SENTENCIA DE MUERTE
Brand Gorla sonrió incómodo.
—Estos bichos exageran, ya sabe.
—¡No, no, no! —Los ojos albino-rosados del hombrecillo se abrieron súbitamente—. Dorlis era grande cuando todavía no había entrado en el Sistema Vegano ningún hombre. Era la capital de una Confederación Galáctica mayor que la nuestra.
—Bien, entonces digamos que era una capital antigua. Lo admitiré y dejaré el resto para un arqueólogo.
—Los arqueólogos no sirven Lo que yo he descubierto requiere un especialista en su propio campo. Y usted forma parte de la Junta.
Brand Gorla parecía dubitativo. Se acordaba de Theor Realo en su último año de estudiante… un pequeño ser humano mal formado que acechaba por alguna parte en el trasfondo de sus recuerdos. Hacía muchísimo tiempo, pero el albino había sido un tipo raro. Eso se recordaba sin ninguna dificultad. Y seguía siéndolo.
—Intentaré ayudar —dijo Brand—, si me dice usted qué quiere.
Theor le miraba vivamente.
—Quiero que exponga ciertos hechos ante la Junta. ¿Me promete hacerlo?
Brand se escabullía.
—Aunque le ayude, Theor, tendré que recordarle que soy un miembro joven de la Junta Psicológica. No tengo mucha influencia.
—Debe hacer cuanto pueda. Los hechos hablarán por sí mismos. —Al albino le temblaban las manos.
—Adelante. —Brand se resignó. Se trataba de un antiguo condiscípulo. No se podía ser demasiado tajante en ciertas cosas.
Brand Corla recostó la espalda en el asiento y se relajó. La luz de Arturo brillaba a través de las ventanas, que tocaban al techo, difundida y suavizada por el cristal polarizador. Pero hasta esa versión diluida de la luz solar resultaba excesiva para los rosados ojos del otro, que se hacía pantalla con la mano mientras hablaba.
—He vivido veinticinco años en Dorlis, Brand —dijo—. He penetrado en lugares que nadie sabía que existieran, y he descubierto cosas. Dorlis fue la capital cultural y científica de una civilización mayor que la nuestra. Sí, lo fue, y particularmente en psicología.
—Las cosas pretéritas siempre parecen mayores —Brand se dignó sonreír—. Existe un teorema en este sentido, que encontrará usted en cualquier texto elemental. Los estudiantes de primer año lo llaman, invariablemente, el teorema de «GOD» (ya sabe, de Dios, en inglés). Es por las iniciales de la expresión inglesa de Good-Old-Days (o sea, «Los buenos tiempos antiguos»), ya sabe. Pero continúe.
Theor frunció el ceño ante aquella digresión y procuró disimular los inicios de una mueca sarcástica.
—Siempre se puede echar por la borda un hecho desagradable pegándole una etiqueta. Pero contésteme a esto: ¿Qué sabe usted de ingeniería psicológica?
—No existe tal cosa —replicó Brand encogiéndose de hombros—. Al menos en el sentido matemático estricto. Toda la propaganda y todo lo que se anuncia no es sino una tosca forma de ingeniería psicológica de «si no la yerro la acierto»… muy eficaz en ocasiones. Acaso usted quiera decir esto mismo.
—De ningún modo. Quiero decir experimentos auténticos, con grandes masas de gente, bajo condiciones controladas y por un período de años.
—Se habló mucho de esas cosas; pero no son factibles en la práctica. Nuestra estructura social no soportaría gran cantidad de tales experimentos, y no sabemos bastante todavía para montar controles efectivos.
Theor dominaba su excitación.
—Pues los antiguos sí sabían bastante. Y montaron controles.
Brand reflexionó flemáticamente.
—Asombroso e interesante, pero ¿cómo lo sabe?
—Porque encontré los documentos relativos al caso. —Hizo una pausa; le faltaba el aliento—. Un planeta entero, Brand. Un mundo completo elegido convenientemente, poblado de seres sometidos a un control estricto desde todos los ángulos. Estudiados, clasificados, y sujetos a experimentación. ¿No se imagina el cuadro?
Brand no notaba ninguno de los signos habituales de trastorno mental. Una investigación más a fondo, quizá… Respondió, inalterable:
—Debe haber sufrido un error de interpretación. Es totalmente imposible. No se puede controlar así a los seres humanos. Demasiadas variables.
—He ahí la cuestión, Brand. No eran humanos.
—¿Qué?
—Eran robots positrónicos. Todo un mundo de robots, Brand, sin otra cosa que hacer que vivir y reaccionar y ser observados por un equipo de psicólogos de verdad.
—¡Es una locura!
—Tengo pruebas… porque el mundo de los robots sigue existiendo. La Primera Confederación cayó en pedazos, pero aquel mundo de robots continuó en marcha. Todavía existe.
—¿Cómo lo sabe?
Theor Realo se puso en pie.
—¡Porque he vivido allí estos últimos veinticinco años!
El director de la Junta se quitó la bata de ribetes encarnados y se metió la mano en el bolsillo para sacar un cigarro largo, nudoso y decididamente no oficial.
—Absurdo —refunfuñó— y demente por completo.
—Eso es —asintió Brand—, y no puedo soltárselo a la Junta así por las buenas. No me escucharían. Primero tengo que exponérselo a usted, y luego, si usted puede respaldarlo con su autoridad…
—¡Oh, qué locura! Jamás me habían contado nada tan… ¿Quién es el sujeto?
—Un chiflado, lo reconozco —suspiró Brand—. Estaba en mi clase, en Arturo U., y ya entonces era un albino medio loco. Inadaptado como el diablo, loco por la historia antigua; la clase de sujeto que cuando se le mete una idea en la cabeza la lleva hasta el fin a base de darle y darle, terca, calladamente. Dice haber andado husmeando por Dorlis veinticinco años seguidos. Consiguió una información completa sobre toda una civilización, prácticamente.
