El corazón cementerio

Bailaban,

—en la fiesta del siglo, la fiesta del milenio, y la Fiesta de las Fiestas,

—realmente, y tal como lo fija el calendario,

—y él ansiaba estrujarla, hacerla pedazos…

Moore no veía realmente el pabellón por el cual se movían, ni miraba las cien sombras sin rostro que se deslizaban alrededor. No advertía en particular los luminosos globos de colores que los seguían por encima y por detrás.

Sentía esas cosas, pero no olfateaba necesariamente selva en aquella perenne reliquia de Navidades pasadas que giraba sobre un brillante pedestal en el centro de la pieza esparciendo agujas incombustibles y tradiciones seis días después del hecho.

Todo esto era abstraído y descartado, inhalado y archivado.

Pocos instantes más y sería el año dos mil.

Leota (nacida Lilith) se le apoyaba en el arco del brazo, como una flecha vibrante, hasta que él deseó quebrarla o lanzarla volando (no sabía a dónde) apretarla hasta que se aflojara, hacer que la samadhi, miopía, o lo que fuera, le desapareciese de los ojos verdigrises. Pero en ese momento, cada vez, ella se apoyaba en él y le susurraba algo al oído, algo en francés un idioma que él aún no hablaba. Sin embargo ella seguía al torpe guía de baile de modo tan perfecto que no era nada raro que él sintiese que ella le podía leer la mente por pura cinestesia.

Y eso empeoraba la situación, cada vez que el aliento de ella le envolvía el cuello con una húmeda calidez que se extendía bajo la chaqueta como una infección invisible. Entonces él murmuraba “C’est vrai” o “Maldición” o ambas cosas, y trataba de aplastarle la blancura nupcial (cubierta de encajes negros), y ella se convertía de nuevo en flecha. Pero bailaba con él, y eso era un decidido progreso respecto del año anterior de él/el día anterior de ella.

Estaban casi en el año dos mil.

Ahora…

La música se desintegró y se unió otra vez mientras los globos trompeteaban luz diurna. Recordó que no se debía jugar con la vieja amistad.

Entonces casi se rió, pero las luces se apagaron un momento después y se encontró ocupado.

Una voz que hablaba a su lado, al lado de cada uno, dijo:

—Ya es el dos mil. ¡Feliz año nuevo!

La estrujó.

A nadie le importaba Times Square. Allí las muchedumbres habían estado presenciado una retransmisión de la Fiesta en una pantalla del tamaño de un campo de fútbol. Aún se entretenía a los espectadores con primeros planos en luz negra de las parejas en la pista de baile. Moore decidió que tal vez en ese instante ellos mismos eran protagonistas de una secuencia jocosa ofrecida ante ese rebosante plato de Petri del otro lado del océano. Era muy probable, teniendo en cuenta a su pareja.

Sin embargo no le importaba que se rieran de él. Había llegado demasiado lejos para que le importara.

—Te amo dijo silenciosamente. (Usó comillas mentales para suponer una respuesta, y esto lo hizo sentirse algo más feliz). Después las luces volvieron a encenderse como luciérnagas, y las viejas amistades fueron recordadas. Una ventisca compuesta por cien arco iris triturados comenzó a caer sobre las parejas; espirales de papel picado que se fundían con lentitud flotaron entre las luces, disolviéndose al descender sobre los bailarines; arriba nadaban proyecciones de peludas cometas chinas en forma de dragón, que sonreían al atravesar la tormenta.

Volvieron a bailar y él le hizo la misma pregunta que el año anterior.

—¿No podríamos estar a solas, juntos, en alguna parte, aunque no fuese más que un momento?

Ella ahogó un bostezo.

—No, estoy aburrida. Me iré en media hora.

Si las voces pueden ser guturales y sonoras, la suya era de una opulencia que le llenaba la garganta. Tenía una garganta de oro, y un timbre musical.

—Siendo así, pasémosla conversando… en uno de los comedores pequeños.

—Gracias, pero no tengo apetito. Debo ser vista durante la próxima media hora.

Entonces Moore el Primitivo, que se había pasado casi toda la vida dormitando en el fondo del cerebro de Moore el Civilizado, se incorporó con un gruñido. Pero Moore el Civilizado lo amordazó, pues no quería estropear las cosas.

—¿Cuándo te veré de nuevo? —preguntó ceñudo.

—Tal vez el Día de la Bastilla —susurró ella—. Hay una Fête Nue de Liberté, Egalité, Fraternité…

—¿Dónde?

—En la Cúpula de Nueva Versalles, a las nueve. Si quieres invitación me ocuparé de que la recibas…

—Sí, la quiero.

(“Te obligó a pedirla”, se burló Moore el Primitivo).

—Muy bien, la recibirás en mayo.

—¿No me dedicarás un día ahora?

Ella sacudió la cabeza, quemándole la cara con el pelo rubio azulado.

—El tiempo es demasiado caro —susurró con fingido patetismo— y los días de las Fiestas no tienen fin. Me pides que saque años de mi vida y te los ofrezca.

—Así es.

—Pides demasiado —sonrió ella.

Deseó maldecirla allí mismo y marcharse, pero deseaba más aún quedarse con ella. Tenía veintisiete años, una edad que desde ya desaprobaba, y había dedicado todo el año 1999 a esperarla. Dos años antes había decidido enamorarse y casarse, ya que por fin podía hacerlo sin alterar las condiciones de vida. En busca de una mujer que combinara las mejores cualidades de Afrodita y una computadora digital, se había pasado todo el año de safari, siguiéndole las huellas al destino.

La invitación para el Año Nuevo en Orbita de los Bledsoe —que había acosado al año viejo por todo el mundo, por encima de la Línea Internacional de Cambio de Fecha y fuera de la Tierra, a dondequiera que vayan los años viejos— le había costado un mes de sueldo, pero le había dado el primer atisbo de Leota Mathilde Masón, la bella de los Durmientes. Olvidando las computadoras digitales, decidió en ese momento y lugar enamorarse de ella. Era anticuado en muchos aspectos.

Había hablado con ella exactamente noventa y siete segundos, de los cuales los primeros veinte fueron árticos. Pero comprendió que ella existía para ser admirada, y por eso insistió en admirarla. Finalmente ella accedió a que la vieran bailando con él en la Fiesta del Milenio, en Estocolmo.

Había pasado el año siguiente previendo cómo la seduciría para que volviera a un modo de existencia humano y razonable. Ahora, en la ciudad más hermosa del mundo ella acababa de informarle que se aburría e iba a retirarse hasta el Día de la Bastilla. Fue entonces cuando Moore el Primitivo comprendió lo que en realidad Moore el Civilizado debía haber sabido desde el primer momento: que cuando volviera a verla, ella tendría aproximadamente dos días más, y él estaría a punto de cumplir veintinueve. El tiempo se detiene para el Grupo, pero el precio de la existencia mortal es envejecer. Con dinero ella compraba la más deseable de todas las gratificaciones narcisistas: el sueño helado.

Y él había tenido menos posibilidades de hablar con ella que un copo de nieve sueca de perdurar en el Congo, de hablar más que unas cuantas frases inconexas, y mucho menos de convencerla para que abandonara el club de las refrigeradoras. (Ahora mismo Wayne Unger, el poeta laureado del Grupo, se acercaba para quitarle la pareja, con la expresión de un golfista profesional que se dispone a dictar una lección).

—Hola, Leota. Permiso, señor em…

Moore el Primitivo lanzó un gruñido y le partió el cráneo con la maza; Moore el Civilizado entregó una de las mujeres más inaccesibles del mundo a un dios del Grupo.

Ella sonreía. Él sonreía. Se fueron.

Mientras cruzaba el mundo hacia San Francisco, sentado en el bar del estratocrucero, en el dos mil es decir: dos, cero, cero, cero, año de Nuestro Señor, Moore sintió que el Tiempo se había dislocado.

Dos días más tarde se decidió.

Desde el balcón-burbuja de su departamento en las Cien Torres del Complejo Hilton-Frisco, se preguntó: ¿Es esta la mujer con la que quiero casarme?

Y se contestó (mirando por turno los vasos capilares del tránsito bajo las puntas de los zapatos y la Bahía): Sí.

¿Por qué? quiso saber.

Porque es bella, contestó, y el futuro será hermoso. Quiero que sea mi bella esposa en el hermoso futuro.

Así que decidió unirse al Grupo.

Comprendía que su plan no era fácil de cumplir. En primer lugar necesitaba dinero, mucho dinero; verdes hectáreas de Presidentes para distribuir de manera adecuada en los lugares adecuados. El requisito siguiente era distinción, prestigio. Lamentablemente el mundo estaba lleno de ingenieros electricistas ingenieros competentes, capaces, hasta inspirados, que trabajaban semanas de veinte horas, se entretenían en proyectos y no tenían esas cosas. Sabía entonces que sería difícil.

Se sumergió en la investigación con empeño excepcional: dedicó cuarenta, sesenta, ochenta horas semanales a leer, diseñar, estudiar cursos grabados sobre temas que nunca le habían hecho falta. Renunció a toda forma de diversión.

En mayo, cuando recibió la invitación, contempló con ojos cansados el pergamino (no papel de notas) grabado (no en copia facsimilar). Ya había registrado nueve patentes y tenía otras pendientes. Había vendido una y estaba negociando con Minera Akwa un procedimiento para purificar agua que le parecía ya resuelto. Dinero tendría, pensó, si lograba mantener el ritmo.

Incluso algo de fama, quizá. Esa parte dependía ahora ante todo, de su procedimiento purificador y de lo que hiciera con el dinero. Leota (nacida Lorelei) acechaba bajo sus páginas con fórmulas, se encuadraba como una figura de Braque en las líneas de sus bocetos; ardía mientras él dormía, dormía mientras el ardía.

En junio decidió que necesitaba un descanso.

—Subjefe de División Moore —dijo a la cara en el acicalador (su actitud laudatoria hacia el trabajo le había valido ya un ascenso en la División Cierres de Seguridad de la firma Equipos de Presión, S. A.)—, necesita usted más francés y bailar mejor.

Las manos del acicalador lo palmearon quitándole la barba rubia, y le cortaron y alisaron la pelambre sobre las orejas. Los ojos fatigados y azules que tenía delante asintieron; estaban cansados de estudiar abstracciones.

Sin embargo, la intensidad del recreo fue tan fatigosa, a su modo, como lo había sido el trabajo. Su tono muscular mejoró, saltando ingrávido de un lado a otro en la Sala de Trampolines del Satélite 3 de la Asociación Cristiana de Jóvenes; sus pasos de baile parecieron más gráciles después de girar con cien robots y diez docenas de mujeres; siguió el curso Berlitz de francés acelerado con drogas (rechazando el plan de estímulo cerebral, más rápido, a causa de rumores de una transferencia que podría retardarle los reflejos en el verano siguiente); y le pareció que estaba empezando a sonar mejor: había contratado un entrenador de conversación, y cuando dormía (ahora generalmente cada tres días) horneaba piezas teatrales de la Restauración en la almohada (con la esperanza de que se le metiesen en la cabeza); de modo que, al acercarse el día de la Fête, comenzó a sentirse como un cortesano renacentista (un cortesano cansado).

