Cuando me aceptaron aquella mañana, yo estaba traduciendo uno de mis Madrigales macabros al marciano. El intercomunicador zumbó brevemente, y dejando caer el lápiz moví la palanca.
—Señor G —pió la joven voz de contralto de Morlón—, el viejo me dijo que llamara a “ese maldito rimador engreído”. No conozco a otro maldito rimador…
—Que la ambición no arrume tus poderes.
Corté la comunicación.
De modo que los marcianos se habían decidido al fin. Sacudí cinco centímetros de ceniza del cigarro humeante y aspiré la primera bocanada. Toda la ansiedad del mes trató de acumularse en ese momento, pero no pudo. Me asustaba recorrer una docena de metros y oír que Emory iba a decirme, y este miedo hacía a un lado todo lo demás. De modo que antes de ponerme de pie terminé la estrofa.
Llegué muy pronto a la puerta de Emory. Golpeé dos veces y entré cuando el viejo gruñía:
—Adelante.
—¿Quería verme?
Me senté rápidamente evitando que se molestara y me ofreciera un asiento.
—Qué pronto. ¿Vino corriendo?
Observé el descontento paternal de Emory.
Pecas oscuras bajo los ojos pálidos, cabellos ralos, nariz irlandesa, y una voz un decibel más alto que cualquier otra…
Hamlet a Claudio:
—Estaba trabajando.
—¡Ja! —bufó Emory—. Nadie lo vio nunca en nada parecido.
Me encogí de hombros y me incorporé a medias.
—Si me ha llamado para eso…
—¡Siéntese!
Emory se puso de pie. Caminó alrededor del escritorio. Se detuvo a mi lado y me miró desde arriba. Hazaña difícil aunque yo esté sentado en una silla baja.
—Es usted sin ninguna duda el bastardo más hostil que yo haya conocido en mi vida —rugió Emory, como un búfalo herido—. ¿Por qué no actúa alguna vez como un ser humano y nos sorprende de veras a todos? Admito que es usted listo, y hasta quizás un genio, pero… oh, ¡demonios! —Alzó las manos y volvió a su silla—. Betty ha hablado al fin con ellos para que la dejen entrar. —La voz del viejo era normal otra vez—. Lo recibirán esta tarde. Saque uno de los coches luego del almuerzo y vaya para allá.
—Muy bien —dije.
—Eso es todo.
Asentí con un movimiento de cabeza y me puse de pie. Yo tenía ya la mano en el pestillo cuando Emory dijo:
—No es necesario que le advierta qué importante es esto. No los trate como nos trata a nosotros.
Cerré la puerta detrás de mí.
No recuerdo qué almorcé. Me sentía nervioso, pero sabía instintivamente que yo no dejaría escapar la pelota. Mis editores de Boston esperaban un idilio marciano o por lo menos una obra a lo Saint-Exupéry sobre los vuelos por el espacio. La Sociedad Científica Nacional por su parte, quería un informe completo sobre la grandeza y caída del imperio marciano.
Todos quedarían complacidos. Yo lo sabía muy bien.
He ahí la razón por la que todos están celosos, por la que todos me odian. Siempre salgo adelante, mejor que nadie.
Sorbí un último trago de café chirle, fui al garaje, saqué un jeep y me encaminé hacia Tirellian.
Llamas de arena, manchadas de óxido de hierro, envolvieron el coche. Se treparon a la capota y se metieron entre los pliegues de la bufanda mordiéndome el cuello. Me puntearon las gafas.
El jeep, bamboleándose y jadeando como el mulito en que crucé una vez los Himalayas, me golpeaba las asentaderas. Las montañas de Tirellian se movieron a un costado y vinieron hacia mí desde un ángulo bizco.
De pronto empecé a subir una cuesta y acomodé las palancas a los rebuznos del motor. No era como Gobi, no era como el desierto de Arizona. Rojo. Muerto. No había ni siquiera un cacto.
Llegué a la cima de la loma, pero había levantado demasiado polvo y no podía ver adelante. No importaba, sin embargo. Yo tenía la cabeza llena de mapas. Me lancé hacia la izquierda, cuesta abajo, ajustando el embrague. Un viento de costado y un suelo sólido apagaron los fuegos. Me sentí como Ulises en Malebolge, con un discurso en tercetos rimados en una mano y un ojo apuntando al Dante.
Doblé una pagoda de roca y llegué.
Betty me saludó con la mano.
Detuve el jeep y salté a tierra.
—Hola —farfullé librándome de la bufanda y sacudiendo un kilo de polvo—. Qué, ¿a dónde voy y a quién veo?
Betty se permitió una breve risita germánica —más porque yo había iniciado una frase con un “qué” y no tanto por mi incomodidad— y se puso a hablar. Es una purista, los modismos le hacen siempre cosquillas.
Aprecié justamente la charla precisa y sarrosa de Betty, informativa y todo eso, con agudezas de salón en número suficiente como para que me duraran ti la vida. Le miré los ojos de chocolate en barra, dientes perfectos, el pelo descolorido por el sol, muy corto (¡odio a las rubias! ) y decidí que estaba enamorada de mí.
—Señor Gallinger, la matriarca espera dentro a que los presente. Ha consentido en abrir los registros del Templo para los estudios de usted.
Betty hizo aquí una pausa para acomodarse el pelo y retorcerse un poco. ¿Mi mirada la ponía nerviosa?
—Son documentos religiosos, e históricos también, los únicos —continuó la joven—. Algo así como el Mahabharata. Espera que usted observe ciertos ritos, repetir las palabras sagradas cada vez que vuelva una página… Ella misma le enseñará el sistema.
Asentí rápidamente.
—Perfecto, entremos.
—Este… —titubeó Betty—. No olvide las Once Formas de la Cortesía y los Grados. Las cuestiones de forma son para ella muy serias… Y no se ponga discutir la igualdad de los sexos.
—Conozco todos los tabúes —interrumpí—. No preocupe. Viví en el Oriente. ¿Recuerda?
Betty bajó los ojos y me tomó la mano. Casi la aparto dando un tirón.
—Será mejor que yo entre adelante, llevándolo de la mano.
Me guardé mis comentarios y la seguí, como Sansón en Gaza.
En el interior, mi último pensamiento tropezó con una rara analogía. Las habitaciones de la matriarca eran una versión bastante abstracta de las antiguas tiendas de Israel, tal como yo me imaginaba. Abstracta, digo porque las paredes eran todas frescos de ladrillo, unida en un vértice superior como los lados de una tienda con figuras de pieles de animales, y que parecían cicatrices de un color azul grisáceo, pintadas con espátula.
La matriarca, M’Cwyie, era baja, de pelo blanco, cincuentona, y estaba vestida como una reina gitana. Llevaba todo un arco iris de faldas voluminosas y parecía una sopera boca abajo sobre un almohadón.
Aceptó mis homenajes y me miró como un búho puede mirar a un conejo. Pero cuando descubrió la perfección de mi acento alzó de pronto las pestañas mostrando unos ojos renegridos. El grabador que había acompañado a Betty en las entrevistas había cumplido su parte, y yo conocía al pie de la letra los informes lingüísticos de las dos primeras expediciones. Soy una luz en cuestiones de acento.
—¿Es usted el poeta?
—Sí —repliqué.
—Recite uno de sus poemas, por favor.
—Lo siento, pero sólo una traducción muy perfecta haría justicia a la lengua de ustedes y a mi poesía, y aún no conozco suficientemente la lengua.
—Oh.
—Pero he estado traduciendo algo para mi propia diversión y como ejercicio de gramática —continué—. Me sentiré muy honrado en traer unas páginas en el futuro próximo.
—Sí. Tráigalas.
¡El primer tanto para mí!
La matriarca se volvió hacia Betty.
—Puede retirarse ahora.
Betty murmuró las fórmulas de despedida, me miró de costado, de una manera rara, y salió. Aparentemente había esperado quedarse y “ayudarme”. Pretendía sin duda participar de mi gloria, como todos los demás. Pero yo era el Schliemann de esta Troya, y en el informe de la Sociedad sólo aparecería un nombre.
M’Cwyie se incorporó, y noté que no parecía mucho más alta. Pero yo mido uno noventa y soy como un álamo en octubre: delgado, rojo arriba, prominente.
—Nuestros documentos son antiquísimos —comenzó a decir la matriarca—. Betty dice que ustedes los llamarían “milenarios”.
Asentí apreciativamente.
—Estoy muy ansioso por verlos.
—No están aquí. Tendremos que ir al Templo. No los puede mover.
Había llegado el momento de mostrarse astuto.
—¿No se opondrá usted a que los copie, no es así?
—No. Entiendo que hay un verdadero respeto en usted, o su deseo no sería tan grande.
—Excelente.
La mujer parecía divertida. Le pregunté dónde estaba la gracia.
—La Lengua Superior no debe de ser fácil para un extranjero.
Entendí en seguida.
Ningún miembro de la primera expedición había llegado tan lejos. Yo no había podido saber que había aquí dos lenguas, una clásica y otra vulgar. Conocía algo del prakrit marciano, ahora tendría que aprender el sánscrito marciano.
—¡Caramba! ¡Maldición!
—¿Qué dice usted?
—Son expresiones intraducibles, M’Cwyie. Pero imagínese a usted misma teniendo que aprender de prisa la Lengua Superior y comprenderá mis sentimientos.
La mujer pareció divertida otra vez y me pidió que me descalzara. Me hizo pasar por una sala… y entramos en un volcán de magnificencia bizantina.
Ningún terrestre había estado nunca en esta sala, se hubiese sabido. Carter, el lingüista de la primera expedición, con la ayuda de una doctora llamada Mary Allen, había aprendido una parte de la gramática y del vocabulario marcianos. Y yo no había sabido otra cosa mientras había esperado sentado en la antesala, cruzado de piernas.
