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¡AUTOR! ¡AUTOR!

Graham Dorn, pensó y no por primera vez, además, que es muy comprometido jurar que desafiarás agua y fuego por una chica, por más que la quieras. A veces ella te coge por tu desdichada palabra.

Ésta es una manera de decir que su novia le había sacado de su camino, secuestrado e intimidado para que hablase en la sociedad literaria de una tía solterona. ¡No se rían! No es nada divertido visto desde la tribuna del orador. ¡No les digo nada de algunas caras que tienes que mirar!

Pasando por alto los detalles, a Graham Dorn lo habían echado sobre la tribuna y obligado a ponerse en pie. Él leyó un discurso sobre «El lugar de la novela de misterio en la literatura americana», con voz asustada. Ni siquiera el hecho de que lo hubiera escrito su preciosa June (he ahí parte del soborno para conseguir que lo leyera, en primer lugar) disimulaba el hecho de que aquello era una birria.

Y luego, mientras se encenagaba —hablando en sentido figurado— en su propio charco de sangre mental, las arpías se abalanzaron sobre él; porque, ¡ay!, había llegado el momento de la discusión informal y el variado parloteo femenino.

—Oh, señor Dorn, ¿trabaja usted siguiendo una inspiración? Quiero decir, ¿se sienta y se le ocurre, inmediatamente, una idea? ¿Y tiene que pasarse la noche en vela, bebiendo café, hasta que la ha plasmado?

—Ah, sí. Ciertamente —(Sólo trabajaba de dos a cuatro de la tarde, día sí, día no, y bebía leche.)

—Oh, señor Dorn, usted tiene que entregarse a las pesquisas más extraordinarias para reunir tantos asesinatos extraños. ¿Cuánto tiempo necesita antes de poder escribir un cuento?

—Unos seis meses, en general —(Los únicos libros de referencia que utilizó jamás eran una enciclopedia en seis volúmenes y un almanaque mundial de dos años atrás.)

—Oh, míster Dorn, ¿elaboró su Reginald de Meister según un personaje real? Hubo de hacerlo. Es, ¡oh!, tan convincente hasta en los últimos detalles…

—Lo moldeé según un querido compañero de mí infancia —(Dorn no había conocido en su vida a nadie parecido a De Meister. Vivía en el constante temor de topar con alguien que se le pareciera. Hasta poseía un anillo construido con gran arte que contenía un sutil veneno oriental, para utilizarlo precisamente en caso de que topara con un hombre así. Digámoslo en honor de De Meister.)

Allá, fuera del conglomerado de mujeres, June Billings permanecía en su asiento, sonriendo con asqueroso orgullo de dueña y señora.

Graham se pasó un dedo por el cuello y representó, lo más discretamente que pudo, la pantomima de morir asfixiado. June sonrió, movió la cabeza afirmativamente, le envió un beso, y no hizo nada.

Graham decidió en ese momento vivir una vida austera, solitaria, sin mujeres y no poner, nunca más, en sus narraciones sino personajes femeninos malvados.

Contestaba con monosílabos, alternando los «síes» con los «noes». Sí, alguna vez tomaba cocaína. Estimulaba el impulso creador. No, no creía que pudiera consentir que Hollywood se adueñara de De Meister. Opinaba que los filmes no son auténticas expresiones del verdadero arte. Por otra parte, no eran sino un capricho pasajero. Sí, leería los originales de la señorita Crum, si se los traía. Con muchísimo gusto, además. Leer trabajos de aficionados era divertidísimo; pero los editores son, en verdad tan brutos…

Cuando anunciaron los refrigerios, se produjo el vacío en un santiamén. La cabeza de Graham sólo necesitó una fracción de segundo para serenarse. La masa de femineidad se había condensado en un solo ejemplar, que medía cerca de metro y medio y pesaba unos cuarenta kilos. Graham poseía metro ochenta y ocho y unos noventa y un kilos de materia humana. Probablemente, habría podido pasarle cuentas sin ninguna dificultad, en particular dándose la circunstancia de que ella tenía los brazos ocupados sosteniendo un paquidermo, o una bolsa. No obstante, le daba cierto reparo, por no decir asco, tumbarla de un puñetazo. No parecía un gesto demasiado recomendable.

La joven se le acercaba con un clarísimo y desagradable brillo de admiración y fervor en los ojos, y Graham sentía, detrás, la pared. En ninguno de los dos lados había puerta alguna al alcance de la mano.

—Oh, señor De Meister… por favor, por favor, permítame llamarle así. Su personaje es tan real para mí que no puedo pensar en usted como Graham Dorn, simplemente. ¿Verdad que no le molesta?

—No, no, claro que no —gargarizó Graham lo mejor que pudo por entre treinta y dos piezas dentales dispuestas todas a la vez al ataque—. En mis momentos más frívolos, a veces yo mismo creo ser Reginald.

—Gracias. No puede figurarse, querido señor De Meister, cómo esperaba el momento de conocerle. He leído todas sus obras, y opino que son maravillosas

—Me alegra que lo piense así —automáticamente se puso a interpretar el cuento de la modestia—. En realidad no es nada, ya sabe. ¡Ja, ja, ja! Me gusta agradar a los lectores, pero todavía debería mejorar muchísimo. ¡Ja, ja, ja!

—Pero es verdad, ¿sabe? —lo decía con gran vehemencia—. Quiero decir bueno, realmente bueno. Me parece maravilloso ser un escritor como usted. Ha de parecer casi como si uno fuera Dios.

—A los editores no se lo parece, hermanita —murmuró Graham con mirada ausente.

La hermanita no captó el murmullo. Y prosiguió:

—Ser capaz de crear personajes vivientes sacados de la nada; abrir almas para todo el mundo; expresar los pensamientos con palabras; dibujar cuadros y crear mundos… He pensado muchas veces que un escritor era la persona de toda la creación adornada de más excelsas dotes. Es mejor ser un escritor inspirado pasando hambre en una buhardilla, que un rey en su trono. ¿No lo cree usted?

—Indiscutiblemente —mintió Graham.

—¿Qué son los groseros bienes materiales del mundo comparados con la maravilla de urdir emociones y gestas en un pequeño mundo propio, independiente?

—Eso, eso, ¿qué son en verdad?

—Y la posteridad, ¡piense en la posteridad!

—Sí, sí. Pienso a menudo.

Ella le cogió la mano.

—Sólo quería pedirle un pequeño favor. Usted podría… —la muchacha se sonrojó levemente—. Usted podría darle al pobre Reginald (si permite, al menos por una vez, que le llame así) la oportunidad de casarse con Letitia Reynolds. Crea usted una Letitia un poquitín demasiado cruel con Reginald. Esta crueldad me hace llorar, a veces, horas seguidas. Pero es que él es demasiado, demasiado real para mí.

Y de algún lugar emergieron los encajes de un volante de pañuelo y subieron hacia los ojos de la muchacha. Ésta apartó después el pañuelo, sonrió con vehemencia y se escabulló. Graham Dorn inspiró profundamente, cerró los ojos y se abandonó en brazos de June.

Después los abrió con una sacudida.

—Puedes considerar nuestro compromiso deteriorado hasta el punto de ruptura —dijo muy severo—. Sólo la consideración que me merecen tus pobrecitos padres, tan ancianos, evita que en lo sucesivo seas la ex novia de Graham Dorn.

—¡Qué noble eres, cariño! —le dio masaje en la manga con la mejilla—. Ven, te llevaré a casa y lavaré tus pobres heridas.

—De acuerdo, pero tendrás que transportarme tú. ¿No tiene acaso un hacha tu deliciosa y adorable tía?

—¿Por qué?

—En primer lugar, ha tenido la desfachatez de presentarme como el cerebro padre, ¡Dios me ayude!, del famoso Reginald de Meister.

—¿Y no lo eres?

—Salgamos de este inmundo lugar, Y métete esto en la cabeza: yo no soy pariente, ni siquiera mentalmente, de ese personaje. Lo repudio. Lo arrojo a las tinieblas. Le escupo. Lo declaro hijo ilegítimo, sucio degenerado, vástago de un perro de presa, y que me cuelguen si vuelve a meter jamás su cochina nariz patricia en mi máquina de escribir.

Estaban en el taxi. June le arregló la corbata.

—De acuerdo, hijito, déjame leer la carta.

—¿Qué carta?

La muchacha tendió la mano.

—La de los editores.

Graham enseñó los dientes y sacó la carta del bolsillo del chaleco.

—Se me ocurría la idea de invitarme yo mismo a tomar el té en su casa, en casa de aquel maldito corazón de pedernal. Tiene cita con un buen pellizco de estricnina.

—Ya despotricarás después. ¿Qué te dice? Hummm —eehmmm— «no alcanza la calidad esperada…, da la sensación de que De Meister no está en su forma habitual… una pequeña revisión quizá en este sentido… estoy seguro de que se puede readaptar la novela…, se la devuelvo en paquete separado…» —La joven dejó la carta a un lado—. Ya te dije que no debías matar a Sancha Rodríguez. Era lo que necesitabas precisamente. Te estás volviendo tacaño en el capítulo amoroso.