El director de la Junta chupaba el cigarro con furia.
—Sí, lo sé. En los seriales del telestato, el aficionado brillante es siempre el que descubre las grandes cosas. El francotirador. El lobo solitario. ¡Tonterías! ¿Ha consultado usted al Departamento de Arqueología?
—Sí. Y obtuve un resultado interesante A nadie le importa Dorlis. Vea usted, ya no se trata de historia antigua siquiera, sino de quince mil años atrás. De un mito, prácticamente. Los arqueólogos que se precian no pierden demasiado tiempo en ello. Es precisamente el descubrimiento que un lego, borracho de libros y con la mente dirigida en una sola dirección, había de realizar. Después, por supuesto, si la cuestión sale bien, Dorlis se convertirá en el paraíso de los arqueólogos.
El jefe de la Junta torció el vulgar semblante en una mueca espantosa.
—Esto no halaga mucho nuestro amor propio. Si hay algo de verdad en lo que me dice, la llamada Primera Confederación debió tener un conocimiento de la psicología tan superior al nuestro que nosotros, en comparación, no somos sino unos pobres imbéciles delirantes. Además, debieron construir unos robots positrónicos setenta y cinco veces superiores a todo lo que nosotros hemos proyectado siquiera. ¡La Galaxia! ¡Piense en las matemáticas que se requieren!
—Mire, señor, he consultado a casi todo el mundo. No le explicaría a usted el asunto si no estuviera seguro de haber comprobado todos los extremos. Lo primero que hice fue acudir a Blak, que es matemático consejero de la Unidad de robots. Y él dice que eso no tiene límite. Con el tiempo, el dinero y el progreso en psicología suficientes (no olvide este punto) se podrían construir robots así ahora mismo.
—¿Qué pruebas tiene?
—¿Quién? ¿Blak?
—¡No, no! El amigo de usted. El albino. Usted ha dicho que tenía documentos.
—Los tiene. Los traigo aquí. Tiene documentos… y no se puede negar su antigüedad. Desde el domingo pasado estuve haciéndola comprobar de todas las formas posibles. Yo no sé leerlos, naturalmente. No sé si hay alguien que sepa, excepto Theor Realo.
—Lo cual equivale a tener que guardar las armas en el almacén, ¿verdad? Tenemos que aceptar la palabra del albino.
—Sí, en cierto modo. Aunque no pretende saber descifrar más que algunos fragmentos. Dice que eso está emparentado con el centauriano antiguo, y yo he ordenado a unos lingüistas que se pongan a estudiarlo. Se podrá descifrar el texto, y si la traducción de mi amigo no es fiel, lo sabremos.
—Muy bien. Veámoslo.
Brand Gorla sacó los documentos montados en plástico. El jefe de la Junta los apartó y cogió la traducción. Mientras leía iban elevándose unas columnas de humo.
—Hummm —comentó—. Supongo que los demás datos estarán en Dorlis.
—Theor sostiene que hay de cien a doscientas toneladas de planos y modelos, en total, nada más que sobre el cerebro de los robots positrónicos. Siguen guardados allá, en el sótano de origen. Pero esto es lo que menos importa. Él ha estado personalmente en el mundo de los robots. Se procuró foto-moldes, grabaciones teletipo, toda clase de detalles. No están acoplados; son, evidentemente, el trabajo de un lego que casi no sabe nada de psicología. Pero aun así, ha conseguido reunir datos suficientes para demostrar de un modo bastante concluyente que el mundo en que se encontraba no era…, no era… pues… natural.
—Y eso, ¿lo trae aquí también?
—Todo. La mayor parte está en microfilm, pero he traído el proyector. Aquí tiene los oculares.
Una hora después, el jefe de la Junta decía:
—Mañana convocaré una reunión y presentaré el caso.
Brand Gorla sonrió tensamente.
—¿Enviaremos una comisión a Dorlis?
—Eso será —contestó secamente el otro— cuando consigamos (si la conseguimos) una adjudicación de la Universidad para este asunto. Mientras, confíeme este material, por favor. Quiero estudiarlo un poco más.
Teóricamente, el Departamento Gubernamental de Ciencia y Tecnología ejerce el control administrativo de todas las investigaciones científicas. Sin embargo, en la realidad, los grupos de investigación pura de las grandes universidades son cuerpos perfectamente autónomos y, por regla general, el Gobierno no se preocupa de discutirles esa autonomía. Pero una regla general no es una regla universal.
De modo que, si bien el jefe de la Junta arrugó el ceño, se enfureció y juró, no pudo negar una entrevista a Wynne Murry. Para dar a este último el título que le corresponde, diremos que era subsecretario encargado de psicología, psicopatía y tecnología mental. Además, era, por derecho propio, un psicólogo de categoría.
Así pues, el jefe de la Junta podía contemplarle con mirada furiosa, pero nada más.
El secretario Murry pasó por alto, alegremente, aquella mirada de fuego. Se frotó el mentón contra la ropa y dijo:
—Viene a resultar un caso de información insuficiente. ¿Lo expresaremos así?
El jefe de la Junta replicó con frialdad:
—No veo qué información quiere. La opinión del Gobierno en materia de adjudicaciones universitarias vale únicamente como consejo, y, en este caso, podría decir yo, el consejo no es acogido con gusto.
Murry alzó los hombros.
—No tengo nada que decir contra la adjudicación. Pero ustedes no abandonarán el planeta sin el permiso del Gobierno. Y ahí es donde entra en juego la insuficiencia de la información.
—No hay otra información que la que le hemos dado.
—Pero las noticias se han filtrado al exterior. ¡Con tanto secreto infantil e innecesario!
