Las puertas de su cara,
las lámparas de su boca

Soy un hombre-cebo. Nadie nace hombre-cebo, salvo en una novela francesa donde les pasa a todos. (A decir verdad creo que ese es el título: Todos somos cebo. ¡Pff!) Cómo llegué a eso casi no vale la pena contarlo, y nada tiene que ver con neo-exes, pero los días de la bestia merecen algunas palabras, y aquí están.

Las Tierras Bajas de Venus se extienden entre el pulgar y el índice del continente denominado Manó. Cuando uno llega al Callejón de la Nube el Callejón le lanza a uno su bola negro-plateada sin aviso previo. Uno salta entonces, dentro de ese bolo con cola de fuego en que lo meten, pero las correas le impiden hacer el papel de tonto. Generalmente uno ríe después, pero siempre salta primero.

Luego uno estudia la Mano para conjurar su ilusión, y los dos dedos del medio se convierten en archipiélagos con docenas de anillos mientras que los dedos exteriores se reducen a penínsulas verdigrises; el pulgar es demasiado corto y se enrosca como la cola embrionaria del Cabo de Hornos.

Uno aspira oxígeno puro, suspira quizá, e inicia el largo descenso hacia las Tierras Bajas.

Allí uno es atajado como una pelota de béisbol en la zona de aterrizaje de Línea de la Vida —así llamada por su cercanía al gran delta de la Bahía Oriental—, situada entre la primera península y el “pulgar”. Por un minuto parece que uno fuera a errarle a Línea de la Vida y acabar convertido en mariscos enlatados, pero después —sacudiéndose de encima las metáforas—, uno desciende al abrasado cemento y presenta sus autorizaciones, del volumen de una guía telefónica mediana, al hombre bajo y gordo de gorra gris. Los papeles indican que uno no está sujeto a misteriosas podredumbres internas y etcétera. Entonces el hombre de la gorra le sonríe a uno con una sonrisa baja, gorda y gris, y le señala el vehículo que lo lleva hasta la Zona de Recepción. En la Z. de R. uno se pasa tres días probando que, en efecto, no está sujeto a misteriosas podredumbres internas y etcétera.

Pero el aburrimiento es otra podredumbre. Luego de esos tres días uno generalmente golpea con fuerza Línea de la Vida, que devuelve el cumplido como por reflejo. Ya que los expertos han escrito numerosos volúmenes sobre los efectos del alcohol en atmósferas variables, limitaré mis comentarios a señalar que una buena juerga vale por lo menos una semana, y a menudo justifica estudiarla durante toda la vida.

Hacía ya dos años que yo era un estudiante excepcionalmente promisorio (estrictamente no graduado) : cuando el Agua Brillante cayó a través de nuestro cielo raso de mármol y volcó su gente como blancos en la ciudad.

Pausa. Dice el Almanaque de los Mundos acerca de Línea de la Vida: “… Ciudad portuaria en la costa oriental de Mano. Los empleados de la Agencia de Investigaciones No Terrestres abarcan alrededor del 85% de sus 100.000 pobladores (censo de 2010), Los demás residentes son principalmente personal mantenido por diversas corporaciones industriales dedicadas a investigaciones básicas. Biólogos marinos independientes, ricos aficionados a la pesca y aventureros constituyen el resto de sus habitantes”.

Me volví hacia Mike Dabis, un colega aventurero, y comenté el desastroso estado de la investigación básica.

—Si supieras lo que se murmura no dirías eso.

Hizo una pausa detrás del vaso antes de continuar el lento proceso de tragar, calculado para obtener mi interés y unos cuantos juramentos antes de proseguir.

—Carl —observó finalmente, como quien juega al póquer—, están dando forma a Tensquare.

Podría haberlo golpeado. Podría haberle llenado el vaso de ácido sulfúrico y mirado con alegría cómo se le ennegrecían y agrietaban los labios. En cambio gruñí evasivamente:

—¿Quién es tan tonto como para largar cincuenta mil por día? ¿La AINT?

Mike sacudió la cabeza:

Jean Luharich, la mujer de los lentes de contacto violeta y cincuenta o sesenta dientes perfectos. Tengo entendido que sus ojos son en realidad pardos.

—¿No vende crema facial suficiente?

Mike se encogió de hombros.

—La publicidad hace andar la maquinaria… Empresas Luharich subió dieciséis puntos cuando ella recibió el Trofeo Solar. ¿Alguna vez jugaste al golf en Mercurio?

Lo había hecho, pero lo pasé por alto y seguí insistiendo.

—¿Así que viene aquí con un cheque en blanco y un anzuelo?

—Hoy, en el Agua Brillante —asintió Mike—. Ya debe haber bajado… Se ven muchas cámaras. Quiere un Ikky, con urgencia.

—Hm —dije—. ¿Cuánta urgencia?

—Contrato por sesenta días, Tensquare. Cláusula de prórroga indefinida. Depósito de un millón y medio —recitó.

—Parece que sabes mucho del asunto.

—Estoy en Reclutamiento de Personal… Empresas Luharich me consultó el mes pasado. Es útil beber en los lugares adecuados… O ser dueño de ellos.

Luego sonrió estúpidamente.

Aparté la vista, sorbiendo mi amargo brebaje. A cabo de un rato tragué varias cosas y le pregunté Mike lo que él esperaba que le preguntara, exponiéndome a su sermón mensual sobre la templanza.

—Me dijeron que tratara de conseguirte —mencionó—. ¿Cuándo navegaste por última vez?

—Hace un mes y medio, en el Corning.

—Poca cosa —resopló—. ¿Cuándo estuviste abajo, en persona?

—Hace un tiempo.

—Más de un año, ¿verdad? ¿Aquella vez que te hirió la hélice, bajo el Delfín?

Me volví hacia él.

—La semana pasada estuve en el río, en Agleford; allí donde las corrientes son fuertes. Todavía me las arreglo.

—Sobrio —agregó él.

—Así me mantendría en un trabajo como este —dije.

Mike asintió con la cabeza, desconfiado.

—Tarifa sindical… Pago triple por circunstancias extraordinarias —relató—. Preséntate en el Hangar Dieciséis con tu equipo el viernes por la mañana, a las cinco. Salimos el sábado al amanecer.

—¿Tú también vas?

—También.

—¿Por qué?

—Por el dinero.

—No te creo.

—El bar no anda muy bien y mi chica necesita visones nuevos.

—Repito…

—… Además quiero alejarme de mi chica, renovar mi contacto con lo fundamental: aire puro, ejercicio, ganar dinero…

—Está bien, perdona que te lo haya preguntado.

Le serví un trago concentrándome en H2 SO4, pero no hubo transmutación. Por último conseguí emborracharlo y salí a la noche, a caminar y pensar un poco.

En los últimos cinco años se habían hecho unos doce intentos serios de atrapar al Ichthyform Leviosaurus Levianthus, conocido en general como “Ikky”. Cuando avistaron a Ikky por primera vez, emplearon las técnicas usadas para pescar ballenas. Esas técnicas resultaron estériles o desastrosas, e inauguraron entonces un nuevo procedimiento. Tensquare fue construido por un rico deportista llamado Michael Jandt, que invirtió en el proyecto toda su fortuna.

Luego de un año en el Océano Oriental, Jandt volvió para presentarse en bancarrota. Entonces Carlton Davits, un playboy aficionado a la pesca, compró la enorme embarcación y partió en busca del paraje donde desovaba Ikky, Al decimonoveno día de expedición logró arponear la presa y perdió ciento cincuenta mil dólares de equipo no probado junto con un Ichthyform Levianthus. Doce días más tarde, utilizando cables triplicados enganchó, narcotizó y comenzó a izar la enorme bestia. Entonces la bestia despertó, destruyó una torre de control, mató a seis hombres y causó desastres generales en la mitad del Tensquare. Carlton quedó con hemiplejia parcial y una demanda propia por quiebra. Desapareció en la atmósfera portuaria y Tensquare cambió de dueño cuatro veces más, con resultados menos espectaculares, pero igualmente costosos.

Finalmente, la enorme embarcación, construida para un único propósito, fue adquirida en remate por la AINT para “investigaciones marinas”. Lloyd’s sigue negándose a asegurarla, y toda la investigación marina en que ha participado es uno que otro viaje, a cincuenta mil dólares diarios de alquiler, con gente ansiosa de contar relatos de pesca del Leviatán. Fui hombre-cebo en tres de esos viajes, y en dos ocasiones estuve tan cerca de Ikky que pude contarle los colmillos. Por motivos personales quiero uno de esos colmillos para mostrárselo a mis nietos.

Me volví hacia la zona de aterrizaje y resolví una resolución.

—Me necesitas para color local, muchacha. Quedar bien en las crónicas periodísticas y demás. Pero entiende esto… si alguien atrapa un Ikky seré yo. Lo prometo.

Me detuve en la Plaza desierta. Las brumosas torres de Línea de la Vida compartían sus nieblas.