—¡Escríbelo ! Yo he terminado con De Meister. Se está haciendo tan popular que las mujeres me llaman señor De Meister, y los periódicos publican mi retrato con el encabezamiento: De Meister. Ya no tengo personalidad. Nadie ha oído hablar nunca a Graham Dorn. Soy, invariablemente: «Dorn, Dorn, ya sabes, el tío que escribe aquello de De Meister, ya sabes.»

June soltó un gritito.

—¡Tonto! Tienes celos de tu propio detective.

—No tengo celos de mi personaje. ¡Mira! Aborrezco las historias de detectives. No he leído una desde que supe pronunciar palabras de dos sílabas. Escribí la primera como una sátira aguda, tajante, mordaz; para que volase toda esa falsa escuela de escritores de misterio. Por eso inventé a De Meister. Era el detective que había de acabar con todos los detectives. El Asno Completo, de Graham Dorn.

»Y resulta que el público se llena el corazón de esta porquería, junto con serpientes, víboras e hijos desagradecidos. Yo escribí una novela de intriga tras otra, intentando convertir al público… —Graham Dorn dejó caer un poco los hombros, ante lo fútil que resultaba todo—. ¡Ea, bueno! —sonrió levemente, y su gran alma se elevó por encima de la adversidad—. ¿No comprendes? Yo tengo que escribir otras cosas. No puedo malgastar mi vida. Pero ¿quién leerá una novela seria de Graham Dorn, ahora que estoy tan absolutamente identificado con De Meister?

—Puedes utilizar un seudónimo.

—No quiero. Estoy orgulloso de mi nombre.

—Pero no puedes dejar a De Meister. No pierdas la cabeza, querido.

—Una prometida normal —se quejó amargamente Graham— querría que su futuro marido escribiera cosas realmente buenas y llegara a tener un nombre importante en la literatura.

—Si yo quiero que lo hagas, Graham. Pero ¡sólo un poquito de De Meister de vez en cuando para pagar las facturas que se acumulan…!

—¡Ah! —Graham se bajó el sombrero hasta los ojos de un puñetazo para esconder los sufrimientos de un espíritu fuerte atormentado—. Ahora me estás diciendo que no puedo llegar a la cima si no prostituyo mi arte de una manera inenarrable. Ya estamos en tu casa. Baja. Yo me voy a la mía, a escribir una carta picante, sobre asbesto, a nuestro senil MacDunlap.

—Haz lo que quieras, ni más ni menos, ricura —le apaciguó June—. Y mañana, cuando te sientas mejor, irás a verme y llorarás sobre mi hombro y planearemos juntos una revisión de Muerte en la tercera cubierta, ¿no es cierto?

—Nuestro noviazgo está roto —afirmó Graham en tono altanero.

—Sí, cariño. Estaré en casa mañana a las ocho.

—Lo cual no puede interesarme ni pizca. ¡Adiós!

Directores y editores son intocables, por supuesto. A los míos les corresponde en herencia la mano tendida y la sonrisa enseñando los dientes en buena forma, el cabezazo de consenso y la palmadita en la espalda.

Pero quizá en alguna parte, en el secreto de las madrigueras donde se refugian los escritores cuando la noche desciende, se tomen una venganza particular… Allí quizá se pronuncien frases que nadie puede oír y se escriban cartas que no necesitan ser echadas al buzón, y hasta es posible que se entronice el retrato de un director, que sonríe pensativo, sobre la máquina de escribir para que sirva de blanco en un ocasional juego de dardos.

Un retrato así de MacDunlap, utilizado para tal fin, alegraba el cuarto de Graham Dorn. Y Graham Dorn en persona, llevando la vestimenta que solía usar para escribir (traje de calle y máquina) miraba ceñudo la quinta hoja de papel que había metido en la máquina. Las otras cuatro colgaban del canto de la papelera, condenadas por su diluida y lechosa suavidad.

Graham empezó: «Distinguido Sr., —y añadió con mala uva—: o Sra., según sea el caso.»

Y como le vino la inspiración, tecleaba furiosamente, sin hacer caso de la leve espiral de humo que se elevaba de las recalentadas teclas:

«Usted dice que el De Meister de esta narración no le merece mucho aprecio. Bien, yo tampoco tengo gran opinión de De Meister. Punto. Puede esposar el viscoso corpachón de usted con el suyo y tirarse por el puente de Brooklyn. Y deseo que hayan drenado bien el río East antes de que ustedes salten.

»En adelante, mis obras apuntarán a una meta más alta que la vil prensa de usted. Y llegará el día en que pueda volver la mirada hacia este período de mi carrera con el aborrecimiento que me…»

Alguien estaba dando golpecitos en el hombro de Graham mientras éste escribía el último párrafo, y Graham lo movía, enojada e inútilmente, a intervalos.

Ahora se detuvo, se volvió y se dirigió muy cortésmente al desconocido que había entrado en la habitación:

—¡Por los recondenados infiernos! ¿Quién es usted? Ah, y puede irse sin tomarse la molestia de contestar. No le consideraré grosero.

El recién llegado sonrió gentilmente. El movimiento de cabeza que hizo envió hacia Graham el aroma de una brillantina fina. La delgada y apretada mandíbula destacaba enérgicamente, y su voz sonó bien modulada cuando dijo:

—De Meister es mi nombre. Reginald de Meister.

Graham descendió disparado hasta sus cimientos mentales y notó que se resquebrajaban.

¡Glub! —exclamó.

—¿Decía usted…?

Graham se rehizo.

—He dicho «glub», palabra clave que significa, ¿qué De Meister?

El De Meister —explicó afablemente De Meister.

—¿Mi personaje? ¿Mi detective?

De Meister se acomodó en una silla y sus rasgos, finamente cincelados, asumieron aquel aire de aburrimiento bien educado tan admirado en los mejores círculos. Encendió un cigarrillo turco, cuya marca reconoció Graham al momento como la favorita de su detective, golpeándolo primero lenta y cuidadosamente contra el dorso de la mano, gesto también típico en él.

—Se lo digo, viejo —empezó De Meister—. Esto es en verdad extremadamente chocante. Supongo que soy su personaje, ya sabe; pero no sentemos nuestro trato sobre tal base. Sería terriblemente enojoso.

Glub —dijo otra vez Graham, a guisa de respuesta.

Al mismo tiempo su mente iba examinando febrilmente alternativas: ya no bebía, por el momento, y era una lástima; por lo tanto, no estaba borracho. Tenía un estómago de acero inoxidable, y la habitación no estaba demasiado caldeada, de manera que no se trataba de una alucinación. No soñaba jamás, y —como convenía a un artículo que le daba dinero— tenía la imaginación bajo control estricto. Además, dado que, como a todos los escritores le consideraban bastante loco, la demencia quedaba fuera de cuestión.

Con lo cual De Meister era, simplemente, algo imposible. Y Graham se sintió aliviado. Es en verdad un triste escritor el que no ha aprendido el arte de pasar por alto los imposibles cuando escribe un libro. De modo que, muy suavemente, dijo:

—Aquí tengo un volumen de mi última obra. ¿Le importaría mencionar la página que le corresponde y volver a meterse en ella? Estoy muy ocupado, y Dios sabe que de usted me basta y me sobra con la basura que escribo.

—Eh, yo he venido por cuestión de negocios, compañero. Primero tengo que llegar a un arreglo amistoso con usted. La situación actual se me hace endiabladamente incómoda.

—Oiga, ¿no sabe que me está molestando? No tengo la costumbre de hablar con personajes míticos. Por regla general, no ando por ahí en su, compañía. Por lo demás, ya es hora de que su madre le explique que usted no existe realmente.

—Mi querido compañero, yo he existido siempre. La existencia es una cosa tan subjetiva… Si una mente piensa que eso o aquello existe, pues existe de verdad. Por ejemplo, yo he existido en la mente de usted desde la primera vez que me imaginó.

Graham se estremeció.

—Oiga, la cuestión es ¿qué hace usted fuera de mi mente? ¿Se le antojaba demasiado estrecha? ¿Quería más espacio para moverse?

—De ningún modo. Es una mente bastante satisfactoria, a su manera, pero yo he conseguido una existencia más concreta, desde esta tarde, y por eso aprovecho la oportunidad de comprometerle a usted cara a cara en la conversación sobre negocios que le mencioné antes. Vea usted, aquella damita delgada, sentimental, de su sociedad…

—¿Qué sociedad? —interrogó Graham con voz hueca. Ahora todo se le aparecía tremendamente claro.

—Aquella a la que usted ha soltado un discurso sobre la novela de detectives… —De Meister se estremeció a su vez—. Ella creía en mi existencia; de modo que, naturalmente, existo.