El viejo psicólogo se sonrojó.
—¡Secreto! Si no conoce el estilo de vida académico, yo no puedo remediarlo. No se pueden poner en conocimiento del público las investigaciones, y en especial las más importantes, hasta que se han logrado progresos concretos. Cuando regresemos, le enviaremos copias de todos los documentos que publiquemos.
Murry movió la cabeza.
—Hum…, hum… No basta. Irá usted también a Dorlis, ¿verdad?
—Hemos informado al Departamento de Ciencia en este sentido.
—¿Por qué?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Porque ha de tratarse de algo muy importante; de no ser así, no iría personalmente el jefe de la Junta. ¿Qué es eso de una civilización más antigua y un mundo de robots?
—Bien, pues ya está enterado.
—Sólo de vagas nociones que hemos logrado recoger por ahí. Quiero los detalles.
—Ahora no los tenemos. No los sabremos hasta que estemos en Dorlis.
—Entonces, iré con ustedes.
—¿Qué?
—Ya ve, yo también quiero conocer los detalles.
—¿Por qué?
—Ah —Murry estiró las piernas y se levantó—, ahora es usted quien pregunta. Inútilmente, vamos. Sé que a las universidades no les entusiasma mucho la supervisión del Gobierno; y sé que no puedo esperar ninguna ayuda voluntaria de ninguna fuente académica. Pero, ¡por Arturo!, esta vez tendré una colaboración, y no me importa que luchen poco o mucho. La expedición de ustedes no irá a ninguna parte, si no me integro yo en ella… como representante del Gobierno.
Como mundo, Dorlis impresiona poco. Su importancia en la economía galáctica es nula; está alejado de las grandes rutas comerciales; sus indígenas son atrasados e incultos; su historia, oscura. Y sin embargo, en los montones de derribos que cubren una antigua civilización, hay oscuras pruebas de un advenimiento de llamas y destrucción que arruinaron el Dorlis de tiempos anteriores… la mayor capital de una Federación mayor.
En algunos lugares de aquellas ruinas, unos hombres de un mundo nuevo hurgaban, tanteaban y trataban de comprender.
El jefe de la Junta movió la cabeza y se echó hacia atrás el canoso cabello. Hacía una semana que no se afeitaba.
—Lo malo es —dijo— que no tenemos puntos de referencia. El idioma lograremos descifrarlo, supongo, pero nada se puede hacer con la numeración.
—Yo creo que ya se ha logrado mucho.
—¡Palos de ciego! Juegos de adivinanzas fundados en las traducciones de su amigo el albino. No cimentaría ninguna esperanza en tales terrenos.
—¡Tonterías! —replicó Brand—. Usted invirtió dos años en la Anomalía Nimia, y hasta el momento sólo ha invertido dos meses en esto, que requiere un trabajo mil veces mayor. No es eso lo que le fastidia —Brand hizo una mueca malhumorada—. No se necesita ser psicólogo para ver que lleva pegada a su persona la condición de miembro del Gobierno.
El jefe de la Junta mordió la punta de un cigarro y la escupió a metro y medio. Luego dijo pausadamente:
—Tres son las cosas que más me irritan de ese idiota obstinado. Primera, no me gusta que el Gobierno interfiera. Segunda, no me gusta tener a un extraño husmeando por ahí cuando nos hallamos en la cumbre de lo más grande que se ha dado en la historia de la psicología. Tercera, ¿qué requetestrellas quiere? ¿Qué objetivo persigue?
—No lo sé.
—¿Qué habría de perseguir? ¿Ha pensado usted en ello siquiera?
—No. Francamente, no me importa. Si yo fuera usted, le ignoraría.
—¡Usted sí! —respondió en tono violento el jefe de la Junta—. Usted piensa que basta tan sólo con ignorar la participación del Gobierno en este asunto. Le supongo informado de que Murry se da el título de psicólogo…
—Lo estoy.
—E imagino que sabe que demuestra un interés devorador por todo lo que hemos hecho.
—Cosa muy natural, diría yo.
—¡Ah! Y sabe además… —bajó la voz tan instantáneamente que a Brand le sorprendió—. Muy bien, Murry está en la puerta. Tómelo con calma.
Wynne Murry saludó con una sonrisa, pero el jefe de la Junta movió la cabeza sin sonreír.
—Bueno, señor —dijo Murry en tono fanfarrón—, ¿sabe que llevo cuarenta y ocho horas de pie? Ustedes tienen algo aquí. Algo gordo.
—Gracias.
—No, no. Hablo en serio. El mundo de los robots existe.
—¿Se figuraba que no?
El secretario levantó los hombros con aire amistoso.
—Uno posee cierto escepticismo innato. ¿Qué planes tienen para el futuro?
—¿Por qué lo pregunta? —El jefe de la Junta escupía las palabras como si se las arrancasen una a una.
—Para ver si coinciden con los míos.
—¿Y cuáles tiene usted?
—No, no —objetó el secretario, siempre risueño—. Usted primero. ¿Cuánto tiempo piensa estar aquí?
—Todo el que se necesite para empezar un estudio a fondo de los documentos del caso.
—Eso no significa nada. ¿Qué entiende por empezar un estudio a fondo?
—No tengo la menor idea. Puede requerir años enteros.
—¡Ah, maldición!
El jefe de la Junta enarcó las cejas y no dijo nada.
El secretario se miraba las uñas.
—Doy por supuesto que usted sabe dónde está situado ese mundo de robots.
—Naturalmente. Theor Realo estuvo allí. Hasta el momento, los informes que nos dio han resultado muy exactos.
—Es cierto. ¡El albino! Bien, ¿por qué no vamos allá?
—¡Ir allá! ¡Imposible!
—¿Puedo preguntar por qué?