Contemplando al Moore Civilizado dentro de su acicalador, el Moore Primitivo se preguntó cuánto duraría esa sensación.

Dos días antes de Versalles se bronceó de manera uniforme y decidió qué le diría esta vez a Leota:

—¿Te amo? (¡No, qué diablos!).

—¿Abandonarías el circuito helado? (No, no).

—Si me uniera al Grupo, ¿te unirías a mí? (Esa parecía la mejor manera de expresarlo).

Su tercer encuentro, entonces, tendría lugar en otros términos. Nada de acechar en los yermos de lo prosaico. El cazador entraría ahora en la selva.

—¡A la carga! —sonrió el Moore del acicalador—. ¡Y a la victoria!

Ella llevaba un corpiño celeste de orquídeas mutantes. La cúpula giratoria del palacio mostraba zodíacos cantantes, y en los pisos había unas fluorescentes hogueras de brujas. Moore tenía la incómoda sensación de que las condenadas flores crecían allí mismo, sobre el seno izquierdo de ella, como un parásito exótico; y odiaba esa intromisión con una posesividad provinciana que, sabía, no era del Renacimiento. Sin embargo…

—Buenas noches. ¿Qué tal crecen tus flores?

—Poco, y en oposición —decidió ella, sorbiendo algo verde por una pajilla larga—, pero se apegan a la vida.

—Con pasión comprensible —señaló él, tomándole una mano que ella no retiró—. Dime, Eva del Miéroprosopos, ¿hacia dónde vas?

El interés se encendió en el rostro de la mujer y fue a descansar en sus ojos.

—Tu francés ha mejorado, Adán… ¿Kadmon? —advirtió ella—. Voy hacia adelante. ¿Y tú?

—En igual dirección.

—Lo dudo… lamentablemente.

—Duda cuanto quieras, pero ya somos corrientes paralelas.

—¿Ese engreimiento proviene de alguna distinción por tus proyectos de ingeniería?

—Mira cómo proyecto un sueño frío —declaró él.

Los ojos de la mujer lo atravesaron como rayos X, calentándole los huesos.

—Ya sabía que te proponías algo. Si hablaras en serio…

—Nosotros, los espíritus condenados, tenemos que mantenernos unidos aquí en Malkuth… Hablo en serio. —Tosió y habló con los ojos—. Quedémonos juntos como si bailáramos. Veo a Unger, él nos ve, y quiero tenerte conmigo.

—Está bien.

Dejó el vaso sobre una bandeja ambulante y lo siguió a la pista y bajo el zodíaco giratorio, abandonando a Unger ante un laberinto de carne. Moore rió al verlo en esa situación.

—Es más difícil señalar identidades en una fiesta sin disfraces.

Ella sonrió.

—Bailas distinto ahora que anoche, ¿sabes?

—Ya sé. Oye, ¿cómo puedo conseguir un témpano privado y una llave para Schlerafenlandia? He decidido que podría ser divertido. Sé que en realidad no es cuestión de genealogía, ni siquiera de dinero, aunque ambas cosas parecen ser útiles. Leí toda la bibliografía, pero me vendrían bien algunos consejos prácticos.

La mano de Leota tembló muy levemente en la suya.

—¿Conoces a la Decana? —preguntó ella.

—Rumores, más que nada —replicó él—, según los cuales es una vieja gárgola que congelaron para espantar a la Bestia cuando llegue Armagedón.

Leota no sonrió. En cambio se convirtió otra vez en flecha.

—Más o menos —repuso con frialdad—. Es cierto que impide la entrada de bestias humanas en el Grupo.

Moore el Civilizado se mordió la lengua.

—Aunque muchos no la estiman —continuó ella, animándose un poco más a medida que reflexionaba—, siempre me pareció una preciosa pieza de porcelana china. Me gustaría llevarla a casa, si tuviera casa, y ponerla sobre la repisa de la chimenea, si tuviera chimenea.

—He oído decir que encajaría muy bien en el Salón Victoriano de las Galerías del Museo Nacional de Arte —aventuró Moore.

—Es verdad que nació durante el reinado de Vicky… y tenía más de ochenta años cuando descubrieron el sueño frío… pero puedo decir con seguridad que allí termina la cuestión.

—¿Y a esa edad decidió pasearse por el Tiempo?

—Exactamente repuso Leota ya que desea ser el árbitro inmortal de la transociedad.

Giraron con la música. Leota se había relajado otra vez.

—A los ciento diez años ya está en camino de convertirse en arquetipo —señaló Moore—. ¿Esa es una de las razones por las que es tan difícil lograr entrevistas?

—Una de las razones —contestó ella—. Si por ejemplo solicitaras ahora tu ingreso en el Grupo de las Fiestas, aún tendrías que esperar la entrevista hasta el próximo verano… suponiendo que alcanzaras esa etapa. —¿Cuántos hay en la lista de posibles candidatos? Ella cerró los ojos.

—No sé. Miles, diría yo… Claro está que ella recibirá solamente algunas docenas. Los demás habrán sido extirpados, podados, eliminados con la investigación, y descalificados de diversas maneras por los directores. Entonces, naturalmente, ella dirá la última palabra en cuanto a quién entra.

Súbitamente verde y límpido —mientras la música, las luces, los ultrasonidos y las delicadas fragancias narcóticas del aire se alteraban sutilmente—, el salón se convirtió en un sitio oscuro y fresco en el fondo del mar, embriagado y nostálgico como la mente de una sirena que contempla las ruinas de la Atlántida. El genio elegiaco del salón los acercó más por una especie de sutil gravitación, y ella se mantuvo serena y adhesiva mientras él continuaba:

—¿Qué poder tiene, en realidad? Leí las cintas y sé que es fuerte accionista, pero ¿qué importa eso? ¿Acaso los directores no pueden desautorizarla con sus votos? Si yo pagara…

—No lo harían. El dinero de ella no significa nada —respondió la mujer—. Es una institución. Le pertenece la cualidad exclusiva que hace que el Grupo sea el Grupo. Sus imitadores siempre fracasarán porque les falta el discernimiento de ella. Aceptarían a cualquier patán que pueda pagar. Por esa razón la Gente que Importa —pronunció las mayúsculas—, no concurre ni patrocina otra función que las del Grupo. Toda exclusividad desaparecería de la Tierra si el Grupo redujera sus exigencias.

—Dinero es dinero —dijo Moore—. Si otros pagaran lo mismo por sus fiestas…

—… Entonces la Gente que reciba su dinero dejaría de Importar. El Grupo los boicotearía. Perderían su élan, se los consideraría traficantes.

—Suena como una cinta de Moebius viciosa.

—Es un sistema de castas con sus mecanismos de balance y control. Nadie quiere realmente destruirlo.

—¿Ni siquiera los que son rechazados?

—¡Tonto! Ellos menos que nadie. Nada les impide comprar sus propios tanques helados, si pueden pagarlos, y esperar cinco años más para probar de nuevo. De todos modos, la espera los enriquecería, si invierten, adecuadamente. Algunos han esperado décadas y siguen esperando. Algunos han triunfado después de insistir durante años. Eso hace más interesante el juego, más satisfactorio el éxito. En un mundo de comodidad física, brutal igualdad social y razonable igualdad económica, la exclusividad en frivolidad pasa a ser la más codiciada distinción.

—“Mercancía” —corrigió él.

—No, no está en venta —declaró ella—. Trata de comprarla, si no puedes ofrecer más que dinero…

Eso lo hizo pensar de nuevo en factores más inmediatos:

—¿Cuál es el costo, si se cumplen todos los demás requisitos?

—La regla al respecto es lo bastante maleable como para que quien los cumpla pueda pagar su inscripción. Debe garantizar que permanecerá en sueño frío o en la Fiesta hasta el momento en que sus ingresos superen su deuda. De modo que, aunque posea solamente una fortuna modesta, puede ser muy aceptable. Esto es necesario para que protejamos nuestros ideales democráticos. —Apartó la vista y volvió a mirarlo—. Por lo general se dispone una escala gradual de porcentajes sobre las ganancias provenientes de sus inversiones. A decir verdad, cuando liquides tus bienes, estará presente un asesor del Grupo que recomendará las mejores conversiones.

—El Grupo debe de enriquecerse con esto.

Certainement. Es un negocio, y las Fiestas no resultan baratas. Pero entonces tú también serías parte del Grupo, ya que ser accionista es uno de los requisitos para el ingreso, y somos una corporación restringida, que paga altos dividendos. Tu capital aumentará. Si fueras aceptado, ingresaras y luego renunciaras al cabo de un mes objetivo, habrían pasado algo así como veinte años reales. Te irías un mes más viejo y mucho más rico…; y tal vez algo más sabio.

—¿A dónde tengo que ir para anotarme en la lista?

Lo sabía, pero tenía ciertas esperanzas.

—Podemos llamar esta noche, desde aquí. Siempre hay alguien en la oficina. Te visitarán aproximadamente dentro de una semana, después de la investigación preliminar.

—¿Investigación?

—Nada que deba preocuparte… ¿O acaso tienes antecedentes criminales, demencia entre tus antepasados o malas referencias crediticias?

Moore sacudió la cabeza.

—No, no y no.

—Entonces te aprobarán.

—Pero ¿tendré realmente alguna posibilidad de ingresar, compitiendo con tantos?

Fue como si una sola gota de lluvia le cayera sobre el pecho.

—Sí —contestó ella, apoyándole la mejilla en el hueco del cuello y mirando por sobre su hombro para que él no le viera la expresión—, presentado por un socio podrás llegar hasta la guarida de Mary Maude Mullen. Esa última valla dependerá solamente de ti.

—Entonces lo conseguiré —dijo él.

—… Tal vez la entrevista dure apenas unos segundos. Es rápida; sus decisiones son casi instantáneas, y nunca se equivoca.

—Entonces lo conseguiré —repitió él, exultante.

Encima de ellos ondulaba el zodíaco.

Moore encontró a Darryl Wilson en un barmático de los Poconos. El actor estaba en decadencia; no era el hombre que recordaba de las series premiadas de trilivisión sobre la frontera. Aquel hombre había sido un vikingo de las praderas, de escarpada frente y rostro hirsuto. En cuatro años había ocurrido una avalancha facial que le abrió huecos y surcos en el entrecejo y le espolvoreó el vello facial con un matiz más claro. Wilson lo dejó así y se cauterizaba el buche con el aguardiente que negara todas las semanas al Piel Roja. Según rumores, ya iba por el segundo hígado.