Terminó el cigarrillo y lo arrojó lejos con un negligente movimiento de la muñeca.

—Una lógica —declaró Graham— irrebatible. Veamos, ¿qué quiere usted? Y la respuesta es «no».

—¿No se da cuenta, viejo, de que si deja de escribir las aventuras de De Meister me condena a la existencia fantasmal, aburrida, de los detectives de ficción jubilados? Tendría que vagar por las grises nieblas del limbo con Holmes, Lecocq y Dupin.

—Una idea fascinante, pienso. Un destino muy adecuado.

Los ojos de Reginald de Meister adquirieron un brillo glacial, y Graham recordó súbitamente el párrafo de la página 123 de El caso del cenicero roto:

Sus ojos, hasta ese momento perezosos y distraídos, se endurecieron en dos charcos gemelos de hielo azul y traspasaron al mayordomo, que retrocedió tambaleándose, con un grito ahogado en los labios.

Evidentemente, De Meister no perdía ninguna de las características que tenía en las novelas que adornaba con su presencia.

Graham retrocedió tambaleándose, con un grito apagado en los labios.

De Meister dijo con aire amenazador:

—Será mejor para usted que las novelas de intriga con De Meister continúen. ¿Me comprende?

Graham se repuso y echó mano de una débil indignación.

—Espere un poco. Usted se está saliendo de madre. Recuérdelo: en cierto modo, yo soy su padre. Es cierto. Su padre cerebral. Usted no me puede presentar ningún ultimátum ni venirme con amenazas. No es de buen hijo. Es una falta de amor y de respeto.

—Y otra cosa —continuó el otro, impasible—. Hemos de solucionar el asunto de Letitia Reynolds. Se está poniendo endiabladamente molesto, ya sabe.

—Y usted ahora se está poniendo tonto. Mis escenas de amor han sido ampliamente citadas como milagros de ternura y sentimiento que no se encuentran ni en una de cada mil novelas de intriga y asesinato… Espere y le traeré unos juicios críticos. No me importan demasiado sus intentos de imponerme lo que debo hacer; pero que me cuelguen si permito que censure mi estilo.

—Olvide las críticas. Ternura y todas esas monsergas es precisamente lo que no quiero. Ando a la deriva en pos de la hermosa dama por espacio de cinco volúmenes ya, portándome como el asno más insufrible. Eso ha de terminar.

—¿De qué modo?

—En la novela que está escribiendo ahora, he de casarme con ella. O esto, o hacer de ella mi querida; una querida buena y respetable. Y tendrá usted que dejar de crearme tan condenadamente victoriano y caballeresco con las señoras. Soy un ser humano y nada más, viejo.

—¡Imposible! —objetó Graham—. Y en la imposibilidad va incluida esta última pretensión.

De Meister se puso serio.

—Realmente, viejo amigo, para ser escritor, manifiesta usted la más espantosa falta de interés por el bienestar de un personaje que le ha sustentado muchísimos años.

Graham sintió un elocuente nudo en la garganta.

—¿Que me ha sustentado? En otras palabras, usted cree que no podría vender verdaderas novelas, ¿eh? Bien, se lo demostraré. No escribiría otra sobre De Meister ni por un millón de dólares. Ni siquiera por un cincuenta por ciento de los derechos de autor y todos los derechos de la televisión. ¿Qué le parece?

De Meister arrugó el ceño y pronunció esas palabras que han sido el trueno de la condenación para tantos delincuentes:

—Veremos, pero usted y yo no hemos terminado todavía.

Y, sacando un mentón enérgico, desapareció.

La contraída faz de Graham se distendió y, lenta, muy lentamente, se llevó las manos a la cabeza y se palpó el cráneo con cuidado.

Por primera vez en una larga y razonablemente picaresca vida mental, sentía que sus enemigos tenían razón y que un buen lavado en seco no perjudicaría en nada a su mente.

¡La de cosas que tenía en ella!

Graham Dorn apretó el timbre con el codo por segunda vez. Recordaba claramente que June le había dicho que estaría en casa a las ocho. La mirilla se abrió.

—¡Hola!

—¡Hola!

¡Silencio!

Graham dijo, plañidero:

—Fuera llueve. ¿Puedo entrar a secarme?

—No sé. ¿Estamos prometidos, señor Dorn?

—Si no lo estoy —respondió él muy tieso—, resulta que estuve rechazando las ansiosas insinuaciones de un centenar de muchachas apasionadas (y todas muy guapas) sin ningún motivo evidente.

—Ayer decías…

—¡Ah!, pero ¿quién hace caso de lo que digo? Tengo esa clase de extravagancias. Mira, te he traído un ramillete —pasó unas rosas por delante de la mirilla.

June abrió la puerta.

—¡Rosas! ¡Cuán plebeyo! Entra, ricura, y ensucia el sofá. Eh, eh, antes de que des otro paso, ¿qué traes bajo el otro brazo? ¿No será el original de Muerte en la tercera cubierta?

—Exacto. Aunque no aquella excrecencia de manuscrito. Esto es cosa muy distinta.

La voz de June se hizo glacial:

—¿No será eso tu preciosa novela? ¿Verdad que no?

Graham levantó la cara con energía.

—¿Cómo lo sabías?

—Me baboseaste toda contándome el argumento en la fiesta de cumpleaños de MacDunlap.

—No te lo conté. No es posible que lo hiciera, a menos que estuviese borracho.

—Pero es que lo estabas. Como una sopa. Y por un par de cócteles de más.

—Pues, si estaba borracho, no podía contarte el verdadero argumento.

—¿No discurre la acción en un distrito minero?

—Ehhh…, sí…

June movió la cabeza, rememorando.

—Lo recuerdo bien. Primero te emborrachaste y te mareaste. Luego mejoraste y me contaste los primeros capítulos. Entonces me maree yo. —La muchacha se acercó al enfurecido escritor—. Graham —arrulló dulcemente, apoyando la rubia cabeza en su hombro—, ¿por qué no sigues con las aventuras de De Meister? Te dan por ellas unos chequecitos tan hermosos…

Graham se revolvió para deshacerse del abrazo.

—Eres una desdichada mercenaria, incapaz de comprender el alma de un escritor. Puedes considerar roto nuestro compromiso. —Se sentó con gesto enérgico en el sofá, cruzó los brazos y añadió—: A menos que consientas en leer el borrador de la novela y hagas el análisis de la narración como de costumbre.

—¿Puedo hacerte el análisis de Muerte en la tercera cubierta primero?

—No.

—¡Bien! En primer lugar, tu interés por el amor empieza a dar náuseas.

—No es verdad —Graham levantaba un índice indignado—. Mi estilo amoroso respira una fragancia dulce y sentimental, como de los viejos tiempos. Aquí traigo la revista que lo dice —rebuscó por la cartera.

—Bah, patrañas. ¿Vas a citar al fulano ese del Clarion de Pillsboro, Oklahoma? Será primo segundo tuyo, probablemente. Ya sabes que tus dos últimas novelas se quedaron muy por debajo de la media en derechos de autor. Y Tercera cubierta ni siquiera te la aceptarán nunca.

—Tanto mejor… ¡Huy! —Graham se frotó el cráneo con fuerza—. ¿Por qué has hecho eso?

—Porque el único punto donde podía pegar tan fuerte como quería, sin dejarte inválido, era en la cabeza. ¡Escucha! La gente está cansada de tu endurecida Letitia Reynolds. ¿Por qué no dejas que se empape la «lustrosa corona de cabello rubio» de petróleo y conozca la proximidad de una cerilla?

—Pero, June, ese personaje lo saqué de la vida real. ¡Eres tú!

—¡Graham Dorn! Yo no estoy aquí para escuchar insultos. El mercado de la novela de intriga se inclina hoy por la acción y el amor auténtico y pasional, y tú sigues atascado en las dulces viscosidades sentimentales de hace cinco años.

—Pero ése es el carácter de Reginald de Meister.

—Pues cámbiale el carácter ¡Oye! Has introducido a Sancha Rodríguez. Muy bien. Yo la apruebo. Es mexicana, fogosa, apasionada, quita el aliento y está enamorada de él. ¿Y qué haces tú? Primero él se porta como un caballero impecable y luego la matas a ella a mitad del relato.

—Humm, ya veo… Tú crees, de veras, que la cosa mejoraría haciendo que De Meister saliera de su torre de marfil. Un par de besos, o…

June apretó los preciosos dientes y los maravillosos puños.

—¡Oh, cariño, y cómo me alegra que el amor sea ciego! Si alguna vez vislumbrara, aunque sólo fuese un poquitín, yo no lo resistiría. Oye, gomoso remilgado y escurridizo, vas a encargarte de que De Meister y Rodríguez se enamoren. Van a vivir una aventura amorosa que abarcará todo el libro, y puedes poner a tu horrible Letitia en un convento de monjas. Tal como la pintas, allá será mucho más feliz, probablemente.