—Mire —respondió el jefe de la Junta con reprimida impaciencia—, usted no está aquí por invitación nuestra, y tampoco le pedimos que nos diga lo que debemos hacer; pero sólo para demostrarle que no busco pelea, voy a obsequiarle con un pequeño tratamiento metafórico de la cuestión. Suponga que nos regalan una máquina enorme y complicada, compuesta de materiales y principios de los que casi no sabemos nada. Es tan grande que ni siquiera podemos distinguir la relación entre sus diversas partes, por no hablar ya de la finalidad de toda ella. Pues bien, ¿me aconsejaría usted que atacase las misteriosas y delicadas partes móviles de la máquina con un rayo fulminante antes de saber cómo se maneja todo aquello?
—Comprendo su postura, naturalmente, pero se está convirtiendo en un místico. La metáfora es bastante forzada.
—En modo alguno. Esos robots positrónicos fueron construidos según principios que, por el momento, nosotros desconocemos en absoluto y los hicieron para lograr objetivos que no podemos imaginar. Lo único que sabemos, más o menos, es que los pusieron aparte, completamente aislados, para que se labraran su destino por sí mismos. Destruir tal aislamiento sería destruir el propio experimento. Si vamos allá en grupo, introduciendo factores nuevos, imprevistos, provocando reacciones no apetecidas, lo arruinaremos todo. El menor trastorno…
—¡Cuentos! Theor Realo estuvo allá.
El jefe de la Junta perdió la paciencia de repente.
—¿Cree que no lo sé? ¿Se imagina qué habría sucedido si ese maldito albino no hubiera sido un fanático ignorante, desprovisto de las más elementales nociones de psicología? ¡La Galaxia sabrá qué daños ha causado el idiota ese!
Hubo un silencio. El secretario se golpeaba los dientes con una uña pensativa.
—No sé… No sé. Pero tengo que descubrirlo. Y no puedo esperar años enteros.
Murry se fue, y el jefe de la Junta se volvió, echando chispas, hacia Brand.
—¿Y cómo vamos a impedirle que se traslade al mundo de los robots, si le viene en gana?
—No sé cómo podrá ir si nosotros no se lo permitimos. Él no es el jefe de la expedición.
—Ah, ¿no lo es? Eso es lo que iba a decirle a usted momentos antes de que entrase él. Desde que llegamos, han aterrizado en Dorlis tres naves de la flota.
—¿Qué?
—Lo que oye.
—Pero ¿para qué?
—Eso, hijo mío, es lo que yo tampoco entiendo.
—¿Le importa que pase? —preguntó en tono campechano Wynne Murry, y Theor Realo levantó repentinamente unos ojos ansiosos de los papeles, irremediablemente desordenados, que tenía sobre la mesa.
—Entre. Le dejaré un asiento libre.
El albino, con los nervios en tensión, despejó una silla.
Murry se sentó, haciendo cabalgar, una sobre otra, sus largas piernas.
—¿Le han dado un trabajo aquí también? —con el mentón indicaba la mesa escritorio.
Theor movió la cabeza y sonrió débilmente. Con gesto casi automático, amontonó los papeles y los volvió boca abajo.
En los meses transcurridos desde que había regresado a Dorlis con un centenar de psicólogos, más o menos famosos y renombrados, se había sentido relegado, cada vez más, del centro de los acontecimientos. Ya no quedaba sitio para él. Salvo cuando contestaba las preguntas que le hacían sobre la verdadera situación del mundo de los robots, que sólo él —y nadie más— había visitado, no representaba ningún papel. Y aun ahí descubría, o creía descubrir, una cólera reprimida de que hubiera sido él quien lo visitara, y no un científico competente.
Era irritante. Sí, en cierto modo siempre había sido igual.
—Usted dispense… —había dejado sin respuesta la última observación de Murry.
—Digo que es muy raro que no le hayan asignado una misión. ¿Verdad que fue usted quien descubrió ese mundo?
—Sí —el albino se animaba—. Pero se me escapó de las manos. Salió fuera de mi alcance.
—Sin embargo, usted estuvo en el mundo de los robots.
—Pero me dicen que fue un error, que hubiera podido arruinarlo todo.
—Lo que les revienta —contestó el otro, con una mueca—, creo yo, es que usted posee un montón de datos de primera mano que ellos no tienen. No se deje engañar por los caprichosos títulos que se dan y no se considere una insignificancia. Vale más un lego con sentido común que un especialista ciego. Usted y yo (que también soy lego en la materia, ya sabe) hemos de defender nuestros derechos. Ea, coja un cigarrillo.
—No fumo… Cogeré uno, gracias.
El albino sentía una gran corriente de simpatía por aquel hombre tan alto que tenía delante. Puso los papeles boca arriba otra vez y encendió el cigarrillo con mano valiente, aunque insegura.
—Veinticinco años —Theor hablaba con precaución, sorteando los imperiosos deseos de toser.
—¿Contestaría a unas cuantas preguntas sobre ese mundo?
—Supongo que sí. Es para lo único que me utilizan ahora. Pero ¿no sería mejor que se las hiciera a ellos? A estas horas ya lo tendrán todo descifrado, probablemente —Theor lanzaba el humo tan lejos de sí como podía.
—Con franqueza —replicó Murry—, no han empezado todavía, y yo quiero los datos sin el riesgo de una traducción psicológica incorrecta. En primer lugar, ¿qué clase de personas (o cosas) son esos robots? No tiene ninguna fotoimpresión de ellos, ¿verdad que no?
—Pues, no. No me gustaba tomarlas. Pero no son cosas. ¡Son personas!
—¡No! ¿Tienen figura de… de personas?
—Sí… en gran parte. Exteriormente, por lo menos. Yo me traje unos estudios microscópicos que pude conseguir sobre la estructura celular. Los tiene el jefe de la Junta. Por dentro son distintos, ya sabe, muy simplificados. Pero usted no se daría cuenta. Son interesantes… y simpáticos.