Sentándose al lado de Wilson, Moore introdujo la tarjeta en la ranura del mostrador, marcó un Martini y esperó. Cuando advirtió que el otro no había notado su presencia, comentó:

—Usted es Darryl Wilson y yo soy Alvin Moore y quiero preguntarle algo.

Los ojos que apuntaban tan bien no pudieron enfocar ahora.

—¿De los medios noticiosos?

—No; antiguo admirador suyo —mintió Moore.

—Pregunte entonces —dijo la voz todavía familiar—. Usted es una cámara.

—¿Cómo es Mary Maude Mullen, la diosa-perra del Grupo?

Los ojos entraron finalmente en foco.

—¿Es candidato a la deificación en esta sesión?

—Así es.

—¿Qué opina?

Moore esperó, pero como no hubo más palabras preguntó finalmente:

—¿Acerca de qué?

—De cualquier cosa. Lo que quiera.

Moore bebió un trago y decidió seguirle el juego, por si aquel hombre se volvía más maleable.

—Opino que me gustan los Martinis —declaró—. Y ahora…

—¿Por qué?

Moore gruñó. Tal vez Wilson estuviera demasiado perdido para servirle de algo. Sin embargo, con probar una vez más…

—Porque son tranquilizadores y estimulantes al mismo tiempo, cosa que necesito después de haber llegado hasta aquí.

—¿Por qué quiere estar tranquilo y estimulado?

—Porque lo prefiero a estar tenso y deprimido.

—¿Por qué?

—¿Qué demonios significa esto?

—Perdió. Váyase a casa.

Moore se puso de pie.

—¿Y si salgo, vuelvo a entrar y empiezo de nuevo? ¿Qué le parece?

—Siéntese. Mis engranajes giran con lentitud, pero giran todavía —dijo Wilson—. Estamos hablando de lo mismo… Usted quiere saber cómo es Mary Maude. Es así… puras preguntas. Preguntas inútiles. Las actitudes son una enfermedad a la que nadie es inmune, y varían con tanta facilidad en una misma persona. En dos minutos lo tendrá reducido a ellas, y sus respuestas dependerán de la bioquímica y el clima. La decisión de ella también. No puedo decirle nada. Es puro capricho. Es la vida. Es fea.

—¿Nada más?

—Rechaza a quienes no debería rechazar. Con eso basta. Váyase.

Moore terminó el Martini y se marchó.

Aquel invierno Moore hizo una fortuna. Modesta, claro está.

Renunció a su puesto a cambio de un cargo en la División Oahu del Laboratorio de Investigaciones de Minera Akwa. Tardaba diez minutos más en llegar al trabajo, pero el título, Director de Procesamiento, sonaba mejor que Subjefe de División, y ansiaba un sonido nuevo. No redujo el ritmo de su programa compulsivo de aceptabilidad social, uno de cuyos resultados fue un pleito en enero.

Le habían informado que el Grupo prefería candidatos masculinos divorciados al tipo de solterones perpetuos. Por ese motivo consultó a una prestigiosa firma de contratistas matrimoniales y firmó un contrato por tres meses, renovable, con Diane Demetrios, una modelo desocupada de origen greco-libanés.

Decidió más tarde que uno de los problemas de una modelo era la excesiva competencia de ídolos femeninos quirúrgicamente perfeccionados; en esa profesión era difícil mantenerse ocupada. Su recién adquirido status había bastado para incitar a Diane a presentar una demanda por incumplimiento de promesa, aduciendo un supuesto acuerdo oral de que el contrario sería renovado.

Por supuesto, el Servicio Burgess de Contratación Social envió un perito adecuadamente obsequioso, y pagó las costas jurídicas, así como los honorarios médicos por la nariz rota de Moore. (Diane lo había golpeado con Elementos de alta costura, un manual ilustrado, pesado talismán que llevaba consigo en un estuche plástico —mientras él dormía junto a la piscina— con estuche plástico y todo).

Así fue como, en marzo, Moore se sintió preparado, informado y capaz de enfrentar a la última ciudadana sobreviviente del siglo diecinueve.

En mayo, sin embargo, comenzó a pensar que su entrenamiento había sido excesivo. Estuvo tentado de tomarse una licencia psiquiátrica de un mes en su trabajo, pero recordando la pregunta de Leota sobre antecedentes de demencia, vetó la idea y pensó en Leota. El mundo se detuvo mientras su mente giraba. Con remordimiento, se dio cuenta de que no había pensado en ella durante meses. El programa autodidáctico, el nuevo puesto y Diane Demetrios lo habían ocupado demasiado para pensar en la Reina del Grupo, su amor.

Rió entre dientes.

Es vanidad, decidió: la deseo porque todos la desean.

No, tampoco eso era la verdad exacta… El quería… ¿qué?

Pensó en sus motivaciones, sus deseos.

Entonces comprendió que sus objetivos habían cambiado; el acto se había convertido en actor. Lo que realmente deseaba, primero y por encima de todo, era entrar en el Grupo, ese estratocrucero de lujo que recorría los siglos atravesando velozmente mañana y mañana y todos los días posteriores… surcar las alturas, como esos dioses antiguos que aparecían en los ritos de los equinoccios, que dormían entre una y otra precesión y volvían a manifestarse con cada nueva estación, mientras el grueso de la humanidad vivía uno por uno esos días monótonos intermedios. Ser parte de Leota era ser parte del Grupo, y eso quería él ahora. Así que, por supuesto, era vanidad. Era amor.

Lanzó una carcajada. Su autosurf rasgó la lente azul del Pacífico como un diamante tripulado, levantando astillas agudas y frías en la superficie y arrojándoselas a la cara.

Volver del cero absoluto, como Lázaro, no es doloroso ni desconcertante, al principio. No hay sensación alguna hasta que se alcanza la temperatura de un cadáver razonablemente tibio. Ya entonces, sin embargo, fluye una inyección de nirvana por los ríos deshelados del cuerpo.

Recién cuando empieza a volver el conocimiento, pensó la señora Mullen, a volver con fuerza suficiente como para que uno comprenda plenamente lo ocurrido —que el vino ha sobrevivido otra estación en una bodega incierta, y la cosecha es ahora más preciada todavía—, recién entonces entra un miedo innombrable a formar parte de las siluetas mundanas del moblaje del dormitorio, durante un momento.

Es más que nada una actitud supersticiosa, un temblor mental ante la posibilidad de que la sustancia de la vida, de la vida de uno, haya sido afectada de alguna manera indefinible. Pasa un microsegundo, y después queda solamente el tenue recuerdo de un mal sueño.

La mujer se estremeció, como si aún tuviera el frío encerrado en los huesos, y se sacudió la idea de las pesadillas pasadas.

Volvió su atención hacia el hombre de chaqueta blanca que estaba a su lado.

—¿Qué día es? —le preguntó.

Era un puñado de polvo en los vientos del Tiempo…

—Dieciocho de agosto de dos mil dos —contestó el puñado de polvo—. ¿Cómo se siente?

—Muy bien, gracias —decidió ella—. Acabo de llegar a un nuevo siglo, el tercero que visito, de modo que ¿por qué no habría de sentirme muy bien? Me propongo visitar muchos más.

—Sin duda lo hará, señora.

Los pequeños mapas que eran las manos de la mujer ajustaron el cubrecama.

—Cuénteme qué novedades hay en el mundo.

El médico apartó la vista del súbito resplandor de acetileno que estalló en los ojos de la mujer.

—Por fin hemos visitado Neptuno y Plutón —relató—. Son totalmente inhabitables. Según parece, el hombre está solo en el sistema solar. El proyecto del Lago Sahara ha tropezado con más dificultades, pero es posible que las obras comiencen la próxima primavera, ahora que se está por llegar a un arreglo sobre esas estúpidas reclamaciones francesas…

Ella, con los ojos, fundió el polvo de él transformándolo en láminas de cristal.

—Otro competidor, Futuroalegre, entró en el negocio de los tanques de tiempo hace tres años —recitó él, tratando de sonreír—, pero enfrentamos al enemigo y lo vencimos… El Grupo compró su parte hace ocho meses. De paso, nuestros tanques son ahora mucho más sofistica…

—Repito —dijo ella—. ¿Qué novedades hay en el mundo, doctoré?

El hombre torció la cabeza, evitando la mirada de la mujer.

—Ahora podemos prolongar las intermitencias mucho más de lo que se podía lograr con los métodos antiguos —le dijo finalmente.

—¿Mejor acción dilatoria?

—Sí.

—¿Pero no una cura?

El hombre sacudió la cabeza negativamente.

—De cualquier modo —le dijo ella— ya ha sido anormalmente dilatada. Los antiguos remedios ya no producen efecto. ¿Por cuánto tiempo servirán los nuevos?

—No sabemos todavía. Usted tiene una variedad poco habitual de esclerosis múltiple, y hay otras complicaciones.

¿Habrá posibilidad de hallar una cura?

—Podría tardar veinte años más. Tal vez la tengamos mañana.

—Comprendo. —El brillo se atenuó—. Ya puede retirarse, joven, Al salir, póngame en marcha la grabación informativa.

Aliviado, el médico dejó que la máquina lo reemplazara.

Diane Demetrios discó el número de la biblioteca y pidió el libro del Grupo. Hizo girar el dial de las páginas y se detuvo.

Estudió la pantalla como si fuera un espejo, mientras su rostro pasaba por toda la gama de expresiones.

—Soy tan hermosa como tú —decidió al cabo de un rato—. Y más todavía… Te vendría bien un cambio en la nariz y en la línea de las cejas… Si ellos no fueran fundamentalistas faciales —dijo al retrato—, si no discriminaran contra la cirugía, tú estarías aquí y yo ahí. ¡Perra!

El millonésimo barril de agua marina convertida surgió, fresca y helada, del Purificador Moore. Volcándose desde el depósito y fluyendo por los conductos, era limpia, útil y singularmente inconsciente de estas virtudes. Por la otra punta entró una nueva transfusión de salobre Pacífico.

—Los productos de desecho los utilizaban en seudocerámica.

El hombre que diseñó el Purificador de doble servicio era rico.

En Oahu, la temperatura era de veintiocho grados centígrados.

El millonésimo primer barril salió del Purificador…

Dejaron a Alvin Moore entre perros de porcelana.

Dos de las paredes estaban cubiertas de estantes, desde el piso hasta el techo. En los estantes se alineaban perros, principalmente de cerámica vidriada (aunque algunos eran más toscos y primitivos), perros azules, verdes, rosados, canela (sin mencionar ocre, bermellón, malva y azafrán), cuyo tamaño iba desde el de una cucaracha más bien grande hasta el de un jabalí pigmeo. Desde el otro lado de la habitación, un fuego de leños que era un verdadero infierno lanzaba su desafío metafísico al caluroso julio de las Bermudas.