—Eso es todo lo que tú sabes del asunto, amor mío. Pero se da la casualidad de que De Meister está enamorado de Letitia Reynolds y la quiere; no a esa tal Rodríguez.

—¿Por qué lo crees?

—Porque me lo ha dicho él

—¿Quién te lo ha dicho?

—Reginald de Meister.

—¿Qué Reginald de Meister?

—El mío.

—¿Qué significa eso de tu Reginald de Meister?

—Mi personaje, Reginald de Meister.

June se levantó, se permitió unas cuantas inspiraciones profundas y luego dijo, con voz sosegada:

—Volvamos a empezar desde el principio —desapareció un momento, y luego regresó con una aspirina—. ¿Tu Reginald de Meister, el de tus libros, te ha dicho, en persona, que está enamorado de Letitia Reynolds?

—Exacto.

June engulló la aspirina.

—Mira, June, te lo explicaré exactamente igual como él me lo explicó a mí. Todos los personajes existen de verdad…, al menos en las mentes de sus autores. Y cuando la gente empieza a creer en ellos, empiezan a existir en la realidad, porque la realidad es lo que cree la gente (en lo que a ellos respecta), y ¿qué es la existencia al fin y al cabo?

A June le temblaban los labios.

—Oh, Gramie, no, por favor. Si té encerrasen en un asilo, mamá no permitiría que me casara contigo.

—¡June, no me llames Gramie, por amor de Dios! Te digo que vino a verme y quiso decirme qué había de escribir y cómo tenía que hacerlo. Fue casi tan malo como tú. ¡Oh, vamos, nena, no llores!

—No puedo evitarlo. ¡Siempre creí que eras un loco, pero nunca pensé que estuvieras loco!

—Muy bien, ¿y dónde está la diferencia? No lo discutamos más. Ya no volveré a escribir ninguna novela de intriga en mi vida. Después de todo… —y se permitió su poquito de indignación—, cuando las cosas se ponen de tal manera que mi propio personaje (¡mi propio personaje!) quiere decirme qué debo hacer, es que, en verdad, hemos llegado demasiado lejos.

June miró por encima del pañuelo.

—¿Y cómo sabes que era realmente De Meister?

—Oh, diablos. Tan pronto como se golpeó el cigarrillo en el dorso de la mano y empezó a soltar «ges» como copos de nieve en una tormenta, comprendí que había llegado lo peor.

Sonó el teléfono. June se levantó de un salto.

—No respondas, Graham. Es del manicomio, probablemente. Les diré que no estás aquí… Diga, diga. ¡Oh, señor MacDunlap! —June exhaló un suspiro de alivio, pero en seguida cubrió el micrófono y susurró con voz alterada—: Podría ser una trampa… ¡Diga, diga, señor MacDunlap!… No, no está aquí… Sí, creo que podré comunicarme con él… En el Martin’s mañana al mediodía… Se lo diré… ¿Con quién…? ¿¿¿Con quién??? —y colgó repentinamente.

—Graham, mañana tienes que almorzar con MacDunlap.

—¡Pagando él! ¡Solamente si paga él!

Los grandes ojos azules de June aumentaron de tamaño y se hicieron más azules.

—Y Reginald de Meister comerá contigo.

—¿Qué Reginald de Meister?

—El tuyo.

—¿Mi Reg…?

—Oh, Gramie, no; por favor —los ojos se le humedecían—. ¿No lo ves, Gramie? Ahora nos encerrarán a los dos en un asilo para dementes… y también a MacDunlap. Y probablemente nos metan a los tres en la misma celda acolchada. ¡Oh, Gramie, hay una multitud tan espantosa!

Y la faz se le deshizo en llanto.

Grew S. MacDunlap (lo de que la S. quiera decir «Some» —«un tal»— es una vil falsedad propalada por sus enemigos) estaba solo en la mesa cuando entró Graham Dorn. Graham libó de ahí unas gotitas de satisfacción.

Lo que le complacía no era tanto la presencia de MacDunlap como la ausencia de De Meister, ya lo comprenden.

MacDunlap le miró por encima de las gafas y se tragó una píldora para el hígado. Eran su dulce favorito.

—¡Ajá! Ya está aquí. ¿Qué significa esta broma pesada que me está gastando? Usted no tenía derecho a mezclarme con una persona como De Meister sin avisarme que era un ser real. Quizá hubiese tomado precauciones. Habría podido contratar un guardaespaldas. Habría podido comprarme un revólver.

No es real. ¡Maldita sea! La mitad del personaje fue idea de usted.

—Eso es una calumnia —replicó MacDunlap acaloradamente—. ¿Y qué quiere decir al asegurar que no es real? Cuando hizo la presentación de sí mismo me tomé, de golpe, tres píldoras para el hígado, y no desapareció. ¿Sabe qué son tres píldoras? Tres píldoras de la clase que yo las uso (el médico debería caerse muerto, nada más) harían desaparecer a un elefante…, si no fuese real. Lo .

Graham insistió en tono fatigado:

—No importa; sólo existe en mi mente.

—Ya lo sé que existe en su mente. Su mente debería ser objeto de una investigación por parte de los inspectores de la pureza de alimentos y medicamentos.

Las diversas y muy corteses réplicas que se le ocurrieron simultáneamente a Graham fueron desechadas al momento por contener una proporción excesiva de enérgicos tacos anglosajones. AI fin y al cabo (¡ja, ja!) un editor es un editor, por muy anglosajón que sea. Graham dijo, pues:

—Entonces, la cuestión que se plantea es ¿cómo podemos librarnos de De Meister?

—¿Librarnos de De Meister? —Del brusco sobresalto que tuvo, a MacDunlap le salieron disparadas las gafas fuera de la nariz, y las cogió al vuelo con una mano. La voz se le cargaba de emoción—. ¿Quién quiere librarse de él?

—¿Lo quiere usted merodeando a su alrededor?

—Dios no lo quiera —exclamó MacDunlap entre escalofríos—. Comparado con él, mi cuñado es un ángel.

—No tiene nada que hacer fuera de mis libros.

—Por mi parte, tampoco tiene nada que hacer dentro. Desde que empecé a leer sus originales, el doctor añadió al número de específicos que ya tomaba unas píldoras para los riñones y un jarabe para la tos —miró el reloj y se tomó una píldora para los riñones—. Quisiera que mi peor enemigo tuviera que publicar libros un año, nada más.

—Entonces, ¿por qué —preguntó Graham pacientemente— no quiere desembarazarse de De Meister?

—Porque nos hace publicidad.

Graham le miraba, inexpresivo.

—¡Oiga! ¿Qué otro escritor tiene un verdadero detective? —prosiguió MacDunlap—. Todos los demás son de ficción. Todo el mundo lo sabe. Pero el suyo… el suyo es real. Podemos dejarle resolver casos y que los periódicos le llenen de elogios. A su lado, el Departamento de Policía parecerá una miseria. Llegará a…

—Ésa —interrumpió categóricamente Graham— es en todos los sentidos la proposición más descarada con que me han ensuciado los oídos en toda mi vida.

—Produciría mucho dinero.

—El dinero no lo es todo.

—Nombre una cosa que no consiga el dinero… ¡Ssstt! —faltó poco para que fracturase de un puntapié el tobillo izquierdo de Graham, y se levantó con sonrisa convulsiva—. ¡Señor De Meister!

—Lo siento, querido amigo —respondió una voz letárgica—. No he podido acudir antes, ya sabe. Montones de compromisos. Se habrá aburrido mucho.

A Graham Dorn las orejas le temblaban espasmódicamente. Miró por encima del hombro y se tumbó para atrás todo lo que pudo estando sentado. Reginald de Meister había criado monóculo desde la visita anterior, y su mirada monocular estaba calculada para helar la sangre. Pero saludó con naturalidad:

—¡Mi querido Watson! ¡Cuánto me alegra verle! Me alegra endiabladamente.

—¿Por qué no se va al diablo? —preguntó Graham con curiosidad.

—Mi querido amigo. Oh, mi querido amigo.

—Eso es lo que me gusta —cacareó MacDunlap—. ¡Bromas! ¡Guasa! Luego todo se empieza más a gusto. Y ahora, ¿pasamos a hablar de negocios?

—Ciertamente. La comida estará en marcha ya, ¿no? Entonces me limitaré a pedir una botella de vino. El de siempre, Henry.

El camarero cesó de aguardar por allí, se fue a toda prisa y regresó con una botella. La abrió, haciendo gorgotear el caldo en un vaso.

De Meister sorbió delicadamente.

—Es usted muy amable, viejo compañero, al hacerme, en sus novelas, un parroquiano de este establecimiento. Hasta ahora es lo indicado, y resulta de lo más agradable. Todos los camareros me conocen. Señor MacDunlap, doy por entendido que ha convencido usted al señor Dorn de la necesidad de continuar las aventuras de De Meister.

