrupolares —le interrumpí—. ¿Y esto no le da ningún sentido? —me di unos golpecitos en el lugar del pecho donde la hoja de papel había ido practicando un agujero en la chaqueta durante dos días.
—No sabría descifrarlo. No he visto ninguna de las relaciones corrientes que esperaba estuvieran implicadas. Al menos no he reconocido ninguna. Aunque, evidentemente, no puedo comprometerme.
Hubo un corto silencio, al cabo del cual, dijo:
—Le daré una indicación. ¿Por qué no consulta a sus alumnos?
Yo enarqué las cejas.
—¿Quiere decir en sus clases?
—¡No, por amor de Dios! —parecía molesto—. ¡Sus alumnos en investigación! ¡Los candidatos al doctorado! Han trabajado con él. Conocen los detalles de su labor mejor que yo y que nadie de esta facultad, y podrían saber de qué se trata.
—Es una buena idea —dije en tono indiferente. Y lo era. No sé por qué, pero a mí no se me hubiera ocurrido jamás. Me imagino que será porque parece muy natural suponer que cualquier profesor ha de saber más que ningún estudiante.
Keyser se cogió la solapa, al mismo tiempo que yo me levantaba para salir.
—Por lo demás —dijo—, me parece que sigue usted una pista equivocada. Se lo digo en confianza, ¿comprende?, y no lo diría jamás si no fuera por lo extraordinario de las circunstancias; pero a Tywood no se le considera una gran figura en la profesión. Ah, sí, es un buen profesor, lo reconozco; pero los documentos que ha publicado sobre investigaciones no han gozado nunca de mucho aprecio. Siempre tendió hacia vagas elucubraciones teóricas, no respaldadas por pruebas experimentales. Ese papel que trae usted constituye, probablemente un ejemplo más. No es posible que nadie quisiera…, quisiera raptarle por una cosa así.
—¿De veras que no? Comprendo. ¿Tiene alguna idea de por qué se ha marchado, o adónde ha ido?
—Nada en concreto —respondió haciendo un puchero con los labios—, pero todo el mundo sabe que está enfermo. Tuvo un ataque hace un par de años que le obligó a dejar las clases por un semestre. Y no se repuso del todo. El costado izquierdo le quedó paralizado durante un tiempo; todavía cojea. Otro ataque le mataría. Y puede sobrevenirle en cualquier momento.
—Entonces, ¿cree que ha muerto?
—No sería imposible.
—Pero ¿dónde está el cadáver, entonces?
—Pues… eso es lo que debe descubrir usted, supongo.
Lo era. Y me marché.
Me entrevisté con cada uno de los cuatro alumnos de investigaciones de Tywood en un volumen de caos llamado laboratorio de investigación. Esos laboratorios de investigaciones para estudiantes suelen tener a dos esperanzados trabajando en ellos, es decir, una población flotante de dos, porque cada año, poco más o menos, se van reemplazando.
Por consiguiente, el laboratorio tiene sus pilas de equipo en hileras. En los bancos del aposento se encuentra el instrumental de uso inmediato, y en tres o cuatro cajones más cercanos están los recambios y suplementos de uso más probable. En los cajones más distantes, en los estantes más próximos al techo, en rincones apartados, quedan descoloridos restos de pasadas generaciones de estudiantes…, trastos raros que nunca se utilizan ni nunca se tiran a la basura. Se suele afirmar, por cierto, que ningún estudiante investigador conoció jamás todo lo que contenía su laboratorio.
Los cuatro estudiantes de Tywood estaban preocupados. Aunque tres de ellos lo estaban principalmente por su situación personal. Es decir, por el efecto posible de la ausencia de Tywood en la situación de su «problema». Deseché a los tres mencionados —confío que ahora ya tienen sus diplomas— y llamé al cuarto.
Era el que tenía un aspecto más demacrado y el que se había mostrado menos comunicativo; cosa que yo tomaba por un signo esperanzador.
En este momento estaba sentado muy erguido en la silla de duro respaldo que había a la derecha de la mesa, mientras yo me arrellanaba en un crujiente sillón giratorio y me apartaba el sombrero de la frente. Se llamaba Edwin Howe y, más tarde, también consiguió el diploma. Lo sé porque ahora es un tío importante del Departamento de Ciencia.
—Me figuro que usted hace el mismo trabajo que los otros muchachos —dije.
—Todo es trabajo nuclear, en cierto modo.
—¿Pero no es exactamente el mismo?
Él movió la cabeza despacio.
—Escogemos aspectos distintos. Ya sabe usted, uno tiene que inclinarse por una cosa muy concreta, de lo contrario no podrá publicar nada. Todos hemos de conquistar nuestros títulos.
Lo dijo exactamente igual que usted o yo diríamos: «Tenemos que ganarnos la vida.» Y acaso sea la expresión equivalente para ellos.
—Muy bien —contesté—. ¿Qué aspecto ha escogido usted?
—Yo hago las matemáticas —respondió él—. Quiero decir, con el profesor Tywood.
—¿Qué clase de matemáticas?
Él sonrió levemente, envolviéndose en la misma clase de atmósfera que yo había observado en el caso del profesor Keyser aquella mañana. Una especie de atmósfera de «¿Y cree de verdad que yo puedo explicar mis profundos pensamientos a un tontuelo como usted?»
No obstante, lo que dijo en voz alta fue:
—Sería un poco complicado explicarlo.
—Yo le ayudaré —aduje—. ¿Sería algo como eso? —Y le arrojé la hoja de papel.
Éste ni siquiera le echó una ojeada general. Se limitó a cogerla al instante y emitió un leve gemido:
—¿De dónde la ha sacado?
—De la caja fuerte de Tywood.
—¿Tiene también las otras?
—Están bien guardadas —contesté, saliendo por la tangente.
Él se tranquilizó un poco; sólo un poco.
—No se la habrá enseñado a nadie, ¿verdad que no?
—Se la he enseñado al profesor Keyser.
Howe emitió un sonido descortés con el labio inferior y los incisivos superiores.
—Ese jumento. ¿Y qué ha dicho?
Yo puse las palmas de las manos cara arriba, y Howe soltó la carcajada. Luego dijo, con aire distraído:
—Bueno, eso son garabatos que suelo hacer yo.
—¿Y a qué se refieren? Póngalos de modo que yo pueda entenderlos.