Por sobre Línea de la Vida el declive occidental que era costa unas eras atrás, se extiende hasta sesenta kilómetros tierra adentro en algunos sitios. Aunque su ángulo de ascenso no es grande, alcanza una elevación de varios cientos de metros antes de encontrarse con la cordillera que nos separa de las Tierras Altas. Unos seis kilómetros hacia el interior, y ciento cincuenta metros más arriba de Línea de la Vida, están situadas casi todas tas pistas de aterrizaje y hangares privados. En el Hangar Dieciséis se aloja el Taxi Aéreo de Cal, un servicio de traslado de la costa a la nave. No me gusta Cal, pero no lo vi por allí cuando bajé del ómnibus y saludé a un mecánico.

Dos saltadores tironeaban del cemento, impacientes bajo sus halos voladores. Steve trabajaba en uno que eructaba profundamente dentro del carburador y se estremecía espasmódicamente.

—¿Le duele la panza? —pregunté.

—Sí, tiene gases e indigestión.

Steve movió tornillos de presión hasta lograr un zumbido uniforme.

—¿Partes? —me preguntó luego.

Yo asentí.

—Tensquare. Cosméticos. Monstruos. Cosas así.

Pestañeó mirando los faros y se frotó las pecas. La temperatura era de unos siete grados centígrados bajo cero, pero arriba los arañiles reflectores servían para dos cosas.

—Luharich —murmuró—. Entonces eres … Unos tipos quieren verte.

—¿Para qué?

—Cámaras. Micrófonos. Cosas así.

—Será mejor que cargue mis pertrechos. ¿En cuál voy?

Steve señaló con el destornillador el otro aparato.

—En ese. De paso, ya te están filmando en videotape. Querían filmar tu llegada.

Steve echó a andar hacia el hangar, se volvió.

—Sonríe. Más tarde tomarán los primeros planos.

No sonreí, exactamente. Sin duda usaban teleobjetivos y pudieron leer mis labios, porque nunca exhibieron esa parte de la filmación.

Tiré las cosas atrás, me instalé en un asiento de pasajero y encendí un cigarrillo. Cinco minutos más tarde Cal en persona salió de su oficina con aire de tener frío. Se acercó, golpeó el costado del saltador y señaló el hangar con un dedo.

—¡Te buscan allá! —gritó, haciendo bocina con las manos—. ¡Una entrevista!

—¡El espectáculo terminó! —grité en respuesta—. ¡Si no, que se busquen otro hombre-cebo!

Los ojos de Cal, pardos como la herrumbre, se transformaron en cabezas de clavos bajo cejas rubias, y su mirada en un puñal. Luego se volvió bruscamente y se alejó con rapidez. Me pregunté cuánto le habrían pagado para que los dejase entrar en su hangar y usar la energía de su generador.

Conociendo a Cal supongo que bastante. De cualquier modo Cal nunca me gustó.

Venus de noche es un campo de negras aguas. En las costas nunca se distingue dónde termina el mar y comienza el cielo. Cuando amanece es como si se echara leche en un tintero. Primero hay unos errantes cuajos blancos; después franjas ondulantes. Coloreemos el frasco hasta lograr un coloide gris, luego miremos cómo blanquea. De pronto tenemos el día. Entonces comencemos a calentar la mezcla.

Mientras volábamos sobre la bahía tuve que quitarme la chaqueta. A nuestras espaldas, la línea de los edificios contra el cielo parecían estar bajo el agua, por el modo en que “ondeaba y ondulaba bajo la lluvia caliente. En un saltador caben cuatro personas (cinco, si se quiere transgredir un poco los reglamentos y subestimar el peso), o tres pasajeros con la clase de equipo que usa un hombre-cebo. Pero yo era el único pasajero, y el piloto era como su máquina: canturreaba sin hacer ruidos innecesarios. Línea de la Vida dio un salto mortal y se evaporó en el espejo retrovisor casi en el mismo instante en que Tensquare quebró el horizonte delantero. El piloto dejó de canturrear y meneó la cabeza.

Me asomé. En mi interior las sensaciones jugaban al sube y baja. Conocía esa nave enorme hasta el último centímetro, pero los sentimientos que uno dio por sentados alguna vez cambian cuando su origen está lejos. Sinceramente había tenido mis dudas de volver a poner pie en aquella mole. Pero ahora casi podía creer en la predestinación. ¡Allí estaba!

Un barco que parecía un campo de fútbol de diez cuadras. Movido por energía atómica. Chato como un panqueque, salvo las ampollas plásticas en el medio y las “Torres” en proa y popa, babor y estribor.

Las “Torres” recibieron ese nombre por estar situadas en las esquinas; y pueden funcionar juntas de a dos para izar, dando potencia a los arpo-garfios. Estos, mitad arpón y mitad garfio, pueden levantar pesos enormes casi hasta el nivel del agua; pero su diseñador se había propuesto una sola cosa, lo cual explica la parte de arpón. En el nivel del agua el Deslizador tiene que aplicar elevación de dos a tres metros hasta que los arpo-garfios estén en posición de empujar hacia arriba más que de tirar.

El Deslizador es, en esencia, una habitación móvil; una gran caja que puede moverse por cualquiera de las entrecruzadas ranuras del Tensquare y “anclar” del lado necesario mediante una potente unión electromagnética. Sus cabrestantes pueden remolcar un acorazado la distancia necesaria sin que el Deslizador se suelte, aunque se incline toda la embarcación, lo cual da una idea de la fuerza de esa unión.

El Deslizador contiene un indicador de control operado por secciones que es el carrete de pescar más refinado que se haya diseñado jamás. Extrae energía radio transmitida del generador junto a la ampolla central y está conectado por onda corta con el cuarto de sonar, donde los movimientos de la presa son registrados y repetidos al pescador sentado ante el control seccional.

Es posible que el pescador lance sus “líneas” durante horas, días incluso, sin ver otra cosa que metal y un perfil en la pantalla. Recién cuando la bestia es arpo-garfiada y la repisa extensora, situada cuatro metros por debajo de la línea del agua, sale como punto de sustentación y comienza a ayudar a los cabrestantes, recién entonces el pescador ve a su presa que se alza ante él como un Serafín caído. En ese momento, como lo aprendió Davits, uno mira dentro del Abismo y debe actuar. Él no lo hizo, y cien metros de inimaginable tonelaje, seminarcolizado y dolorido, rompió los cables del cabrestante, arrancó un arpo-garfio y se paseó durante medio minuto sobre el Tensquare.

Dimos vueltas hasta que la bandera mecánica advirtió nuestra presencia y nos hizo señas de que bajáramos. Aterrizamos junto a la escotilla de personal; yo arrojé al suelo mis pertrechos y salté a cubierta.

—Buena suerte —me gritó el piloto cuando se cerró la portezuela. Luego se elevó bailando al aire, y con un chasquido la bandera volvió a quedar en punto neutro.

Me eché al hombro mis cosas y bajé.

Al presentarme ante Malvern, el capitán de facto, me enteré de que casi todos los demás tardarían por lo menos ocho horas en llegar. Habían querido que llegara solo al hangar de Cal para poder montar la filmación publicitaria según los cánones cinematográficos del siglo veinte.

Cuadro inicial: un campo de aterrizaje, oscuro. Un mecánico que aguijonea un saltador recalcitrante. Toma en nítidovisión de ómnibus que llega lentamente. Un hombre-cebo con ropas gruesas desciende, mira a su alrededor, atraviesa la pista cojeando. Primer plano: sonríe. Comienza el diálogo: “¿Cree que será esta vez? ¿Que lo atraparán ahora?” Turbación, taciturnidad, un encogimiento de hombros. Doblaje de algo. “Comprendo. ¿Y por qué cree que la señorita Luharich tiene mejores posibilidades que cualquiera de los demás? ¿Acaso porque está mejor equipada? [Sonrisa]. ¿Porque ahora se sabe más sobre las costumbres del animal que las otras veces cuando usted salió a buscarlo? ¿O porque ella desea triunfar, ser la vencedora? ¿Es por alguna de estas cosas, o por todas?” Respuesta: “Sí, por todas”. “¿Por eso aceptó trabajar para ella? ¿Porque sus instintos le dicen que será esta vez?” Respuesta: “Ella paga la tarifa sindical. Yo no podría alquilar esa maldita nave… Y quiero participar”. Borrado. Doblaje de alguna otra cosa. La imagen desaparece lentamente mientras el hombre-cebo camina hacia el saltador, etcétera.

Dije algo irrepetible y fui a pasearme solo por la nave.

Subí a cada Torre, probando los controles y los video-ojos submarinos. Después hice subir el ascensor principal.

Malvern no ponía objeciones a que yo probara así los aparatos. Al contrario, me alentaba. No era la primera vez que navegábamos juntos, y en otra época nuestra situación había sido a la inversa. Por eso no me sorprendió cuando, al salir del ascensor en la Cámara Hopkins, lo encontré esperándome: Durante los diez minutos siguientes inspeccionamos el vasto salón en silencio, recorriendo los compartimentos de aduja de cobre que pronto serían el Ártico.

Por último Malvern palmeó una pared.

—Bueno, ¿la llenaremos?

Sacudí la cabeza.

—Me gustaría, pero lo dudo. Me importa un bledo quién se lleva el mérito de la pesca, mientras yo tome parte en ella… Pero no va a pasar nada. Esa mujer es una egomaníaca. Querrá operar el Deslizador, y no puede.