—Sí —respondió MacDunlap.

—No —dijo Graham.

—No le haga caso —replicó MacDunlap—. Es temperamental. Ya conoce usted a los escritores.

—No le haga caso a él —interpuso Graham—. Es microcéfalo. Ya conoce a los editores.

—Oiga, viejo amigo. Me figuro que MacDunlap le habrá señalado ya el lado desagradable de ponerse terco.

—¿Cuál, por ejemplo, viejo pelma?

—Pues el de que le persiga un fantasma.

—Sí, que se me ponga detrás y grite: «¡Uhhh!»

—Mi querido amigo, soy mucho más sutil. Puedo fastidiarle a uno, de veras, con métodos más modernos, más al día. Por ejemplo, ¿ha tenido sumergida alguna vez su individualidad? —soltó una risita malévola.

Una risita cuyo sonido resultaba familiar. Graham recordó súbitamente. Estaba en la página 103 de La muerte galopa por el campo:

Sus perezosos párpados aletearon. Se rió con risa ligera y melodiosa, y aunque no dijo palabra, Hank Marslowe se acobardó. Aquella ligera risa sonaba preñada de amenazas, y, a pesar de todo, el fornido ranchero no se atrevió a llevar las manos a las pistolas.

A Graham seguía pareciéndole una risita aborrecible, pero se acobardó, y no se atrevió a coger sus armas.

MacDunlap se lanzó por el agujero de momentáneo silencio que se había creado:

—Ya lo ve, Graham. ¿Para qué andar jugando con fantasmas? No son entes razonables. ¡No son humanos! Si quiere más derechos de autor…

Graham se enfureció:

—¿Quiere dejar de mencionar el dinero? Desde hoy en adelante, sólo escribiré novelas con desgarradoras emociones humanas.

La sonrojada faz de MacDunlap cambió súbitamente.

—No —dijo.

—La verdad, cambiando de tema por un momento —y el acento de Graham se volvió extremadamente dulce, pues las palabras le salían untadas de jarabe de maple…—, es que tengo aquí un manuscrito para que usted lo mire. —Graham cogió firmemente por la solapa al sudoroso MacDunlap—. Es una novela que representa el trabajo de cinco años. Una novela que se apoderará de usted por su fuerza; le estremecerá hasta lo más íntimo de su ser y abrirá un nuevo mundo. Una novela que…

—No —dijo MacDunlap.

—Una novela que acabará con la falsedad de este mundo, descubriendo las entrañas de la verdad. Una novela…

MacDunlap, como no podía levantar el brazo más arriba, cogió el manuscrito.

—No —repitió.

—¿Por qué condenados infiernos no la lee? —inquirió Graham.

—¿Ahora?

—Empiece.

—Oiga, ¿y si la empezara mañana, o pasado? Ahora tengo que tomar el jarabe para la tos.

—Desde que yo estoy aquí, no ha tosido.

—Le avisaré inmediatamente…

—Ésta —dijo Graham— es la primera página. ¿Por qué no empieza? Le subyugará inmediatamente.

MacDunlap leyó dos párrafos y dijo:

—¿Se desarrolla el argumento en una población minera?

—Sí.

—Entonces, no puedo leerlo. Soy alérgico al polvo del carbón.

—Pero ese polvo de carbón no es de verdad, MacIdiota.

—Eso —hizo notar MacDunlap— también lo decía usted de De Meister.

Reginald de Meister golpeó cuidadosamente la punta de un cigarrillo contra el revés de la mano con un aire sutil que Graham reconoció inmediatamente como señal de que estaba tomando una decisión repentina.

—Esto es de un aburrimiento devastador, ya saben. No se centran en el verdadero asunto, podríamos decir. Adelante, MacDunlap, no es momento para medias tintas.

MacDunlap se fajó el lomo espiritual y dijo:

—Muy bien, señor Dorn, con usted no se puede ser complaciente. En lugar de darme De Meister, me ofrece polvo de carbón. En vez de la mejor publicidad en cincuenta años, me da significación social. De acuerdo, señor Tiolisto Dorn, si en el término de una semana no llega a una avenencia conmigo, en buenas condiciones, entrará en la lista negra de todas las casas editoras de prestigio de los Estados Unidos y del extranjero. —Blandiendo el índice, añadió a grito pelado—: Incluida Escandinavia.

Graham rió despreocupadamente.

—¡Bah, tonterías! —replicó—. Se da el caso de que ocupo un puesto en la Sociedad de Autores, y si usted intenta fastidiarme, seré yo quien haga inscribir su nombre en la lista negra. ¿Qué le parece?

—Me parece muy bien. ¿Y si yo demuestro que usted es un plagiario?

—¿Yo? —articuló boquiabierto Graham, recobrándose apenas de un ataque de alegría—. ¿Yo, el escritor más original de estos dos últimos lustros?

—¿Ah, sí? Y quizá no recuerde que en todos los casos que describe cita los cuadernos de notas de De Meister sobre casos anteriores.

—¿Y qué?

—Que los tiene. Reginald, muchacho, enseñe al señor Dorn su cuaderno de notas del último caso… Vea eso. Eso es El misterio de las piedras miliarias, y contiene, detalladamente, hasta el menor incidente de su novela… Además, con un año de anterioridad a la publicación del libro. Perfectamente auténtico.

—¿Y qué?

—¿Acaso tiene usted derecho a copiar las notas del cuaderno de De Meister y llamar a la copia una novela original de intriga y asesinato?

—¡Vaya, señor paciente de parálisis mental, ese cuaderno de notas me lo inventé yo!

—¿Quién lo ha dicho? Es la letra de De Meister, como puede demostrar cualquier experto en caligrafía. ¿Y acaso tiene usted un pedazo de papel, un documento o convenio, ya sabe, que le dé derecho a utilizar los cuadernos de notas de otro?

—¿Cómo podría suscribir un convenio con un personaje de ficción?

—¿Qué personaje de ficción?

—Usted y yo sabemos que De Meister no existe.

—Ah, pero ¿y el jurado? ¿Lo sabe? Cuando yo declare que tomé tres píldoras fuertes para el hígado y él no desapareció, ¿qué docena de hombres dirá que no existe?

—Eso es chantaje.

—En efecto. Le doy una semana. O, en otras palabras, siete días.

Graham Dorn se volvió desesperadamente hacia De Meister:

—Usted también es cómplice. Y en mis libros siempre le atribuyo un finísimo sentido del honor. ¿Es honorable esto?

—Mi querido compañero —respondió De Meister, levantando los hombros—. Todo esto y… perseguirle además —Graham se puso en pie—. ¿Adónde va?

—A casa, a escribirle una carta a usted —las cejas de Graham se juntaban en una expresión de desafío—. Y esta vez la echaré al correo. No cedo. Lucharé hasta la última trinchera. Y además, De Meister, venga a fastidiarme una sola vez, y yo le arrancaré la cabeza y derramaré la sangre por todo el traje nuevo de MacDunlap.

El escritor salió con paso firme. Mientras desaparecía por la puerta. De Meister desapareció en la nada.

MacDunlap emitió un ladrido blando; después engulló una píldora para el hígado, otra para los riñones y una cucharada sopera de jarabe para la tos, en rápida sucesión.

Graham Dorn estaba sentado en el recibidor de casa de June, y como había terminado con las uñas hacía rato, empezaba a roerse los primeros nudillos.

En aquel instante, June no estaba allí, y a Graham se le antojaba que así era mejor. Una muchacha entrañable, sí; en realidad era una muchacha dulce y entrañable. Pero no pensaba en ella.

Estaba ocupado en una serie de miasmáticos saltos hacia atrás a lo largo de los seis días precedentes:

«—Oye, Graham, ayer en el club conocí a tu compinche. Ya sabes, a De Meister. Me quedé atónito. Siempre había tenido la idea de que era una especie de Sherlock Holmes que no existía. Me has marcado un tanto, chico. No sabía… ¡Eh!, ¿adónde vas?»

«—Eh, Dorn, me han dicho que tu jefe, De Meister, ha regresado a la ciudad. Sin duda pronto tendrás material para otras novelas. ¡Qué suerte, chico, tener quien te dé los argumentos cortados y cosidos! ¿Eh? Bueno, adiós.»

«—Caramba, Graham, ¿dónde estarías anoche? La aventura de Ann no llegaba a ninguna parte sin ti; o al menos no habría llegado si no hubiese sido por De Meister. Él preguntó por ti; me imagino que se sentía desamparado sin su Watson. Ha de ser maravilloso servirle de Watson a un tal… ¡Señor Dorn! ¡Lo mismo le digo a usted, señor!»

«—Me la has jugado buena Yo pensaba que aquellas locas aventuras te las inventabas. Bien, bien, la verdad es más estrambótica que la ficción. ¡Ja, ja, ja!»