Noté un claro titubeo. Y él me dijo:
—Mire. Esto es materia confidencial. Ni siquiera los otros estudiantes de Papá saben nada de ello. Tampoco yo creo saberlo todo. Ya sabe, en este caso no se trata de perseguir un diploma; se trata del Premio Nobel de Papá Tywood, y significará para mí el cargo de profesor auxiliar en el Instituto Tecnológico de California. Esto ha de ser publicado antes de que nadie hable de ello.
Yo moví la cabeza muy despacio y hablé dando un acento muy suave a mis palabras:
—No, hijo. Usted está en un error. Tendrá que hablar de esto antes de que se publique, porque Tywood ha desaparecido y quizá haya muerto, o acaso no. Y si ha muerto, quizá lo hayan asesinado. Y cuando el departamento sospecha que se ha cometido un asesinato, todo el mundo habla. De modo que la cosa se le pondrá fea, muchacho, si intenta quedarse algo en secreto.
El truco salió bien. Yo sabía que saldría, porque todo el mundo lee novelas policíacas y se sabe todos los clisés. El estudiante saltó de la silla y fue soltando las palabras como si tuviera el libreto delante.
—Sin duda —dijo—, no sospechará usted que yo…, yo sea capaz de una cosa así. Oiga…, oiga, mi carrera…
Le empujé hacia la silla de nuevo con las primeras gotitas de sudor en la frente. Por mi parte, recité el segundo párrafo:
—Yo no sospecho nada de nadie todavía. Y si habla, camarada, no se hallará en ningún conflicto.
El muchacho estaba dispuesto.
—Todo lo que voy a decirle ahora es estrictamente confidencial.
Pobre chico. No sabía el sentido de la palabra «estrictamente». No permaneció nunca fuera de la mirada de un agente desde aquel instante hasta que el Gobierno decidió enterrar el caso con el único comentario final de «?» (Sí, entre comillas. Y no bromeo. Hasta la fecha, el caso no está ni abierto ni cerrado. Está simplemente «?».)
Él dijo, dubitativo:
—Supongo que usted sabe qué es tiempo de traslación.
Claro que sabía qué era. Mi chico mayor tiene doce años y se empapa de los programas de tele de la tarde hasta que se hincha visiblemente con la bazofia que absorbe por los ojos y los oídos.
—¿Qué me dice del tiempo de traslación? —pregunté.
—En cierto sentido, podemos realizarlo. En realidad es lo que podríamos llamar traslación microtemporal…
Faltó poco para que yo perdiera la paciencia. La verdad es que creo que la perdí. Parecía obvio que trataba de engañarme; y sin ninguna finura. Estoy acostumbrado a que la gente piense que tengo cara de tonto, ¡pero no tanto! Así pues, con voz muy gutural, pregunté:
—¿Quiere usted decirme que Tywood se encuentra en alguna parte del tiempo, lo mismo que Ace Rogers, el Agente del Tiempo Solitario? —(Ése era precisamente el programa favorito de mi chico. Aquella semana Ace Rogers, solito, sin ayuda de nadie, le paraba los pies a Genghis Khan.)
Pero el muchacho puso una cara tan disgustada como debía tenerla yo.
—No —gritó—. Yo no sé dónde está Papá. Si usted me hubiera escuchado, he dicho «traslación microtemporal». No, esto no es un espectáculo de la tele, ni es magia; se da el caso de que esto es ciencia. Por ejemplo, le supongo enterado de la equivalencia materia-energía.
Hice un signo afirmativo malhumorado. Lo sabe todo el mundo, desde lo de Hiroshima, en la penúltima guerra.
—De acuerdo, pues —continuó él—, eso vale como punto de partida. Mire, si coge una masa material y le aplica una traslación temporal (ya sabe, la hace retroceder en el tiempo) usted crea realmente materia en el punto del tiempo al que la envía. Para ello tiene que emplear una cantidad de energía equivalente a la cantidad de materia que ha creado. En otras palabras, para enviar un gramo (o un kilogramo, para el caso) de lo que sea atrás en el tiempo, tiene que desintegrar este gramo, o este kilogramo de materia por completo, para procurarse la energía que se precisa.
—Humm-mm-mm —dije yo—, esto sería crear esa cantidad de materia en el pasado. ¿Y no destruye usted la misma cantidad de materia al quitarla del tiempo presente? ¿No significa eso crear la cantidad equivalente de energía?
Él parecía tan molesto como un sujeto sentado sobre un abejorro que no estuviera muerto. Por lo visto, nunca se admite que los legos puedan discutir con los científicos.
—Yo trataba de simplificar para que usted pudiera entenderlo —me dijo—. En realidad, es mucho más complicado. Sería muy bonito que pudiéramos utilizar la energía de la desaparición para producir una reaparición, pero eso sería trabajar en un círculo, créame. Las exigencias de la entropía lo impedirían. Para expresarlo de un modo más riguroso, la energía se precisa para vencer la inercia del tiempo y actúa precisamente de tal modo que la energía en ergios necesaria para mandar al pasado una masa, en gramos, es igual a esa masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz en centímetros por segundo. Lo cual resulta ser la ecuación de equivalencia masa-energía de Einstein. Puedo darle la fórmula matemática, ya sabe.
—Lo sé —procuré suavizar y volver a su sitio parte de aquella mal empleada vehemencia—. Pero, todo eso, ¿lo comprobaron experimentalmente? ¿O lo han calculado sobre el papel, nada más?
Evidentemente, lo que importaba era que continuara hablando.
En los ojos del muchacho había esa luz singular que me han dicho que se enciende en los de todo estudioso investigador cuando le piden que hable del problema que le obsesiona. Lo discutirá con cualquiera, hasta con un «simple patán»… que era lo que convenía en aquel momento.
—Vea usted —dijo con el acento del hombre que te comunica la trampa de un negocio sucio—, el origen de toda esa cuestión fue el asunto ese del neutrino. Desde finales de los años treinta están buscando el neutrino, y no lo han encontrado. Es una partícula subatómica sin carga y con una masa mucho menor todavía que la del electrón. Naturalmente, es casi imposible localizarlo, y no lo ha sido todavía. A pesar de lo cual, siguen buscando; porque, suponiendo que exista, las energías de algunas reacciones nucleares no se pueden equilibrar. Así pues, Papá Tywood tuvo la idea, hace unos veinte años, de que una parte de energía iba desapareciendo, en forma de materia, atrás en el tiempo. Nos pusimos a trabajar en ello (o sea, se puso él) y yo he sido el primer estudiante que ha colaborado con él en esta investigación.