—¿Son más sencillos que la vida del planeta donde viven?
—¡Oh, no! Es un planeta muy primitivo. Y… y… —le interrumpió un acceso de tos y apagó el cigarrillo, aplastándolo lo más disimuladamente que pudo—. Poseen una base protoplásmica, ya sabe. No, creo que tengan la menor idea de que son robots.
—No. No imaginaba que fueran a tenerla. Y en ciencia, ¿cómo están?
—No lo sé. Nunca tuve ocasión de verlo. Y todo es tan diferente… Creo que se necesitaría ser un experto para comprenderlo.
—¿Tenían máquinas?
El albino parecía sorprendido.
—Pues claro. Muchísimas, y de todas clases.
—¿Grandes ciudades?
—¡Sí!
En los ojos del secretario asomaba una mirada pensativa.
—Y usted los aprecia. ¿Por qué?
Theor Realo se animó de repente.
—No lo sé. Simplemente, eran amables. Nos llevábamos bien. No me molestaban para nada. No sabría señalar una causa concreta. Quizá se deba a que me cuesta tanto seguir adelante, de regreso a mi país, y a que no era tan difícil tratar con ellos como con personas de verdad.
—¿Eran más acogedores?
—No… No puedo afirmarlo. Nunca me aceptaron del todo. Yo era extranjero, al principio no conocía su idioma… y todas esas cosas. Pero —el albino levantó los ojos con repentina animación— yo los comprendía mejor. Adivinaba mejor lo que pensaban. Yo… pero no sé el porqué.
—Hmm… hmm… hmm. Bueno…, ¿otro cigarrillo? ¿No? Tengo que darle una paliza a la almohada. Se hace tarde. ¿Qué le parece una partida de golf conmigo mañana? He preparado un pequeño campo. Servirá. Venga. El ejercicio le renovará el aire de los pulmones.
Sonrió y se fue. Y murmuró una frase para su coleto: «Parece una sentencia de muerte.» Y silbando pensativamente se encaminó hacia sus aposentos.
Se repetía la frase al día siguiente cuando se encontraba delante del jefe de la Junta, con la cintura ceñida por el fajín del cargo. No se sentó.
—¿Otra vez? —exclamó el jefe de la Junta con aire de fatiga.
—¡Otra vez! —asintió el secretario—. Pero ésta para ir al grano de verdad. Es posible que tenga que tomar la dirección de su grupo.
—¿Qué? ¡Imposible, señor! No prestaré oídos a semejante proposición.
—Tengo el nombramiento —Wynne Murry sacó el cilindro de metaloide que se abría con sólo una presión del pulgar—. Tengo plenos poderes y los puedo utilizar según mi propio criterio. Firma, como observará usted, el presidente del Congreso de la Federación.
—Ya… Pero ¿por qué? —el jefe de la Junta, haciendo un gran esfuerzo, respiraba normalmente—. Aparte de un despotismo arbitrario, ¿hay algún otro motivo?
—Y muy poderoso, señor. En todo momento, ustedes y nosotros hemos considerado esta expedición desde ángulos muy distintos. El Departamento de Ciencia y Tecnología no contempla el mundo de los robots desde el punto de vista de una curiosidad científica, sino desde el de su posible interferencia con la paz de la Federación. No creo que usted se haya detenido nunca a considerar el peligro que encierra ese mundo de robots.
—No veo ninguno. Está perfectamente aislado y es del todo inofensivo.
—¿Cómo puede saberlo?
—Por la naturaleza misma del experimento —gritó enojado el jefe de la Junta—. Los primeros que lo proyectaron querían un sistema lo más completamente cerrado posible. Y aquí los tiene en un lugar que no podría hallarse más alejado de las rutas comerciales, en una región del espacio muy escasamente poblada. El objetivo fundamental era que los robots se desenvolvieran libres de interferencias.
Murry sonrió.
—No estoy de acuerdo sobre este punto. Mire, lo malo de usted es que es un teórico. Usted mira las cosas tal como deberían ser, y yo, que soy un hombre práctico, las miro tal como son. No se puede montar ningún experimento para dejar que siga indefinidamente por su propio impulso. Se da por descontado que en alguna parte hay un observador, por lo menos, que vigila y modifica la situación según indican las circunstancias.
—¿Y entonces? —preguntó estólidamente el jefe de la Junta.
—Entonces, los observadores de este experimento, los antiguos psicólogos de Dorlis, desaparecieron con la Primera Confederación, y el experimento ha seguido, por su propio impulso, durante quince mil años. Se acumularon pequeños errores, convirtiéndose así en errores grandes, que introdujeron factores extraños que provocaron nuevos errores. Es una progresión geométrica. Y no ha habido nadie que la interrumpiera.
—Pura hipótesis.
—Quizá. Pero a usted sólo le interesa el mundo de los robots, y yo tengo que pensar en toda la Federación.
—¿Y qué peligro, exactamente, puede representar el mundo de los robots para la Federación? Por Arturo, que no sé adónde quiere ir a parar, señor mío.
Murry suspiró.
—Lo diré llanamente, pero no me critique si le parezco melodramático. La Federación no ha librado una guerra interna durante siglos. ¿Qué ocurrirá si entramos en contacto con esos robots?
—¿Teme a un solo mundo?
—Es posible. ¿Qué sabemos de su ciencia? Los robots son capaces de comportamientos raros, a veces.
—¿Qué ciencia pueden poseer? No son superhombres electrometálicos. Son débiles criaturas protoplásmicas, pobre imitación de la verdadera humanidad, construidas alrededor de un cerebro positrónico adaptado a una serie de leyes psicológicas humanas simplificadas. Si lo que le asusta es la palabra «robot»…
—No, no me asusta la palabra; pero he hablado con Theor Realo. Es el único que los ha visto, ya sabe.