No teníamos ninguna idea de que existía esto. Paseé codiciosamente los ojos por las paredes. Adiviné detrás del decorado un complejo orden estético. Tendríamos que revisar toda nuestra estimación de la cultura marciana.
Ante todo, el cielo raso era abovedado y con modillones. Además había columnas laterales acanaladas. Y luego… oh, demonios, la sala era realmente vasta. El arruinado exterior no insinuaba nada de esto, ciertamente.
Me incliné hacia adelante para estudiar las filigranas doradas de una mesa de ceremonias. Creí notar que M’Cwyie se ponía un poco presumida, pero no me parecía necesario fingir demasiado.
La mesa estaba cubierta de libros.
Seguí con el pie el dibujo de un mosaico del piso.
—¿Toda la ciudad está dentro de este edificio?
—Sí, se interna mucho en la montaña.
—Ya entiendo —dije, aunque no entendía nada.
No podía pedirle a la mujer que me mostrara todo, todavía.
M’Cwyie se acercó a un taburete junto a la mesa.
—¿Lo inicio a usted en la Lengua Superior?
Yo estaba tratando de fotografiar toda la sala con los ojos, pensando que tarde o temprano tendría que traer aquí una cámara. Aparté la mirada de una estatuilla y asentí vigorosamente.
—Sí, introdúzcame.
Me senté.
Durante las tres semanas siguientes unos bichos-signos se persiguieron unos a otros detrás de mis párpados cada vez que yo intentaba dormir. El cielo era un lago turquesa sin nubes que se movía en ondas caligráficas cada vez que yo alzaba los ojos. Yo bebía litros de café mientras trabajaba, y en los intervalos sorbía cócteles de benzedrina y champaña.
M’Cwyie me instruía dos horas todas las mañanas, y ocasionalmente otras dos horas en la tarde. Comencé estudiar otras catorce horas diarias por mi cuenta tan pronto como pude seguir solo.
Y de noche el ascensor del tiempo me llevaba a los pisos más bajos…
Yo tenía otra vez seis años y aprendía hebreo, griego, latín y arameo. Yo tenía diez años y entraba a hurtadillas en la litada. Cuando papá no emitía fuegos infernales, piedra pómez y amor fraterno, me enseñaba a desenterrar la Palabra, en el original.
¡Señor! ¡Había tantos originales y tantas palabras! Yo tenía doce años cuando empecé a señalar diferencias entre lo que él predicaba y los textos.
El vigor fundamentalista de su réplica no admitió discusiones. Fue peor que cualquier paliza. Cerré la boca desde entonces y aprendí a apreciar la poesía del Antiguo Testamento.
¡Señor, perdón! ¡Papá, señor, perdón! No podía ser. No…
El día en que el niño —un espantapájaros de catorce años, y de un metro ochenta de estatura— dejó la escuela superior con primeros premios en francés, alemán, español y latín, papá Gallinger le dijo que quería que entrara en el ministerio. Recuerdo las evasivas del hijo:
—Señor —había dicho—, yo preferiría estudiar sólo un año, aproximadamente, y luego seguir algún curso preteológico en una universidad de artes liberales. Siento que soy todavía joven para meterme en un seminario.
La voz de Dios:
—Pero tú tienes el don de las lenguas, hijo mío. Puedes predicar el evangelio en todas las lenguas de Babel. Naciste para ser misionero. Dices que eres joven, pero el tiempo huye a tu lado. Empieza temprano y gozarás de más años de servicio.
Los más años de servicio fueron más colas en el látigo que caía una y otra vez sobre mis espaldas. Ya no recuerdo la cara de mi padre ahora. Quizá porque temía mirarla entonces.
Y años más tarde, cuando Gallinger murió, y lo acostaron vestido de negro, entre ramilletes, entre congregacionalistas sollozantes, entre oraciones, caras rojas, pañuelos, manos que le palmeaban a uno la espalda, plañideras de cara solemne… lo miré y no lo reconocí.
Este extraño y yo nos habíamos encontrado nueve meses antes que yo naciera. Nunca había sido cruel. Serio, imperativo, poco amigo de excusas, pero nunca cruel. Fue también la única madre que conocí. Y todos mis hermanos y hermanas. Había tolerado mis tres años en St. John, quizá a causa de su nombre, y nunca había sospechado qué sitio liberal y delicioso era realmente.
Pero yo nunca lo conocía, y el hombre del ataúd no exigía nada ahora. Ya no era necesario que yo predicara la Palabra.
Pero ahora yo quería predicarla, de un modo diferente. Yo quería predicar una palabra que nunca había pronunciado antes.
No volví a mis estudios. Había recibido una pequeña herencia, y no disponía enteramente de ella, pues no había cumplido dieciocho años. Pero me abrí paso.
Al fin me establecí en Greenwich Village.
No le comuniqué a ningún viejo conocido mi dirección y me hundí en la rutina diaria de escribir poesía y dominar el japonés y el indostano. Me dejé crecer una barba espesa, bebí café expresso, y aprendí a jugar al ajedrez. Yo quería probar dos o tres nuevos caminos de salvación.
Luego de esto pasé dos años en la India con el Cuerpo de Paz… lo que me separó del budismo, y allá escribí Las flautas de Krishna, y recibí el premio Pulitzer que los poemas merecían.
Luego de vuelta a los Estados Unidos, mi tesis doctorado en lingüística, y más premios.
Luego, un día, una nave regresó de Marte. Posa en su nido de fuego de Nueva México traía una nueva lengua, exótica, fantástica, y estéticamente abrumadora. Después de haber aprendido todo lo que se sabía ella, y de haber escrito una nueva obra, fui famoso en otros círculos:
—Vaya, Gallinger. Hunda el balde en el pozo, y tráigame un sorbo de Marte. Vaya, conozca un nuevo mundo (pero manténgase distante, acométalo dulcemente como Auden) y tráiganos ese espíritu en ver yámbicos.
Y yo vine a la tierra donde el sol es una moneda barnizada, donde el viento es un látigo, donde dos lunas entrecruzan sus rayos, y donde un infierno de arena le incendia a uno el alma.
No podía dormirme, así que dejé la cama, crucé la cabina oscurecida y me asomé a la puerta. El desierto era una interminable alfombra anaranjada, arrugada por las escobas de los siglos.
—Yo, un extraño y sin temor, esta tierra he construido.
Me reí.
Yo ya tenía la Lengua Superior por la cola, o por las raíces, si uno quiere que los juegos de palabras anatómicos pero también correctos.
La Lengua Superior y la Lengua Inferior no eran tan distintas como me había parecido al principio, conocía bastante de una como para internarme en partes más oscuras de la otra, y ya dominaba la gramática y los verbos irregulares más comunes. Mi diccionario crecía día a día, como un bulbo, y florecería pronto. Cada vez que yo pasaba las cintas grabadas, el tallo se alargaba un poco más.
Había llegado la hora de poner a prueba mi ingenio, de llevar las lecciones a la práctica. Me había abstenido hasta entonces, voluntariamente, de meterme en los textos mayores. Me había dedicado a leer comentarios, versos sueltos, fragmentos históricos. Y algo me había impresionado mucho en todos estos textos.
Los marcianos hablaban de cosas concretas: rocas, arena, agua, viento, y la sustancia de estos símbolos elementales era siempre terriblemente pesimista. Me recordaba algunos textos budistas, pero aún más ciertos pasajes del Antiguo Testamento. Específicamente, el libro del Eclesiastés.
Ahí estaba para mí la clave. El sentimiento y aun el vocabulario eran tan similares que la traducción del Eclesiastés sería un perfecto ejercicio. Como traducir Poe al francés. Yo nunca me convertiría a la fe de Malann, pero les mostraría que un terrestre había pensado una vez los mismos pensamientos, había sentido de un modo similar.
Encendí la lámpara del escritorio y busqué la Biblia.
Vanidad de vanidades, dijo el predicador, vanidad de vanidades, y todo es vanidad. De qué le sirve al hombre…
Mis progresos parecían sorprender a M’Cwyie. Me miraba fijamente, como el Otro de Sartre, por encima de la mesa. Yo leía un capítulo del Libro de Locar. No miraba a M’Cwyie pero podía sentir la red que aquellos ojos femeninos tejían alrededor de mi cabeza, mis hombros y mis rápidas manos. Volví otra página.
¿Pensaba ahora M’Cwyie si la red soportaría el peso de la presa? ¿Y para qué? Los libros no hablaban de pescadoras marcianas, y menos de pescadoras de hombres. Decían que un Dios llamado Malann había escupido, o había hecho algo reprobable (de acuerdo con la versión que uno leyera) y que la vida había aparecido entonces, como una enfermedad de la materia inorgánica. Decían que el movimiento era la primera ley de la vida, la primera ley, y que la danza era la única réplica legítima a lo inorgánico… y la calidad de danza justificaba… y el amor era una enfermedad la materia orgánica… ¿o de la materia inorgánica?
Sacudí la cabeza. Casi me había quedado dormido.
—M’narra.
Me enderecé y estiré. M’Cwyie me observaba codiciosamente. La miré, y ella apartó los ojos.
—Estoy cansado. Quisiera descansar un momento. No dormí mucho anoche.
M’Cwyie asintió con un movimiento de cabeza, la abreviatura terrestre del “sí”, como yo le había enseñado.
—¿Desea descansar y apreciar a la vez la total claridad de la doctrina de Locar?
—¿Cómo dice?
—¿Desea usted ver una Danza de Locar?