»Evidentemente, teníamos que trabajar con cantidades de materia pequeñísimas y… bueno, fue un golpe genial por parte de Papá que se le ocurriera utilizar vestigios de isótopos radiactivos. Ya sabe usted, siguiendo su actividad con contadores, se puede trabajar hasta con unos pocos microgramos. La variación de la actividad con el tiempo debería seguir una ley muy definida y sencilla que no se ha alterado jamás por ninguna condición de laboratorio conocida.
»Bien, nosotros habíamos mandado una motita quince minutos atrás, digamos, y quince minutos antes de que lo hiciéramos (todo estaba dispuesto automáticamente, comprenda usted) la cuenta saltó a casi el doble de lo previsto, descendió al valor normal, y después se desplomó (en el momento que lo mandábamos para atrás) por debajo de lo que normalmente hubiera debido ser. Comprenda, el material se remontó sobre sí mismo en el tiempo, y durante quince minutos lo contamos duplicado…
Yo le interrumpí:
—¿Quiere decir que tenían los mismos átomos existiendo en dos sitios al mismo tiempo?
—Sí —respondió con leve sorpresa—, ¿por qué no? Por eso utilizamos tanta energía: el equivalente para crear dichos átomos —luego siguió precipitadamente—: Voy a decirle en qué consiste mi trabajo particular. Si se manda quince minutos atrás el material, aparentemente se manda, al mismo lugar con respecto a la Tierra, a pesar de que ésta en quince minutos ha recorrido unos veinticinco mil setecientos cincuenta kilómetros alrededor del Sol, y el propio Sol recorre otros millares de kilómetros, etc., etc. Pero hay ciertas menudas discrepancias que yo he analizado y que resultan debidas, posiblemente, a dos causas.
»Primera: existe un efecto de rozamiento (si se puede emplear esta expresión), de manera que la materia se desvía un poco con respecto a la Tierra; dependiendo de cuanto se haga retroceder en el tiempo, y de la naturaleza de dicho material. Por otro lado, parte de la discrepancia sólo se puede explicar presuponiendo que el paso a través del tiempo requiere a su vez cierto tiempo.
—¿Cómo es eso? —exclamé.
—Lo que quiero decir es que parte de la radiactividad se distribuye uniformemente por el tiempo de traslación como si el material sometido a prueba hubiese reaccionado durante la marcha atrás en el tiempo según una cantidad constante. Mis cálculos muestran que… mire, si usted tuviera que ser trasladado para atrás en el tiempo, envejecería un día por cada cien años. O, para expresarlo de otro modo, si usted pudiera estar observando una esfera que registrara el tiempo en el exterior de una «máquina de tiempo», su reloj andaría veinticuatro horas mientras la esfera registradora retrocedería cien años. Ésa es una constante universal, creo, porque la velocidad de la luz es asimismo una constante universal. Sea como fuere, ése es mi trabajo.
Al cabo de unos minutos de digerir lo que acababa de escuchar, pregunté:
—¿De dónde sacaban la energía necesaria para sus experimentos?
—Montaron una línea especial de la central generadora. Papá es un pez gordo aquí, y logró que se la concedieran.
—Humm-mm-mm. ¿Cuál fue la mayor cantidad de materia que mandaron hacia el pasado?
—Pues… —y levantó la vista al techo— creo que una vez mandamos para atrás una centésima de miligramo. O sea, diez microgramos.
—¿Intentaron alguna vez enviar algo al futuro?
—Eso no resulta —contestó—. Es imposible. No se pueden cambiar los signos de ese modo, porque la energía requerida se vuelve más que infinita. Es una proposición en un solo sentido.
Yo clavaba la vista en mis uñas.
—¿Cuánta materia podría enviar para atrás en el tiempo si fisionara…, digamos unos cien kilogramos de plutonio? —yo me decía que, en todo caso, los hechos se volvían demasiado evidentes.
La respuesta no tardó en venir:
—En la fisión del plutonio —dijo—, no se convierte en energía más allá de un dos por ciento de la masa. Por consiguiente, cien kilogramos de plutonio, consumidos totalmente, mandarían hacia el pasado uno o dos kilogramos.
—¿Y eso es todo? ¿Podrían controlar esa energía? Quiero decir que un centenar de kilogramos de plutonio significan una explosión mayúscula.
—Todo es relativo —replicó él un tanto pomposo—. Si se coge toda esa energía y se suelta en pequeñas cantidades cada vez, se puede manejar. Si se soltara toda de golpe, pero se utilizase con la misma rapidez con que se libera, también se podría controlar. Al enviar materia hacia el pasado, la energía se puede utilizar más aprisa todavía de lo que se produce incluso mediante la fisión. Teóricamente, por lo menos.
—Pero ¿cómo se desembarazan de ella?
—Se distribuye a través del tiempo, naturalmente. Por supuesto, el tiempo mínimo a través del cual se puede trasladar materia dependería, por tanto, de la masa de materia. De otro modo, uno se expone a tener una densidad de energía demasiado grande con relación al tiempo.
—Muy bien, muchacho —dije yo—. Voy a llamar al cuartel general, y ellos enviarán un agente que le acompañará a casa. Usted se quedará allí un tiempo.
—Pero… ¿por qué?
—No será mucho tiempo.
No fue mucho… y después se lo compensaron.
Yo pasé la tarde en el cuartel general. Teníamos una biblioteca allá…, una biblioteca muy especial. La mañana siguiente a la explosión, dos o tres agentes se habían ido calladamente a las bibliotecas de física y química de la Universidad. Eran expertos en la cuestión. Estos agentes localizaron todos los artículos que Tywood había publicado en todos los periódicos científicos y habían arrancado hasta la última página de los mismos. Por lo demás, no estropearon nada.
Otros hombres repasaron archivos de revistas y listas de libros. Al final se montó en el cuartel general una habitación que representaba una «Tywoodeca» completa. No se había perseguido un objetivo concreto al hacerlo así. Representaba tan sólo un ejemplo de la perfección y la amplitud —la totalidad, diríamos— con que se enfocaba un problema de esta índole.
Yo revolví toda aquella biblioteca. No los documentos científicos. Sabía que no encontraría en ellos nada de lo que buscaba. Pero Tywood había escrito una serie de artículos para una revista veinte años atrás, y ésos sí los leí. Y me tragué toda muestra de correspondencia particular que pudieron reunir.
Después, me limité a sentarme a meditar… y me asusté.
Me acosté a eso de las cuatro de la madrugada y tuve pesadillas.
A pesar de lo cual estaba en el despacho particular del jefe a las nueve de la mañana.