El jefe de la Junta soltaba, a chorro, una serie de maldiciones calladas. El fallo estaba en haber dejado que un engendro de lego retrasado mental se metiera entre piernas y se situara en un lugar donde poder charlar y hacer daño.
—Tenemos el relato completo de Realo —contestó—, y lo hemos evaluado total y expertamente. Se lo aseguro, no encierra ningún peligro. El experimento tiene un carácter tan exclusivamente académico que no le dedicaría ni dos días si no fuese por el tremendo alcance que ofrece la cuestión. Por lo que nosotros vemos, el objetivo en sí consistía en construir un cerebro positrónico que contuviera modificaciones de un par de axiomas fundamentales. No hemos examinado bien los detalles, pero han de ser de segundo orden, pues se trataba del primer experimento de esta naturaleza jamás puesto en marcha, y hasta los grandes psicólogos míticos de aquellos días habían de avanzar paso a paso. Esos robots, se lo digo, no son ni superhombres ni bestias. Se lo aseguro… como psicólogo.
—Lo siento. Yo también lo soy. Un poco más a ras de suelo, me temo. Eso es todo. ¡Pero hasta pequeñas modificaciones…! Piense en el espíritu general de combatividad. Éste no es el término científico; pero no estoy de humor para tecnicismos. Ya sabe qué quiero decir. Nosotros, los humanos, solíamos ser combativos. Al fin hemos eliminado aquella pasión. Un sistema político y económico estable no alienta el derroche de energías en combates. No se trata de un factor de supervivencia. Pero suponga que los robots sí lo sean. Suponga que, como resultado de una evolución equivocada durante los milenios que no los ha vigilado nadie, se hayan vuelto mucho más combativos de como los hicieron sus primeros creadores. Serían entonces unos vecinos muy incómodos.
—Y suponga que todas las estrellas de la Galaxia se convirtiesen en novas. No nos angustiemos por cosas imaginarias.
—Queda otro punto —Murry pasó por alto el vivo sarcasmo de su interlocutor—. A Theor Realo le gustaban esos robots. Los quería más que a la gente de verdad. Se sentía en su sitio allí, y todos sabemos que ha sido un inadaptado total en su propio mundo.
—¿Qué significa eso? —preguntó el jefe de la Junta.
—¿No lo ve? —Wynne Murry enarcó las cejas—. A Theor Realo le gustan los robots porque es como ellos, evidentemente. Le garantizo desde este mismo instante que un análisis psíquico completo de Theor Realo pondría de manifiesto la modificación de varios axiomas fundamentales, y los mismos, precisamente, que los de los robots.
»Y fíjese usted en que —el secretario continuaba sin interrumpirse— Theor Realo trabajó un cuarto de siglo para demostrar un hecho determinado, cuando toda la ciencia se habría reído de él hasta dejarlo sin aliento, si lo hubiera sabido. Hay un fanatismo tremendo en eso; una genuina y sincera perseverancia inhumana. ¡Esos robots son así, probablemente!
—No me brinda ninguna lógica. Arguye usted como un maníaco, como un idiota lunático.
—No necesito pruebas matemáticas estrictas. Tengo que proteger la Federación. Me basta con una duda razonable, y ésta existe, usted lo sabe. Los psicólogos de Dorlis no eran tan superiores. Habían de progresar paso a paso, como usted mismo ha observado. Sus humanoides (no los llamemos robots) eran simples imitaciones de seres humanos, pero no podían ser muy buenas. Los humanos poseemos ciertos sistemas de reacción muy complejos, complicadísimos…, elementos tales como conciencia social, una tendencia a establecer sistemas éticos, y cosas más corrientes, como la caballerosidad, la generosidad, la honradez, etc., etc., que, sencillamente, no se pueden copiar. No creo que esos humanoides puedan poseer tales sistemas. Pero sí han de tener perseverancia, que implica en la práctica tenacidad y combatividad, si no me hice una idea falsa de Realo. Pues bien, si han conquistado un atisbo de ciencia al menos, no los quiero corriendo sueltos por la Galaxia, aunque nosotros los superemos mil o un millón de veces en número. ¡No pienso permitírselo!
El semblante del jefe de la Junta había adquirido una expresión de inquietud.
—¿Qué se propone hacer?
—Todavía no lo he decidido. Pero creo que voy a organizar un desembarco en pequeña escala en el planeta.
—Eh, espere. —El viejo psicólogo se había puesto en pie y rodeaba la mesa. Ahora cogía al secretario por el codo—. ¿Está seguro de lo que hace? Las posibilidades de ese experimento masivo quedan fuera de todo posible cálculo previo que hagamos usted o yo. No puede saber qué destruirá.
—Lo sé. ¿Cree que me divierte lo que estoy haciendo? Éste no es un trabajo de héroe. Soy bastante psicólogo para saber qué clase de investigación está en marcha; pero me han enviado aquí para proteger a la Federación, y me propongo hacerlo lo mejor que sepa y pueda… Cierto que se trata de una tarea cochina, pero no puedo remediarlo.
—No es posible que lo haya meditado a fondo. ¿Qué puede saber de la visión que nos proporcionaría sobre las ideas fundamentales de la psicología? Esto equivaldría a la fusión de dos sistemas galácticos, que podría elevarnos hasta cimas que importarán en conocimiento y poder un millón de veces más que todo el daño que pudieran causar los robots, aunque fuesen superhombres electrometálicos.
El secretario se encogió de hombros.
—Ahora es usted el que juega con posibilidades vagas.
—Oiga, le haré un trato. Bloquéelos. Aíslelos con sus naves. Monte guardias. Pero no los toque. Denos más tiempo. Denos una oportunidad ¡Debe hacerlo!