—¿La viste alguna vez?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Hace cuatro o cinco años.

—Entonces era una niña. ¿Cómo sabes lo que puede hacer ahora?

—Lo sé. Ahora se habrá aprendido todos los interruptores y paneles. Conocerá al dedillo toda la teoría. Pero ¿recuerdas cuando estábamos juntos en la Torre de estribor e Ikky brotó del agua como una marsopa?

—¿Cómo podría olvidarlo?

—¿Y?

Malvern se frotó la barbilla de esmeril.

—Tal vez ella pueda hacerlo, Carl. Ha competido en carreras de barcos antorcha y buceado en aguas peligrosas. —Miró hacia la Mano invisible—. Y también ha cazado en las Tierras Altas. Quizá sea lo bastante decidida como para llevarse ese horror a la falda sin pestañear… ya que Johns Hopkins endosa la cuenta y paga siete cifras por el cuerpo —añadió—. Eso es dinero, incluso para una Luharich.

Me agaché al pasar por una escotilla.

—Puede que tengas razón, pero cuando la conocí era una bruja rica. Y no era rubia —agregué con desprecio.

Malvern bostezó.

—Vamos a desayunar —dijo.

Fuimos a desayunar.

Cuando yo era joven creía que pertenecer a la fauna marina era lo mejor que la Naturaleza podía deparar. Crecí en la costa del Pacífico y pasé mis veranos en el Golfo o en el Mediterráneo. Viví meses de mi vida entre corales, fotografiando a moradores de fosos y jugando con delfines. Pesqué en todos los sitios donde hubiera peces, resentido por el hecho de que ellos pudieran llegar a donde yo no puedo. Cuando crecí quise peces más grandes, y no conocía nada vivo, salvo una secoya, de mayor tamaño que Ikky. Eso es parte de la cuestión…

Puse dos panes más en una bolsa de papel y llené un termos con café. Luego, disculpándome, salí de la cocina y fui hasta el amarradero del Deslizador… Estaba tal como lo recordaba. Moví algunos interruptores y la radio de onda corta zumbó.

—¿Eres tú, Carl?

—El mismo, Mike. Envíame un poco de energía, rata traicionera.

Lo pensó un poco; luego sentí que el casco vibraba, al funcionar los generadores. Me serví la tercera taza de café y busqué un cigarrillo.

—¿Y por qué soy una rata traicionera esta vez? —se oyó de nuevo la voz de Mike.

—¿Sabías lo de los camarógrafos en el Hangar Dieciséis?

—Sí.

—Entonces eres una rata traicionera. Lo que menos quiero es publicidad. “Pese a los muchos errores cometidos antes, se dispone noblemente a intentarlo otra vez”. Ya me parece leerlo.

—Te equivocas. La luz del reflector alcanza para una sola persona, y ella es más hermosa que tú.

Mi comentario siguiente no se oyó porque moví la llave que ponía en funcionamiento el ascensor y las orejas de elefante aletearon por encima mío. Subí hasta quedar a ras de cubierta. Replegando el riel lateral me adelanté por la ranura. En medio de la nave me detuve en una juntura, bajé el lateral y replegué el riel longitudinal.

Me deslicé hacia estribor, entre las Torres: me detuve y puse el enganche.

No había derramado una gota de café.

—Quiero ver el cuadro.

La pantalla brillaba. Hice unos ajustes y llegaron imágenes del fondo del océano.

—Esta bien.

Moví el interruptor de Situación Azul y él lo confirmó. La luz siguió encendida.

El cabrestante se destrabó. Apunté sobre las aguas, extendí el brazo y disparé una línea.

—Bien hecho —comentó Mike.

—Situación Rojo. Preparar el arpón. —Moví una palmea.

—Situación Rojo.

Con esto, el hombre-cebo estaría en marcha, para hacer tentadoras las púas.

No es exactamente un anzuelo de pesca. Los cables llevan caños huecos, que transportan droga suficiente para cualquier ejército de drogadictos; Ikky muerde el cebo, mecido ante él por control remoto, y el pescador le clava las púas.

Moví las manos sobre la consola, haciendo los ajustes necesarios. Consulté la aguja que indicaba el contenido del tanque de narcótico: vacío. Muy bien; no lo habían llenado aún. Apreté el botón del inyector.

—En el gaznate —murmuró Mike.

Solté los cables. Jugué con la bestia imaginaria. La dejé correr, haciendo oscilar el cabrestante para simular sus sacudidas.

Aun con aire acondicionado y sin camisa, el calor me incomodaba; por eso supe que la mañana había pasado ya el mediodía. Apenas advertía las llegadas y partidas de los saltadores. Algunos de los tripulantes, sentados a la “sombra” de las puertas que yo había dejado abiertas, presenciaban la operación. No vi llegar a Jean; de lo contrario habría puesto fin a la sesión y bajado.

Jean interrumpió mi concentración cerrando la puerta con violencia suficiente para desprender el cabrestante.

—¿Quiere decirme quién lo autorizó a subir el Deslizador? —preguntó.

—Nadie —contesté—. Ya lo bajo.

—Apártese.

Me aparté y ella ocupó mi asiento. Vestía pantalones marrones y una camisa holgada, y tenía el cabello recogido de manera práctica. Sus mejillas estaban encendidas, aunque no necesariamente por el calor. Atacó el panel con una intensidad casi cómica, que me resultó inquietante.

—Situación Azul —dijo en tono cortante, quebrándose una uña violeta sobre la palanca.

Fingí un bostezo y me abotoné la camisa con lentitud. Ella me echó una mirada de reojo, consultó los registros y lanzó una línea.

Mientras yo comprobaba la dirección en la pantalla, se volvió hacia mí un segundo.

—Situación Rojo —dijo en tono normal.

Yo asentí con la cabeza.

Ella movió el cabrestante de costado para demostrar que sabía hacerlo. Yo no dudaba de que ella sabía, y ella no dudaba de que yo no lo dudara, pero…

—En caso de que lo haya pensado —dijo—, sepa que ni siquiera se acercará a este aparato. Fue contratado como hombre-cebo, ¿recuerda? ¡No como operador del Deslizador! ¡Como hombre-cebo! Sus obligaciones consisten en salir nadando a preparar la mesa para nuestro amigo el monstruo. Es peligroso, pero se le paga bien. ¿Alguna pregunta?

Apretó con violencia el botón del inyector y yo me froté la garganta.

—Ninguna —sonreí—, pero estoy capacitado para manejar ese enredijo… y si me necesita estaré disponible, a la tarifa sindical.

—Señor Davits, no quiero que ningún perdedor maneje este panel.

—Señorita Luharich, en este juego nunca hubo ganador.

Comenzó a enrollar el cable interrumpiendo la unión al mismo tiempo, de modo que el Deslizador entero se sacudió al volver el gran yo-yo. Patinamos un poco hacia atrás. Ella elevó los laterales y regresamos velozmente por la ranura. Disminuyendo la velocidad, cambió de rieles y nos detuvimos con estrépito y violencia antes de lanzamos en ángulo recto. La tripulación se apartó de la escotilla precipitadamente mientras calzábamos en el ascensor.

—En el futuro, señor Davits, no entre en el Deslizador sin que se le ordene —me dijo.

—No se preocupe. No entraré ni siquiera si me lo ordenan —contesté—. Me contrataron como hombre-cebo, ¿recuerda? Si quiere verme aquí tendrá que pedírmelo.

—Cualquier día —sonrió.

Yo asentí mientras las puertas se cerraban sobre nosotros. Cuando el deslizador se detuvo en su amarradero dejamos el tema y partimos en nuestras opuestas direcciones. Pero ella dijo “buen día” en respuesta a mi risa burlona, lo cual, pensé, evidenciaba buena educación además de audacia.

Más tarde, esa noche, Mike y yo cargamos nuestras; pipas en la cabina de Malvern. Los vientos agitaban olas, y arriba un constante golpeteo de lluvia y granizo convertía a la cubierta en un tejado de cinc.

—Qué porquería —sugirió Malvern.

Yo moví la cabeza asintiendo. Después de dos whiskies la pieza se había convertido en un grabado familiar, con sus muebles de caoba (que yo, por un capricho, había transportado desde la tierra hacía mucho tiempo) y las paredes oscuras, el rostro curtido de Malvern y la expresión perpetuamente desconcertada de Dabis, entre los grandes charcos de sombra que arrojaba la pequeña lámpara de mesa más allá de las sillas y sobre los rincones: todo eso visto a través de un cristal pardo.

—Me alegro de estar aquí.

—¿Cómo es allá abajo en una noche como esta?

Lancé una bocanada de humo pensando en mi luz al atravesar las entrañas de un diamante negro, levemente sacudido. El dardo-meteoro de un pez súbitamente iluminado, el balanceo de grotescos helechos, como nebulosas —sombra, después verde, después nada—, flotaron un instante atravesando mi mente. Supongo que así debería sentirse una nave espacial, si una nave espacial pudiera sentir, al cruzar entre mundos… y un silencio espectral, preternatural, y una tranquilidad hipnótica.

—Oscuro —dije—, y no muy agitado después de unas cuantas brazas.

—Ocho horas más y partimos —comentó Mike.