Es un hombre fornido, el jefe, con pelo gris acero, perfectamente alisado. No fuma, pero tiene una caja de cigarros en el despacho y cuando quiere pasar unos segundos sin decir nada, coge uno, lo hace rodar un poco, se lo clava en medio de los labios y lo enciende con mucho cuidado. Por entonces, o ya tiene algo que decir, o no tiene que decir nada en absoluto. Y suelta el cigarro en el cenicero y deja que se consuma solo.
Solía gastar una caja de cigarros cada tres semanas, y todas las Navidades la mitad de los regalos que recibía contenían cajas de cigarros.
Sin embargo, ahora no cogía ninguno. Se limitaba a cerrar las manazas, juntando ambos puños sobre la mesa, y a mirarme con la frente arrugada.
—¿Qué se fragua?
Se lo expliqué. Muy despacio, porque la traslación microtemporal no le sienta bien a nadie, especialmente si uno la llama viaje en el tiempo, como lo hice yo. Como signo de lo seria que estaba la cosa diré que no me preguntó más que una sola vez si estaba loco.
Cuando hube terminado, nos quedamos mirándonos fijamente el uno al otro. Por fin él dijo:
—¿Y usted cree que intentó mandar algo hacia el pasado…, algo entre medio kilo y un kilo… y que así fue como mandó por los aires una central entera?
—Parece una explicación lógica —respondí.
Y le dejé en paz un rato. Él meditaba, y yo quería que siguiera haciéndolo. Quería que pensara, si fuera posible, en lo mismo que estaba pensando yo; para que así no tuviera que explicárselo…
Porque me repugnaba tener que explicárselo…
En primer lugar, porque era una locura. Y en segundo, porque era demasiado horrible.
Así pues, guardé silencio, y él continuó pensando, y de vez en cuando sus pensamientos salían a la superficie.
Al cabo de un rato, dijo:
—Suponiendo que el estudiante, Howe, le haya dicho la verdad (y, de paso, será conveniente que compruebe sus cuadernos de notas, que espero habrá depositado usted…)
—Toda el ala de aquel piso está fuera de jurisdicción, señor. Edwards tiene los cuadernos de notas.
—Muy bien —prosiguió el jefe—. Suponiendo que nos contara todo lo que sabe, ¿por qué saltó Tywood de menos de un miligramo a casi medio kilo? —sus ojos descendieron hasta mí, con una mirada dura—. Ahora usted se está concentrando en el aspecto de viaje por el tiempo. Deduzco que para usted ése es el punto crucial y la energía que se precisa no es más que un detalle incidental, puramente incidental.
—Sí, señor —dije en tono sombrío—. Eso pienso, exactamente.
—¿No ha reflexionado que podría equivocarse? ¿Que podría haber invertido la cuestión?
—No le comprendo bien.
—Pues mire, usted dice que ha leído todo lo de Tywood. De acuerdo. Era uno de aquel puñado de científicos de después de la Segunda Guerra Mundial que lucharon contra la bomba atómica; querían un estado universal… Está enterado, ¿no?
Yo asentí.
—Padecía un complejo de culpabilidad —afirmó el jefe con energía—. Había ayudado a producir la bomba y por las noches no podía dormir pensando en lo que había hecho. Alimentó este miedo durante años y años. Y aunque la bomba no se empleó en la Tercera Guerra Mundial, ¿se imagina lo que debía significar para él cada día de incertidumbre? ¿Puede imaginarse el horror que retorcía su alma mientras esperaba que otros tomaran la decisión, hasta que se llegó por fin al Compromiso del Sesenta y Cinco?
»Tenemos un análisis psiquiátrico completo de Tywood y varios otros congéneres suyos, realizado durante la última guerra. ¿Lo sabía usted?
—No, señor.
—Es cierto. Después del sesenta y cinco dejamos de preocuparnos, por supuesto, dado que con el establecimiento del control mundial en materia de energía atómica, la recogida de reservas de bombas atómicas en todos los países y el establecimiento de investigaciones conjuntas entre las varias esferas de influencia del planeta, la mente científica se sintió libre de la mayoría de conflictos éticos que la atormentaban.
»Pero lo que se averiguó por aquellos días era cosa grave. En 1964, Tywood tenía un morboso odio subconsciente contra la idea misma de la energía atómica. Empezó a cometer errores; equivocaciones serias. Llegó el momento en que hubimos de apartarle de toda clase de investigaciones. Y lo mismo sucedió con varios otros, aunque la situación se presentaba mal por aquellos días. Acabábamos de perder la India, si lo recuerda.
Considerando que yo me encontraba en la India en aquellos momentos, había de acordarme. Pero seguía sin ver adónde se dirigía.
—Bueno —prosiguió—, ¿qué pasaría si alguna reminiscencia de aquella actitud quedó enterrada en el subconsciente de Tywood hasta el final? ¿No ve usted que ese viaje por el tiempo es un arma de doble filo? ¿Por qué mandar una cantidad de cualquier sustancia hacia el pasado, al fin y al cabo? ¿Por el gusto de realizar una demostración? Habría demostrado su teoría lo mismo si sólo enviaba una fracción de miligramo. Supongo que con ello bastaba para que le dieran el Premio Nobel.
»Pero había una cosa que podía lograr con medio kilo de materia, y no con un miligramo, y esta cosa era dejar agotada una central generadora. De modo que esto es lo que debió de proponerse. Había descubierto una manera de consumir cantidades inconcebibles de energía. Mandando al pasado cuarenta kilogramos de polvo podía destruir todo el plutonio existente en el mundo; podía agotar la energía atómica por un período indefinido.
Yo no estaba nada impresionado, pero traté de que no se notara demasiado. Y me limité a decir:
—¿Le cree capaz de imaginarse que podría salir incólume de la aventura más de una vez?
»La suposición se funda en el hecho de que no era un hombre normal. ¿Cómo sabe si era capaz de imaginarse que sí podría? Además, podría haber detrás de él otros hombres (con menos ciencia y más cerebro) perfectamente dispuestos a seguir adelante a partir de este punto.
»¿Se ha localizado ya a alguno de tales hombres? ¿Hay pruebas de que existan?
Una corta espera, y su mano fue hacia la caja de cigarros. Su mirada examinaba atentamente el que había cogido y lo volvía ora de esta punta, ora de la otra. Un poco más de espera. Yo tenía mucha paciencia.
Luego lo soltó decididamente, sin encenderlo.
—No —dijo. Me miró fijamente; me contempló de hito en hito como si quisiera penetrarme con la mirada y dijo—: Entonces, ¿todavía no le convence la suposición?