—Lo había pensado. Pero tendría que conseguir el consentimiento del Congreso. Sería muy caro, ya sabe.
El jefe de la Junta se dejo caer en el sillón con furiosa impaciencia.
—¿De qué clase de gastos está hablando? ¿Se da cuenta de la importancia y la cuantía de los beneficios, si tenemos éxito?
Murry reflexionó; luego, con una media sonrisa, dijo:
—¿Y si progresan hasta poder realizar vuelos interestelares?
El jefe de la Junta se apresuró a prometer:
—Entonces, retiraré mis objeciones.
—Tendré que entendérmelas con el Congreso. —El secretario se levantó.
El semblante de Brand Corla permanecía cuidadosamente impasible mientras contemplaba la curvada espalda del jefe de la Junta. Las alegres y entusiasmadas charlas dirigidas a los miembros de la expedición que estuvieran libres carecían de sustancia. Brand Gorla las escuchaba irritado.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó.
El jefe de la Junta encogió los hombros, pero no se volvió.
—He mandado llamar a Theor Realo. El locuelo salió para el continente Oriental la semana pasada…
—¿Por qué?
La interrupción encendió en ira al viejo.
—¿Cómo puedo entender lo que haga aquel engendro? ¿No ve que Murry tiene razón? Psíquicamente, Theor es anormal. No deberíamos dejarle suelto, sin vigilancia. Si se me hubiera ocurrido algún día mirarle dos veces seguidas, no le habría dejado. De todos modos, ahora regresará y se quedará aquí —bajó la voz hasta un leve murmullo—. Debía haber llegado hace dos horas.
—Es una situación imposible, señor —dijo llanamente Brand.
—¿Lo cree?
—¿Cree usted que el Congreso aceptará que se patrulle indefinidamente el mundo de los robots? Cuesta mucho dinero, y el ciudadano medio de la Galaxia no considerará que ello justifique el aumento de los impuestos. Las ecuaciones psicológicas degeneran en axiomas de sentido común. En realidad no entiendo cómo Murry se avino a consultar al Congreso.
—¿No? —El jefe de la Junta acabó por ponerse frente a su subordinado—. Mire, el muy tonto se considera psicólogo, ¡la Galaxia nos ayude!, y éste es su punto débil. Se adula a sí mismo diciéndose que en el fondo de su corazón no querría destruir el mundo de los robots, pero que el bien de la Federación lo exige. Por eso aceptará encantado todo pacto razonable. El Congreso no lo soportará indefinidamente; no es preciso que me lo diga —hablaba sosegada, pacientemente—. Pero yo pediré diez años, dos, seis meses…, todo lo que pueda conseguir. Y algo lograré. En ese tiempo, nos enteraremos de cosas nuevas sobre dicho mundo. Sea como fuere, reforzaremos nuestra posición y renovaremos el acuerdo, cuando expire. Todavía salvaremos la empresa.
Hubo un corto silencio, y el jefe de la Junta suspiró:
—Bueno, aquí está. Muy bien, Gorla, siéntese; me pone nervioso. Echémosle un vistazo.
Theor Realo cruzó la puerta como un cometa y se detuvo, jadeando, en el centro de la habitación. Luego miró a ambos con ojos débiles, semientornados.
—¿Cómo ha ocurrido todo esto?
—¿Todo el qué? —inquirió fríamente el jefe de la Junta—. Siéntese. Quiero hacerle unas preguntas.
—No. Contésteme primero usted a mí.
—¡Siéntese!
Realo se sentó. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Van a destruir el mundo de los robots.
—No se inquiete.
—Usted mismo dijo que lo harían si los robots descubrían los viajes interestelares. Usted lo dijo. ¡So tonto! ¿No ve…? —se le quebró la voz.
El jefe de la Junta frunció el ceño, desazonado.
—¿Quiere calmarse y hablar con sentido?
El albino rechinó los dientes y emitió las palabras con esfuerzo.
—Es que conocerán los viajes interestelares dentro de muy poco tiempo.
Los dos psicólogos se lanzaron hacia el hombrecillo.
—¡¿Qué?!
—Bueno… bueno, ¿qué se imaginan? —Realo dio un salto con toda la furia de su desesperación—. ¿Creen que aterricé en un desierto o en medio de un océano y exploré un mundo yo solito? ¿Piensan que la vida es un libro de historietas? Ellos me capturaron apenas aterricé y me llevaron a una gran ciudad. Al menos, yo creo que era una gran ciudad. Era diferente de las nuestras. Tenía… Pero no se lo diré.
—No piense en la ciudad —chilló el jefe de la Junta—. Le capturaron. Continúe.
—Y me estudiaron. Estudiaron mi máquina. Luego, una noche, me marché para avisar a la Federación. Ellos no sabían que me marchaba. No querían que me marchase —la voz se le quebró—. Y yo me habría quedado de buena gana, pero la Federación debía saberlo.
—¿Les explicó algo de su nave?
—¿Cómo podía explicárselo? No soy mecánico. No conozco la teoría ni la construcción. Pero les enseñé a manejar los mandos y les dejé mirar los motores. Esto es todo.
Brand Corla dijo en un murmullo:
—Entonces, no hallarán la manera. Con eso no les basta.
La voz del albino se elevó en un grito repentino de triunfo:
—Oh, sí, la hallarán. Los conozco. Son máquinas, ya saben. Trabajarán sobre el problema. Y volverán sobre él. No lo abandonarán nunca. Y lo resolverán. Recogieron de mí datos suficientes. Apuesto a que les bastarán.
El jefe de la Junta le dirigió una larga mirada y le volvió la espalda con aire de cansancio.
—¿Por qué no nos lo explicó?