—En diez o doce días tendríamos que llegar —señaló Malvern.

—¿Qué estará haciendo Ikky?

—Durmiendo en el fondo con la señora Ikky, si tiene alguna inteligencia.

—No la tiene. He visto el esqueleto armado por la AINT basándose en los huesos hallados en la superficie…

—Todos lo hemos visto.

—… Con toda la carne debe de tener más de cien metros de largo, ¿verdad, Carl?

Yo asentí.

—… Pero poca caja cerebral para ese tamaño.

—Es lo bastante listo como para evitar que lo cacemos.

Risas, porque en realidad sólo existe esta habitación. El mundo exterior es una cubierta desolada, donde tamborilea la cellisca. Nos reclinamos y hacemos nubes de humo.

—La patrona no aprueba que se pesque con mosca sin autorización.

—La patrona puede irse al mismo demonio.

—¿Qué dijo allá?

—Me dijo que mi lugar es en el fondo, junto con los excrementos de peces.

—¿No vas a manejar el Deslizador?

—Seré hombre-cebo.

—Ya veremos.

—No haré otra cosa. Si quiere un maquinista para el Deslizador tendrá que pedirlo con amabilidad.

—¿Crees que tendrá que hacerlo?

—Creo.

—Y si lo hace, ¿podrás manejarlo?

—Buena pregunta —repuse, lanzando bocanadas de humo—. Pero no sé la respuesta.

Convertiría mi alma en sociedad anónima y cambiaría el cuarenta por ciento de las acciones por la respuesta. Daría dos o tres años de mi vida por la respuesta. Pero no parece haber una rueda de interesados sobrenaturales, porque nadie sabe. ¿Y si cuando lleguemos la suerte nos acompaña y encontramos un Ikky? ¿Si conseguimos cebarlo y rodearlo con cables? ¿Entonces, qué? Si lo subimos al barco, ¿ella resistirá o cederá? ¿Y si tiene pasta más firme qué Davits, que solía cazar tiburones con pistolas de aire cargadas con dardos envenenados? ¿Si ella lo atrapa y Davits tiene que estarse allí quieto como un extra de video?

Peor aún: ¿si pide ayuda a Davits y éste sigue allá como un extra de video o como otra cosa… por ejemplo una encarnación de la cobardía llamada Terror?

Fue entonces cuando lo tuve por sobre los tres metros de horizonte de acero, y vi todo ese cuerpo que si alzaba y seguía alzándose hasta perderse de vista como una verde cordillera… Y esa cabeza. Pequeña para el cuerpo, pero inmensa de todos modos. Gorda, escarpada, con ruletas sin párpados que habían girado rojas y negras desde antes de que mis antepasados decidieran probar en el Nuevo Continente. Y sacudiéndose.

Habían conectado otros narcotanques. Hacía falta otra descarga, y rápido. Pero yo estaba paralizado.

La bestia había hecho un ruido como Dios tocando un órgano Hammond…

¡Y me miraba!

No sé si ver es el mismo proceso para ojos así. Lo dudo. Tal vez yo no fuera más que un borrón gris tras una roca negra, con el reflejo del cielo lastimándole las pupilas. Pero fijó la mirada en mí. Tal vez la serpiente; no paraliza realmente al conejo; tal vez se trate simplemente de que los conejos son cobardes por naturaleza: Pero comenzó a forcejear y yo seguía sin poder moverme, fascinado.

Fascinado por tanta potencia, por esos ojos, allí me encontraron quince minutos más tarde, la cabeza y los hombros un poco rotos, el botón del inyector sin oprimir aún.

Y sueño con esos ojos. Quiero volver a enfrentarlos; una vez más, aunque tarde una eternidad en encontrarlos. Necesito saber si dentro de mí hay algo que me distinga de un conejo, de láminas dentadas donde están marcados los reflejos e instintos y que siempre se abren exactamente de igual modo cuando se marca la combinación adecuada.

Bajé la vista y noté que me temblaban las manos. Levanté la vista y noté que nadie más lo notaba.

Vacié la copa y fumé la pipa. Era tarde y no cantaba ningún pájaro cantor.

Yo iba sentado, con las piernas colgando sobre la borda de popa, tallando un trozo de madera, y las astillas caían girando sobre nuestra estela. Tres días de viaje y nada.

—¡Oiga!

—¿Yo?

—Usted.

Cabello como el extremo del arco iris, ojos como no existían en la naturaleza, dientes hermosos.

—Hola.

—Hay una regla de seguridad contra lo que usted está haciendo, ¿sabe?

—Sé. Me tuvo preocupado toda la mañana.

Un delicado rizo trepó por mi cuchillo, y luego se quedó flotando allá atrás. Se detuvo en la espuma y se hundió. Yo miré el reflejo de ella en la hoja, deleitándome en secreto por la distorsión.

—¿Me está poniendo un cebo? —preguntó ella finalmente.

Entonces oí que se reía y me volví, sabiendo que había sido intencional.

—¿Quién, yo?

—Podría empujarlo desde ahí con mucha facilidad.

—Volvería.

—¿Y después me empujaría usted… tal vez alguna noche oscura?

—Todas son oscuras, señorita Luharich. No; preferiría regalarle la talla.

Entonces se sentó a mi lado, y no pude dejar de notar los hoyuelos en sus rodillas. Vestía shorts blancos y una blusa sin mangas, y aún lucía un tostado de otro mundo que era terriblemente atractivo. Casi sentí una punzada de remordimiento por haber planeado toda esa escena, pero seguí ocultándole con la mano derecha el animal de madera.

—Está bien, picaré el anzuelo. ¿Qué tienes para mí?

—Un segundo… Está casi terminado.

Solemnemente le entregué el asno de madera que había estado tallando. Me sentía un poco arrepentido levemente asno yo también, pero tuve que seguir hasta el final; siempre lo hago. Tenía la boca abierta en mueca de un rebuzno, y las orejas erguidas.

Ella no sonrió ni arrugó el entrecejo; se limitó a estudiarlo.

—Está muy bien —dijo por último—, como casi todo lo que haces… y tal vez sea adecuado.

—Dámelo —extendí la mano.

Cuando me lo devolvió lo arrojé al agua, donde meció un momento como un caballo marino pigmeo.

—¿Por qué hiciste eso?

—Fue una broma estúpida. Lo siento.

—Sin embargo, acaso tengas razón… Quizá esta vez el bocado sea demasiado grande para mí.

Lancé un bufido.

—Entonces, ¿por qué no haces algo más seguro, otra carrera, por ejemplo?

Sacudió su extremo del arco iris.

—No. Tiene que ser un Ikky.

—¿Por qué?

—¿Por qué deseaste tanto uno que derrochaste una fortuna?

—Por razones de hombre —repuse—. Un analista expulsado de su profesión, que celebraba sesiones ilegal de terapia en el sótano, me dijo una vez: “Señor Davits, usted necesita reforzar la imagen de su masculinidad atrapando un pez de cada especie existente”. Ya sabes que los peces son un símbolo de masculinidad muy antiguo. Entonces me dediqué a eso. Todavía falta uno. Y tú, ¿por qué quieres reforzar tu masculinidad?

—No, yo no quiero reforzar otra cosa que las Empresas Luharich —repuso ella—. Mi jefe de estadísticas me dijo una vez: “Señorita Luharich, si usted vende toda la crema y polvo facial del Sistema será una muchacha feliz, y además rica”. Y tenía razón. Soy la prueba. Puedo tener este aspecto y hacer cualquier cosa, y vendo la mayor parte del lápiz labial y polvo facial del Sistema… pero tengo que poder hacer cualquier cosa.

—Es cierto que se te ve fría y eficiente —comenté.

—No me siento fría —dijo, levantándose—. Vamos a nadar.

—¿Puedo señalar que vamos bastante rápido?

—Si quieres señalar lo obvio, puedes. Dijiste que eras capaz de volver al barco sin ayuda. ¿Cambiaste de opinión?

—No…

—Entonces vamos a buscar dos equipos de buceo y te juego una carrera por debajo de Tensquare. Y te ganaré —agregó.

Me puse de pie y la miré desde arriba, porque eso suele hacerme sentir superior a las mujeres.

—Hija de Lir, ojos de Picasso —dije—, tendrás tu carrera. Espérame dentro de diez minutos en la Torre delantera de estribor.

—Diez minutos —aceptó.

Y fueron diez minutos. Desde la ampolla central basta la Torre tardé quizá dos, con la carga que llevaba. Se me calentaron mucho las sandalias, y me alegré de poder cambiármelas por aletas cuando llegué al fresco relativo de la esquina.

Nos pasamos correas y acomodamos nuestros equipos. Ella se había puesto una breve malla verde, de una pieza, que me hizo tapar los ojos y apartar la vista, y luego volver a mirarla.

Amarré una escalera de sogas y la arrojé por el costado. Después golpeé la pared de la Torre.

—¿Qué hay?

—¿Hablaste con la Torre de babor, en la proa? —pregunté.

—Ya están preparados —llegó la respuesta—. En extremo hay muchas escaleras y cuerdas.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó el tipejo tostado por el sol llamado Anderson que era su agente de publicidad.

Anderson, sentado junto a la Torre en un sillón sorbía limonada con una pajita.