—Oh. —¡Los rodeos y perífrasis de la lengua marciana eran peores que los del coreano!—. Sí. Por cierto. Me gustaría, cuando haya una oportunidad. Mientras tanto, quisiera preguntarle si yo podría tomar algunas fotografías…
—La oportunidad ha llegado. Siéntese. Descanse. Llamaré a los músicos.
La mujer desapareció por una puerta que no había cruzado hasta entonces.
Bien, la danza era el arte más elevado de acuerdo con la opinión de Locar, y de Havelock Ellis, y yo iba a ver ahora la versión de un coreógrafo filósofo marciano muerto hacía siglos. Me froté los ojos y me desentumecí, tocándome las puntas de los pies varias veces.
La sangre empezó a golpearme la cabeza y tomé aliento. Me incliné otra vez, y vislumbré un movimiento en la puerta. El trío que entró con M’Cwyie debió de haber pensado que yo estaba buscando algo en el suelo. Sonreí débilmente y me enderecé, con la cara encendida, y no sólo por el ejercicio. Yo no los esperaba tan pronto.
Pensé entonces otra vez en Havelock Ellis, en su área de mayor popularidad.
La muñequita pelirroja que vestía un diáfano jirón del cielo marciano, algo parecida a un sari, alzó los ojos maravillada, como una niña que mira un gallardete de colores en la punta de un mástil.
—Hola —dije, o su equivalente.
La muñeca saludó inclinándose antes de responder. Mi prestigio, evidentemente, había crecido en los últimos días.
—Bailaré —dijo la herida roja en el camafeo palidísimo del rostro, apartando los ojos de color de sueño, y del color del vestido.
La muchacha flotó hacia el centro de la sala.
De pie allí, como una figura de un fresco etrusco, se quedó un rato cabizbaja como si meditara o mirase los dibujos del piso. ¿Simbolizaban algo los dibujos de los mosaicos? Los estudié. Hubiesen podido decorar muy bien el piso de un cuarto de baño o de un patio, pero no descubrí nada más.
Las otras dos mujeres eran dos cotorras pintarrajeadas y maduras, como M’Cwyie. Una de ellas se había sentado en el piso y sostenía un instrumento de tres cuerdas, parecido a un samisén. La otra tenía delante un bloque de madera y blandía dos palillos.
M’Cwyie desdeñó el taburete y se sentó en el piso antes que yo me diera cuenta. La imité.
La tocadora del samisén afinaba todavía el instrumento, de modo que me incliné hacia M’Cwyie.
—¿Cómo se llama la danzarina?
—Braxa —replicó M’Cwyie sin mirarme, y alzó lentamente la mano izquierda, lo que significaba sí, adelante, comencemos.
El instrumento de cuerdas latió como un dolor de muelas, y del bloque de madera brotó un tictac, tictac, como el fantasma de todos los relojes que los marcianos no habían inventado.
Braxa era una estatua, con las manos en la cara y los codos altos y apartados.
La música fue de pronto una metáfora del fuego.
Crujidos, murmullos, detonaciones…
Braxa no se movió.
El siseo se transformó en gorgoteo. La cadencia se hizo más lenta. Era agua ahora, el elemento más preciado, un líquido verde y claro que caía sobre rocas mohosas.
Braxa no se movía.
Unos glissandos. Una pausa.
Luego, tan débilmente que al principio no me di cuenta, temblaron los vientos. Dulce, suavemente, suspirando y deteniéndose, inciertos. Una pausa, un sollozo, y en seguida una repetición de la primera frase, pero en un tono más alto.
¿La lectura me había fatigado los ojos, o Braxa temblaba realmente de la cabeza a los pies?
Braxa temblaba.
El balanceo era microscópico. Una fracción de centímetro a la derecha y luego a la izquierda. Abrió los dedos como pétalos, y vi que tenía los ojos cerrados.
Entornó de pronto los ojos, vitreos y distantes, y pareció que miraba más allá de mí y más allá de la paredes. El balanceo creció y se confundió con la música.
El viento sopló entonces del desierto y golpeó las montañas de Tirellian como olas que rompen contra una represa. Braxa movió los dedos: las ráfagas. Los brazos descendieron como péndulos lentos e iniciaron un contramovimiento.
La ráfaga llegó. Braxa inició un movimiento axial uniendo las manos al cuerpo, y los hombros dibujaron en el aire figuras de ochos.
¡El viento! El viento, dije. ¡Oh, viento enigmático! ¡Oh, musa de St. John Perse!
El ciclón se retorcía alrededor de los ojos: un centro tranquilo. Braxa echó atrás la cabeza, pero yo sabía que esos ojos pasivos de Buda no miraban el cielo raso sino los cielos inmarcesibles. Sólo las dos lunas, quizá, interrumpían el sueño de ese Nirvana elemental, deshabitado y de color turquesa.
Años atrás yo había visto a los devadasis de la India, los danzarines callejeros, que lanzaban al aire las telas coloreadas atrapando al insecto macho. Pero Braxa era más que esto: era una Ramadjany, una encarnación de Vishnu, una de esas adoradoras de Rama que habían traído la danza al mundo: las bailarinas sagradas.
El tictac era ahora monótono y uniforme. El quejido de las cuerdas me recordaba los rayos afilados del sol, refrescados por la respiración del viento. El color azul era Saravasti y María y una muchacha llamada Laura. Oí una cítara en alguna parte, observé la estatua animada, y aspiré un soplo divino.
Yo era otra vez Rimbaud y su hachís, Baudelaire y su láudano, Poe, De Quincey, Wilde, Mallarmé, y Aleister Crowley. Fui durante un fugaz instante, mi padre vestido de negro en el pulpito en sombras, pero los himnos y los resoplidos del órgano se habían trasmutado en un viento brillante.
Braxa era una veleta giratoria, un crucifijo emplumado que flotaba en el aire, una cuerda de ropa que sostenía una vestidura brillante, paralelamente al suelo. Tenía el hombro desnudo ahora, y el pecho derecho subía y bajaba como una luna en el cielo. La música era tan formal como los argumentos de Job. La danza de Braxa era la respuesta de Dios.
La música se hizo más lenta, se aquietó. Había encontrado un antagonista y una réplica. Las vestiduras de Braxa se recogieron en los serenos pliegues originales, como una cosa viva.
Braxa se dejó caer, lentamente, al suelo, y apoyó la cabeza en las rodillas, inmóvil.
Me dolía la espalda y comprendí qué tensamente había mirado yo el baile. Tenía las axilas húmedas. La transpiración me corría por los costados. ¿Qué podía hacer uno ahora? ¿Aplaudir? Miré de reojo a M’Cwyie. La mujer alzó la mano derecha.
La muchacha se estremeció y se puso de pie, como si hubiese recibido un mensaje telepático. Las otras tres mujeres se incorporaron también.
Me levanté con el pie izquierdo dormido y dije lo primero que me pasó por la cabeza.
—Muy hermoso.
Me contestaron con tres diferentes formas de “gracias” en la Lengua Superior.
Hubo un movimiento de color y me encontré otra vez a solas con M’Cwyie.
—Esta es la danza ciento veintisiete de las dos mil doscientas veinticuatro danzas de Locar.
Bajé los ojos y miré a M’Cwyie.
—No sé si Locar tenía o no razón, pero creó una hermosa réplica a lo inorgánico.
La mujer sonrió.
—¿Las danzas del mundo de usted son como esta?
—Algunas se les parecen. Las recordé mientras miraba a Braxa, pero nunca vi nada igual.
—Braxa baila bien —dijo M’Cwyie—. Conoce todas las danzas.
Me miró con algo de esa expresión que me había perturbado antes.
—He de atender a mis deberes ahora. —Se acercó la mesa y cerró los libros—. M’narra.
Me calcé.
—Adiós.
—Adiós, Gallinger.
Salí de la sala, subí al jeep, y me lancé por el atardecer y hacia la noche, y el desierto se alzó aleteando lentamente detrás de mí.
Yo acababa de cerrar la puerta detrás de Betty, luego de una breve sesión de gramática, cuando oí voces en el pasillo. El montante estaba un poco abierto de modo que me acerqué y escuché.
La voz sobreaguda de Morton:
—¿Saben una cosa? Me dijo “hola” hace un rato.
—¡Hummm! —estallaron los pulmones de elefante de Emory—. O no sabía lo que decía o usted se le cruzaba en el camino y él quería que se hiciese a un lado.
—Quizá no me reconoció. Me parece que se pasa las noches jugando con esa nueva lengua y que ya no duerme más. Monté guardia la semana pasada y cada vez que pasé por delante de su puerta, a las tres, escuché esa grabadora. A las cinco, cuando me iba a dormir, el aparato seguía funcionando.
—El hombre está trabajando de veras —admitió Emory de mala gana—. Yo diría que toma alguna droga para mantenerse despierto. Tiene una mirada un poco vidriosa estos días. Aunque eso quizá sea natural en un poeta.
Betty estaba también allí.
—Aparte de lo que ustedes piensen de él, tardaré un año en aprender lo que a él le llevó sólo tres semanas. Y yo soy sólo una lingüista, no un poeta.
Morton debía de codiciar los encantos bovinos de Betty, Sólo así me explico que haya dejado caer las armas.
—Seguí un curso de poesía moderna en la universidad —comenzó a decir—. Leímos seis autores; Yeats, Pound, Eliot, Crane, Stevens y Gallinger. Y en el último día del semestre, cuando el profesor se sentía ya un poco retórico, nos dijo: “Estos seis nombres están escritos en el siglo, y las puertas de la crítica y del infierno no prevalecerán contra ellos”… Yo —continuó diciendo— pienso que Las flautas de Krishna y los Madrigales son obras maestras. Me sentí honrado cuando supe que nos acompañaría en esta expedición. Sin embargo —concluyó—, no me dijo más de una docena de palabras desde que nos presentaron.