«—Los agentes de policía niegan que el famoso criminólogo aficionado Reginald de Meister se haya interesado por este caso. Nuestros reporteros no se han podido poner en contacto con De Meister en persona para pedirle un comentario. De Meister es más conocido por el público a través de sus brillantes soluciones de una docena de crímenes narradas en forma de ficción por su llamado “Watson”, Grayle Doone.»

Graham se estremecía y los brazos le temblaban en una espantosa sed de sangre. De Meister le estaba atormentando… pero que muy bien. Estaba perdiendo su personalidad, tal como le había amenazado De Meister.

Poco a poco, Graham fue tomando conciencia de que el ruido monótono de timbre que percibía hacía rato no procedía de su cabeza sino, al contrario, de la puerta de la vivienda.

Tal pareció ser también la opinión de June Billings, cuyo penetrante grito bajó disparado por las escaleras propinando un fuerte «uppercut» a los tímpanos de Graham.

—Eh, tú, drogado, mira quién llama a la puerta antes de que la vibración eche la casa al suelo. Yo bajaré dentro de media hora.

—¡Sí, querida!

Graham arrastró los pies hasta la puerta y abrió.

—Ah, vaya. Saludos —dijo De Meister, pasando adentro.

Los apagados ojos de Graham miraron asombrados; luego despidieron llamas, al mismo tiempo que de sus labios salía una especie de gruñido animal. El escritor adoptó esa postura de gorila tan reconfortante para machos americanos de sangre caliente en momentos como aquél, y se puso a saltar alrededor del detective, que parecía un tanto confundido.

—Mi querido amigo, ¿está enfermo?

—No estoy enfermo —explicó Graham—, pero usted pronto dejará de interesarse por mi estado, porque voy a lavarme las manos con la sangre más roja de su corazón.

—Pero, digo yo, después tendrá que limpiárselas. Sería una huella demasiado evidente, ¿verdad que sí?

—Ya basta de alegre chunga. ¿Tiene alguna última palabra que pronunciar?

—Pues, no en especial.

—Mejor así. Sus últimas palabras no me interesan.

Y entró en acción como el rayo, lanzándose sobre el infortunado De Meister como un elefante macho. El detective le esquivó por la izquierda, lanzó un brazo y un pie, y Graham describió un arco parabólico que terminó con la destrucción total de una mesilla, un jarrón de flores, una pecera y un metro y medio de pared.

Graham parpadeó y se apartó de la ceja izquierda una carpa dorada curiosa.

—Mi querido amigo —murmuró De Meister—, oh, mi querido amigo.

Graham recordó, demasiado tarde, aquel párrafo de Desfile de pistolas:

Los brazos de De Meister eran dos trallas veloces como el rayo mientras con seguros y rápidos golpes dejaba indefensos a los dos bandidos. No por la fuerza bruta, sino por su profundo conocimiento del judo, los derrotó fácilmente, sin que se le alterase la respiración. Los maleantes gemían de dolor.

Graham gemía de dolor.

Levantó el muslo derecho un par de centímetros para que la cabeza del fémur pudiera resbalar hacia el puesto que le correspondía.

—¿No sería mejor que se levantara, viejo camarada?

—Me quedaré aquí —respondió muy dignamente Graham— y contemplaré el suelo en vista de perfil hasta que me plazca o hasta que me vea capaz de mover un músculo. No me importa cuál. Y ahora, antes de que pase a tomar otras medidas con usted, ¿qué diablos quiere?

Reginald de Meister se ajustó el monóculo con la mayor pulcritud.

—¿Sabe?, creo que el ultimátum de MacDunlap expira mañana.

—Y usted y él también, confío.

—¿No quiere reconsiderar la cuestión?

—¡Ja!

—En verdad —suspiró De Meister—, eso no nos lleva a ninguna parte. Usted me ha procurado una situación muy agradable en este mundo. Al fin y al cabo, en sus libros me ha hecho muy conocido de todos los clubs y los mejores restaurantes; amigo íntimo, ya sabe, del alcalde y el comisario de policía, propietario de un sobreático en Park Avenue y de una magnífica colección de arte. Y todo persiste, viejo amigo. Realmente enternecedor.

—Es notable —murmuró Graham— la atención con que no estoy escuchando y la claridad con que no oigo ni una de las palabras que me dice.

—No obstante —dijo De Meister—, no se puede negar que mi mundo de ficción me conviene más. Es bastante más fascinador, está más libre de la obtusa lógica, más apartado de las necesidades del mundo material. En resumen, debo volver allá, a una participación activa. ¡Tiene tiempo hasta mañana!

Graham canturreó una tonadilla alegre con unas notas desafinadas.

—¿Es una nueva amenaza, De Meister?

—Es la vieja, intensificada. Voy a despojarle hasta del último vestigio de su personalidad. Y con el tiempo, la opinión pública le obligará a escribir como (para parafrasearle a usted mismo) el Comparsa Total de De Meister. ¿No vio la etiqueta que los chicos de la prensa le colocaron el otro día, viejo?

—Sí, señor Cochino de Meister; y ¿no leyó un articulito de media columna en la página diez del mismo periódico? Se lo leeré yo: «Famoso criminólogo en 1-A. Entrará pronto en el cuartel, dice la junta de reclutamiento.»

Por un momento. De Meister no hizo ni dijo nada. Luego, una después de otra, hizo las siguientes cosas: se quitó el monóculo pausadamente, se sentó con gesto fatigado, se frotó la barbilla con aire abstraído y encendió un cigarrillo después de un largo y esmerado golpeteo. Cada uno de estos cuatro gestos los reconoció el entrenado ojo de autor de Graham Dorn como representando por sí mismos una profunda conturbación y una gran pena por parte de su personaje.

Y nunca, en ninguno de sus libros, recordaba Graham que De Meister hubiese hecho aquellas cuatro cosas sucesivamente.

Por fin, el detective habló:

—En verdad, no sé por qué había de meter en su último libro oficinas de reclutamiento. Ese afán de someterse a los tópicos, ese endemoniado deseo de seguir las noticias al minuto es la maldición de la novela de intriga. Una verdadera obra de misterio no tiene época; no habría de tener ninguna relación con los acontecimientos corrientes; debería…

—Sólo hay un camino —interrumpió Graham— de librarse del reclutamiento…

—Al menos hubiera podido mencionar que solicitaba un aplazamiento, con el pretexto que fuese.

—Sólo hay un camino —repitió Graham— para librarse del reclutamiento…

—Negligencia criminal —insistió De Meister.

—¡Oiga! Vuélvase a los libros y no le rellenarán de plomo.

—Escríbalos, y me iré.

—Piense en la guerra.

—Piense en su ego.

Dos hombres fuertes estaban enfrentados cara a cara (o lo habrían estado si Graham no se hubiera encontrado todavía en posición horizontal) y ninguno de los dos cedía en nada.

¡Impase!

Pero la dulce y femenina voz de June Billings interrumpió y quebró la tensión:

—¿Puedo preguntar, Graham Dorn, qué haces en el suelo? Hoy lo he barrido y no significa un cumplido para mí eso de que quieras perfeccionar mi trabajo.

—No estoy barriendo el suelo. Si mirases con atención —replicó amablemente Graham—, verías que tu adorado novio yace aquí convertido en un montón de cardenales y un semillero de dolores y sufrimientos.

—¡Has destrozado mi mesita!

—Me he roto la pierna.

—Y mi mejor lámpara.

—Y dos costillas.

—Y la pecera.

—Y la manzana de Adán.

—Y no me has presentado a tu amigo.

—Y la vértebra cervi… ¿Qué amigo?

—Éste.

—¡Amigo! ¡Ja, ja! —los ojos se le humedecieron. June era tan joven, tan frágil para entrar en contacto con las duras y brutales realidades de la vida—. Éste —murmuró con voz entrecortada— es Reginald de Meister.

Entonces De Meister partió un cigarrillo en dos, gesto preñado de la más profunda emoción.

June dijo pausadamente:

—Vaya… vaya, usted es diferente de como me lo figuraba.

—¿Cómo me imaginaba? —inquirió De Meister, con una modulación de tonos bajos, estremecedores.

—Diferente de como le veo… Era por las aventuras que me habían referido.

—Hasta cierto punto, señorita Billings, usted me recuerda a Letitia Reynolds.

—Lo creo. Graham me dijo que la describía fijándose en mí.

—Una pobre imitación, señorita Billings. Devastadoramente pobre.

Ahora estaban a unos quince centímetros uno del otro, fijos los ojos por una admiración mutua, y Graham soltó un grito penetrante Se puso en pie de un salto mientras la memoria le golpeaba la frente.

Recordaba un párrafo de El caso del chanclo enlodado. E igualmente otro de Los asesinos floridos. Y también algunos pasajes de La tragedia de Hartley Manor, Muerte de un cazador, Escorpión blanco y, para decirlo con muy breves palabras, de cada una de las demás obras.