—Podría ser peligroso —observó con la boca hundida. (Tenía los dientes al lado, en otro vaso).

—Así es —sonrió ella—. Será peligroso. Pero no demasiado.

—Entonces déjame tomar algunas fotos. Llegarán a Línea de la Vida en una hora, y esta noche estarán en Nueva York. Buena publicidad.

—No —dijo ella, dándonos la espalda a los dos llevándose las manos a los ojos—. Toma, guarda esto.

Le entregó a Anderson una caja con su ceguera, cuando se volvió hacia mí eran pardos, tal como lo recordaba.

—¿Listo?

—No —dije con voz tensa—. Escúchame con atención Jean… Para jugar este juego hay algunas reglas. Primero —conté— como vamos a estar directamente bajo casco tenemos que empezar hondo y no detenernos, chocamos con el fondo podríamos romper un tanque de aire…

Jean empezó a protestar que cualquier idiota lo sabía, pero la interrumpí.

—Segundo —continué—, no habrá mucha luz, de modo que no nos separaremos y los dos llevaremos linternas.

Sus ojos húmedos relampaguearon.

—Yo te saqué de Govino sin… —Entonces calló, se apartó y tomó una lámpara—. Está bien. Linternas. Disculpa.

—… Y cuidado con las hélices —concluí—. Habrá corrientes fuertes por lo menos hasta cincuenta metros detrás de ellas.

Volvió a secarse los ojos y ajustó la máscara.

—Bueno, vamos.

Fuimos.

Ante mi insistencia ella abrió la marcha. La capa superficial era agradablemente cálida. A dos brazas, el agua era reconfortante; a cinco, bien fría. A ocho soltamos la oscilante escalera y partimos con un envión. Tensquare avanzaba velozmente y nosotros corríamos en dirección opuesta, tatuando el casco de amarillo a intervalos de diez segundos.

El casco seguía donde debía estar, pero nosotros continuábamos nadando como dos satélites del lado nocturno. Periódicamente yo le rozaba las patas de rana con mi luz y le iluminaba las antenas de burbujas. Me llevaba unos cinco metros de ventaja, y eso estaba bien; le ganaría en el último tramo, pero aún no podía dejarla quedar atrás.

Debajo de nosotros, negrura. Inmensa. Honda. El Mindanao de Venus, donde tal vez algún día la eternidad permitiera a los muertos descansar en ciudades de peces sin nombre. Giré la cabeza y toqué el casco con un tentáculo de luz; así supe que habíamos recorrido más o menos un cuarto del camino.

Cuando ella aceleró sus brazadas, intensifiqué el ritmo, y disminuí la distancia que ella había aumentado bruscamente en un par de metros. Aceleró de nuevo; yo también, iluminándola con la linterna.

Al volverse, la luz se le reflejó en la máscara. Nunca supe si estaba sonriendo. Es probable. Levantó dos dedos en una V de victoria y luego se lanzó adelante a toda velocidad.

Debí haberme dado cuenta. Debí haberlo sentido venir. Para ella eso era una carrera, algo más que ganar. ¡Y al demonio con el peligro!

Entonces puse todo mi esfuerzo. En el agua no tiemblo. O si tiemblo no importa, y no lo noto. Comencé a cerrar de nuevo la brecha.

Ella miraba hacia atrás, aceleraba, miraba hacia atrás. Cada vez que miraba la distancia era menor, que la reduje a los cinco metros iniciales.

Entonces hizo funcionar los propulsores.

Eso era lo que yo temía. Estábamos más o menos por la mitad y no debió haberlo hecho. Esos potentes chorros de aire comprimido podían fácilmente lanzar hacia arriba, contra el casco, o arrancar algo si ella dejaba que su cuerpo se torciera. Se los usa sobre todo para zafarse de plantas marinas o resistir corrientes peligrosas. Yo quise llevarlos como medida de seguridad, a causa de los grandes molinos que succionaban arrastraban desde atrás.

Jean salió disparada como un meteorito, y yo sentí un súbito cosquilleo de transpiración que brotaba encontrándose y mezclándose con las aguas revueltas.

Nadé velozmente, pero no quería usar mis propulsores, y ella triplicó, cuadruplicó el margen.

Los chorros de aire cesaron y ella seguía en ruta. Bueno, yo era un viejo timorato. Ella podía haberse equivocado dirigiéndose hacia arriba.

Hendiendo el mar, comencé a recuperar distancia de a medio metro por vez. Ya no podría alcanzarla ni ganarle, pero llegaría a las sogas antes de que ella pisara cubierta.

Entonces los imanes giratorios comenzaron a lanzar su insistente llamado, y ella vaciló. Aun a esa distancia la succión era terriblemente potente. El llamado de la picadora de carne.

Una vez me había rozado uno, bajo el Delfín, barco pesquero de clase media. Es cierto que había bebido, pero también era un día difícil, y el aparato había sido puesto en marcha prematuramente. Por suerte, también lo detuvieron a tiempo, y con un tendón reparado todo quedó como nuevo, salvo en el cuaderno de bitácora donde se mencionaba solamente que yo había bebido. Nada se decía de que fue en horas libres, cuando tenía derecho a hacer lo que me daba la gana.

Ella había reducido la velocidad a la mitad, pero seguía moviéndose en diagonal hacia babor, esquina de popa. Yo mismo comencé a sentir la atracción y tuve que aminorar la marcha, Jean había logrado pasar la hélice principal, pero parecía estar demasiado atrás. Bajo el agua es difícil calcular distancias, pero cada rojo latido del tiempo confirmaba mis temores. Estaba fuera de peligro respecto de la hélice principal, pero la más pequeña, de babor, situada unos ochenta metras hacia adentro, ya no era una amenaza sino una certidumbre.

Ahora había dado vuelta y se esforzaba por alejarse de esa hélice. Veinte metros nos separaban. Ella estaba inmóvil. Quince.

Lentamente comenzó a flotar hacia atrás. Hice funcionar mis propulsores, apuntando dos metros detrás de ella y unos veinte detrás de las paletas.

¡Línearrecta! ¡Graciasadios! Tomándola por la cintura, un caño en el hombro ¡NADOCONFURIA! máscaraquebrada, pero no rota. ¡Y SUBO!

Nos tomamos de una soga y recuerdo brandy.

En la cuna mecida sin cesar escupo, paseándome con lentitud. Esta noche insomnio, y dolor en el hombro izquierdo otra vez, por eso no me importa la lluvia: el reumatismo se cura. Bien estúpido. Lo que dije. Envueltos en mantas y temblando de frío. Ella: “Carl, no puedo decirlo”. Yo: “Entonces quedamos a mano por aquella noche en Govino, señorita Luharich, ¿eh? ” Ella: Nada. Yo: “¿Hay más de ese coñac?” Ella: “Dame otro a mí también”. Yo: ruido de beber. Duró apenas tres meses. No hubo asignaciones por divorcio. Mucho dinero por ambos lados. No sé con seguridad si fueron felices o no. El Egeo, oscuro como el vino. Buena pesca. Tal vez él debió pasar más tiempo en tierra. O tal vez ella no debió hacerlo. Aunque era buena nadadora. Lo arrastró hasta Vido para exprimirle el agua de los pulmones. Jóvenes. Los dos. Fuertes. Los dos. Ricos y consentidos como el diablo. Idem. Corfú debió acercarlos más. No fue así. En mi opinión eso de la crueldad mental fue una falsedad. Él quería ir a Canadá. Ella: “¡Vete al infierno si quieres!” Él: “¿Vendrás conmigo?” Ella: “No”. Pero fue, de todos modos. A muchos infiernos. Costosos. Él perdió un monstruo o dos. Ella heredó algunos. Cuántos relámpagos esta noche. Bien estúpido. La urbanidad es el ataúd de un alma estafada. ¿Por quién? Se diría que por un maldito neo-ex… Pero te odio, Anderson, con tu vaso lleno de dientes y los ojos nuevos de ella… Esta pipa no se queda encendida, no hago más que chupar. ¡A escupir de nuevo!

A los siete días de viaje apareció Ikky en la pantalla.

Tañido de campanas, ruido de pies que corren y algún optimista puso en funcionamiento la Cámara Hopkins. Malvern quiso que me quedara tranquilo, pero yo me puse el equipo y esperé lo que viniera. El magullón me dolía menos de lo que parecía. Había hecho ejercicios todos los días, y el hombro no se me había puesto tieso.

El monstruo atravesaba nuestro camino mil metros más adelante y a treinta brazas de profundidad.

En la superficie no se notaba nada.

—¿Lo perseguimos? —preguntó un excitado tripulante.

—No, salvo que ella quiera usar dinero como combustible… —me encogí de hombros.

La pantalla quedó vacía pronto, y permaneció así. Nosotros seguimos alerta y mantuvimos nuestro curso.

Como no había dicho más de una docena de palabras a mi jefa desde la última vez que salimos juntos a ahogarnos, decidí elevar el puntaje.

—Buenas tardes —me acerqué a ella—. ¿Qué novedades hay?

—Va hacia el nornoreste. Tendremos que dejarlo ir. Unos cuantos días más y podremos iniciar la persecución. Todavía no.