La defensa:
—¿Nunca se les ocurrió que debe de sentirse un poco embarazado con esa estatura? Fue además un niño precoz, y es posible que no haya tenido ningún amigo en la escuela. Es un hombre sensible y muy introvertido.
—¿Sensible? —Emory se atragantó con una carcajada—. Gallinger es orgulloso como Lucifer. Una máquina portátil de insultos. Uno aprieta un botón, como “hola o buen día”, y él se burla llevándose el pulgar a la nariz. Es casi como un reflejo.
Murmuraron otras amenidades semejantes y se fueron, los tres.
Bueno, bendito seas, Morton, muchacho. Carita de rosa, aficionado criado en los claustros. Yo nunca seguí un curso sobre mi propia poesía, pero me alegra que alguien haya dicho eso. Las puertas del infierno. Qué te parece. Quizá alguien oyó en alguna parte las oraciones de papá. Quizá soy realmente un misionero.
Pero… Un misionero convierte a la gente a algo. Tengo mi sistema privado de estética, y supongo que rezuma un subproducto ético por algún lado. Pero si yo tuviera algo que predicar, realmente, aun en mis poemas, no me molestaría en predicarlo a gansos como tú. No olvides que soy un snob, y no hay sitio para las gentes como tú en mi cielo. Es un sitio privado, a donde van a cenar Swift, Shaw y Petronio.
Y oh, ¡qué festines! ¡Los Trimalchios, los Emory que diseccionamos! ¡Cuando hemos terminado contigo todavía estamos en la sopa, Morton!
Me volví y me senté a mi escritorio. Quería escribir algo. Eclesiastés podía tomarse una noche libre. Quería escribir un poema, un poema acerca de la danza ciento veintisiete de Locar, acerca de una rosa que sigue a la luz, seguida por el viento, enferma, como la rosa de Blake, moribunda…
Encontré un lápiz y empecé.
Cuando llegué a la última línea, me sentí complacido. No era un gran poema, o por lo menos podía haber sido mejor. Al fin y al cabo el marciano culto no era la lengua que yo dominaba más. Lo traduje en seguida al inglés. Quizás lo incluyera en mi próximo libro. Lo titulé Braxa:
En una tierra de vientos rojos
donde la tarde fría del tiempo
hiela los pechos de la vida
altos como dos lunas,
un gato y un perro interminablemente
se persiguen turbando mi sueño.
Esta flor última vuelve una ardiente cabeza.
Aparté la hoja y busqué una pastilla de fenobarbital. De pronto me sentía cansado.
Al día siguiente enseñé mi poema a M’Cwyie que lo leyó varias veces, muy lentamente.
—Es hermoso —dijo al fin—, pero ha empleado usted tres palabras de su propio lenguaje. “Gato” y “perro”, supongo, son dos animales pequeños que se odian. ¿Pero qué es “flor”?
—Oh —dije—. Nunca tropecé con la palabra marciana, pero en verdad yo pensaba en una flor terrestre, la rosa.
—¿Cómo es?
—Bueno, los pétalos suelen ser de un color rojo brillante. Esto es lo que yo quería decir con “cabeza ardiente”, y también fiebre, y pelo rojo, y el fuego de la vida. La rosa crece en el extremo de un tallo espinoso, y tiene un aroma peculiar, agradable.
—Me gustaría ver una.
—Supongo que no será imposible. Preguntaré.
—Sí, por favor. Es usted un… —M’Cwyie usó aquí la palabra marciana que designa al profeta o al poeta religioso como Isaías, o Locar—, y en su poema hay verdadera inspiración. Se lo leeré a Braxa.
Decliné el título, pero me sentí halagado.
Este, decidí, era el día estratégico, el día en que podía pedir permiso para llevar allí la máquina de microfilms y la cámara. Yo deseaba copiar todos los textos marcianos, expliqué, y si hacía el trabajo a mano no me alcanzaría el tiempo.
M’Cwyie me sorprendió asintiendo inmediatamente. Pero me derribó con su invitación.
—¿No quiere vivir aquí mientras hace ese trabajo? Así podrá trabajar día y noche, en cualquier momento… aunque no cuando hay alguna ceremonia en el templo, por supuesto.
Hice una reverencia.
—Me siento muy honrado.
—Bien. Traiga sus máquinas cuando quiera y le mostraré un cuarto.
—¿Está bien esta tarde?
—Ciertamente.
—Me voy entonces a preparar las cosas. Hasta la tarde…
—Adiós.
Emory pondría sin duda algunos obstáculos, pero no muchos. Todos en la nave estaban ansiosos por ver a los marcianos, hablar con los marcianos, aguijonear a los marcianos, interrogarlos acerca del clima, las enfermedades, la química del suelo, la política, y los hongos marcianos. (Nuestro botánico era un loco por los hongos, pero un hombre bastante razonable). Sólo cuatro o cinco tripulantes habían conseguido verlos. Casi todos se habían pasado las semanas excavando ciudades y acrópolis muertas. Respetábamos las normas, y los indígenas eran tan poco aficionados a los extranjeros como los japoneses del siglo diecinueve. Pensé que no encontraría mucha resistencia, y pensé bien.
En verdad tuve la impresión de que todos se pusieron contentos cuando supieron que me iba.
Me detuve en la sala hidropónica para hablar con nuestro especialista en hongos.
—Hola, Kane. ¿Cosechó ya hongos venenosos, en esa arena?
Kane sorbió por la nariz. Se pasa los días sorbiendo. Quizá es alérgico a las plantas.
—Hola, Gallinger. No, no he tenido éxito con los hongos venenosos. Pero mire detrás del galpón de los coches la próxima vez que ande por ahí. Están creciendo unos cactos.
—Magnífico —dije.
Doc Kane era casi mi único amigo en la nave, además de Betty.
—Kane, quisiera pedirle un favor.
—Dígame.
—Quiero una rosa.
—¿Una qué?
—Una rosa. Una rosa terrestre, de exposición, roja, con espinas, de buen aroma.
—No creo que se críe en este suelo.
Más sorbidos.
—No, no me entiende. No quiero plantarla. Quiero sólo las flores.
—Tendré que usar los tanques. —Kane se rascó la bóveda calva—. Pasarán tres meses antes que florezca, aun acelerando el crecimiento.
—¿Lo hará?
—Por supuesto, siempre que no le importe esperar.
—No me importa. No nos iremos antes de tres meses. —Miré las bandejas de barro y brotes—. Me mudo a Tirellian hoy, pero vendré de cuando en cuando. Estaré aquí cuando aparezcan las flores.
—Se muda allá, ¿eh? Moore dice que son un grupo cerrado.
—Me parece que yo ya entré.
—Sí, realmente… Aún no entiendo cómo aprendió usted esa lengua. Por supuesto, yo tuve mis dificultades con el francés y el alemán en el doctorado, pero la semana anterior Betty nos hizo una demostración en el almuerzo. Suena como un montón de ruidos raros. Betty dice que hablar esa lengua es como resolver un problema de palabras cruzadas del Times tratando de imitar llamadas de pájaros al mismo tiempo.
Me reí, y acepté el cigarrillo que Kane me ofrecía.
—Es complicado —reconocí—. Pero, bueno, es como si usted obtuviera aquí una clase enteramente nueva de mycetas, una clase que usted ha soñado la noche anterior.
A Kane le brillaron los ojos.
—Sería realmente maravilloso. Y podría conseguirlo, realmente.
—Quizá lo consiga.
Kane rió entre dientes mientras íbamos hacia la puerta.
—Plantaré sus rosas esta noche. Tenga cuidado allá.
—Así lo haré. Gracias.
Como dije antes, un loco por los hongos, pero un buen hombre.
Mis habitaciones en la ciudadela de Tirellian estaban junto al templo, del lado interior, y ligeramente a la izquierda. Eran realmente mucho más cómodas que mi cabina en la nave, y me complació que la cultura marciana hubiese descubierto ya las ventajas del colchón sobre el jergón. La cama, por otra parte, y me sorprendí de veras, era suficientemente larga.
De modo que desempaqué y obtuve dieciséis tomas del templo, en 35 mm, antes de empezar con los libros.
Fotografié textos hasta que me cansé de volver las páginas sin saber qué decían. Me puse a traducir una obra de historia.
He aquí que en el año treinta y siete del Proceso de Cillen llegaron las lluvias, por las que todos se regocijaron, pues ocurrían raramente, y eran recibidas siempre con bendiciones.
Pero lo que cayó del cielo no fue el semen del Malann, el dador de vida. Era la sangre del universo, que brotaba de una arteria. Y los días últimos nos alcanzaron. Había llegado el tiempo de la última danza.
Las lluvias trajeron la plaga y no mataron, y, junto con el tamborileo del agua, Locar dio sus últimos pasos…
Me pregunté qué diablos querría decir Tamur, pues era un historiador y se suponía que relataba hechos. Esto no era el Apocalipsis marciano.
Pero quizá esta historia y el Apocalipsis eran una sola y misma obra…
¿Por qué no? me pregunté. Las pocas gentes que vivían ahora en Tirellian eran los restos de lo que había sido sin duda una cultura altamente desarrollada. Habían tenido guerras, pero no holocaustos; ciencia, pero poca tecnología. Una plaga, que no había matado. ¿Podía ser esto la causa? ¿Cómo, si no había sido fatal?
Seguí leyendo, pero el texto no discutía la naturaleza de la plaga. Volví las páginas, leyendo rápidamente. Ningún resultado.
¡M’Cwyie! ¡M’Cwyie! ¡Nunca estás cuando más te necesito!
¿Sería un faux pas ir a buscarla? Sí, decidí. Habíamos convenido implícitamente que yo no dejaría las habitaciones que me habían asignado. El problema tendría que esperar.