Yo levanté los hombros.
—Bueno… No me parece acertada.
—¿Tiene una idea propia?
—Sí. Pero no me decido a hablar de ella. Si me equivoco, soy el hombre más equivocado que haya existido en el mundo; pero si acierto, soy el más acertado.
—Escucho —dijo él, llevando la mano debajo de la mesa.
Era el cierre hermético. La habitación estaba acorazada, perfectamente aislada para el sonido y para toda clase de radiaciones, excepto en caso de explosión nuclear. Y con la disimulada señal aparecida fuera en la mesa de su secretaria, ni el presidente de Estados Unidos habría podido interrumpirnos.
Yo me arrellané en el asiento y dije:
—Jefe, ¿recuerda por casualidad cómo conoció a su esposa? ¿Fue por una cosa sin importancia?
Debió considerar mi pregunta un non sequitur. ¿Qué otra cosa podía parecerle? Pero ahora me daba rienda suelta, y tendría sus buenos motivos, supongo. De modo que se limitó a sonreír y respondió:
—Yo estornudé, y ella se volvió. Era en la esquina de una calle.
—¿Por qué motivo estaba usted en aquella esquina en aquel momento? ¿Por qué estaba ella? ¿Recuerda qué le hizo estornudar? ¿Dónde cogió el resfriado? ¿O de dónde vino la motita de polvo? Imagine el sinfín de factores que hubieron de coincidir en el lugar y el momento precisos para que usted conociera a su esposa.
—Supongo que nos habríamos conocido en otro momento, si no nos hubiéramos encontrado entonces.
—No sabe si se habrían conocido. ¿Cómo sabe a quién no ha conocido nunca porque en una ocasión en que podía volverse a mirar atrás no se volvió; porque en una ocasión en que habría podido llegar tarde no llegó tarde? La vida de usted se bifurca en cada instante, y usted emprende por una de las bifurcaciones casi al azar; y lo mismo hacen las demás personas. Empiece veinte años atrás y las bifurcaciones se separan más y más con el transcurso del tiempo.
»Usted estornudó y conoció a una chica: aquélla y no otra. Como consecuencia, usted tomó ciertas decisiones, y la chica también las tomó; y las tomó asimismo la chica a quien usted no conoció y también el hombre que la conoció a ella, y la gente que conocieron todos ustedes en lo sucesivo. Y su familia y la familia de aquella muchacha… y sus hijos.
»A causa de haber estornudado usted hace veinte años, quizá hayan fallecido cinco personas, o cincuenta, o quinientas que podrían estar vivas; o acaso estén vivas unas personas que estarían muertas. Lleve el ejemplo doscientos años atrás, o dos mil años atrás, y un estornudo (incluso de una persona que no figure en ningún libro de historia) podría significar que ninguno de los que vivimos ahora estuviera en este mundo.
El jefe se rascó el pescuezo.
—Sí, ondas que se ensanchan. Leí un cuento una vez…
—También lo leí yo. No es una idea nueva…, pero me gustaría que la meditara un poco, porque quiero leerle un artículo del profesor Elmer Tywood en una revista de hace veinte años. Era inmediatamente antes de la última guerra.
Tenía copias de la película en el bolsillo, y la blanca pared servía de magnífica pantalla, para lo cual estaos destinada precisamente. El jefe hizo ademán de volverse cara a ella; pero yo lo detuve con un gesto.
—No, señor —le dije—. Quiero leérselo yo. Quiero que usted escuche.
Él se recostó de nuevo.
—El artículo —proseguí— se titula: ¡El primer gran fracaso del hombre! Recuerde, esto era inmediatamente antes de la guerra, cuando la amarga desilusión que produjo el fracaso final de las Naciones Unidas estaba en su punto álgido. Lo que le leeré son unos extractos de la primera parte del artículo. Dicen así:
«… Que el Hombre, con su progreso técnico, no haya sabido solucionar los grandes problemas sociológicos de la actualidad es la segunda gran tragedia que le ha sobrevenido a la raza. La primera, y acaso la mayor, consistió en que, en otro tiempo, estos mismos grandes problemas sociológicos sí fueron solucionados; y sin embargo aquellas soluciones no resultaron permanentes, porque entonces no existía la perfección técnica que poseemos hoy.
»Era como tener pan sin mantequilla, o mantequilla sin pan. Nunca ambas cosas a la vez…
»Pensemos en el mundo helénico, del que arrancan en realidad toda nuestra filosofía, nuestras matemáticas, nuestro arte, nuestra ética, nuestra literatura…, toda nuestra cultura… En los días de Pericles, Grecia, como nuestro propio mundo en microcosmos, era una sorprendente amalgama de ideologías contradictorias y maneras de vida conflictivas. Pero luego vino Roma, que adoptó la cultura, e impuso, por la fuerza, la paz. No cabe duda, la Pax Romana sólo duró doscientos años; pero desde entonces no ha existido ningún período semejante…
»La guerra quedó abolida. El nacionalismo no existía. El ciudadano romano lo era de todo el Imperio. Pablo de Tarso y Flavio Josefo eran ciudadanos romanos. Españoles, norteafricanos, ilirios vistieron la púrpura. Existía la esclavitud, pero era una esclavitud indiscriminada, impuesta como castigo, en la que se caía como sanción por el fracaso económico, traída por las diversas fortunas de la guerra. Nadie era esclavo natural… por culpa del color de su piel o de su lugar de nacimiento.
»La tolerancia religiosa era completa. Si se hizo una excepción muy pronto en el caso de los cristianos fue porque ellos se negaban a aceptar ese principio de tolerancia; porque se empeñaban en que sólo ellos sabían la verdad… un principio que la civilizada Roma aborrecía…
»Con toda la cultura occidental bajo una sola polis, con el cáncer de los particularismos religiosos y nacionales ausente, con una civilización elevada entronizada…, ¿cómo no supo el Hombre conservar lo conquistado?
»Fue porque, tecnológicamente, el antiguo helenismo continuaba atrasado; porque sin una civilización de máquinas, el precio del ocio —y por ende de la civilización y la cultura— de unos pocos era la esclavitud de muchos. Porque la civilización no encontraba los medios para traer comodidad y bienestar para toda la población.