Cabeza fina

—Quién sabe hacia dónde va —asentí.

—¿Cómo sigue tu hombro?

—Bien. ¿Y tú?

Hija de Lir

—Muy bien. A propósito, cobrarás una buena recompensa.

¡Ojos de perdición!

—De nada —dije a su espalda.

Después, por la tarde, y adecuadamente, se estrelló una tormenta. (Prefiero “se estrelló” a “estalló”; da una idea más exacta de cómo se conducen las tormentas tropicales en Venus y ahorra muchas palabras). ¿Recuerdan ese tintero que mencioné antes? Ahora tomémoslo entre el pulgar y el índice y démosle un martillazo en el costado. ¡Con cuidado! Para no mancharnos ni cortarnos…

Seco, luego empapado. El cielo un millón de brillantes añicos al caer el martillo. Y ruidos de algo que se rompe.

—¿Todos están abajo? —sugirieron los altoparlantes a la tripulación que ya corría precipitadamente.

¿Que dónde estaba yo? ¿Quién creen que hablaba por los altoparlantes?

Todo lo que estaba suelto se fue por la borda cuando el agua se echó a andar, pero ya no había gente suelta. El Deslizador fue lo primero que quedó bajo cubierta. Después los grandes ascensores bajaron sus cabinas.

Yo había echado a correr hacia la Torre más cercana en cuanto advertí la preiluminación del holocausto. Desde allí conecté los altoparlantes y me pase medio minuto dando instrucciones.

Según me dijo Mike por radio hubo heridas menores, pero nada serio. Yo, en cambio, estaba aislado mientras durara la tormenta. Las Torres no llevan ninguna parte; están situadas demasiado afuera en casco como para proporcionar acceso abajo, ya que allí tienen las repisas extensoras.

De modo que me despojé de los tanques que tenía puestos desde hacía varias horas, crucé las aletas de los pies sobre la mesa y me recliné a contemplar el huracán. La parte de arriba era tan negra como el fondo, nosotros estábamos en el medio, algo iluminados debido a todo ese espacio llano y brillante. Las aguas de arriba no llovían; parecía que simplemente se juntaban y caían.

Las Torres eran bastante seguras, ya que habían resistido muchas arremetidas como esa; lo malo era que sus posiciones les daban un arco mayor de elevación y descenso cada vez que Tensquare se movía como la mecedora de una abuela muy nerviosa. Yo había usado los cinturones de mi aparejo para sujetarme a la silla fija al suelo con pernos, y quitado varios años en el purgatorio al alma de quien había dejado un atado de cigarrillos en el cajón de la mesa.

Miré cómo el agua hacía carpas, montañas, manos y árboles hasta que empecé a ver caras y gente; entonces llamé a Mike.

—¿Qué haces allí abajo?

—Pienso qué haces tú allá arriba —replicó—. ¿Cómo es eso?

—Tú eres del Medio Oeste, ¿verdad?

—Sí.

—¿Hay tormentas fuertes allá?

—A veces.

—Trata de pensar en la peor que hayas visto. ¿Tienes a mano, una regla de cálculo?

—Aquí mismo.

—Entonces pon un número uno debajo, imagina un cero o dos después, y multiplica todo.

—No puedo imaginar los ceros.

—Entonces conserva el multiplicando… es cuanto puedes hacer.

—¿Y qué haces allá arriba?

—Estoy sujeto a la silla y veo cómo rueda todo por el suelo.

Levanté la vista y volví a mirar afuera. Vi una sombra más oscura en la selva.

—¿Estás rezando o maldiciendo?

—No sé… Pero si esto fuera el Deslizador… ¡si esto fuera el Deslizador!

¿Está allí afuera?

Asentí con la cabeza, olvidando que no podía verme.

Era grande, tal como lo recordaba. Había irrumpido en la superficie apenas unos instantes, para echar una ojeada. No hay poder en la Tierra que se pueda comparar con aquel que fue hecho para no temer a nadie. Se me cayó el cigarrillo. Era lo mismo que antes: parálisis y un grito ahogado.

—Carl, ¿cómo estás?

Me había mirado otra vez. O eso me pareció. Tal vez aquella bestia idiota había estado esperando medio milenio para arruinar la vida de un miembro de la especie más altamente desarrollada…

—¿Estás bien?

… O tal vez ya estuviera arruinada mucho antes de que se encontraran y el suyo fuera un simple enfrentamiento de bestias, donde el más fuerte arrojaba a un lado al más débil, cuerpo contra psiquis…

—¡Demonios, Carl! ¡Di algo!

Volvió a surgir, esta vez más cerca. ¿Alguna vez vieron el tronco de un tornado? Parece algo vivo que se mueve en toda esa oscuridad. Nada tiene derecho a ser tan grande, tan fuerte, y moverse. Es una sensación angustiante.

—Contéstame, por favor.

Se había ido y no volvió durante ese día. Finalmente le hice un par de comentarios jocosos a Mike, pero conservé el cigarrillo siguiente en la mano derecha.

Las próximas setenta u ochenta mil olas pasaron junto a nosotros con monótona semejanza. Tampoco se diferenciaron los cinco días que las contuvieron. Pero la mañana del décimo tercer día nuestra suerte comienza a mejorar. Las campanas rompieron en pedacitos nuestro letargo saturado de café, y nos precipitamos fuera de la cocina sin oír el final del que pudo haber sido el mejor chiste de Mike.

—¡A popa! —gritó alguien—. ¡A quinientos metros!

Me quedé en pantalones de baño y empecé a abrochar correas. Siempre tengo el equipo a mano.

Luego crucé la cubierta ciñéndome con un vibrador desinflado.

—¡Quinientos metros, veinte brazas! —retumbaron los altoparlantes.

Las grandes compuertas se abrieron con estrépito y el Deslizador creció en toda su altura con mi dama en la consola. Pasó a mi lado traqueteando y echó raíz más adelante. Su único brazo se elevó y estiró.

Enfrenté al Deslizador mientras los parlantes anunciaban:

—¡Cuatrocientos ochenta, veinte!

—¡Situación Rojo!

Un eructo como el de un corcho de champaña al saltar y la línea voló en arco sobre las aguas.

—¡Cuatrocientos ochenta, veinte! —repetía el parlante, puro Malvern y estática—. ¡Hombre-cebo, atención!

Ajusté la máscara y bajé por el costado. Después calor, después frío, después lejos.

Verde, vasto, profundo. Veloz. Este es el sitio donde valgo lo mismo que un vibrador. Si algo grande decide que un hombre-cebo parece más sabroso que lo que lleva consigo la ironía tiñe su título junto con el agua circundante.

Divisé los cables llevados por la corriente y bajé siguiéndolos. De verde a verde oscuro y negro. Los había lanzado lejos, demasiado lejos. Nunca había tenido que seguirlos tan abajo. No quería encender la linterna.

Pero tenía que hacerlo.

¡Malo! Todavía me faltaba un largo trayecto. Apreté los dientes y puse chaleco de fuerza a mi imaginación.

Por último la línea concluyó.

La envolví con un brazo, desplegué el vibrador, lo até, trabajando lo más rápido posible, y enchufé las pequeñas conexiones aisladas que impiden dispararlo junto con la línea. Ikky podía romperlas, pero entonces ya no importaría.

Enganchada mi anguila mecánica, le retiré los tapones seccionales y miré cómo crecía. Me había hundido más durante esta operación, que llevó alrededor de un minuto y medio. Estaba cerca —demasiado cerca— de donde nunca quise estar.

Con todo lo que me había disgustado encender la luz, de pronto tuve miedo de apagarla. Dominado por el pánico, agarré el cable con ambas manos. El vibrador comenzó a lanzar un resplandor rosado y a retorcerse. Tenía el doble de mi tamaño y era sin duda dos veces más atractivo para un comedor de vibradores rosados. Me dije esto hasta que lo creí; luego apagué la linterna e inicié el ascenso.

Si chocaba con algo enorme que tuviera piel de acero, mi corazón tenía órdenes de dejar inmediatamente el latir y soltarme para nadar eterna y espasmódicamente por el Aqueronte, farfullando sin cesar.

Sin farfullar llegué al agua verde y volé de vuelta al nido.

En cuanto me subieron a bordo me puse la máscara de collar, me protegí los ojos con una mano y observé la superficie en busca de turbulencias. Mi primera pregunta fue, por supuesto:

—¿Dónde está?

—En ninguna parte —respondió un tripulante—; lo perdimos en cuanto bajaste. Ahora no aparece en la pantalla; debe haberse hundido.

—Lástima.

El vibrador se quedó abajo, disfrutando de su baño. Mi tarea concluida por el momento, fui a calentar más café con ron.

Atrás, un susurro:

—¿Podrías reír así después?

Respuesta Perspicaz:

—Según de qué se esté riendo.

Sin dejar de reír, llegué a la ampolla central con dos tazas.

—¿Así que desapareció?

Mike asintió con la cabeza. Le temblaban las grandes manos, y las mías estaban firmes como las de un cirujano cuando dejé las tazas.

Cuando me quité los tanques y busqué mi asiente Mike dio un salto.

—¡No gotees sobre ese panel! ¿Quieres matarte y hacer saltar fusibles carísimos?