De modo que eché largas maldiciones, en voz alta, en muchas lenguas, y sin duda a Malann le ardieron las sagradas orejas, ahí en su templo.
No me castigó con sus rayos, sin embargo, y decidí dar por terminadas las tareas del día.
Yo dormía desde hacía varias horas cuando Braxa entró en mi cuarto con una lámpara pequeña. Me despertó tironeándome de la manga del piyama.
Dije hola. En verdad no hubiese podido decir mucho más.
—He venido —dijo— a oír el poema.
—¿Qué poema?
—El tuyo.
—Oh.
Bostecé, me senté, e hice todo lo que hace la gente cuando la despiertan en medio de la noche para leer poesía.
—Eres muy amable, ¿pero no te parece que la hora es insólita?
—No me importa.
Algún día escribiré un artículo para la Revista de Semántica titulado: Tono de voz. Vehículo insuficiente para la ironía.
De cualquier modo, yo ya estaba despierto, así que me puse la bata.
—¿Qué animal es ese? —me preguntó Braxa señalando el dragón bordado en la solapa de seda.
—Un animal mítico —repliqué—. Escucha. Es tarde. Estoy cansado. Tengo mucho que hacer a la mañana. Y M’Cwyie puede pensar algo raro si se entera.
—¿Si se entera?
—¡Maldición! ¡Sabes demasiado bien a qué me refiero!
Por primera vez se me presentaba la oportunidad de maldecir en marciano, y fracasé.
—No —dijo Braxa—, no sé.
La muchacha parecía asustada, como un perrito que no entiende el mal humor del amo.
Me ablandé. La capa roja armonizaba de un modo tan perfecto con el pelo y los labios, temblorosos…
—Bueno, bueno. No quise entristecerte. En mi mundo hay ciertas… costumbres, acerca de gentes de distinto sexo en un mismo dormitorio, y no unidas por el matrimonio… Bueno, quiero decir… ¿No entiendes?
—No.
Los ojos de Braxa eran de jade.
—Bueno, es como… Bueno, se trata del sexo, eso mismo.
En las lámparas de jade se encendió una luz.
—Oh, ¿hablas de tener hijos?
—Sí. Eso es. ¡Exactamente!
Braxa se rió. Era la primera risa que yo oía en Tirellian. Sonaba como las cuerdas altas de un violín, golpeadas por un arco intermitente. No era un sonido muy agradable, sobre todo porque Braxa rió demasiado tiempo.
Al fin dejó de reír y se acercó más.
—Recuerdo ahora —dijo—. Antes teníamos también esas reglas. Hace medio Proceso, cuando yo era niña, teníamos esas reglas. Pero —y pareció que iba a reírse otra vez— ahora no las necesitamos.
Mi mente se movió como una cinta grabadora a triple velocidad.
¡Medio Proceso! ¡Medio Proceso Proceso Proceso! ¡No! ¡Sí!
Medio Proceso: doscientos cuarenta y tres años.
Tiempo suficiente para aprender las dos mil doscientas veinticuatro danzas de Locar.
Tiempo suficiente para envejecer, si uno era humano.
Humano al estilo terrestre, quiero decir.
Miré a Braxa otra vez, pálida como una reina blanca en un juego de ajedrez de marfil.
Braxa era humana. Yo hubiera apostado mi alma. Una mujer viva, normal, sana, yo hubiese apostado mi vida, mi cuerpo…
Pero tenía dos siglos y medio de edad, y M’Cwyie debía de ser la abuela de Matusalén. Pensé en los repetidos cumplimientos de la mujer, que tanto había alabado mis habilidades de lingüista, de poeta. ¡Estos seres superiores!
¿Pero qué quería decir “no las necesitamos ahora”? ¿Por qué esa risa casi histérica? ¿Por qué todas esas miradas raras que me había echado M’Cwyie?
Supe de pronto que estaba cerca de algo importante, además de estar cerca de una muchacha hermosa.
—Dime —pregunté—, ¿tiene eso alguna relación con la plaga que no mata de que habla Tamur?
—Sí —respondió Braxa—, los niños nacidos después de las lluvias no pudieron tener hijos y…
—¿Y qué?
Me incliné hacia adelante con la memoria puesta en “registro”.
—… y los hombres ya no desearon tenerlos.
Me dejé caer contra el respaldo de la cama. Esterilidad racial, impotencia masculina, luego de un fenómeno climático. ¿Una nube vagabunda de polvo radiactivo, venida de quien sabe dónde, había entrado una vez en esa tenue atmósfera? ¿Un día, mucho antes que Schiaparelli viera los canales, míticos como mi dragón, antes que estos “canales” hubiesen inspirado algunas ideas correctas por motivos erróneos, Braxa estaba viva, y bailaba aquí, condenada ya en la matriz mientras el ciego Milton describía otro paraíso igualmente perdido?
Busqué un cigarrillo. Por suerte había traído algunos ceniceros. En Marte nunca había habido una industria del tabaco. Ni del licor. El ascetismo que yo había encontrado en la India era realmente dionisíaco comparado con esto.
—¿Qué es ese tubo de fuego?
—Un cigarrillo. ¿Quieres uno?
—Sí, por favor.
Braxa se sentó junto a mí, y encendí un cigarrillo para ella.
—Irrita la nariz.
—Sí. Aspira el humo, guárdalo un rato en los pulmones, y exhala.
—Oh —dijo Braxa.
Otra pausa y luego:
—¿Es sagrado?
—No, es nicotina —respondí—, una forma ersatz de la divinidad.
Otra pausa.
—Y no me pidas que traduzca ersatz.
—No es necesario. A veces siento algo así cuando bailo.
—Pasará en un momento.
—Recítame tu poema ahora.
Tuve una idea.
Me incorporé, busqué entre mis libros de notas, y me senté de nuevo junto a Braxa.
—Estos son los tres primeros capítulos del Libro del Eclesiastés —expliqué—. Se parecen mucho a tus libros sagrados.
Empecé a leer.
Llegué al versículo undécimo cuando Braxa gritó:
—¡Por favor, no leas eso! ¡Recítame un poema tuyo!
Me detuve y tiré el libro de notas a una mesa cercana. Braxa temblaba, no como cuando había bailado imitando el viento, sino sacudida por un llanto interior. Sostenía torpemente el cigarrillo, como un lápiz. La tomé torpemente por los hombros.
—Es tan triste —dijo ella—, como los otros libros.
De modo que me retorcí la mente como una cinta brillante, la plegué e hice esos insensatos nudos de Navidad que yo tanto amaba. Del alemán al marciano, con amor, improvisé una paráfrasis de un poema que describía a una bailarina española. Pensé que le gustaría a Braxa. Acerté.
—Oh —dijo Braxa otra vez—. ¡Lo escribiste tú!
—No, es de un hombre mejor que yo.
—No te creo. Lo escribiste tú.
—No, lo escribió un hombre que se llamaba Rilke.
—Pero tú lo pusiste en mi lengua. Enciende otra cerilla así puedo ver cómo bailaba ella.
Encendí la cerilla.
—“Los fuegos de siempre” —murmuró Braxa—, y ella los apagó “con pies pequeños y firmes”. Me gustaría bailar así.
Me reí y apagué la llama.
—Eres mejor que cualquier gitana.
—No, no lo soy. No puedo hacer eso.
El cigarrillo de Braxa estaba casi consumido del todo, de modo que se lo saqué de los dedos y lo apagué junto con el mío.
—¿Quieres que baile para ti?
—No —dije—. Vete a la cama.
Braxa sonrió y antes que yo me diera cuenta se había soltado el lazo rojo del hombro.
Y las vestiduras cayeron.
Y yo tragué saliva, con cierta dificultad.
—Muy bien —dijo ella.
De modo que la besé. Al caer al suelo las ropas habían apagado la lámpara.
Los días eran como las hojas de Shelley: amarillos, rojos, castaños, y volaban en montones brillantes empujados por el viento del oeste. Pasaban junto a mí con un susurro de microfilms. Yo ya había fotografiado casi todos los libros. Requerirían años de estudio. Marte estaba encerrado en mi escritorio.
El Eclesiastés, abandonado y recogido una docena de veces, estaba casi listo para hablar en la Lengua Superior.
Yo silbaba animadamente cuando no estaba en el templo. Escribía resmas de poesía que me hubiese avergonzado hacía poco. En las tardes me paseaba con Braxa por las dunas o por las montañas. A veces ella bailaba para mí, y yo le leía algún largo poema en hexámetros dactílicos. Braxa creía aún que yo era Rilke, y yo casi trataba de creerlo. Ahí estaba yo, morando en el castillo de Duino, escribiendo sus Elegías.
… Es raro no vivir ya en la tierra,
no tener ya costumbres apenas adquiridas,
no interpretar las rosas…
¡No! ¡Nunca interpretar rosas! No. Huélelas (sorbe, Kane), recógelas, disfrútalas. Vive en el momento, apasionadamente. Pero no les pidas explicaciones a los dioses. Las hojas caen rápidamente, y se las lleva el viento…
Y nadie notó lo que pasaba entre nosotros. O nadie se preocupó.
Laura. Laura y Braxa. Riman, los dos nombres, como si se entrechocaran. Alta, fresca y rubia era ella (¡odio a las rubias! ), y papá me había vaciado dándome vuelta como un bolsillo, y yo esperaba que Braxa me llenara otra vez. Pero el enorme y fatigado lanzador de palabras, de barba de Judas y ojos de perro sumiso, había sido sólo un hermoso adorno en las fiestas de Braxa.
¡Cómo me maldijo la máquina en el templo! Blasfemó contra Malann y contra Gallinger. Y el viento salvaje del oeste pasaba a nuestro lado y algo no estaba lejos.