»Por ello las clases oprimidas se volvieron hacia el otro mundo, y hacia religiones que menospreciaban los beneficios materiales de éste…, de modo que fue imposible cultivar la ciencia, en su verdadero sentido, durante más de mil años. Más adelante, a medida que el ímpetu inicial del helenismo se desvanecía, al Imperio le faltó la fuerza técnica para derrotar a los bárbaros. En realidad no fue hasta después del año 1500 cuando la guerra se convirtió suficientemente en función de los recursos industriales de una nación para permitir que la gente establecida en un país pudiera derrotar fácilmente a los nómadas y las tribus invasoras…
»Imaginen, pues, si los griegos antiguos hubiesen aprendido unos atisbos nada más de la química y la física modernas. Imaginen si el crecimiento del Imperio hubiera ido acompañado del crecimiento de la ciencia, la técnica y la industria. Imaginen un Imperio en el que las máquinas hubieran sustituido a los esclavos, en el que todos los hombres hubieran gozado de una parte decente de los bienes del mundo, en el que la legión se hubiera convertido en la columna acorazada contra la cual ningún bárbaro pudiera levantarse. Imaginen un Imperio que, por consiguiente, se hubiera extendido por todo el mundo, sin prejuicios nacionales ni religiosos.
»Un Imperio de todos los hombres…, todos hermanos…, eventualmente todos libres…
»Si la Historia se pudiese cambiar; si aquel primer gran fracaso se hubiera podido impedir…
Y en este punto me detuve.
—¿Entonces? —preguntó el jefe.
—Entonces —respondí— me parece que no es nada difícil relacionar todo eso con el hecho de que Tywood volase una central entera en su ansiedad por enviar algo al pasado, mientras en la caja fuerte de su oficina encontrábamos capítulos de un libro de química traducido al griego.
La cara del jefe iba cambiando, mientras meditaba. Después comentó en tono espeso:
—Pero no pasó nada.
—Lo sé. Pero, oiga, el alumno de Tywood me ha dicho que se tarda un día en retroceder un siglo en el tiempo. Suponiendo que el objetivo perseguido fuese la Grecia antigua, hemos de retroceder veinte siglos, y, por tanto, necesitamos veinte días.
—Pero ¿se puede detener el proceso?
—Yo no lo sé. Tywood quizá lo supiera. Pero ha muerto.
La enormidad de aquel asunto se presentó ante mí, de repente, de un modo mucho más vivo y claro que la noche anterior…
Virtualmente, toda la humanidad se hallaba sentenciada a muerte. Y al paso que esto se reducía a una horrible abstracción, había un hecho concreto que la convertía en una realidad insoportable: el hecho de que yo me incluía también en ella. Y mi esposa, y mi hijo.
Además, se trataba de una muerte sin existencia anterior. Una cesación de la vida, nada más. El final de un aliento. El desvanecimiento de un sueño. El correr de una sombra hacia el no-espacio y el no-tiempo eternos. La verdad era que aquello no sería morir; sería, simplemente, no haber nacido nunca.
¿O acaso existiría yo? ¿Existiría yo…, mi individualidad…, mi ego…, mi alma, si quieren llamarlo así? ¿Otra vida? ¿En otras circunstancias?
Nada de eso lo pensé con palabras entonces. Pero si en aquella situación un nudo frío en el estómago pudiera traducirse en palabras, sonaría de un modo parecido, creo.
El jefe siguió, vigorosamente, por el camino de mis pensamientos.
—Entonces, disponemos de unas dos semanas y media. No hay tiempo que perder. Vamos.
Sonreí con la mitad de los labios nada más.
—¿Qué haremos? ¿Perseguir el libro?
—No —replicó él fríamente—, pero hay dos cursos de acción que debemos seguir. Primero, es posible que usted se haya equivocado por completo. Todo ese razonamiento circunstancial puede resultar una falsa orientación, que quizá nos hayan puesto delante ex profeso para encubrir la auténtica verdad. Hay que comprobarlo.
»En segundo lugar, es posible que acierte…, pero ha de haber alguna manera de detener el libro, distinta a la de perseguirlo con una máquina de tiempo, quiero decir. En tal caso, hemos de descubrir cuál es.
—Sólo querría decir, señor, que si es una falsa pista, sólo un loco la consideraría verosímil. De modo que, supongamos que estoy en lo cierto, y supongamos que no hay manera de detener el proceso.
—Entonces, joven, voy a estar muy ocupado durante dos semanas y media, y le aconsejo que usted también lo esté. El tiempo se nos pasará más aprisa de este modo.
Naturalmente, tenía razón.
—¿Por dónde empezamos? —pregunté.
—Lo primero que necesitamos es una lista de todos los subordinados y subordinadas de Tywood que cobran un sueldo del Gobierno.
—¿Por qué?
—Razonemos. Es su especialidad, ya sabe. Tywood no sabía griego, creo que podemos suponerlo sin temor a equivocarnos; entonces, la traducción ha debido hacerla otra persona. No es probable que nadie hiciera un trabajo así de balde, y tampoco lo es que Tywood lo pagara de sus fondos particulares… y menos con un salario de profesor.
—Es posible —señalé— que le interesara un secreto más riguroso que el que permite recurrir a un empleado del Gobierno.
—¿Por qué? ¿Qué peligro corría? ¿Es delito traducir al griego un libro de química? ¿Quién deduciría de este simple hecho una trama como la que usted ha descrito?
Tardamos media hora en dar con el nombre de Mycroft James Boulder, anotado como «Informador», y descubrir que en el Catálogo de la Universidad se le mencionaba como profesor auxiliar de Filosofía, y comprobar por teléfono que entre los diversos méritos que le adornaban figuraba el de conocer a la perfección el griego ático.
Lo cual fue una coincidencia… porque cuando el jefe levantaba la mano hacia el sombrero, el teletipo de intercomunicación de los despachos dio un chasquidito y resultó que Mycroft James se hallaba en la antesala, después de dos horas de insistir continuamente en que quería ver al jefe.
Éste volvió a dejar el sombrero y abrió la puerta del despacho.
El profesor Mycroft James Boulder era un hombre gris. Tenía el cabello cano y los ojos grises. Vestía, además, traje gris.
Pero, sobre todo, tenía una expresión gris; gris por una tensión que parecía retorcer todas las líneas de su delgado semblante.
Boulder dijo mansamente:
—Hace tres días que solicito audiencia con un hombre responsable. Y no puedo llegar a un nivel más alto que el de usted.
—Acaso el mío sea suficientemente elevado —respondió el jefe—. ¿Qué le ocurre?
—Interesa muchísimo que me concedan una entrevista con el profesor Tywood.
—¿Sabe dónde está?
—Estoy completamente seguro que está bajo custodia del Gobierno.
—¿Por qué?