Encima de la repisa de la chimenea había más perros.

Junto al infierno había un escritorio, y sentada a él estaba Mary Maude Mullen, envuelta en un tartán a cuadros verdes y negros. Estudiaba la carpeta de Moore, abierta sobre el secante, y no alzó la mirada al hablarle.

De pie junto al asiento que no se le había ofrecido, Moore fingió examinar los perros y los montones de leña georgiana que llenaban la pieza hasta rebosar.

Aunque no demasiado afecto a los perros verdaderos, Moore no les tenía rabia; pero al cerrar los ojos un momento experimentó una sensación de claustrofobia.

Esos no eran perros. Eran los seres de otro planeta que contemplaban sin pestañear al último terrestre a través de los barrotes de su jaula. Moore se prometió no decir nada elogioso acerca de esa deslumbrante jauría arco iris (adecuada tal vez para cazar un ciervo de jade del tamaño de un chihuahua); decidió que sólo podía haber surgido de la desviación mental de un monomaniaco, o de alguien que tuviera muy poca imaginación y respeto hacia los perros. Luego de verificar todas las generalidades enumeradas en la petición de Moore, la señora Mullen alzó unos ojos pálidos.

—¿Qué le parecen mis perritos? —preguntó.

Era una mujer arrugada, de rostro estrecho y pelo llameante, nariz corta y expresión inocente; en los labios finos tenía todavía las huellas de la pregunta.

Después de repasar con rapidez los últimos pensamientos, Moore decidió mantener la integridad respecto de los perros de porcelana contestando de manera objetiva.

—Son muy coloridos —dijo.

Apenas lo dijo sintió que esa respuesta era un error. La pregunta había sido demasiado brusca. Había entrado en el estudio listo para mentir sobre cualquier cosa menos los perros de porcelana. Esbozó una sonrisa.

—Son muchísimos. Pero claro está que no ladran, muerden, ni pierden el pelo, ni hacen otras cosas…

La mujer le devolvió la sonrisa.

—Mis queridas, coloridas y pequeñas perras e hijos de perra —dijo—. No hacen nada. Son algo así como simbólicos. También es por eso que los colecciono. Siéntese y finja estar cómodo —indicó.

—Gracias.

—Dice aquí que usted ha surgido hace muy poco de las felices filas del anonimato y logrado no sé qué esotérica distinción científica. ¿Por qué renunciar a ella ahora?

—Quería dinero y prestigio, cosas que, según se me dio a entender, son útiles para todo candidato al Grupo.

—¡Ajá! ¿De modo que no fueron un fin, sino un medio?

—En efecto.

—Dígame entonces por qué quiere ingresar en el Grupo.

Hacía meses que tenía escrita la respuesta a esa pregunta. La había grabado mecánicamente en el cerebro para poder decirla con inflexiones naturales. Las palabras se le empezaron a formar en la garganta, pero las dejó morir allí. Las había planeado de la manera que suponía podían ser más atractivas para una admiradora de Tennyson. Ahora no estaba tan seguro.

Sin embargo… Examinó el asunto y eligió un punto neutro: la parte que se refería a seguir al conocimiento como a una estrella fugaz.

—En las próximas décadas habrá muchos cambios, y quisiera verlos con los ojos de un hombre joven.

—Como miembro del Grupo, existirá más para ser visto que para ver —contestó ella, anotando algo en la carpeta—. Y si lo aceptamos, creo que tendremos que teñirle el pelo.

—¡Eso de ningún modo!… Perdón, se me escapó.

—Bien. —La mujer hizo otra anotación—. No queremos gente demasiado inhibida… ni tampoco demasiado desinhibida. Su reacción fue bastante pintoresca. —Volvió a levantar la vista—. ¿Por qué ansia tanto ver el futuro?

Moore se sintió incómodo. Parecía como si ella supiese que él estaba mintiendo.

—Pura curiosidad humana —dijo débilmente—, y un cierto interés profesional. Como soy ingeniero…

—No ofrecemos seminarios —observó la mujer—. Si quiere permanecer en el Grupo no podrá hacer mucho más que asistir a las Fiestas. En veinte años… no, diez… estará de nuevo en el jardín de infantes en cuanto a ingeniería. Para usted todo será jeroglíficos, y no lee jeroglíficos, ¿verdad?

Moore negó con la cabeza.

—Muy bien, no es una comparación muy adecuada —continuó ella—. Sí, será todo jeroglíficos, y si usted abandonara el Grupo no pasaría de ser un dibujante inexperto… aunque no necesitaría trabajar. Pero si quisiera hacerlo tendría que ser como independiente, lo cual se hace cada vez más difícil, con el paso del tiempo. Sin duda perdería dinero.

Moore se encogió de hombros, y alzó las palmas de las manos. Había pensado en hacer eso. Cincuenta años —se había dicho— y podríamos abandonar el Grupo, seríamos ricos y yo podría seguir cursos de repaso y buscar trabajo como consultor en ingeniería marina.

—Sabría lo suficiente para apreciar lo que pasa, aunque no pudiera participar —explicó.

—¿Se contentaría con observar?

—Pienso que sí —mintió él.

—Lo dudo. —La mujer volvió a clavarle los ojos. Usted cree estar enamorado de Leota Masón. Ella lo propuso, pero claro está que tiene derecho a hacerlo.

—No sé —contestó él por último—. Al principio, hace dos años, creía que estaba…

—La pasión es buena; buen tema para chismes —dijo la mujer—. En cambio no toleraré el amor. Líbrese de esas ideas. Nada tan aburrido y anti-alegre como un enredo dentro del Grupo. No provoca habladurías sino burlas. Y bien, ¿es apasionamiento o amor?

—Apasionamiento —decidió él.

La mujer miró el fuego, se miró las manos.

—Tendrá que elaborar una actitud budista hacia el mundo que lo rodea. Ese mundo cambiará día a día. Cada vez que se detenga a mirarlo será un mundo distinto, irreal.

Moore asintió con la cabeza.

—Por consiguiente, si usted quiere conservar su estabilidad, el Grupo debe ser el centro de todo. Dondequiera que resida su corazón, allí residirá también su alma.

Moore asintió de nuevo.

—… Y si resulta que no le gusta el futuro cuando se detenga a observarlo, recuerde que no hay regreso. ¡No se limite a pensar en eso, siéntalo!

Moore lo sintió.

La señora Mullen comenzó a anotar. De pronto la mano derecha empezó a temblarle. Dejó caer la lapicera, y con cuidado excesivo volvió a meter la mano bajo el chal.

—Usted no es tan pintoresco como la mayoría de los candidatos —le dijo con demasiada naturalidad—, pero, por otro lado, ahora andamos necesitados del tipo espiritual. El contraste agrega profundidad y textura a nuestras exhibiciones. Vaya a mirar las grabaciones de nuestras Fiestas pasadas.

—Ya las vi.

—… ¿Y puede entregar a eso su alma, o una parte importante?

—Dondequiera que resida mi corazón…

—Entonces puede volver a su casa, señor Moore. Hoy recibirá nuestra decisión.

Moore se puso de pie. Tantas preguntas habían quedado sin formular, tantas cosas había querido decir, había olvidado o no había tenido oportunidad de decir… Se preguntó si la mujer ya habría decidido rechazarlo. ¿Por eso había sido tan breve la entrevista? Sin embargo, sus comentarios finales habían sido alentadores.

Escapó de la frágil perrera con la sensación de que todos sus poros eran agujeros de clavos recién arrancados.

Pasó toda la tarde en la piscina del hotel, y al anochecer se trasladó al bar. No cenó.

Cuando recibió la noticia de que había sido aceptado, el mensajero le informó también que la costumbre imponía hacer un pequeño regalo a la inquisidora. Previendo la índole del regalo, Moore rió con risa de borracho.

Mary Maude Mullen recibió su primer perro de porcelana del Pacífico desde Oahu con un pequeño y triste encogimiento de hombros que casi se transformó en un estremecimiento. Después se echó a temblar, y estuvo a punto de dejarlo caer. Se apresuró a colocarlo en el estante más bajo, detrás del escritorio, y a buscar las píldoras. Más tarde las llamas hicieron que el perro se quebrase.

Bailaban. El mar era un cielo verde dorado sobre la cúpula, El día era extrañamente joven.

Fatigados restos de las dieciséis horas de la Fiesta, se colgaban unos de otros, los pies doloridos, los hombros caídos. En la pista seguían moviéndose ocho parejas, y los cansados músicos les proporcionaban la música más lenta que podían tocar. Desparramadas a orillas del mundo, donde el verde cuenco del cielo se unía con las azules baldosas de la Tierra, unas quinientas personas, con las ropas desarregladas y las bocas abiertas, contemplaban el agua que había más allá de la pared, como peces de color sobre una mesa.

—¿Crees que lloverá? —preguntó él.

—Sí —respondió ella.

—Yo también… Bueno, ya hablamos del tiempo. ¿Qué me dices ahora sobre esa semana en la luna …?

—¿Qué tiene de malo la vieja madre Tierra? —sonrió ella.

Alguien gritó, y casi al mismo tiempo se oyó el ruido de una bofetada. Los gritos cesaron.

—Nunca estuve en la luna —replicó él.

Esto pareció divertirla levemente.

—Yo sí. No me gusta.

—¿Por qué?

—Luces frías y locas fuera de la cúpula, y rocas muertas y oscuras alrededor —dijo ella con una mueca—. Parece un cementerio al final del Tiempo.

—Está bien, no importa —dijo él.

—… Y la sensación de liviandad incorpórea cuando uno se mueve dentro de la cúpula…

—¡Está bien!

—Disculpa. —La mujer le rozó el cuello con los labios, y él tocó la frente de ella con la suya—. El Grupo ha perdido barniz —sonrió.

—Ahora no importa; ya no nos están grabando.

Una mujer comenzó a sollozar cerca del gigantesco caballo marino que había sido la mesa de refrigerios. Los músicos tocaron con más fuerza. El cielo estaba lleno de luminosas estrellas de mar, que se movían húmedas de un lado a otro. Una de ellas goteó agua salada sobre la pareja al pasar por encima.

—Saldremos mañana —dijo él.

—Sí, mañana —repitió ella.

—¿Y España? —preguntó él—. Es la estación de las cerezas. Habrá los Juegos Florales de la Vendimia Jerezana. Quizá sean los últimos.

—Demasiado ruidoso, con tantos fuegos artificiales —objetó ella.

—Pero alegre.

—Alegre —suspiró ella torciendo la boca—. Vayamos a Suiza y finjamos que somos viejos o que nos estamos muriendo de algo romántico.