Se acercaban los últimos días.
Pasó un día y no vi a Braxa, y tampoco esa noche.
Y una segunda noche. Una tercera.
Me pareció que yo iba a perder el juicio. No había entendido bien qué unidos estábamos, qué importante había sido ella para mí. La callada seguridad de la presencia de Braxa me había ayudado a evitar el examen de las rosas.
Yo tenía que saber. No quería hacerlo, pero era inevitable.
—¿Dónde está ella, M’Cwyie? ¿Dónde está ella?
—Se ha ido.
—¿Dónde?
—No lo sé.
Miré aquellos ojos de pájaro demoníaco. Un anatema maranatha me subió a los labios.
—Tengo que saberlo.
M’Cwyie me miró sin verme.
—Nos ha dejado. Se ha ido. A las colinas, creo. O al desierto. No importa. Nada importa. La danza llega a su fin. Pronto el templo estará vacío.
—¿Por qué? ¿Por qué se ha ido?
—No lo sé.
—Tengo que verla otra vez. Partimos dentro de unos días.
—Lo siento, Gallinger.
—Yo también —dije, y cerré violentamente un libro sin decir “m’narra”.
Me puse de pie.
—La encontraré.
Dejé el templo. M’Cwyie era una estatua sedente. Mis botas estaban aún donde yo las había dejado.
Todo el día subí y bajé por las dunas, sin rumbo. La tripulación del Aspic debió de haber pensado que yo era una caprichosa tormenta de arena. Al fin tuve que ir a buscar combustible.
Emory apareció como un centinela.
—Muy bien, será mejor que se dé un baño. Parece el abominable hombre del polvo. ¿Por qué el rodeo?
—¿Cómo? Ah, sí, perdí algo.
—¿En medio del desierto? ¿Un soneto quizá? Sólo algo así puede explicar tanto alboroto.
—No, maldita sea. Es algo personal.
George terminó de llenarme el tanque. Me subí al jeep otra vez.
—¡Un momento! —Emory me tomó por el brazo—. No se irá de aquí hasta que me diga de qué se trata.
Yo podría haberme librado de la mano de Emory, pero entonces me hubieran llevado adentro arrastrándome por los tobillos, y a nadie le gusta que lo arrastren. De modo que me obligué a hablar lentamente, dulcemente:
—Ocurre que perdí el reloj. Me lo dio mi madre y es una reliquia de familia. Quiero encontrarlo antes que nos vayamos.
—¿Está seguro, de que no lo tiene en la cabina? ¿No lo habrá dejado allá en Tirellian?
—Ya miré en los dos lados.
—Quizá alguien lo escondió para irritarlo. Ya sabe que usted no es muy popular aquí.
Meneé la cabeza.
—Lo pensé. Pero lo llevo siempre en el bolsillo derecho. Pienso que lo perdí en algún salto entre las dunas.
Emory entornó los ojos.
—Recuerdo haber leído en la solapa de un libro que su madre murió cuando usted acababa de nacer.
—Es cierto —dije, mordiéndome la lengua—. El reloj era de mi abuelo y ella quería que yo lo heredara. Mi padre me lo guardó.
—Hmmm —gruñó Emory—. Un modo raro de buscar un reloj, corriendo en un jeep.
—Yo podía ver así algún reflejo metálico —expliqué, tímidamente.
—Bueno, está oscureciendo —observó Emory—. No tiene sentido seguir buscando hoy. —Se volvió hacia el mecánico—. Eche una lona sobre el jeep.
Me palmeó el brazo.
—Entremos. Dese una ducha y luego comeremos algo. Me parece que necesita las dos cosas.
Unas pecas bajo los ojos pálidos, pelo ralo, nariz irlandesa, y una voz un decibel más alto que cualquier otra…
¡He ahí las cualidades del jefe!
Me quedé allí, odiándolo. ¡Claudio! ¡Si estuviésemos por lo menos en el quinto acto!
Pero de pronto se me ocurrió que una comida y una ducha no me caerían mal realmente. Si yo insistía en volver en seguida despertaría sospechas.
De modo que me sacudí el polvo de la manga.
—Tiene razón. Me parece una buena idea.
—Vamos, comeremos en mi cabina.
La ducha fue una bendición, los pantalones limpios una gracia divina, y la comida olía a cielo.
—Huele bien —dije.
Acuchillamos la carne asada, en silencio. Cuando llegamos al postre y al café Emory sugirió:
—¿Por qué no se toma la noche libre? Quédese aquí y duerma un poco.
Meneé la cabeza.
—Estoy muy ocupado. Nos vamos pronto.
—Hace un par de días me dijo que casi había terminado.
—Casi, pero no del todo.
—Dijo también que esta noche habría una ceremonia en el templo.
—Sí. Pero trabajaré encerrado en mi cuarto.
Emory se encogió de hombros.
—Gallinger —dijo al fin, y alcé los ojos pues en boca de Emory mi nombre significa dificultades.
—No quisiera entrometerme —continuó—, pero Betty me dijo que usted tiene allí una amiga.
No era una pregunta. Era una declaración que quedó flotando en el aire. Esperando.
Betty, eres una perra. Una vaca y una perra. Y celosa, además. ¿Por qué no te guardaste la nariz en su sitio? ¿Por qué abriste los ojos y la boca?
—¿Y? —dije—, una declaración que era una pregunta.
—Y es mi deber —respondió Emory—, como cabeza de esta expedición, cuidar que las relaciones con los nativos sean amistosas y diplomáticas.
—Habla usted de ellos —dije— como si fueran salvajes aborígenes. Nada más lejos de la verdad.
Me incorporé.
—Cuando se publiquen en la Tierra mis papeles, todos conocerán esa verdad. Diré ahí cosas que el doctor Moore ni siquiera sospechó. Contaré la tragedia de una raza condenada, que espera la muerte, resignada y serenamente. Explicaré las razones y ablandaré muchos duros corazones universitarios. Escribiré todo esto, y me honrarán con más premios, pero esta vez los rechazaré. ¡Dios mío! ¡Ya habían desarrollado una cultura cuando nuestros antecesores combatían al tigre de sable con un garrote y descubrían el fuego!
—¿Tiene usted una amiga allí?
—¡Sí! —dije. Sí, Claudio. Sí, papá. Sí, Emory—. Sí. Pero le diré a usted una verdad universitaria, para que entienda. Los marcianos están muertos. Son estériles. Una generación más y ya no habrá marcianos.
Hice una pausa y añadí:
—Excepto en mis escritos, excepto en unos pocos fragmentos de microfilm y cinta. Y en algunos poemas acerca de una muchacha que no sabe cómo expresar la injusticia de todo esto sino bailando.
—Oh —dijo Emory.
Y al cabo de un rato.
—Lo he notado a usted diferente en este último par de meses. Hasta me pareció realmente cortés en algunas ocasiones, y no podía dejar de preguntarme qué ocurría. No sabía que algo podía importarle tanto, realmente.
Incliné la cabeza.
—¿Por eso corría usted de un lado a otro en el desierto?
Asentí en silencio.
—¿Por qué?
Alcé los ojos.
—Porque ella está ahí afuera, en alguna parte. No sé dónde o por qué. Y he de encontrarla antes que nos vayamos.
—Oh —dijo otra vez Emory.
En seguida se inclinó hacia atrás, abrió un cajón, y sacó algo envuelto en una toalla. Desenvolvió la toalla, y puso sobre la mesa la foto enmarcada de una mujer.
—Mi mujer —dijo Emory.
Era una cara atractiva, con grandes ojos almendrados.
—Soy de la Marina, como usted sabe —continuó Emory—. Fui en un tiempo un joven oficial. La conocí en el Japón.
”Mi familia no aprobaba los casamientos con gentes de otras razas, de modo que nunca nos casamos. Pero ella fue mi mujer. Cuando murió, yo estaba en el extremo del mundo. Se llevaron a mis hijos y nunca los vi desde entonces. Nunca supe en qué orfanato, en qué casa podían estar. Eso fue hace mucho tiempo. Muy poca gente lo sabe.
—Lo siento —dije.
—No. Olvídelo. Pero —y Emory se volvió en la silla y me miró— si quiere llevársela con usted, hágalo. Quizá me corten el pescuezo allá abajo, pero soy demasiado viejo para encabezar otra expedición como esta. Adelante pues.
Se tomó de un trago el café frío.
—Llévese el jeep.
Hizo girar la silla.
Traté de decir “gracias” dos veces, pero no pude. Me levanté y fui hacia la puerta.
—Sayonara y todo eso —murmuró Emory detrás de mí.
Oí un grito.
—¡Aquí la tiene, Gallinger!
Me volví y miré el extremo superior de la rampa.
—¡Kane!
Era una sombra contra la luz, en la portezuela de la nave, pero yo había oído un sorbido.
Subí otra vez los pocos escalones.
—¿Qué tiene ahí?
—Su rosa.
Kane mostró una caja de material plástico, con una división interior. El tallo llegaba al líquido de la parte baja. La otra mitad —un vaso de clarete en esa noche horrible— era una rosa grande, recién abierta.
—Gracias —dije metiéndome la caja en un bolsillo de la chaqueta.
—De vuelta, a Tirellian, ¿eh?
—Sí.
—Lo vi subir a bordo, y se la preparé. Fui a buscarlo a la cabina del capitán y me dijo que podía encontrarlo junto a los jeeps.
—Gracias otra vez.
—La traté químicamente. La flor vivirá semanas.
Asentí con un movimiento de cabeza y me alejé.