—Porque sé que planeaba un experimento que implicaba el quebrantamiento de las normas de seguridad. Los acontecimientos ocurridos, por lo que yo sé y puedo colegir, fluyen naturalmente de la suposición de que las normas de seguridad han sido, efectivamente, quebrantadas. He de suponer, pues, que al menos se ha intentado el experimento. Debo descubrir si ha concluido felizmente.
—Profesor Boulder —dijo el jefe—, creo que usted sabe leer griego.
—Sí, sé… —respondió en tono frío.
—Y ha traducido textos químicos para el profesor Tywood cobrando con dinero del Gobierno.
—Sí… en calidad de asesor legalmente empleado.
—Sin embargo, tal traducción, dadas las circunstancias, constituye un delito, porque le hace a usted cómplice del delito de Tywood.
—¿Puede establecer alguna relación?
—¿Y usted puede no establecerla? ¿O no está enterado de las ideas de Tywood sobre un viaje por el tiempo?, o… ¿cómo lo llaman ustedes…? ¿Traslación microtemporal?
—¿Ah? —Boulder sonrió levemente—. De modo que se lo ha explicado.
—No, no me lo explicó —replicó ásperamente el jefe—. El profesor Tywood ha muerto.
—¿Qué? —a continuación añadió—: No le creo.
—Falleció de apoplejía. Mire esto.
Tenía una fotografía de las tomadas la primera noche de la caja fuerte de la pared. La faz de Tywood aparecía alterada, pero reconocible… Estaba tendido en el suelo, y muerto.
La respiración de Boulder se entrecortó. Estuvo mirando la fotografía tres largos minutos, según el reloj eléctrico de la pared.
—¿Dónde está eso? —preguntó.
—Es la central atómica.
—¿Había terminado su experimento?
El jefe se encogió de hombros.
—No podemos saberlo. Cuando lo encontramos había perecido ya.
Boulder tenía los labios apretados y descoloridos.
—Hay que determinarlo como sea. Es preciso nombrar una comisión de científicos, y, si es necesario, hay que repetir el experimento…
El jefe se limitó a mirarle y cogió un cigarro. No le había visto pasar nunca tanto rato… y cuando lo dejó consumido, dijo:
—Hace veinte años, Tywood escribió un artículo para una revista…
—¡Ah! —el profesor curvó los labios—. ¿Esto es lo que les ha dado la pista? Pueden pasarlo por alto. Ese hombre no es más que un científico físico y no sabe nada ni de historia ni de sociología. Son sueños de colegial, nada más.
—Entonces usted no cree que enviando la traducción que hizo hacia el pasado se pueda inaugurar un Siglo de Oro, ¿verdad que no?
—Claro que no. ¿Cree usted que se pueden inculcar los acontecimientos y progresos de dos mil años de trabajo lento a una sociedad que no esté preparada para ellos? ¿Piensa usted que un gran invento o un gran principio científico nace hecho y derecho en la mente de un genio divorciado de su medio ambiente cultural? Newton retrasó veinte años la publicación de la ley de la gravitación universal porque la cifra entonces en boga del diámetro de la Tierra ofrecía un error de un diez por ciento. Arquímedes estuvo a punto de inventar el cálculo infinitesimal; pero no llegó a hacerlo porque no conocía las cifras arábigas, inventadas por algún hindú anónimo, o por un grupo de hindúes.
»Para el caso, la simple existencia de una sociedad esclavista en la Grecia y la Roma antiguas significa que las máquinas no podían atraer demasiada atención, puesto que los esclavos resultaban mucho más baratos y más adaptables. Y apenas se podía esperar que los hombres de verdadero nivel intelectual gastaran sus energías en ingenios ideados para trabajos manuales. El mismo Arquímedes, el mayor ingeniero de la Antigüedad, se negó a publicar ninguno de sus inventos prácticos; sólo las abstracciones matemáticas. Y cuando un joven le preguntó a Platón para qué servía la geometría, le expulsaron inmediatamente de la Academia como a hombre de alma mezquina, no-filosófica.
»La ciencia no progresa dando un gran salto hacia delante, sino que avanza lentamente en las direcciones que le permiten las grandes fuerzas que moldean la sociedad y que, a su vez, son moldeadas por ésta. Ningún gran hombre avanza sino a hombros de la sociedad que le rodea…
En este punto, el jefe le interrumpió:
—Entonces, ¿y si nos explicara qué papel representó usted en el trabajo de Tywood? Aceptaremos su palabra de que la historia no se puede cambiar.
—Oh, sí se puede; aunque no a propósito… Mire usted, cuando Tywood requirió mis servicios por primera vez para que tradujese algunos fragmentos de libros de texto al griego, yo acepté por el dinero que con ello ganaría. Pero él quería la traducción sobre pergamino; se empeñaba en que utilizara la terminología del griego antiguo (el lenguaje de Platón, para emplear sus propias palabras) independientemente del giro que tuviera que dar al significado literal de los párrafos, y lo quería escrito a mano, en rollos.
»Sentí curiosidad. Yo también encontré ese artículo de revista. Me resultaba difícil sacar las conclusiones obvias, dado que las conquistas de la ciencia moderna sobrepasan las especulaciones de la filosofía en tantísimos aspectos. Pero con el tiempo supe la verdad, y entonces comprendí que la teoría de Tywood de cambiar el curso de la historia era demasiado infantil. Hay veinte millones de variables para cada instante del tiempo, y ningún sistema matemático (ninguna psicohistoria matemática, si se me permite acuñar una frase) se ha desarrollado todavía lo suficiente como para manejar ese océano de funciones variables.
»En resumen, cualquier variación de los acontecimientos de dos mil años atrás cambiaría toda la historia subsiguiente, pero no de una manera predecible.
El jefe sugirió con falso sosiego:
—Lo mismo que la chinita que inicia el alud, ¿no?
—Exacto. Veo que tiene cierta idea de la situación. He meditado profundamente semanas y semanas antes de entrar en acción, y me he dado cuenta de que debía actuar…, debía actuar.
Se oyó un bramido bajo. El jefe se había puesto en pie y el sillón se caía para atrás. El jefe rodeó la mesa; tenía ya una mano en la garganta de Boulder. Yo daba un paso para detenerle; pero él me apartó con un gesto…
Sólo apretaba un poco la corbata. Boulder podía seguir respirando. Se había puesto muy pálido, y mientras el jefe estuvo hablando, él se limitó a esto: a respirar. El jefe dijo:
—Claro, veo perfectamente cómo decidió que debía actuar. Sé que algunos de ustedes, filósofos débiles mentales, creen que es preciso arreglar el mundo. Quieren echar el dado otra vez para ver qué sale. Quizá ni siquiera les importe si seguirán vivos en la nueva decoración, o que nadie pueda saber qué han hecho ustedes. Pero han de crear a pesar de todo. Han de darle otra oportunidad a Dios, por decirlo de algún modo.