—Necrófila —sonrió él, resbalando en una mancha de humedad y recobrando el equilibrio—. Sería mejor un tranquilo lago escocés, donde tú tendrás tu niebla y tus miasmas y yo tendré mi leche y miel puras.

—No —dijo ella por encima del murmullo de voces ebrias—, vamos a Nueva Hampshire.

—¿Qué tiene de malo Escocia?

—Nunca estuve en Nueva Hampshire.

—Yo sí, y no me gusta. Se parece a tu descripción de la luna.

Una polilla que roza la llama de una vela, el temblor.

Un relámpago helado de luz negra se estiró lentamente en los verdes cielos. Comenzó a lloviznar.

Mientras ella se quitaba los zapatos, él tomó un vaso de la bandeja que flotaba por encima de su hombro izquierdo, lo vació y devolvió a su lugar.

—Parece que alguien estuvo aguando la bebida.

—El Grupo debe de estar economizando —dijo ella.

Entonces Moore vio a Unger que, vaso en mano, los miraba desde el borde de la pista.

—Allí está Unger.

—Ya lo veo. Se tambalea.

—Nosotros también —rió él.

El pelo del obeso bardo era un caos nevado, y su ojo izquierdo estaba tan hinchado que apenas podía abrirlo. Con un borboteante murmullo se desplomó, volcando la sopa. Nadie se movió para ayudarlo.

—Creo que otra vez bebió demasiado.

—Ay, pobre Unger —dijo ella sin expresión—. Lo conocí bien.

La lluvia seguía cayendo, y los bailarines se movían en la pista como figuras en algún espectáculo de títeres de aficionados.

—¡Ahí vienen! —gritó uno que no era del Grupo agitando la capa carmesí—. ¡Están bajando!

Todas las cabezas aún conscientes en la Cúpula de la Fiesta se volvieron hacia arriba, y el agua les chorreó en los ojos. En el verde sin nubes crecían tres zepelines plateados.

—Vienen por nosotros —observó Moore.

¡Lo van a conseguir!

La música había hecho una pausa momentánea, como un péndulo al final del arco. Empezó de nuevo.

Buenas noches, señoras, tocaba la banda, buenas noches, señoras

—¡Estamos salvados!

—Iremos a Utah —le dijo él con los ojos húmedos— donde no hay maremotos ni olas altas.

Buenas noches, señoras

—¡Estamos salvados!

Alegres navegamos —cantaban las voces—, navegamos

—“Navegamos” —dijo ella.

—“Alegres” —contestó él.

¡Sobre el profundo mar azul!

Un mes (para el Grupo) después de lo más parecido a un desastre (para el Grupo) que se conociera (es decir en el año 2019 de Nuestro Señor y Presidente Cambert, doce años después del maremoto), el integrante del Grupo Moore y Leota (nacida Láquesis) estaban de pie junto a la Sala del Sueño, en la Isla de Bermuda. Era casi de mañana.

—Creo que te amo —dijo él.

—Afortunadamente el amor no requiere un acto de fe —señaló, ella mientras aceptaba fuego para el cigarrillo—, porque yo no creo en nada.

—Hace doce años vi a una hermosa mujer en una Fiesta y bailé con ella.

—Hace cinco semanas —corrigió Leota.

—Entonces me pregunté si alguna vez ella pensaría no abandonar el Grupo y humanizarse de nuevo, y ser heredera de los males mortales.

—También yo me lo he preguntado a menudo en momentos de ocio —dijo ella—. Pero no lo haré. Por lo menos hasta que sea vieja y fea.

—Eso quiere decir nunca —sonrió él tristemente.

—Qué noble eres. —Leota lanzó humo hacia las estrellas, tocó la fría pared del edificio—. Algún día, cuando ya no la miren salvo para compararla con alguna engreída hija del lejano futuro, o cuando los cánones de belleza del mundo hayan cambiado, ella se trasladará del tren expreso al local y dejará que el resto del mundo siga de largo.

—Cualquiera que sea la estación, se encontrará sola en una población extraña —dijo Moore—. Parece que todos los días remodelaran el mundo. En esa cena de anoche… perdón, del año pasado… me encontré con un compañero de estudios, y me trató como si él fuera mi padre. A cada rato me decía “hijo”, “muchacho” o “chico”, y no porque quisiera hacerse el gracioso. Respondía a lo que veía. Mi apetito disminuyó notablemente. ¿Te das cuenta a dónde vamos? —preguntó a la nuca de Leota cuando ella se volvió para mirar el jardín de flores durmientes—. ¡Lejos! ¡Lejos! ¡Nunca podremos volver! El mundo continúa avanzando mientras dormimos.

—Eso reconforta, ¿verdad? —dijo ella por último—. Y estimula, e inspira asombro. Me refiero a estar atados. Todo arde. Nosotros permanecemos. Ni el tiempo ni el espacio pueden retenernos si no lo consentimos.

—Y yo no consiento estar atada —declaró.

—¿A nada?

—A nada.

—Supón que todo fue una enorme broma…

—¿Qué?

—El mundo. Supón que todos los hombres, mujeres y niños murieron el año pasado en una invasión de seres de Alfa Centauri, todos menos el Grupo congelado. Supón que fue un ataque bacteriológico de eficacia total…

—No hay seres en el sistema Centauri. Lo leí el otro día.

—Bueno, de otro lugar entonces. Supón que limpiaron los restos y todas las señales del caos, y que entonces uno de esos seres señaló con una aleta este edificio —Moore palmeó la pared— y dijo: “¡Oigan! Aquí adentro hay algunos que están vivos, en hielo… Pregunten a un sociólogo si vale la pena conservarlos o si abrimos la puerta del refrigerador y dejamos que se pudran”. Entonces vino uno de los sociólogos y nos miró a todos, en nuestros ataúdes de hielo, y dijo: “Tal vez sirvan para reírnos un poco y para dedicarles una docena de páginas en alguna publicación poco conocida. Hagámosles creer que todo sigue tal como era antes de la invasión. Según estas planillas, todos sus movimientos están previstos, así que no será difícil. Les llenaremos las Fiestas de simulacros humanos provistos de aparatos grabadores y haremos una lista de sus pautas de comportamiento. Les variaremos las circunstancias, y ellos atribuirán eso al progreso. Así podremos verlos actuando en toda clase de situaciones. Luego, cuando terminemos, siempre podemos romper sus indicadores de tiempo y dejar que sigan durmiendo… o abrir las puertas y ver cómo se pudren”. Así que decidieron hacer eso —concluyó Moore—, y aquí estamos, últimas personas vivas en la Tierra, haciendo cabriolas ante máquinas operadas por seres inhumanos que nos observan por razones incomprensibles.

—Entonces démosles un buen espectáculo —repuso ella—, y tal vez nos aplaudan una vez antes de que nos pudramos.

Leota apagó el cigarrillo y despidió a Moore con un beso. Ambos volvieron a sus refrigeradores.

Pasaron doce semanas antes que Moore sintiera necesidad de descansar del circuito de las Fiestas. Comenzaba a tener miedo. Leota había pasado décadas no funcionales de su tiempo de vacaciones con él, y últimamente mostraba señales de mal humor, lamentando al parecer esos gastos en beneficio de él. Por eso decidió ver algo real, dar un paseo en el año 2078. Al fin y al cabo tenía más de cien años de edad.

La Reina vivirá siempre, decía el descolorido recorte pegado en el corredor principal de la Sala del Sueño. Bajo el titular se leía la historia vieja/reciente de la superación de los últimos problemas que quedaban en la cura de la esclerosis múltiple, y el rescate médico de una de sus víctimas más notables. Moore no había visto a la Decana desde el día de la entrevista. No le importaba volver a verla.

Se puso un traje que sacó del armario de ropa de diario, cruzó los jardines hacia el campo de aviación. No había gente en los alrededores.

No sabía realmente a dónde quería ir hasta que se detuvo ante una taquilla de pasajes y el parlante le preguntó:

—Destino, por favor.

—Hm… Oahu. Laboratorios Akwa, si tienen pista de aterrizaje propia.

—Sí, la tienen… Pero para los últimos noventa kilómetros deberá usar un vuelo privado.

—Deme pasaje para un vuelo privado todo el viaje, ida y vuelta.

—Introduzca su tarjeta, por favor.

Moore así lo hizo.

Cinco segundos más tarde la tarjeta le cayó de vuelta en la mano, que esperaba. La guardó en el bolsillo.

—¿A qué hora llegaré? —preguntó.

—A las nueve y treinta y dos segundos, si parte en el Dardo Nueve dentro de seis minutos. ¿Tiene equipaje?

—No.

—En ese caso su Dardo lo espera en el área A-11.

Moore atravesó el campo de aviación hacia el Dardo de despegue vertical numerado “Nueve”, que volaba programado. La ruta de vuelo, dado que era un viaje especial, había sido elaborada en la taquilla milésimas de segundo después que Moore mencionara su destino. Luego esa ruta fue transmitida a una cinta virgen dentro del Dardo Nueve; un cerebro de autoalternación permitía al Dardo corregir el rumbo ante contingencias imprevistas y volver luego a la ruta para aterrizar exactamente donde estaba programado para bajar.

Moore subió por la rampa y se detuvo para introducir la tarjeta en la ranura, junto a la puerta del avión. La puerta se abrió, Moore recobró la tarjeta y entró, Eligió un asiento junto a una portilla y se ajustó el cinturón sobre el vientre. Entonces la puerta se cerró sola.

Al cabo de unos minutos el cinturón se desabrochó y desapareció en los brazos del asiento. Ahora el Dardo volaba con suavidad.

—¿Quiere luz más tenue? ¿O la prefiere más fuerte? —preguntó una voz a su lado.

—Está muy bien así —dijo Moore a la entidad invisible.

—¿Quiere comer o beber algo?

—Tomaré un Martini.

Se oyó un sonido deslizante, seguido por un apagado chasquido. En la pared, a su lado, se abrió un diminuto compartimiento; adentro estaba el Martini.

Moore lo retiró y sorbió un tragó.

Afuera, hacia la parte posterior del Dardo, se elevó un suave nimbo azul.

—¿Alguna otra cosa? —Pausa—. ¿Quiere que le lea un artículo sobre el tema de su predilección? —Pausa—. ¿O un relato? —Pausa—. ¿O poesía? —Pausa—. ¿Desearía el catálogo? —Pausa—. ¿O prefiere música, tal vez?

—¿Poesía? —repitió Moore.

—Sí, tengo numerosas…

—Conozco a un poeta —recordó Moore—. ¿Tiene algo de Wayne Unger?

Una breve meditación mecánica:

—Wayne Unger. Sí —respondió la voz—. Dispongo de Paraíso no deseado, Hongos de acero y Cincel en el cielo.

—¿Cuál es su obra más reciente? —preguntó Moore.

—Cincel en el cielo.

—Léamela.