Otra vez en las montañas. Lejos. El cielo era un balde de hielo donde no flotaba ninguna luna. Subí una cuesta empinada y el mulito protestó. Lo aguijoneé con al embrague y seguimos. Hacia arriba. Vi en el cielo una estrella verde que no centelleaba y sentí un nudo en la garganta. La rosa encerrada en la caja me golpeaba el pecho como otro corazón. El mulo rebufó, larga y ruidosamente, y empezó a toser. Lo castigué un poco más, y murió.
Puse el freno de emergencia y bajé al desierto. Eché a caminar.
Hacia tanto frío allí arriba, de noche. ¿Por qué? ¿Por qué Braxa había venido aquí? ¿Para qué dejar el campamento cuando cae la noche?
Y yo iba de un lado a otro, por desfiladeros y precipicios, con pasos largos, y una facilidad de movimientos que nunca se conoció en la Tierra.
Apenas quedan dos días, amor mío, y me has olvidado. ¿Por qué?
Me arrastré por aberturas en las rocas. Salté abismos. Me lastimé las rodillas, un codo. Oí que se me desgarraba la chaqueta.
¿No hay respuesta, eh, Malann? ¿Odias tanto a tu pueblo? Entonces probaré otra cosa. Vishnu, tú eres el preservador de la vida. Presérvala, por favor. Haz que la encuentre.
¿Jehová?
¿Adonis? ¿Osiris? ¿Tammuz? ¿Manitú? ¿Legba? ¿Dónde está Braxa?
Caminé y subí, y resbalé.
El suelo era de piedras y yo me inclinaba sobre un terraplén.
Tenía los dedos fríos. Apenas podía sostenerme.
Miré hacia abajo.
Unos cuatro metros. Me solté y caí, rodando.
En seguida oí un grito.
Me quedé acostado, sin moverme, mirando hacia arriba. Braxa llamó en la noche, una figura contra el cielo.
—¡Gallinger!
Me quedé quieto.
—¡Gallinger!
Braxa desapareció.
Oí un ruido de piedras y supe que Braxa descendía por algún sendero, a mi derecha.
Salté y me oculté a la sombra de una roca.
Braxa se adelantó titubeando por las piedras.
—¿Gallinger?
Di un paso adelante y la tomé por los hombros.
—Braxa.
Braxa gritó otra vez y en seguida se echó a llorar, apretándose contra mí. Yo la oía llorar por primera vez.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué?
Braxa me abrazó y sollozó.
—Creí que te habías suicidado.
—Pude haberlo hecho —dije—. ¿Por qué dejaste Tirellian? ¿Por qué me dejaste a mí?
—¿M’Cwyie no te lo dijo? ¿No lo adivinaste?
—No lo adiviné, y M’Cwyie me dijo que no lo sabía.
—Entonces te mintió. Lo sabe.
—¿Qué? ¿Qué sabe ella?
Braxa se estremeció de pies a cabeza y calló largo rato. Noté de pronto que sólo llevaba el liviano vestido de baile. La aparté, me saqué la chaqueta, y se la puse en los hombros.
—¡Gran Malann! —exclamé—. ¡Te morirás de frío!
—No. No quiero morir.
Me puse la caja de la rosa en el bolsillo del pantalón.
—¿Qué es eso? —preguntó Braxa.
—Una rosa —respondí—. No verás mucho en la oscuridad, Una vez te comparé con una rosa. ¿Recuerdas?
—Sí. Sí. ¿Puedo llevarla?
—Por supuesto.
Metí la caja en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Y bien? Espero aún una explicación.
—¿De veras no sabes? —preguntó Braxa.
—¡No!
—Cuando llegaron las lluvias —dijo Braxa— pareció que sólo los hombres habían sido afectados, lo que era suficiente… Porque yo… no fui afectada… parece.
—Oh —dije—. Oh.
Callamos un rato y pensé.
—Bueno, ¿por qué escapaste? ¿En Marte es un pecado que una mujer quede embarazada? Tamur está equivocado. Tu gente puede sobrevivir.
Braxa se rió. Un Paganini enloquecido tocó otra vez unas notas agudas. La hice callar antes que llegara demasiado lejos.
—¿Cómo? —preguntó Braxa al fin frotándose una mejilla.
—Tu gente vive más que la nuestra. Si nuestro hijo es normal, esto significará que nuestras razas pueden unirse. Hay aquí seguramente otras mujeres fértiles. ¿Por qué no?
—¿Has leído el libro de Locar —dijo Braxa— y aún me lo preguntas? La muerte se decidió, se votó y se aprobó poco después de la plaga. Pero mucho antes lo dijeron ya los fieles de Locar. Lo decidieron hace mucho tiempo. “Lo hemos cumplido todo”, dijeron. “Lo hemos visto todo, hemos oído y sentido todo. La danza fue buena. Que termine ahora”.
—No puedes creerlo.
—No importa lo que yo crea —replicó Braxa—. M’Cwyie y las Madres decidieron que debemos morir. El mismo título que llevan es una burla, pero lo que ellas deciden se cumple. Sólo resta una profecía, y es falsa. Moriremos.
—No —dije.
—¿Qué entonces?
—Vuelve conmigo, a la Tierra.
—No.
—Bueno, entonces ven conmigo ahora.
—¿A dónde?
—A Terillian. Hablaré con las Madres.
—¡No puedes! ¡Hay una ceremonia esta noche!
Me reí.
—¿Una ceremonia para un dios que destruye sus criaturas y luego les patea los dientes?
—Es Malann todavía —respondió Braxa—. Somos todavía su pueblo.
—Tú y mi padre se hubiesen llevado muy bien —gruñí—. Pero iré a Tirellian, y tú vendrás conmigo, aunque tenga que llevarte, y soy más fuerte que tú.
—Pero no eres más fuerte que Ontro.
—¿Quién demonios es Ontro?
—No te dejará pasar, Gallinger. Es el Puño de Malann.
Detuve el jeep frente a la única entrada que yo conocía: las habitaciones de M’Cwyie. Braxa, que había visto la rosa a la luz de un faro, la llevaba ahora en el regazo, como a nuestro hijo, y tenía una expresión maravillada y secreta.
—¿Están en el templo ahora? —quise saber.
La expresión de Madonna no cambió. Repetí la pregunta. Braxa se movió.
—Sí —dijo, distante—, pero no puedes entrar.
—Ya lo veremos.
La ayudé a bajar, y la llevé por la mano. Braxa parecía en trance. A la luz de la luna naciente, los ojos le brillaban como el día en que yo la había conocido, el día del baile.
Empujé la puerta e hice entrar a Braxa. En la habitación había una media luz.
Y Braxa gritó por tercera vez esa noche:
—¡No le hagas daño, Ontro! ¡Es Gallinger!
Yo nunca había visto un hombre marciano antes, sólo mujeres. Así que yo no podía saber si eran enfermos, aunque lo sospechaba.
Alcé los ojos.
En aquel cuerpo semidesnudo había manchas y bultos. Perturbaciones glandulares, me dije.
Yo había pensado que nadie en Marte me aventajaba en estatura, pero Ontro medía más de dos metros y era corpulento. Esto explicaba el origen de mi cama gigante.
—Vuélvete —dijo Ontro—. Ella puede entrar, pero tú no.
—Tengo que recoger mis libros y máquinas.
Ontro alzó un enorme brazo izquierdo apuntando a un rincón. Todas mis cosas estaban allí ordenadamente empacadas.
—Necesito entrar. Necesito hablar con M’Cwyie y las Madres.
—No entrarás.
—La vida de tu gente depende de eso.
—Atrás —tronó el hombre—. Vete con tu gente, Gallinger. ¡Déjanos!
Mi nombre me sonó tan diferente, en boca de Ontro, como si fuese el nombre de otra persona. ¿Cuántos años tendría Ontro? ¿Trescientos? ¿Más? ¿Cuatrocientos? ¿Había guardado el templo toda su vida? ¿Por qué? ¿Contra quién había que guardar? No me gustaba cómo se movía. Yo había visto en otro tiempo hombres que se movían así.
—Atrás —repitió Ontro.
Si en Marte habían perfeccionado las artes guerreras tanto como las danzas, o, peor aún, si el arte de la lucha era parte de la danza, yo corría peligro.
—Entra —le dije a Braxa—. Dale la rosa a M’Cwyie. Dile que yo se la mando. Dile que entraré ahí, pronto.
—Haré como me pides. Recuérdame en la Tierra, Gallinger. Adiós.
No le respondí y Braxa pasó junto a Ontro y entró en la otra habitación llevando la rosa.
—¿Te irás ahora? —me preguntó el hombre—. Si quieres le diré a Braxa que luchamos y que casi vences, pero que te dejé inconsciente y te llevé a la nave.
—No —dije—, entraré pasando junto a ti o por encima de ti.
Ontro se agachó, extendiendo los brazos.
—Es un pecado tocar a un hombre sagrado —rugió—, pero te detendré, Gallinger.
Mi memoria era una ventana con nieblas expuestas de pronto al aire fresco. El paisaje se aclaró. Miré seis años atrás.
Yo estudiaba lenguas orientales en la Universidad de Tokio. Era una de mis dos noches semanales de recreo. Me movía dentro de un círculo de diez metros de diámetro en el Kodokan, y un cinturón de color castaño me sostenía el judogi a las caderas. Yo era Ikkyu, un grado por debajo del grado más bajo de los expertos. Un diamante castaño en mi pectoral derecho decía Jiu-Jitsu en japonés, y significaba realmente atemiwaza, a causa del golpe que yo había perfeccionado y que todos consideraban inadecuado para mi tamaño.
Pero yo nunca lo había usado contra un hombre, y no lo practicaba desde hacía cinco años. Yo no estaba en forma, por supuesto, pero traté de que mi mente tsuki no kokoro, como la luna, reflejando el todo de Ontro.
En algún sitio, desde el pasado, una voz dijo:
—Hajime, comencemos.