—Porque ustedes me arrebataron mi mundo. Yo lo descubrí; solo; absolutamente solo. Y cuando hube hecho todo el trabajo realmente importante y les invité a participar, me echaron fuera. No supieron obsequiarme sino con lamentaciones porque había aterrizado en ese mundo y acaso lo hubiera estropeado todo por interferir. ¿Por qué habría de contárselo? Descúbranlo por sí mismos, si son tan sabios que pueden darse el gustazo de despacharme a puntapiés.
El jefe de la Junta pensaba con amargura: «¡Mal dotado! ¡Complejo de inferioridad! ¡Manía persecutoria! ¡Estupendo! Todo encaja ahora, cuando nos hemos tomado la molestia de alejar los ojos del horizonte y ver lo que teníamos ante las propias narices. Ahora que todo se ha perdido.»
—Muy bien, Realo —dijo en voz alta—. Todos salimos derrotados. Váyase.
Brand Gorla preguntó, con voz tensa:
—¿Se acabó? ¿Se acabó de verdad?
El jefe de la Junta respondió:
—Se acabó verdaderamente. El experimento primitivo, como tal, ha terminado. Las distorsiones creadas por la visita de Realo serán sobradamente importantes para convertir todo lo que estamos estudiando aquí en un lenguaje muerto. Además… Murry tiene razón. Si llegan a descubrir los viajes interestelares, serán peligrosos.
—Pero ustedes no van a destruirlos —gritaba Realo—. No pueden destruirlos. No han hecho ningún daño a nadie.
No le respondieron, y él siguió delirando:
—Me vuelvo allá. Les avisaré. Estarán preparados. Les avisaré.
Retrocedía hacia la puerta, con el delgado y blanco cabello hirsuto y los ojos, de encarnados bordes, saliéndosele de las órbitas.
El jefe de la Junta no se movió para detenerle cuando salió disparado.
—Déjele que se vaya. Aquello fue su vida. Ya no me importa.
Theor Realo se lanzó hacia el mundo de los robots a una velocidad que casi le sofocaba.
Allá lejos, al frente, había la mota de polvo de un mundo aislado lleno de imitaciones artificiales de seres humanos bregando y luchando como partes que eran de un experimento periclitado. Abriéndose paso a ciegas hacia la nueva meta de los viajes interestelares, que habían de ser su sentencia de muerte.
Se dirigía hacia aquel mundo, hacia la misma ciudad donde lo «estudiaron» la primera vez. La recordaba bien. Su nombre estaba formado por las dos primeras palabras que aprendió del idioma de aquella gente:
¡Nueva York!
El 26 de julio de 1943, que era lunes, fue uno de los escasos días libres que pude tornarme durante la guerra. (Al fin y al cabo era el primer aniversario de mi boda.) Aquel día estaba en Nueva York, y visité a Campbell lo mismo que en los buenos viejos tiempos. Hablé con él de otro relato para la serie Fundación y también de otro para la de los «robots positrónicos». A partir de entonces, en las escasas ocasiones en que pasé un fin de semana en Nueva York, nunca dejé de visitar a Campbell y, por supuesto, sosteníamos una correspondencia regular.
Definitivamente, había vuelto a la literatura. Mi producción era escasa; no obstante, durante los años que quedaban de guerra escribí dos series «robot positrónicas», Atrapa esa liebre y Paradoxical Escape, que aparecieron en los números de febrero de 1944 y agosto de 1945, respectivamente, de Astounding. En su momento, ambas quedarían incluidas en Yo, robot. (La segunda aparece bajo el título de Escape —La fuga—. La palabra «Paradoxical» la había añadido Campbell, que algunas veces, muy pocas, cambiaba los títulos, y a mí no me gustaba.)
Durante los citados años también escribí no menos de cuatro relatos de la serie Fundación. Fueron: El grande y el pequeño, La cuña, La mano muerta y El Mulo. Todos aparecieron en Astounding, por supuesto, los tres primeros en los números de agosto de 1944, octubre de 1944 y abril de 1945, respectivamente.
El Mulo batió varios récords para mí. Era la narración más larga que había escrito hasta la fecha: cincuenta mil palabras. Aun así, y a pesar de que había de trabajar en ella en los cortos ratos libres que me dejaban el matrimonio y mi empleo, la terminé en tres meses y medio. La presenté el 21 de mayo de 1945 y la aceptaron el 29. (En verdad, durante la guerra no se me rechazó nunca nada, y tampoco tardaron en aceptar mis trabajos. Que no presenté a nadie más que a Campbell.)
Más todavía, a principios de 1944 Campbell elevó el precio base a centavo y medio por palabra, y unos meses después, a centavo y tres cuartos. El Mulo me supuso un cheque de 875 dólares. Fue, con mucho, el mayor que recibí jamás por un solo relato. La verdad es que a finales de la guerra, escribiendo en mis ratos libres, ganaba la mitad del dinero que cobraba en mi empleo de la NAES, a pesar de que me habían ascendido y a finales de la guerra cobraba sesenta dólares semanales.
Por otra parte, El Mulo era el primer relato que había publicado en forma de serial. Apareció en dos partes en los números de noviembre y diciembre de 1945 de Astounding.
De los cuentos de Fundación de los tiempos de la guerra, El grande y el pequeño y La cuña están incluidos en Fundación, mientras que La mano muerta y El Mulo, juntos, forman el total de Fundación e Imperio.
Durante los dos años que van de mediados de 1943 a mediados de 1945, escribí un solo cuento. No pertenecía ni a la serie de Fundación ni a la de Robot positrónico; me lo había inspirado directamente la NAES. Este cuento era Callejón sin salida, que escribí durante setiembre y los primeros días de octubre de 1944. Se lo presenté a Campbell el 10 de octubre, y el día 20 fue aceptado.