Después de secarme me acomodé a mirar el ojo vacío en la pared. Bostecé contento; mi hombro estaba como nuevo.

La cajita por la cual se habla quería decir algo, y Mike levantó el interruptor para que lo hiciera.

—¿Carl está allí, señor Dabis?

—Sí, señora.

—Entonces permítame hablar con él.

Mike me hizo señas; me adelanté.

—Habla —dije.

—¿Estás bien?

—Sí, gracias. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Tuviste que nadar lejos. Creo… creo que me excedí al lanzar la línea.

—Me alegro —contesté—. Así gano más horas extra… Me voy a enriquecer con esa cláusula sobre tareas peligrosas.

—La próxima vez tendré más cuidado —se disculpó—. Creo que estaba demasiado ansiosa. Lo siento…

Algo le ocurrió a la frase, de modo que la terminó allí, dejándome con un surtido de respuestas que tenía reservadas.

Recobré el cigarrillo que había dejado tras la oreja de Mike y lo encendí con el que estaba en el cenicero.

—Carl, ella quiso ser amable —me dijo, después de volverse para observar los paneles.

—Ya sé. Yo no —contesté.

—Quiero decir que es una muchacha muy hermosa, agradable. Empecinada y todo lo que quieras. Pero ¿qué te hizo?

—¿En los últimos tiempos? —pregunté.

Me miró; luego bajó los ojos a su taza.

—Ya sé que no es asunto mío… —comenzó.

—¿Crema y azúcar?

Ikky no volvió ese día ni esa noche. Sintonizamos música Dixieland desde Línea de la Vida y dejamos que la rata se paseara, mientras Jean se hacía llevar la cena al Deslizador. Más tarde se hizo instalar un camastro adentro. Cuando transmitieron “Blues del agua profunda” lo conecté para que oyera, y esperé a que nos llamara para insultarnos. Pero como no lo hizo decidí que estaría durmiendo.

Entonces interesé a Mike en una partida de ajedrez que duró hasta el amanecer. Así la conversación limitó a varios “jaque”, un “jaque mate” y un “¡maldición!”. Como Mike es mal perdedor, esto además saboteó eficazmente la conversación posterior, de lo cual me alegré. Desayuné con carne y papas fritas y me acosté.

Diez horas más tarde alguien me despertó, y apoyé en un codo, negándome a abrir los ojos.

—¿Qué pasa?

—Perdóneme por despertarlo —dijo uno de los tripulantes más jóvenes—, pero la señorita Luharich quiere que desconecte el vibrador para que podamos seguir adelante.

Me abrí un ojo con los nudillos, pensando todavía si eso me hacía gracia o no.

—Que lo remolquen hasta la borda. Cualquiera puede desconectarlo.

—Ya está en la borda, señor. Pero ella dijo que figura en su contrato y que conviene hacer bien las cosas.

—Muy considerado de su parte. Sin duda mi sindicato le agradecerá por tenerlo en cuenta.

—Em… también me ordenó decirle que se cambie el pantalón de baño, se peine y se afeite. El señor Anderson lo filmará.

—Está bien. Dígale que ya voy… y pregúntele si puede prestarme esmalte para las uñas de los pies.

Ahorraré detalles. Todo duró tres minutos, y yo actué correctamente, hasta disculpándome cuando resbalé y choqué contra los pantalones tropicales blancos de Anderson con el vibrador mojado. El sonrió mientras se limpiaba; ella sonrió, aunque Complectacolor Luharich no lograba ocultarle totalmente los círculos oscuros bajo los ojos, y yo sonreí, saludando con la mano todos nuestros espectadores del país del video. Recuerde, señora Universo, también usted puede lucir con una cazadora de monstruos. Use crema facial Luharich.

Bajé a prepararme un sándwich de atún con mayonesa.

Dos días como témpanos: lúgubres, incoloros, semiderretidos, frígidos por entero, ocultos en su mayor parte, y decididamente peligrosos para la tranquilidad espiritual, pasaron y fue bueno dejarlos atrás. Experimenté algunos antiguos sentimientos de culpa y tuve unos cuantos sueños inquietantes. Después llamé a Línea de la Vida y comprobé el saldo de mi cuenta bancaria.

—¿Sales de compras? —preguntó Mike, que había hecho la llamada.

—Vuelvo a casa —contesté.

—¿Eh?

—Después de esto abandono el oficio de hombre-cebo, Mike. ¡Al diablo con Ikky! ¡Al diablo con Venus y las Empresas Luharich! ¡Y al diablo contigo!

Cejas en alto.

—¿Qué te pasó?

—Esperé más de un año esta tarea. Ahora que estoy aquí he decidido que es todo una porquería.

—Sabías lo que era cuando aceptaste. Hagas lo que hagas además, cuando trabajas para vendedores de crema facial vendes crema facial.

—Oh, no es eso lo que me fastidia. Admito que el aspecto comercial me irrita, pero Tensquare siempre fue un foco publicitario, desde su primer viaje.

—¿Y entonces?

—Cinco o seis cosas, todas sumadas. La principal es que ya no me interesa. Antes, pescar a esa sabandija era más importante para mí que ninguna otra cosa; ahora ya no. Me arruiné con algo que comenzó como una travesura, y quería sangre a cambio de lo que me costó. Ahora comprendo que quizá me lo merecía. Empiezo a compadecer a Ikky.

—¿Y ya no lo quieres?

—Si no se resiste lo pescaré, pero no tengo ganas arriesgar el pescuezo para obligarlo a meterse en la Cámara Hopkins.

—Me inclino a pensar que es una de las cuatro cinco otras cosas que dijiste sumar.

—¿Por ejemplo?

Mike examinó el cielo raso. Yo gruñí:

—Está bien, pero no lo diré nada más que para verte contento por haber adivinado.

—Esa mirada de ella no es solamente para Ikky —observó con sonrisa afectada.

—No sirve, no sirve —meneé la cabeza—. Los dos somos cámaras de fisión por naturaleza… No se puede ir a ningún lado con propulsores en ambas puntas cohete… lo que hay en el medio queda destroza, nada más…

—Así fue. Claro que no es asunto mío…

—Si vuelves a decir eso, lo dirás sin dientes.

—Cuando quieras y donde quieras, grandote… —me miró.

—Vamos, sigue. ¡Dilo de una vez!

—A ella no le interesa ese condenado reptil; vino a llevarte de vuelta tu sitio. No eres tú el hombre-cebo en esta expedición.

—Cinco años son demasiado tiempo.

—Bajo esa mugrienta piel tuya debe haber algo agrada a la gente —murmuró—; de lo contrario no estaría hablando así. Tal vez nos haces pensar a los humanos en algún perro sumamente feo al que tuvimos lástima cuando éramos niños. Como quiera que sea alguien sea llevarte a casa y criarte… además, se dice que a mendigo no se le ofrecen menús.

—Compañero, ¿sabes qué haré cuando llegue a Línea de la Vida? —reí.

—Me lo imagino.

—Te equivocas, iré a Marte, y luego regresaré a casa en primera clase. Las disposiciones venusinas sobre quiebra no son aplicables a los fondos depositados en Marte, y tengo todavía un buen fajo guardado donde no entra la polilla ni la corrupción. Elegiré una vieja mansión en el Golfo, y si alguna vez buscas trabajo puedes ir a abrirme botellas.

—Eres un cobarde —comentó Mike.

—Está bien —admití—, pero también pienso en ella.

—He oído hablar de ustedes dos —dijo Mike—. Bueno, eres un canalla y un fracasado, y ella es una perra… A eso se llama compatibilidad en esta época. Hombre-cebo, te desafío a que trates de conservar algo de lo que pescas…

Me volví.

—Si alguna vez quieres ese puesto, ve a buscarme.

Cerré la puerta despacio al salir, y lo dejé sentado, esperando el portazo.

El día de la bestia amaneció como cualquier otro. Dos días después de mi cobarde fuga de aguas desiertas bajé a cebar de nuevo. La pantalla no mostraba nada. Me limitaba a preparar todo para el intento de rutina.

Al pasar junto al Deslizador grité “buenos días”, y antes de alejarme recibí una respuesta desde adentro. Había reexaminado las palabras de Mike, sin sonido y sin furia; y si bien no aprobaba ni los sentimientos ni el significado que expresaban, opté igual por la cortesía.

Bajé entonces, y me alejé del barco, siguiendo una discreta línea hasta unos doscientos noventa metros de distancia. Los serpenteantes cables lanzaban un negro resplandor a mi izquierda, y yo acompañé sus ondulaciones desde el verdiamarillo hasta la oscuridad. La húmeda noche se extendía silenciosa, y yo avanzaba en ella como un disparatado cometa, con la cola luminosa por delante.

Tomé la línea, lisa y suave, y empecé a colocar el cebo. Entonces un mundo helado me rozó desde los tobillos a la cabeza. Era una corriente de aire como si alguien hubiera abierto una gran puerta a mis espaldas. Y yo no flotaba hacia abajo con tanta rapidez.

Eso significaba que tal vez algo se estaba moviendo hacia arriba, algo de tamaño suficiente como para desplazar mucha agua. Aún no creía que fuera Ikky. Algún tipo raro de corriente, pero Ikky no. ¡Ja!