Adopté mi posición de gato neko-ashidachi, y los ojos de Ontro brillaron de un modo raro. Se apresuró a corregir su propia posición y lancé mi golpe.
Mi creación.
Mi larga pierna izquierda se estiró como un muelle roto. A dos metros del suelo le alcancé con el pie la mandíbula, mientras Ontro trataba de saltar hacia atrás.
El hombre cayó con la cabeza doblada, gimiendo. Eso es todo, pensé. Lo siento, amigo.
Y mientras yo pasaba por encima del cuerpo de Ontro, una mano lenta me atrapó derribándome. Yo no podía creer que Ontro fuese tan fuerte como para no haber quedado inconsciente luego de ese golpe, y más aún para moverse. Lamenté tener que castigarlo todavía más.
Pero Ontro me encontró la garganta y deslizó un antebrazo sobre ella antes que yo me diera cuenta de que el movimiento era deliberado.
¡No! ¡No dejes que todo termine así!
El brazo de Ontro era una barra de acero que me apretaba la faringe, la carótida. De pronto comprendí que el hombre estaba todavía inconsciente y que esto era un reflejo nacido de innumerables años de entrenamiento. Yo había visto algo parecido, en shiai. El hombre había muerto, ahogado, y sin embargo siguió luchando y su antagonista pensó que no lo había ahogado del todo, y apretó un poco más.
Pero era algo raro, muy raro.
Le clavé los codos en las costillas y eché atrás la cabeza apretándole la cara. El brazo me soltó un poco, pero no bastante. Odié tener que hacerlo, pero estiré la mano y le quebré el dedo meñique.
El brazo se aflojó y me libré.
Ontro quedó tendido en el piso, jadeando. Me compadecí del gigante que había caído defendiendo a su gente, su religión, cumpliendo órdenes. Me maldije a mí mismo como nunca me había maldecido antes por haber pasado por encima de él en vez de dar un rodeo.
Fui tambaleándome hasta el montón de mis bienes, me senté en la caja del proyector, y encendí un cigarrillo.
Yo no podía entrar en el templo hasta haber recuperado el aliento, hasta saber qué les diría.
¿Cómo se le habla a una raza decidida a suicidarse?
De pronto…
¿Podía ser? ¿Daría resultado? Si les leía el Libro del Eclesiastés, si les leía un texto literario muy superior a todo lo que Locar había escrito, y tan sombrío, y tan pesimista, y les mostraba que nuestra raza había ido adelante a pesar de que un hombre había condenado la vida en la poesía más elevada, si les mostraba que la vanidad que él había vituperado nos había llevado a los cielos, ¿me creerían? ¿Abandonarían la idea de la muerte?
Apagué el cigarrillo en los hermosos mosaicos y busqué mi libro de notas. Me incorporé animado por una furia rara.
Y entré en el templo a predicar el Evangelio Negro según Gallinger: unas páginas del Libro de la Vida.
Había silencio en el templo.
M’Cwyie había estado leyendo a Locar, sosteniendo la rosa en la mano derecha, blanco de todas las miradas.
Hasta que yo entré.
Cientos de personas estaban sentadas en el piso, descalzas. Noté que los pocos hombres eran tan menudos como las mujeres.
Yo tenía los zapatos puestos.
No te detengas, me dije. Perderás o ganarás… todo.
Una docena de viejas arrugadas estaban sentadas detrás de M’Cwyie, en semicírculo. Las Madres.
La tierra estéril, los vientres secos, tocados por el fuego. Me acerqué a la mesa.
—Si vosotros os suicidáis —les dije a las Madres— condenaréis a vuestro propio pueblo. Lo condenaréis a no conocer la vida que vosotras habéis conocido, las alegrías, las penas, la felicidad. Pero no es cierto que vuestra muerte sea inevitable. —Yo les hablaba a todos ahora—. Quienes eso dicen, mienten. Braxa lo sabe bien, pues ella lleva un hijo…
Me miraban, sentados como filas de Budas. M’Cwyie retrocedió al semicírculo.
—… mi hijo —continué pensando que hubiese dicho mi padre de este sermón.
”… Y todas las mujeres jóvenes pueden tener hijos.
”Sólo vuestros hombres son estériles. Y si permitís que los médicos de la próxima expedición os examinen, quizá también los hombres puedan ser ayudados. Pero de cualquier modo las mujeres pueden unirse con los hombres de la Tierra.
”Y el nuestro no es un pueblo insignificante, ni un sitio insignificante —continué—. Miles de años atrás el Locar de nuestro mundo escribió un libro, despreciándonos. Habló como Locar, pero no nos dimos por vencidos, a pesar de las plagas, las guerras y el hambre. No morimos. Vencimos una a una todas las enfermedades, alimentamos a los hambrientos, evitamos las guerras. Quizá no haya nunca más conflictos armados en la Tierra. No lo sé.
”Pero hemos cruzado millones de kilómetros de nada. Hemos visitado otro mundo. Y nuestro Locar había dicho: ¿Por qué molestarse? ¿Qué valor tiene eso? Todo es vanidad.
”Y os revelaré un secreto —dije bajando la voz, como si estuviese leyendo un poema—. Aquel hombre tenía razón. Todo es vanidad, todo es orgullo. La hubris del racionalismo nos empuja una y otra vez a atacar al profeta, al místico, al dios. Hemos crecido auxiliados por nuestras propias blasfemias, blasfemias que nos sostienen y que los dioses admiran secretamente en nosotros. ¡Todos los nombres secretos de Dios son vedadas blasfemias!
Empecé a transpirar. Hice una pausa, mareado.
—He aquí el Libro del Eclesiastés —anuncié, y empecé a leer—: “Vanidad de vanidades, dijo el predicador, vanidad de vanidades, y todo es vanidad. De qué le sirve al hombre…”.
Vi a Braxa de espaldas, muda, inmóvil.
Me pregunté qué estaría pensando.
Y devané a mi alrededor las horas de la noche, como un ovillo de hilo negro.
Oh, qué tarde era. Yo había hablado hasta el amanecer, y aún seguía hablando. Concluí con Eclesiastés y seguí con Gallinger.
Y cuando callé al fin seguía el silencio.
Los Budas en fila no habían movido en toda la noche. Y al cabo de un tiempo M’Cwyie alzó la mano derecha. Una a una todas las madres alzaron la mano derecha.
Y entendí en seguida.
El ademán quería decir no, suficiente, y basta.
Quería decir que yo había fracasado.
Salí lentamente del cuarto y me dejé caer junto a mi equipaje.
Ontro se había ido. Me alegró no haberlo matado.
Pasaron mil años y al fin llegó M’Cwyie.
—Tu tarea ha terminado —me dijo.
No me moví.
—La profecía se ha cumplido —dijo—. Mi gente es feliz ahora. Has triunfado, hombre santo. Ahora déjanos, rápidamente.
Mi mente era un globo desinflado. La llené con un poco de aire.
—No soy un santo —dije—. Soy sólo un poeta de segunda categoría que ha defendido un caso perdido de hubris. —Encendí un último cigarrillo—. Muy bien —dije al fin—, ¿qué profecía?
—La profecía de Locar —dijo M’Cwyie como si las explicaciones fuesen innecesarias— de que un santo vendría un día del cielo para salvarnos en nuestra última hora, si completábamos todas las danzas de Locar. Derrotaría al Puño de Malann y nos traería la vida.
—¿Cómo?
—Como con Braxa y el ejemplo del templo.
—¿Ejemplo?
—Nos leíste sus palabras, tan grandes como las de Locar. Nos leíste que allá “no hay nada nuevo bajo el sol”. Y te burlaste de esas palabras mientras leías, y nos mostraste algo nuevo. Nunca ha habido rosas en Marte, pero aprenderemos a cultivarlas… Eres el Bufón Sagrado —concluyó M’Cwyie—, el Burlador del Templo que pisó suelo santo.
—Pero votaron “no”.
—Votamos no llevar adelante el plan original, y dejar que Braxa tuviera su hijo.
—Oh. —Se me cayó el cigarrillo de los dedos. Qué poco había entendido yo—. ¿Y Braxa?
—Fue elegida hace ya medio Proceso para que aprendiera las danzas y te esperara.
—Pero dijo que Ontro no me dejaría entrar.
M’Cwyie calló largo rato.
—Braxa nunca creyó en la profecía —dijo al fin—. Escapó temiendo que se cumpliera. Entendió al fin cuando votamos.
—Entonces no me quiere. Nunca me quiso.
—Lo siento, Gallinger. Nunca cumplió esa parte de su deber.
—Su deber —dije inexpresivamente—. Deber, deber, tra-la-lá.
—Me ha pedido que te despida. No quiere verte más —dijo M’Cwyie—. Nunca olvidaremos tus enseñanzas.
—No, no las olviden —dije maquinalmente, comprendiendo de pronto la paradoja que alimenta todos los milagros. Yo no creía una palabra de mi propio evangelio, nunca lo había creído.
Me quedé un rato de pie, inmóvil, y murmuré:
—M’narra.
Salí, a mi último día en Marte.
Te he conquistado, Malann. ¡Y tuya es la victoria! Descansa tranquilo en tu lecho estrellado. Maldito seas.
Dejé allí el jeep y caminé hacia el Aspic, dejando la carga de la vida a tantos pasos detrás de mí. Llegué a mi cabina, cerré la puerta, y me tomé cuarenta y cuatro pastillas somníferas.
Pero cuando desperté estaba en la enfermería, y vivo.
Sentí el latido de los motores mientras me incorporaba lentamente y caminaba de algún modo hacia la ventanilla.
El borroso Marte colgaba allá arriba como un vientre hinchado hasta que al fin se disolvió, desbordó y me corrió por la cara.