La voz comenzó a leerle todos los datos editoriales y la información sobre propiedad intelectual. Moore protestó y la voz le respondió que era una cuestión legal, y citó un caso precedente. Moore pidió otro Martini y esperó.

Por último la voz dijo:

—“Nuestro invernal camino a través del anochecer, entre zarzas ardientes”.

—¿Eh?

—Es el título del primer poema.

—Ah… Siga leyendo.

—“(Donde sólo las siempreverdes emblanquecen…).

Nevadas cenizas se elevan

en torres de ventisca.

Las siluetas abren un perfil.

La oscuridad, como una ausencia de rostros,

brota de la casa abierta;

rezuma a través del destrozado pino

e inunda el arce fracturado.

Acaso sea la esencia senescente

entresacada en sueños a los durmientes,

que empapa este camino

en climático exceso.

O tal vez la gran Antivida

aprende a pintar con saña,

a clavar un carámbano en el ojo de la gárgola.

Pues, para ser precisos, aunque

nadie puede enfrentarse consigo mismo in toto,

veo vuestro cielo que se desploma, los dioses extintos,

como en un sueño colmado de humo

donde antiguas estatuas arden

silenciosas, derrumbándose al suelo.

(… y nunca el siempreblanco es verde)”.

Hubo una pausa de diez segundos, y luego:

—El poema siguiente se titula.

—Un momento —pidió Moore—. El primero… ¿Está programado para explicarlo?

—No, lo siento. Para eso sería necesario un equipo más complicado.

—Repita la fecha del registro de propiedad intelectual del libro.

—2016, en la Unión Norteamericana…

—¿Y es su obra más reciente?

—Sí. Es miembro del Grupo de las Fiestas y generalmente hay un lapso de varias décadas entre sus libros.

—Continúe la lectura.

La máquina siguió leyendo. Aunque Moore sabía poco de poesía, le llamaron la atención las continuas referencias al hielo y al frío, a la nieve y al sueño.

—Pare —dijo a la máquina—. ¿Tiene algo del mismo autor antes de ingresar en el Grupo?

Paraíso no deseado fue publicado en 1981, dos años después de su ingreso. Pero según el Prólogo la mayor parte fue escrita antes.

—Léalo.

Moore escuchó con atención. Había allí poco de hielo, nieve o sueño. Se encogió de hombros ante este pequeño descubrimiento. El asiento se adaptó y readaptó inmediatamente al movimiento.

Apenas conocía a Unger. No le gustaba su poesía. Claro que casi no le gustaba ninguna poesía.

El lector comenzó otra.

—“En la casa emperrada” —dijo.

El corazón es un cementerio de crigas

oculto al ojo del cazador,

donde el amor lleva a la muerte como un esmalte

y los perros llegan arrastrándose a morir…”

Moore sonrió mientras escuchaba las demás estrofas. Al reconocer su origen, esa le gustó un poco más.

—No siga leyendo —dijo a la máquina.

Pidió una comida liviana y pensó en Unger. Una vez había hablado con él. ¿Cuándo? ¿2017…? Sí, en el Centenario de la Liberación de los Trabajadores Libres, en el Palacio Lenin.

Corrían ríos de vodka.

Fuentes de jugos, como arterias inhumanas acuchilladas, lanzaban luminosas sombrillas de púrpura y limón y verde y naranja. Cerca de muchos corazones relucían joyas suficientes para rescatar a un Emir. El anfitrión, el primer ministro Korlov, parecía un alegre gigante helado en exhibición.

… En un pabellón de baile de cristal polarizado, mientras afuera el mundo se apagaba y encendía, se apagaba y encendía, como un anuncio, según las palabras de Unger, que apoyaba ambos codos sobre el mostrador y el pie en el indispensable riel.

Al acercarse Moore, Unger volvió la cabeza. Era un búho albino de ojos turbios.

—¿Albion Moore? —dijo tendiendo la mano—. ¿Quo vadis, maldita sea?

—Jugo de pomelo y vodka —dijo Moore al innecesario ser humano que estaba de pie junto a la máquina mezcladora.

El hombre uniformado apretó dos botones y pasó el vaso por encima de los sesenta centímetros de caoba helada. Moore lo empujó hacia Unger en un leve saludo.

—Que tenga un feliz Centenario de la Liberación de los Trabajadores Libres.

—Brindo por la liberación.

El poeta se inclinó y oprimió su propia combinación de botones; el hombre de uniforme se sorbió audiblemente la nariz.

Los dos bebieron juntos.

—Nos acusan —el ademán de Unger indicó el mundo en general— de no conocer ni preocuparnos por nada ni nadie que no pertenezca al Grupo.

—¿No es verdad acaso?

—Oh, sí, pero eso habría que aclararlo. Nos pasa lo mismo con nuestra gente. A ver, sea sincero: ¿a cuántas personas del Grupo conoce?

—A unas cuantas.

—No le pregunté cuántos nombres sabía.

—Bueno, hablo con ellos a cada rato. Nuestro entorno es propicio para mucho movimiento y muchas palabras… y tenemos todo el tiempo del mundo. ¿Cuántos amigos tiene usted? —preguntó Moore.

—Acabo de terminar uno —gruñó el poeta, adelantándose— y ahora me voy a mezclar otro.

Moore no tenía ganas de que lo deprimieran ni de que bromearan con él, y no estaba seguro de la categoría a que correspondía aquello. Vivía dentro de una burbuja de jabón desde la desdichada Fiesta en el fondo del mar, y no quería que nadie apuntara en su dirección con objetos afilados.

—Bueno, usted no depende de nadie. Si no está contento en el Grupo, váyase.

—No se está portando como un verdadero tovarisch —dijo Unger, sacudiendo un dedo—. En otra época, uno podía contar las penas al mozo y a los amigos del bar. Aunque usted no puede recordarlo… esos días terminaron con la aparición de los barmáticos de chapa niquelada. ¡Malditos sean sus ojos exóticos y mezclas científicas!

De pronto apretó varios botones en rápida sucesión y empujó tres copas sobre la superficie oscura y brillante.

—¡Pruébelas! ¡Sorba un trago de cada una! —instó a Moore—. No puede distinguirlas sin leer la composición ¿verdad?

—En eso se puede confiar en ellos.

—¿Confiar? ¡Sí, demonios! Se puede confiar en que crearán neuróticos. Antes uno podía pedir una cerveza y hablar con alguien. Todo eso terminó cuando llegaron las máquinas mezcladoras. ¡Ahora ingresamos en un club de conversación donde todo es demente y antinatural! ¡Oh, si la Sirena hubiera sido así! —se lamentó en un falso tono de rabia—. ¡O el León Sangriento de Stepney! ¡Qué tipos escépticos habrían sido los compañeros de Marlowe! —Se desplomó en el asiento—. ¡Ah, sí! Ya no se bebe como antes.

El lenguaje internacional de su eructo hizo que el encargado de la máquina mezcladora apartara el rostro, que antes delató una expresión de disgusto.

—Bueno, repetiré la pregunta —dijo Moore, para hablar de algo—. ¿Por qué se queda donde no es feliz? Podría abrir usted mismo un verdadero bar si eso es lo que quiere. Ahora que lo pienso, probablemente fuera un gran éxito; gente sirviendo las bebidas y todo eso.

—¡Váyase! ¡Váyase! ¡No diré dónde! —Clavó la vista en el vacío—. Aunque tal vez lo haga un día —reflexionó—. Abrir un bar verdadero…

Entonces Moore le dio la espalda para mirar a Leota, que bailaba con Korlov. Se sentía feliz.

—La gente se une al Grupo por diversos motivos —murmuraba Unger—, pero el principal es el exhibicionismo, con el tentador espectro de la inmortalidad acechando quizás en la entrada del escenario. Atraer la atención se hace cada vez más difícil a medida que el tiempo pasa. En las ciencias es casi imposible. En los siglos diecinueve y veinte todavía se podía hablar de nombres célebres; ahora son célebres equipos de investigación. A las artes las democratizaron tanto que ya no existen, y ¿adonde han ido los públicos? Y no me refiero a los espectadores.

”Tenemos entonces el Grupo —continuó—. Por ejemplo fíjese en nuestra bella durmiente, que baila con Korlov…

—¿Eh?

—Discúlpeme. No quise despertarlo bruscamente. Decía que la señorita Masón, si quisiera llamar la atención ahora, no podría ser una stripper, y por eso tuvo que ingresar en el Grupo. Es mejor aún que ser estrella de trilivisión, y requiere menos trabajo.

¿Stripper?

—Una artista popular que se desvestía con música.

—Sí, recuerdo haber oído hablar de ellas.

—Pero también eso ha desaparecido —suspiró Unger—, y aunque no puedo desaprobar las costumbres actuales de vestido y desvestido, me sigue pareciendo que en el mundo viejo murió algo luminoso y frágil.

—Ella es luminosa, ¿no?

—Decididamente.

Entonces salieron a dar un breve paseo en la fría noche de Moscú. En realidad Moore no quería salir pero había bebido lo suficiente como para que pudieran convencerlo con facilidad. Además no quería que el tambaleante charlatán que iba a su lado cayera en alguna excavación o se extraviara, que perdiera el vuelo o apareciera herido. Por eso, caminaron por iluminadas avenidas y penumbrosas calles hasta llegar a la Plaza, donde se detuvieron ante un gran monumento en ruinas. El poeta cortó una ramita de un arbusto, hizo con ella una corona y la arrojó contra la pared.

—Pobre tipo —murmuró.

—¿Quién?

—El que está adentro.

—¿Quiénes?

Unger miró a Moore ladeando la cabeza.

—¿De veras no lo sabe?

—Admito que hay lagunas en mi educación, si a eso se refiere. Me esfuerzo continuamente para llenarlas, pero siempre fui flojo en historia. Me especialicé muy joven.

Unger señaló el monumento con el pulgar.

—Adentro yace el noble Macbeth —dijo—. Fue un antiguo rey que mató a su predecesor, el noble Duncan, de manera muy infame. Y también a muchos otros. A pesar de haber prometido que sería bueno con sus súbditos. Pero el temperamento eslavo es extraño. Se lo recuerda sobre todo por sus excelentes discursos, que fueron traducidos por un hombre llamado Pasternak. Nadie los lee ya.

Suspirando, Unger se sentó en un escalón. Moore lo imitó. Tenía demasiado frío para sentirse ofendido por la arrogante burla del poeta ebrio.

—En aquellos tiempos la gente solía hacer guerras —dijo Unger.

—Ya sé —respondió Moore, que se le estaban congelando los dedos—; una vez Napoleón incendió parte de esta ciudad.

Unger se quitó el sombrero.