El párrafo decía:

De Meister poseía cierto hechizo que atraía irresistiblemente a las mujeres.

Y June Billings era —como se le había ocurrido pensar con frecuencia a Graham en sus momentos de ocio— una mujer.

Simplemente, la fascinación le manaba, pegajosa, de los oídos hasta cubrir el suelo de una capa de quince centímetros de grosor.

—Sal de esta habitación, June —le ordenó.

—No quiero.

—Tengo que discutir una cosa con De Meister, de hombre a hombre. Exijo que salgas de esta habitación.

—Váyase, por favor, señorita Billings —dijo De Meister.

June titubeó, y con vocecita débil respondió:

—Muy bien.

—Quédate —gritó Graham—. No permitas que te dé órdenes. Exijo que te quedes.

June cerraba la puerta muy dulcemente detrás de sí.

Los dos hombres se enfrentaron. Tanto en los ojos del uno como del otro había ese brillo indicador de que un hombre fuerte ha llegado al límite de su tolerancia. Un brillo de enemistad terca, imperecedera; sin tregua ni cuartel. Era exactamente la clase de situación que Graham Dorn regalaba, de modo invariable, a sus lectores cuando dos hombres fuertes luchaban por una misma mano, un mismo corazón, una misma muchacha.

Los dos exclamaron al unísono:

—¡Hagamos un trato!

Graham dijo:

—Me has convencido, Reggie. Nuestro público nos necesita. Mañana empezaré otra aventura de De Meister. Démonos las manos y olvidemos el pasado.

De Meister tuvo que vencer la emoción que le embargaba. Apoyó la mano en la solapa de Graham.

—Mi querido amigo, soy yo el convencido por tu lógica. No puedo permitir que te sacrifiques por mí. Hay en ti grandes cosas que han de salir al exterior. Escribe tus novelas sobre minas de carbón. Son más importantes que yo.

—No podría, compañero. Después de todo lo que has hecho por mí, no. Mañana empezamos de nuevo.

—Graham, pa… padre mental mío, no puedo permitirlo. ¿Piensas que no tengo sentimientos, sentimientos filiales… así, en un sentido espiritual?

—Pero ¿y la guerra? Piensa en la guerra. Miembros mutilados. Sangre. Todo eso.

—Debo quedarme. La patria me necesita.

—Pero si yo dejo de escribir, con el tiempo tú dejarás de existir. No puedo permitirlo.

—¡Bah, eso! —De Meister se rió con despreocupada elegancia—. Las cosas han cambiado últimamente. Ahora es tanta la gente que cree que existo, que estoy demasiado asido a la existencia real para que se me pueda separar de ella. Ya no tengo que pensar más en el limbo.

—¡Ah! —Graham apretó los dientes y se expresó en tono sibilante—: Ésas son sus ideas, ¡so víbora! ¿Supone que no veo que está colado por June?

—Oiga, viejo amigo —replico De Meister en tono altanero—. No puedo consentirle que hable a la ligera de un amor fiel y sincero. Yo quiero a June, y ella me quiere a mí; lo sé. Y si se quiere poner pesado y victoriano por esta realidad, puede tragarse una ración de nitroglicerina y luego ponerse espita con un martillo.

—¡La nitroglicerina se la daré yo a usted! Esta misma noche me voy a casa y empiezo otra aventura de De Meister. Usted formará parte de ella, y quedará metido en ella otra vez. ¿Qué le parece?

—Nada, porque usted no puede escribir otra novela sobre De Meister. Ahora soy demasiado real, y no puede dominarme así, a su antojo. Dígame, ¿qué le parece esto a usted?

Graham Dorn necesitó una semana entera para decidir qué le parecía aquello. Y lo que le pareció resultó absolutamente impublicable.

Lo cierto era que no podía escribir.

O sea, se le ocurrían ideas asombrosas para grandes novelas, dramas emotivos, poemas épicos, brillantes ensayos… pero no podía escribir nada sobre Reginald de Meister.

Muy sencillo, la máquina de escribir se había quedado, poco ha, sin «R» mayúscula.

Graham lloraba, maldecía, se mesaba el cabello, y se untaba las yemas de los dedos con linimento. Probó con máquina de escribir, pluma, lápiz, tiza, carbón y sangre.

No podía escribir.

Sonó el timbre, y Graham abrió la puerta de un tirón.

MacDunlap entró tambaleándose y se derrumbó sobre las primeras dunas de papel desgarrado con la idea de ir a refugiarse derechamente en los brazos de Graham.

Graham le dejó caer.

—¡Ah! —exclamó con dignidad glacial.

—¡Mi corazón! —se lamentó MacDunlap, hurgándose los bolsillos en busca de las píldoras para el hígado.

—No fallezca aquí —sugirió con delicadeza Graham—. La gerencia no me permitiría arrojar carne humana al incinerador.

—Graham, hijo mío —dijo emotivamente MacDunlap—, no habrá más ultimátums. ¡Se acabaron las amenazas! Vengo a llamar a la puerta de sus sentimientos más delicados, Graham… —hizo un interludio como por falta de aire—, yo le quiero como a un hijo. Esa mofeta de De Meister debe desaparecer. Por mi bien, debe usted escribir nuevas aventuras de De Meister. Graham…, quiero decirle una cosa, en secreto. Mi esposa está enamorada de ese detective. Me dice que yo no soy romántico. ¡Yo! ¡No romántico! ¿Puede comprenderlo?

—Sí, puedo —fue la trágica respuesta—. Hechiza a todas las mujeres.

—¿Con aquella cara? ¿Con aquel monóculo?

—Así lo dicen todos mis libros.

MacDunlap se puso rígido.

—¡Ah, ja! ¡Siempre usted! ¡Drogado! Si al menos una vez se hubiera detenido el tiempo necesario para dejar que su mente se enterase de lo que la máquina de escribir iba diciendo…

—Usted insistió. Comercio femenino —a Graham ya no le importaba nada. ¡Mujeres! Y soltó una risita amarga. Ninguna padecía ningún mal que un cartucho de dinamita no pudiera remediar.

MacDunlap se perdía entre «hems» y «hums».

—Bueno, comercio femenino. Muy necesario… Pero, Graham, ¿qué haré yo? No es solamente mi esposa, sino que, además, ella tiene cincuenta acciones de MacDunlap Inc. a su nombre. Si me abandona, pierdo el control de la compañía. Piénselo, Graham. Una catástrofe para el mundo editorial.

—Grew, viejo camarada —Graham exhaló un suspiro tan profundo que las uñas de los pies le vibraron por contagio emocional—. Tanto daría que yo se lo dijera también. June, ya sabe, mi prometida, está enamorada de ese gusano. Y él la quiere a ella porque June es el prototipo de Letitia Reynolds.

—¿El qué de Letitia? —preguntó MacDunlap, sospechando vagamente que se trataba de un insulto.

—No importa. Han arruinado mi vida —Graham sonrió valerosamente y reprimió las poco viriles lágrimas, después que las dos primeras hubieron rodado por sus mejillas.

—¡Pobre muchacho!

Los dos hombres se estrecharon las manos convulsivamente.

—Cogido en una prensa por ese monstruo asqueroso —dijo Graham.

—Exacto —asintió MacDunlap. Y apretaba la mano de Graham como si estuviera ordeñando una vaca—. Tiene que escribir novelas sobre De Meister y llevarle allá, junto al infierno, que es el sitio que le corresponde. ¿De acuerdo?

—¡De acuerdo! Pero hay un pequeño inconveniente.

—¿Cuál?

—No puedo escribir. Ahora es tan real que no puedo meterlo en un libro.

MacDunlap comprendió qué significaban las gruesas oleadas de papel que cubrían el suelo. Se llevó las manos a la cabeza y gimió:

—¡Mi compañía! ¡Mi esposa!

—Siempre queda el Ejército —dijo Graham.

MacDunlap levantó la vista.

—¿Y Muerte en la tercera cubierta, la novela que rechacé hace tres semanas?

—Ésa ya no cuenta. Es agua pasada. Ya le ha afectado.

—¿Incluso sin publicarla?

—Claro. En esa obra es donde mencioné que tendría que entrar en filas. En ella le ponía en 1-A.

—A mí se me ocurrirían sitios mejores donde ponerle.

—¡MacDunlap! —Graham Dorn se levantó de un salto y agarró la solapa de MacDunlap—. Quizá podríamos revisarla.

MacDunlap tosió con tos seca y reprimió un gruñido apagado.

—Podemos poner en ella todo lo que queramos.

MacDunlap se asfixiaba un poquito.

—Podemos resolver la situación.

La faz de MacDunlap había adquirido un tono morado.

Graham sacudió la solapa, y todo el cuerpo de MacDunlap se balanceó.

—Diga algo, ¿quiere?

MacDunlap se apartó de un tirón y tomó una cucharada de jarabe para la tos; se llevó una mano al corazón y le dio unas palmaditas; movió la cabeza y enarcó las cejas.