Había terminado de atar las puntas y retirado el primer tapón cuando una isla grande, negra y áspera creció allá abajo.

Lancé hacia allí el rayo de luz. Vi su boca abierta.

Yo era un conejo.

Hacia abajo pasaron oleadas de terror a la muerte. Mi estómago estalló hacia adentro; sentí mareos.

Sólo una cosa, y una cosa sola. Quedaba por hacer. Finalmente logré hacerla. Retiré los demás tapones.

Ya podía contar las escamosas articulaciones que le rodeaban los ojos.

El vibrador creció, se volvió rosado y fosforescente… ¡y vibró!

Después mi linterna. Tenía que apagarla, dejando ante él solamente el cebo.

Una mirada atrás al poner en marcha los propulsores.

Tan cerca estaba que el vibrador se le reflejaba en los dientes, en los ojos. Cuatro metros, y le besé la ondulantes mejillas con dos chorros de agua al elevarme. Después no supe si me seguía o se había detenido. Comencé a desvanecerme mientras esperaba a que me devorara.

Los propulsores se detuvieron; moví débilmente las piernas.

Demasiado rápido, sentí que me daba un calambre. Un destello de la linterna, gritó el conejo. Un segundo destello, para saber…

O para dar fin a todo, contesté. No, conejo; no debemos correr hacia el cazador. Mantengámonos en la oscuridad.

Finalmente aguas verdes, luego verdiamarillas, después la superficie.

Viré y nadé velozmente hacia la nave. Las olas de la explosión a mis espaldas me empujaban hacia adelante, del mundo se cerró sobre mí, y oí a la distancia un grito de: “¡Está vivo!”.

Una sombra gigantesca y una onda de choque. También la línea de pesca estaba viva. Tal vez había cometido algún error…

En alguna parte, la Mano estaba crispada. ¿Qué es un cebo?

Unos cuantos millones de años. Recuerdo haber empezado como un organismo unicelular para convertirme en un anfibio, luego en un ser que respiraba aire. Desde lo alto de los árboles oí una voz:

—Ya reacciona.

Evolucioné hasta llegar a la homosapiencia, luego un paso más hasta un dolor de cabeza.

—No intentes levantarte todavía.

—¿Lo atrapamos? —farfullé.

—Todavía se resiste, pero está enganchado. Creímos que te había tomado como aperitivo.

—Yo también.

—Aspira un poco de esto y cállate.

Un embudo sobre mi cara. Qué bueno. Levanten las copas y beban…

—Estaba muy hondo. Fuera del alcance de la pantalla. No lo descubrimos hasta que comenzó a subir. Entonces fue demasiado tarde.

Empecé a bostezar.

—Ahora te llevaremos adentro.

Logré desenfundar el cuchillo que llevaba sujeto al tobillo.

—Haz la prueba y te costará un pulgar.

—Necesitas descanso.

—Entonces tráiganme algunas mantas más. Me quedo.

Me recliné y cerré los ojos.

Alguien me sacudía. Penumbra y frío. Los reflectores derramaban sobre cubierta su sangre amarilla, estaba en un camastro improvisado, apoyado contra ampolla central. Envuelto en lana, seguía temblando.

—Pasaron once horas. Ya no verás nada.

Sentí gusto a sangre.

—Bebe esto.

Agua. Quise hacer un comentario, pero no logré salieran las palabras.

—No me preguntes qué tal me siento —grazné— sé que ahora viene eso, pero no me lo preguntes. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. ¿Quieres bajar ahora?

—No. Dame mi chaqueta, simplemente.

—Aquí está.

—¿Qué hace?

—Nada. Está abajo narcotizado, pero ahí se queda.

—¿Cuánto hace que apareció por última vez?

—Unas dos horas.

—¿Jean?

—No permite que nadie entre en el Deslizador. Escucha, Mike dice que pases. Esta detrás tuyo, en la ampolla.

Me incorporé y me volví. Mike me miraba. Le hice señas y él me hizo señas a mí.

Apoyé los pies en el suelo y aspiré profundamente dos o tres veces. Me dolía el estómago. Me puse de pie y entré en la ampolla.

—¿Qué tal? —preguntó Mike.

Consulté la pantalla. Ni señales de Ikky; estaba demasiado hondo.

—¿Me invitas?

—Sí, con café.

—No quiero café.

—Estás enfermo. Además aquí no se permite otra cosa que café.

—El café es un líquido parduzco que te quema el estómago. Tienes un poco en el cajón de abajo.

—No hay tazas. Tendrás que usar un vaso.

—Qué remedio queda.

Me sirvió.

—Lo haces bien. ¿Estuviste practicando para ese puesto?

—¿Qué puesto?

—El que te ofrecí…

¡Un manchón en la pantalla!

—¡Está subiendo, señora! ¡Subiendo! —gritó Mike por la radio.

—Gracias, Mike. Ya lo veo aquí —chisporroteó ella.

—¡Jean!

—¡Silencio! ¡Está ocupada!

—¿Ese era Carl?

—Sí —contesté—. Luego hablaremos —y corté.

¿Por qué hice eso?

—¿Por qué hiciste eso?

No lo sabía.

—No lo sé.

¡Malditos ecos! Me levanté y salí.

Nada. Nada.

¿Algo?

¡Tensquare se mecía de veras! Al ver el casco debe haber dado la vuelta y empezado a bajar de nuevo. A mi izquierda agua blanca e hirviente. Como un fideo interminable, un cable se hundía ruidosamente en el vientre el abismo.

Estuve inmóvil un rato; luego di media vuelta y regresé adentro.

Dos horas enfermo. Cuatro, y ya mejor.

—Está sintiendo el efecto de la droga.

—Sí.

—¿Y la señorita Luharich?

—¿Qué pasa con ella?

—Debe de estar medio muerta.

—Es probable.

—¿Y qué vas a hacer?

—Ella firmó el contrato para esto. Sabía qué podía ocurrir, y ocurrió.

—Creo que tú podrías pescarlo.

—Yo también lo creo.

—Y ella también lo cree.

—Que me lo pida, entonces.

Ikky flotaba letárgicamente a treinta brazas de profundidad.

Caminé otro poco y casualmente pasé detrás del Deslizador. Ella no miraba hacia ese lado.

—¡Carl, ven aquí!

Ojos de Picasso, eso es, y una conspiración para obligarme a manejar el Deslizador…

—¿Es una orden?

—Sí… ¡No! Por favor.

Me precipité adentro y controlé: estaba subiendo.

—¿Lo empujas o lo arrastras?

Apreté el botón de enroscar y nos siguió como garito.

—Decídete ahora.

A diez brazas de profundidad se resistió.

—¿Le damos soga?

—¡No!

Siguió izándolo hacía arriba… cinco brazas, cuatro…

A dos brazas hizo funcionar los extensores, que lo sujetaron. Luego los arpo-garfios. Afuera gritos, y flashes fotográficos como relámpagos de calor. La tripulación vio a Ikky.

Ikky comenzó a forcejear. Jean mantuvo tensos cables, alzó los arpo-garfios…

Arriba.

Otro medio metro y los arpo-garfios comenzaron a inpujar.

Gritos y carreras.

El pescuezo de Ikky ondeando como un tallo gigante al viento. Aparecieron las verdes colinas del lomo.

—¡Qué grande es, Carl! —exclamó ella.

Ikky creció, y creció, más inquieto cada vez…

¡Ahora!

La bestia miró hacia abajo.

Miró hacia abajo como podría haberlo hecho el dios de nuestros más antiguos antepasados. En mi cabeza resonó miedo, vergüenza, y una risa burlona. ¿En la de Jean también?

—¡Ahora!

Joan levantó la vista hacia el incipiente terremoto.

—¡No puedo!

Sería tan sencillo esta vez, ahora que el conejo había muerto. Tendí la mano. Me detuve.

—Apriétalo tú misma.

—No puedo. Hazlo tú. ¡Péscalo, Carl!

—No. Si lo pesco pasarás el resto de tu vida pensando que quizá pudiste haberlo hecho tú. Y perderás el alma tratando de averiguarlo. Sé que te pasará eso porque somos parecidos, y a mí me pasó. ¡Averigualo ahora!

Jean clavó los ojos en Ikky.

Le apreté los hombros.

—Tal vez soy yo quien está allí —sugerí—. Soy una Verde serpiente marina, una bestia monstruosa y detestable, que viene a destruirte. No soy responsable ante nadie. Aprieta el botón del inyector.

Jean llevó la mano hacia el botón, la retiró.

—¡Ahora!

Lo apretó.

Bajé al suelo el cuerpo inmóvil de Jean y concluí lo que faltaba hacer con Ikky.

Pasaron más de siete horas antes de que yo despertara oyendo el sostenido chirriar de las paletas de la nave, que mordían el mar.

—Estás enfermo —comentó Mike.

—¿Y Jean?

—Igual.

—¿Dónde está la bestia?

—Aquí.

—Muy bien. —Me tendí de costado—. Esta vez no escapó.

Y así fue. Nadie nace hombre-cebo, no creo, pero los anillos de Saturno cantan nupcialmente la dote la bestia marina.