Moore observó la línea de los edificios contra el cielo. Una desconcertante gama de estructuras rodeaba la Plaza: aquí, brillante y funcional, un bloque de oficinas semejante a una escalera se arreglaba las alturas y presenciaba distancias, como solamente pueden hacerlo las ventajas planificadas de lo nuevo; allá, una agencia que de día era un acuario era ahora un oscuro espejo, un sitio donde se exhibían al observador las eficiencias, inspiradoras de confianza, de bien preparados funcionarios; y del otro lado de la Plaza, con su purgada juventud plenamente restaurada por las sombras, la solitaria cebolla de una cúpula atizaba con su afilado rodete a los vehículos que flotaban allá arriba, señalando en ese mismo instante algunos que corrían veloces entre fuegos estelares…, y Moore se sopló los dedos y metió las manos en los bolsillos.

—Sí, las naciones iban a la guerra —estaba diciendo Unger—. Tronaban las artillerías. Se derramaba sangre. Moría gente. Pero nosotros sobrevivimos, atravesando palabra a palabra un trémulo Shinvat. Y luego, un día, hubo paz. Hacía mucho que la teníamos cuando nos dimos cuenta. Todavía no sabemos cómo lo conseguimos. Postergación perpetua y poca memoria, supongo, mientras la atención del hombre se ocupaba en otras cosas las veinticuatro horas del día. Ahora ya no queda nada por qué pelear, y todos ostentan los frutos de la paz… porque todos tienen de esos frutos… a montones. Todos los que quieran, y más. Pero esos frutos, que llenan los depósitos y la mente, ¡cómo han proliferado! La versión de cada mes es mejor que la anterior, de alguna manera hipersofisticada. Parecen haber absorbido las mentes que se absorben con ellos…

—Podríamos ir todos a vivir en los bosques —dijo Moore, deseando haberse tomado el tiempo necesario para guardar en el bolsillo un cristal de batería y un termostato para el traje.

—Podríamos hacer muchas cosas, y alguna vez las haremos… supongo. Aunque, pensándolo bien, creo que podríamos terminar en los bosques, después de todo.

—En ese caso, volvamos al Palacio mientras haya tiempo. Estoy helado.

—¿Por qué no?

Se pusieron de pie y emprendieron el regreso.

—De todas maneras, ¿por qué se metió en el Grupo? ¿Para poder sentirse descontento durante siglos?

—No, hijo. —El poeta le palmeó el hombro—. Soy un público en busca de espectáculo.

Moore tardó una hora en sacarse el frío de los huesos.

—Ejem. Ejem —dijo la voz—. Estamos a punto de aterrizar en los Laboratorios Akwa, en Oahu.

El cinturón serpenteó sobre las rodillas de Moore. Moore lo abrochó. Una sensación súbita le hizo pedir:

—Léame de nuevo ese último poema de Cincel.

—“Futuro, no seas impaciente” —anunció la voz.

Algún día, tal vez, pero no este.

Alguna vez; pero entonces, no ahora.

El hombre es un mamífero constructor

de monumentos.

Nunca me pregunten cómo”.

Moore pensó en la descripción de la luna hecha por Leota, y odió a Unger durante los cuarenta y cuatro segundos que tardó en desembarcar. No supo con certeza por qué.

De pie junto al Dardo Nueve, vio que se acercaba un hombre bajo que lucía una sonrisa y colorida vestimenta tropical. Le estrechó la mano, automáticamente.

—… Muy complacido —dijo el hombre llamado Teng—, y contento de que ya no quede mucho que usted pueda reconocer. Desde que nos llamaron de Bermuda hemos estado pensado qué mostrarle. —Moore fingió estar enterado de la llamada—. No muchos recuerdan a sus empleadores desde tanto tiempo atrás como usted —decía Teng.

Moore sonrió y echó a andar con él hacia el Complejo de Procesamiento.

—Sí, tenía curiosidad por ver cómo era esto ahora —admitió—. Mi antigua oficina, mi laboratorio…

—Ya no existen, por supuesto.

—… nuestra primera cámara-tandem, con sus inyectores de pico grande…

—Reemplazados, naturalmente.

—Naturalmente. Y las bombas grandes y viejas…

—Relucientes y nuevas.

Moore se sintió reanimado. El sol, que no había visto durante varios días/años, le calentaba agradablemente la espalda, pero más aún le agradó sentir el aire acondicionado al entrar en el primer edificio. Había una cierta belleza en la compacta funcionalidad de todo lo que los rodeaba, algo que Unger habría llamado por otro nombre pero que para Moore era belleza. Pasó la mano por los costados de máquinas que no tenía tiempo de estudiar. Palmeó los conductos y atisbó dentro de los hornos donde se procesaba la cerámica como subproducto; aprobó con un movimiento de cabeza y se detuvo a encender la pipa cuando el acompañante le pidió su opinión sobre algo demasiado remoto técnicamente para tener alguna opinión al respecto.

Cruzaron pasarelas; caminaron por el interior, parecido a un templo, de los tanques herméticos; atravesaron pasadizos donde se apagaban y encendían paneles indicando el curso de operaciones invisibles. De vez en cuando encontraban un obrero que, sentado ante un inactivo tablero de control, miraba un espectáculo transmitido o leía algo en su trilivisor portátil. Moore estrechó manos y olvidó nombres.

Teng, Director de Procesamiento, no podía dejar de sentirse parcialmente hipnotizado (tanto por la apariencia juvenil de Moore como por saber que éste había elaborado, en otra época, un procedimiento clave, y además por su aparente comprensión de las operaciones actuales) creyendo que Moore era un ingeniero de su misma estirpe y con su educación al día. En realidad, la predicción de Mary Mullen en cuanto a que algún día su profesión adelantaría más allá del alcance de su comprensión, no se había cumplido aún; pero era evidente que iba en esa dirección. Adecuadamente, había advertido que su foto acumulaba polvo en un pequeño vestíbulo, entre las de los demás antecesores de Teng, muertos y jubilados.

Dominado por esa sensación, Moore preguntó:

—Dígame, ¿cree que podría recobrar mi antiguo puesto?

El otro volvió bruscamente la cabeza; Moore permaneció inexpresivo.

—Bueno… supongo que… se podría arreglar… algo… —concluyó débilmente, mientras Moore sonreía y desviaba la pregunta hacia la conversación casual.

En cierto modo le divertía haber producido esa expresión súbita y extraña de comprensión en el aburrido rostro de Teng, cuando éste vio realmente a Moore por primera vez. Y también le asustaba.

—Sí, ver todo este progreso resulta… emocionante —declaró Moore—. Es casi suficiente para que uno quiera volver a trabajar. Por supuesto, me alegro de no tener que hacerlo… Pero hay cierta nostalgia en esto de volver, al cabo de tantos años, y ver cómo creció todo a partir de la operación precaria que parecía ser entonces, hasta abarcar edificios que no alcanzaría a recorrer en una semana, y todos repletos de maquinaria nueva que trabaja a un ritmo asombroso. Es eficiente. Me gusta. Supongo que a usted le agrada trabajar aquí.

—Sí —suspiró Teng—; tanto como a un hombre puede gustarle trabajar. Oiga, ¿piensa quedarse esta noche? Hay un luau semanal de los empleados, y sería muy bien recibido. —Consultó la esfera del reloj delgada como una oblea que llevaba sujeta a la muñeca—. A decir verdad, ya ha comenzado —agregó.

—Gracias, pero tengo una cita y debo irme pronto —repuso Moore—. Sólo quería reafirmar mi fe en el progreso… Gracias por la visita, y gracias por el tiempo que me dedicó.

—Cuando quiera —respondió Teng, mientras lo conducía hacia un lujoso Salón Comedor—. No tiene que volar de vuelta hasta dentro de un rato, ¿verdad? Bueno, mientras comemos algo aquí, desearía hacerle unas preguntas acerca del Grupo. En especial sobre los requisitos para ingresar…

Mientras daba la vuelta al mundo, de regreso a Bermuda, emborrachándose feliz en el vientre del Dardo Nueve, en el año dos mil setenta y ocho de Nuestro Señor, Moore sintió que el tiempo marchaba ahora correctamente.

—¿De modo que quieres tenerlo? —preguntó Mary Maude, saliendo cuidadosamente de las cavernas del chal.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque no destruyo lo que me pertenece. Ya es muy poco lo que poseo.

La Decana lanzó un suave bufido, tal vez de burla, y palmeó al perro favorito, como pidiéndole una respuesta.

—Aunque navega sobre un mar sin fondo hacia algún oriente fabuloso —meditó—, la nave sigue tratando de echar ancla. No sé por qué. ¿Puedes explicármelo? ¿Es simple descuido del capitán o del segundo oficial?

El perro no contestó. Tampoco hizo ninguna otra cosa.

—¿O es el deseo de un amotinado, que quiere virar y emprender el regreso? —inquirió—. Volver a casa.

Hubo un breve silencio, y finalmente:

—Vivo en una sucesión de casas. Se llaman horas. Todas son hermosas.

—Pero no lo suficiente, y nunca se las puede volver a visitar, ¿eh? Permíteme que me adelante a tus próximas palabras: “No pienso casarme. No pienso abandonar el Grupo. Tendré a mi hijo…”. De paso, ¿será niño o niña?

—Niña.

—“… tendré a mi hija, la instalaré en un buen hogar, dispondré para ella un futuro glorioso, y volveré a tiempo para el Festival de la Primavera. —Frotó el perro barnizado como si fuera un cristal, e hizo como que miraba a través de la verde opacidad—. ¿No soy una verdadera gitana? —preguntó.

—Sin duda.

—¿Y crees que eso dará resultado?

—No veo por qué no.

—Dime qué hará su orgulloso padre —inquirió la Decana—; ¿le compondrá un soneto o le diseñará juguetes mecánicos?

—Ni lo uno ni lo otro. Nunca lo sabrá. Estará dormido hasta la primavera, y yo no. Tampoco ella debe saberlo.

—Tanto peor.

—¿Quiere decirme por qué?

—Porque según los relojes del Grupo en menos de dos meses se convertirá en mujer… y en una mujer encantadora, sin duda, porque podrá permitirse el lujo de serlo.

—Naturalmente.

—Y como hija de un miembro del Grupo, será eminentemente aceptable como candidata a ingresar en él.

—Tal vez no lo quiera.

—Sólo quienes no pueden conseguirlo dicen que no lo quieren. Sí, lo querrá, como todos… Y si ella obtuviera la belleza por medios quirúrgicos, creo que en ese caso yo modificaré una regla mía. La aprobaré y la admitiré en el Grupo. Entonces conocerá a mucha gente interesante… poetas, ingenieros, su madre…

—¡No! ¡Antes de permitir que eso ocurra yo misma se lo contaría todo!

—¡Ajá! Dime, ¿tu temor al incesto se basa en tu temor a la competencia, o es al revés?

—¡Por favor! ¿Por qué dice cosas tan horribles?