Graham se encogió de hombros.

—Bueno, si le da por ponerse murrio, allá usted. La revisaré sin su ayuda.

Localizó el original y hundió animadamente los dedos en el teclado. Funcionaban bien, prácticamente sin chirrido alguno en las articulaciones. Adquirió velocidad, y más velocidad, y luego emprendió su carrera habitual. La máquina galopaba alegremente bajo el acostumbrado chorro de vapor.

—Va bien —gritó Graham—. No puedo escribir relatos nuevos, pero sí revisar los antiguos, todavía inéditos.

MacDunlap miraba por encima del hombro del otro. Respiraba solamente de tarde en tarde.

—Más rápido —decía MacDunlap—, ¡más rápido!

—¿A más de treinta y cinco? —preguntó severamente Graham—. ¿Olvida que la gasolina está racionada? Cinco minutos más.

—¿Y él estará allí?

—Está siempre. Esta semana ha estado todas las tardes en casa de June —Graham escupió el fino polvo de marfil a que había reducido los últimos milímetros de sus incisivos—. Pero, que Dios le ayude a usted si su secretaria no cumple como debe.

—Hijo mío, puede usted fiarse de mi secretaria.

—A las nueve ha de leer esta revisión.

—A menos que caiga muerta.

—Con la suerte que tengo, caerá. ¿Creerá lo que he escrito?

—Al pie de la letra. Ha visto a De Meister. Sabe que existe.

Los frenos chirriaron y el alma de Graham descendió, por simpatía, hasta cada una de las moléculas arrancadas de las cubiertas por el roce.

Subió las escaleras a saltos, mientras MacDunlap iba renqueando detrás.

Tocó el timbre y entró en tromba. Reginald de Meister, de pie en el interior, recibió el pleno impacto de un índice que le señalaba, y sólo la presteza con que echó la cabeza atrás le salvó de convertirse en un personaje mítico tuerto.

June Billings estaba de pie a un lado, silenciosa e incómoda.

—Reginald de Meister —gruñó Graham con acento siniestro—, prepárese para cumplir la pena.

—¡Ah, chico —dijo MacDunlap—, y que no se librará!

—¿Y a qué debo —preguntó De Meister— su dramática pero poco ilustradora declaración? Esto me resulta confuso, ¿saben? —encendió un cigarrillo con delicado gesto y sonrió.

—Hola, Gramie —dijo June, llorosa.

—¡Lárgate, mujer perversa!

June se estremeció. Se sentía como la heroína de un libro, desgarrada por sus propios sentimientos. Naturalmente, estaba en la mismísima gloria. De modo que dejó que las lágrimas le corrieran por la cara y adquirió un aire abandonado.

—Volviendo al tema, ¿a qué viene todo esto? —preguntó De Meister con acento fatigado.

—He transformado Muerte en la tercera cubierta.

—¿Y qué?

—La revisión —continuó Graham— está en estos momentos en manos de la secretaria de MacDunlap, una chica por el estilo de June Billings, mi ex novia. Es decir, se trata de una muchacha aspirante a estúpida irremediable, pero que no ha llegado todavía a tal estado. Dará fe a todo lo que lea.

—¿Y qué?

La voz de Graham adquirió un acento ominoso.

—¿Se acuerda, quizá, de Sancha Rodríguez?

Por primera vez, Reginald de Meister se estremeció. Tuvo que apretar el cigarrillo, porque se le caía.

—Murió, asesinada por Sam Blake, en el capítulo sexto. Estaba enamorada de mí. Vaya, compañero, ¡en qué enredos me está usted metiendo!

—No llegan ni a la mitad del lío en que se encuentra ya, viejo amigo. En la nueva versión Sancha Rodríguez no muere.

—¡Morir! —clamó una voz femenina, tajante pero muy clara—. Yo le informaré de si he muerto o no. ¿Dónde estuviste este mes pasado, so embaucador?

Esta vez De Meister no pudo coger el cigarrillo. Ni lo intentó siquiera. Había reconocido a la aparecida. Ésta le habría parecido a un observador sin prejuicios, pura y simplemente, una esbelta muchacha latina dotada de unos ojos oscuros, que lanzaban destellos, y unas uñas largas, relucientes… Pero para Reginald de Meister era Sancha Rodríguez, ¡que regresaba de ultratumba!

La secretaria de MacDunlap había leído y había creído.

—Señorita Rodríguez —dijo De Meister con una voz que sonaba como un latido subyugador—, ¡qué fascinante resulta verla!

—Señora de Meister, tu esposa, so timador, so embustero, escoria del suelo, escorpión de la hierba. ¿Y quién es esa mujer?

June se había retirado, con mucha dignidad, detrás de la silla más próxima.

—¿Señora De Meister? —suplicó Reginald, volviéndose luego, desamparado, hacia Graham Dorn.

—Ah, te habías olvidado, ¿verdad que sí? So lengua de víbora, so perro rastrero… Yo te enseñaré qué representa engañar a una débil mujer. Con estas uñas, voy a hacerte picadillo.

De Meister retrocedía furiosamente.

—Pero, cariño…

—No me vengas con melindres. ¿Qué estás haciendo con esta mujer?

—Pero, cariño…

—No me des ninguna excusa. ¿Qué estás haciendo con esta mujer?

—Pero, cariño…

—¡Cállate! ¿Qué estás haciendo con esta mujer?

Reginald de Meister estaba de pie en un rincón, y su señora esposa blandía los puños ante su rostro.

—¡Contéstame!

De Meister desapareció.

La señora De Meister desapareció tras él inmediatamente.

June Billings se deshizo en lágrimas sinceras.

Graham Dorn cruzó los brazos y la miró severamente.

MacDunlap se frotaba las manos, y tomó una píldora para los riñones.

—No fue culpa mía, Gramie —dijo June—. En tus libros explicabas que hechizaba a las mujeres, sin excepción, de modo que no pude evitarlo. En lo más íntimo, le aborrecía. Me crees, ¿verdad?

—¡Vaya cuento inverosímil! —exclamó Graham, sentándose a su lado en el sofá—. Vaya cuento inverosímil. Pero quizá te perdone.

MacDunlap dijo con voz trémula:

—Hijo mío, has salvado mis acciones. Y también me has devuelto a mi mujer, claro. Y, recuérdalo, me prometiste una novela de De Meister cada año.

Graham rechinó los dientes.

—Una nada más, y haré que la señora De Meister le atormente hasta la muerte, y siempre tendré a mano una novela inédita, sólo por si acaso. Y usted publicará mi gran novela, ¿verdad que sí, Grew, viejo camarada?

Glug —exclamó MacDunlap.

—¿Verdad que sí?

—Sí, Graham. Por supuesto, Graham. No cabe duda, Graham. Es cosa segura, Graham.

—Entonces, déjenos solos ahora; tengo que discutir asuntos de gran importancia con mi prometida.

MacDunlap sonrió y cruzó la puerta de puntillas.

«Oh, amor, amor», musitaba, mientras tomaba una píldora para el hígado, seguida de un sorbo de jarabe contra la tos.

Dos puntos debo resaltar acerca de ¡Autor! ¡Autor! Creo que en esta narración se me dieron mejor las escenas amorosas que en todas las anteriores. Acaso se deba al hecho de que era la primera que escribía de casado.

En segundo lugar, hay alusiones, muy de época, al racionamiento y otros fenómenos sociales muy presentes en la mente de todo el que haya vivido la Segunda Guerra Mundial. Había advertido a Bensen de la existencia de dichas alusiones y de la imposibilidad de eliminarlas de la narración, puesto que formaban parte integrante del argumento. No obstante, Bensen les quitó toda importancia con un simple levantamiento de hombros, y en la breve introducción que dedicó al cuento decía a los lectores: «Y no se inquieten por las alusiones a los organismos de racionamiento y de reclutamiento militar… considérenlas parte del marco histórico, del mismo modo que considerarían un rascamoño o un falbalá en una narración de tiempos más antiguos.»

Y yo suscribo su declaración.

Si me hubiese dormido en la rosada nube de satisfacción que me envolvió ante la venta de ¡Autor! ¡Autor! por unos meses, la desaparición de Unknown quizá me habría descorazonado. Acaso hubiera parecido demostrar que no estaba destinado a poner nuevamente en marcha mi carrera, a fin de cuentas, y quizá —otra vez— todo hubiera seguido un curso distinto.

Sin embargo, a las tres semanas de la venta, volvía a darle a la máquina. El nuevo relato era Sentencia de muerte y pertenecía a la ciencia ficción. Escribir continuaba siendo una tarea lenta; siete semanas para ultimar un cuento de siete mil doscientas palabras. Se lo envié Campbell, y el 8 de julio lo aceptó; centavo y cuarto por palabra otra vez.

Esto significaba que la defunción de Unknown quedó amortiguada por el hecho de que había escrito y vendido otra narración.