»Quizá sea que, sencillamente, quiero vivir; pero el mundo podría ser peor. Podría ser peor de veinte millones de maneras distintas. Un sujeto llamado Wilder escribió una vez una obra teatral titulada La piel de nuestros dientes. Quizá la haya leído usted. Sostenía la tesis de que la humanidad ha sobrevivido por eso precisamente, por la piel de los dientes. No, no voy a hacerle un discurso sobre la Era Glaciar que casi nos barre. No sé bastante. Ni siquiera le hablaré de la victoria de los griegos en Maratón, ni de la derrota de los árabes en Tours, ni de los mongoles retrocediendo en el último instante, sin haber sido derrotados siquiera… porque no soy historiador.
»Pero coja el siglo veinte. Los alemanes fueron detenidos en el Marne dos veces durante la Primera Guerra Mundial. Lo de Dunkerque sucedió en la Segunda Guerra Mundial, y fuera como fuese, los alemanes fueron detenidos en Moscú y Stalingrado. En la última guerra habríamos podido utilizar la bomba atómica, y no la empleamos, y cuando parecía que ambos bandos iban a emplearla se produjo el Gran Compromiso…, precisamente porque el general Bruce se retrasó al despegar del aeropuerto de Ceilán el tiempo suficiente para recibir el mensaje directamente. Uno después de otro, así por este estilo, golpes de buena suerte a lo largo de toda la historia. Por cada “si”, condicional, que no se produjo y que nos habría elevado a la cumbre en caso de haberse producido, hubo veinte “sis” que no se produjeron y que nos habrían llevado al desastre en caso de producirse.
»Ustedes han apostado a esta posibilidad contra veinte; han apostado todas las vidas de la Tierra. Y han hecho la apuesta en firme, además, porque Tywood envió realmente el texto en cuestión al pasado.
La última frase la pronunció muy lenta y marcada, al mismo tiempo que abría la mano, de modo que Boulder pudiera caer y derrumbarse sobre la silla.
Pero Boulder se puso a reír.
—¡So tonto! —exclamó con amargura—. ¡Cuán cerca puede estar del blanco, y por qué gran distancia puede errarlo! Entonces Tywood ¿envió su libro al pasado? ¿Está seguro?
—En el lugar del suceso no se encontró ningún texto de química en griego —dijo sombrío el jefe—. Y habían desaparecido millones de calorías de energía. Lo cual no cambia el hecho, sin embargo, de que disponemos de dos semanas y media para… para divertirle a usted de lo lindo.
—Bah, tonterías. No me salga con dramatismos estúpidos, por favor. Escúcheme, e intente comprender. Hubo en otro tiempo unos filósofos griegos, llamados Leucipo y Demócrito, que elaboraron una teoría atómica. Decían que toda materia está compuesta de átomos. Las clases de átomos eran distintas y no podían cambiar de carácter, y por las distintas combinaciones entre unos y oíros formaban las diversas sustancias que se encuentran en la naturaleza. Esa teoría no era fruto de experimentos ni de la observación. Surgió, por lo que fuese, ya completa y ultimada.
»El poeta didáctico romano Lucrecio, en su De Rerum Natura —De la naturaleza de las cosas—, elaboró más aún dicha teoría, de forma que logró darle, en toda su extensión, un carácter asombrosamente moderno.
»En la época helenística, Hero construyó una máquina de vapor, y las armas de guerra casi llegaron a mecanizarse. A dicho período se le ha dado el nombre de Edad Mecánica Abortada, porque terminó perdiéndose en la nada, pues, por lo que fuere, ni creció fuera de su entorno social y económico ni encajó en él. La ciencia alejandrina fue un fenómeno raro y bastante inexplicable.
»También se puede mencionar la antigua leyenda romana sobre los libros de la Sibila que contenían informaciones misteriosas, recibidas directamente de los dioses…
»En otras palabras, caballeros, si bien ustedes tienen razón al pensar que cualquier cambio en el curso de los acontecimientos pasados, por pequeño que sea, tendría unas consecuencias incalculables, y si bien yo también creo que aciertan al suponer que cualquier cambio producido al azar tendría muchas más probabilidades de empeorar la situación que de mejorarla, debo hacerles notar que, no obstante, se equivocan por completo en sus conclusiones finales.
»Porque ÉSTE es el mundo resultante de que FUERA enviado, hacia el pasado, el texto griego de química.
»Ésta ha sido una carrera de la Reina Encarnada, si se acuerdan ustedes de A través del espejo. En el país de la Reina Encarnada, uno tenía que correr tan aprisa como pudiera para continuar, simplemente, en el mismo sitio. ¡Así ha sucedido en este caso! Tywood pudo pensar que estaba creando un mundo nuevo, pero fui yo quien preparó las traducciones, y tuve buen cuidado de que sólo se incluyeran aquellos trozos que dieran cuenta de los raros fragmentos de conocimiento que los antiguos consiguieron, al parecer, de ninguna parte.
»Y la única intención que me animaba, con tanto correr y correr, era la de quedarme en el mismo sitio.
Pasaron tres semanas; tres meses; tres años. No sucedió nada. Cuando no sucede nada, uno no tiene ninguna prueba. Abandonamos todo intento de explicación, y terminamos, el jefe y yo, por dudar nosotros mismos de todo aquello.
El caso no quedó cerrado. A Boulder no se le podía considerar un criminal sin tenerle al mismo tiempo como un salvador del mundo, y viceversa. Se le ignoró. Y al final el caso no quedó resuelto, ni cerrado, sino simplemente puesto en un archivo para él solo, bajo la denominación de «?», y lo enterraron en el sótano más profundo de Washington.
Ahora el jefe está en Washington, y es un pez gordo. Yo soy jefe regional de la Oficina.
En cambio, Boulder sigue de profesor auxiliar. En la Universidad se asciende muy despacio.
La carrera de la reina encarnada, mi relato número cincuenta y ocho, fue el primero que escribió el doctor Asimov.
En setiembre empecé otro relato, Madre Tierra, y se lo presenté a Campbell el 12 de octubre de 1948. Después de una revisión relativamente pequeña del final, también lo aceptó.