—Porque, lamentablemente, tú eres algo que no puedo darme el lujo de conservar. Durante mucho tiempo has sido un excelente símbolo, pero ahora tus placeres han dejado de ser olímpicos. Has recaído en lo mundano. Demuestras que los dioses son menos sofisticados que escolares; que pueden ser víctimas de la biología, a pesar de los océanos de aliados médicos de que disponemos. A los ojos del mundo, princesa, tú eres mi hija, porque yo soy el Grupo. Acepta entonces un consejo maternal y renuncia. No intentes renovar tu opción. Cásate primero, y luego duerme unos meses… hasta la primavera, cuando vence tu opción. Duerme intermitentemente en tu tanque, durante un año o algo así. Nosotros realzaremos los aspectos románticos de tu retiro. Espera un año o dos para tener a tu niña. El sueño frío no le hará daño alguno; ya hubo otros casos como el tuyo. Si no aceptas esto te advierto maternalmente que te espera una expulsión inmediata.

—¡No puede hacer eso!

—Lee tu contrato.

—¡Pero nadie tiene por qué enterarse!

—¡Muñeca tonta! —El acetileno ardió con violencia—. Hace por lo menos sesenta años que tus atisbos de lo exterior son fragmentarios y sumamente selectivos. Todos los medios informativos del mundo vigilan casi todos los movimientos de cada integrante del Grupo, desde que se despierta en su tanque hasta que se retira, exhausto, luego de la última Fiesta. Ahora los fisgones y los cazadores de noticias tienen más aparatos y adminículos en sus arsenales que cabellos coloridos hay en tu cabeza. No podemos esconder a tu hija durante toda su vida, de modo que ni siquiera lo intentaremos. Bastante nos costaría ocultar lo sucedido si decidieras no tenerla… aunque creo que podríamos acallar a nuestros empleados con sobornos y drogas. En resumen, te exijo una decisión.

—Lo siento.

—Yo también —dijo la Decana.

La joven se puso de pie.

Cuando salía le pareció oír el gemido de un perro de porcelana.

Tras los cuidados setos del jardín y bajando una cuesta deliberadamente irregular corría el sendero sin pavimentar que erraba, como un río impulsivo, por estrechos de desaliñada forsicia, pasaba cerca de altas islas de enmarañados zumaques y junto a las ramas, temblorosas como olas, de uno que otro ginkgo que saludaba a las gaviotas en el cielo, mientras soñaba con el arqueópterix a punto de atravesarle el corazón de una zambullida; y quizá sea necesario serpentear unos trescientos metros para recorrer los cincuenta de selva planificada que separan los jardines de la Sala del Sueño de las ruinas artificiales que ocupan todo un acre montañoso, moteado aquí y allá por incipientes junglas de lilas y la ocasional campana de un gran sauce… que oculta momentáneamente y luego guía la mirada hacia rotos frontones, frisos destrozados, columnas torcidas con la parte superior hecha trizas, luego columnas caídas, luego estatuas sin caras y sin manos y, por último, montones aparentemente casuales de desperdicios que se alzan entre todas esas cosas; aquí, la senda por la cual avanzaban entonces forma un delta y se pierde con rapidez donde las mareas del Tiempo desgastan la cualidad de memento mori que las ruinas parecen expresar al principio, actuando como éntasis temporal y sobre los ojos del integrante del Grupo que las contempla, de modo que pueda mirar todo y decir: “Soy más viejo que esto”, y su acompañante pueda replicar: “Pasaremos de nuevo por aquí algún año, y también esto habrá desaparecido” (aunque no lo dijo esta vez) sintiéndose más feliz al sentirse menos mortal haciendo eso; y cruzando entre los desechos, como lo hicieron, hasta el sitio donde un Pan bárbaramente arruinado sonríe desde el anillo de una fuente seca, hay otro sendero, esta vez un camino no planificado y formado recientemente, donde el pasto que se pisa es amarillento y los caminantes deben ir en fila india porque los conduce a través de un zarzal, hasta que llegan al viejo rompeolas donde generalmente trepan como comandos para lograr acceso a una faja de medio kilómetro de playa desierta sobre una ensenada, donde la arena no es tan limpia como en las playas de la ciudad —que habitualmente son tamizadas cada tres días— pero donde la sombra es tan intensa, a su modo, como el sol, y junto a la costa hay piedras chatas para meditar.

—Te estás volviendo perezosa —comentó él, quitándose los zapatos y hundiendo los dedos de los pies en la arena fresca—. No trepaste al rompeolas.

—Me estoy volviendo perezosa —admitió ella.

Se quitaron las ropas y caminaron hasta la orilla.

—¡No me empujes!

—Ven, te juego una carrera hasta las rocas.

Esta vez ganó él.

Ociosos en el regazo del Atlántico, podrían haber sido dos bañistas cualesquiera en cualquier sitio, en cualquier época.

—Podría quedarme aquí para siempre…

—Las noches son frías, y si hay una tormenta fuerte podrías enfermarte o ser arrastrada por el agua.

—Quise decir, si pudiera ser siempre así —corrigió ella.

Verweile doch, du bist so schön —recordó él—. Así perdió Fausto una apuesta, ¿te acuerdas? A un Durmiente le pasaría lo mismo. Unger me está haciendo leer de nuevo… ¡Oye! ¿Qué pasa?

—¡Nada!

—Algo te ocurre, muchachita. Hasta yo me doy cuenta.

—¿Y qué?

—Es importante. Cuéntame.

La mano de ella se tendió como un puente sobre el estrecho canal entre ambas rocas, y encontró la de él. Él se tendió de costado y contempló el pelo de la mujer, satinado por el agua, y las pestañas pegadas, los desiertos con hoyuelos de las mejillas y los ensangrentados oasis de la boca. Ella le apretó la mano.

—Quedémonos aquí para siempre… a pesar del frío y del peligro de que nos arrastre el agua.

—¿Quieres decir que…?

—Podríamos bajar en esta parada.

—Supongo que sí, pero…

—¿Pero ahora te gusta? ¿Te gusta la gran charada?

El hombre apartó la vista.

—Creo que tenías razón aquella noche, hace muchos años —dijo ella.

—¿Qué noche?

—Cuando dijiste que era todo una enorme broma… que somos las últimas personas vivas en la Tierra, actuando frente a máquinas operadas por seres inhumanos que nos observan por motivos incomprensibles. ¿Qué somos sino dibujos ondulatorios de un osciloscopio? ¡Estoy harta de ser un objeto de contemplación!

El hombre mantuvo la mirada fija en el mar.

—Ahora siento bastante afecto hacia el Grupo —respondió finalmente—. Al principio sentía hacia él una cierta ambivalencia. Pero hace unas semanas… años… visité un sitio donde había trabajado antes. Era… diferente. Más grande. Mejor dirigido. Pero más que eso, en realidad… No era sólo que estuviera lleno de cosas que yo no podía haber previsto hace cincuenta o sesenta años. Estando allí, tuve una extraña sensación. Me acompañaba un director de Procesamiento llamado Teng, muy parlanchín, que hablaba más que Unger, y yo miraba todos esos tanques e hileras de máquinas que habían crecido bajo el caparazón de aquel primer viejo edificio como dentro de un útero, y de pronto sentí que algún día nacería algo, algo que saldría del acero, el plástico y los electrones danzantes, en un sitio inmaculado y sin sol como ese; y que ese algo sería tan hermoso que yo querría estar allí para verlo. No podría dignificarlo llamándolo experiencia mística ni mucho menos. Fue una sensación que tuve, nada más… Pero si ese momento pudiera perdurar siempre… De cualquier modo, el Grupo es mi billete para una representación que quisiera ver.

—Querido —comenzó ella—, lo que colma el corazón es el anhelo y el recuerdo… nunca la sensación del momento.

—Tal vez tengas tazón.

Las manos del hombre apretaron con más fuerza las de la mujer, y el túnel entre los ojos de los dos se acortó. Inclinándose sobre el agua, él besó la sangre de aquella boca.

Verweile doch

Du bist so schön.

Era la Fiesta que culminaba todas las Fiestas. El sorpresivo anuncio de Alvin Moore y Leota Mathilde Masón cayó sobre la reunión navideña del Grupo como el acontecimiento de la temporada. Después de una prolongada cena y del intercambio de bagatelas brillantes y costosas se atenuaron las luces. Sobre la azotea transparente, el gigantesco árbol de Navidad resplandecía como una galaxia comprimida a través de las gotitas de nieve derretida en el cristal del cielo raso.

Eran las nueve en todos los relojes de Londres.

—Casados en Navidad, divorciados en la Doceava Noche —dijo alguien en la oscuridad.

—¿Qué harán en el bis? —susurró otro.

Hubo risitas y luego algunos villancicos desafinados. Los encuentros en las sombras comenzaban a dar resultado.

—Esta noche somos una curiosidad —dijo Moore.

—Nosotros bailamos en el fondo del mar —repuso Leota—, mientras ellos temblaban de miedo y vomitaban en el suelo.

—En realidad, no es el mismo Grupo —le dijo él—. ¿Cuántas caras nuevas contaste? ¿Cuántas caras viejas han desaparecido? Es difícil saberlo. ¿A dónde van los antiguos miembros del Grupo?

—¿Al cementerio de los elefantes? —sugirió ella—. Quién sabe.

Moore recitó:

—“El corazón es un cementerio de crigas

oculto al ojo del cazador,

donde el amor lleva a la muerte como un esmalte

y los perros llegan arrastrándose a morir”.

—Eso es de Unger, ¿verdad? —preguntó ella.

—Sí. Lo acabo de recordar.

—Ojalá no lo hubieras recordado. No me gusta.

—Lo siento.

—De todos modos, ¿dónde está Unger? —preguntó ella mientras la oscuridad retrocedía y la gente se levantaba.

—Probablemente en el bar, o debajo de la mesa.

—No es posible, tan temprano… me refiero a eso de estar debajo de la mesa.

Moore se apartó.

—De cualquier manera, ¿qué hacemos aquí? —quiso saber—. ¿Por qué tuvimos que venir a esta Fiesta?

—Porque es la temporada de la caridad.

—Y también de la fe y la esperanza —se burló él—. ¿Acaso quieres ser sensiblera? Está bien, seré sensiblero contigo. De veras es un placer.

Y llevó a los labios la mano de ella.

—¡Basta ya!

—Bueno.

La besó en la boca. Hubo risas. Ella enrojeció, pero no se alejó de él.

—Si quieres hacerme… hacernos pasar por tontos —dijo el hombre—, te ahorraré más de la mitad del trabajo. Dime por qué tuvimos que venir a esta Fiesta y anunciar que ya no pertenecemos al Grupo delante de todos. Podríamos haber desaparecido simplemente de las Fiestas, dormir hasta la primavera y dejar que vencieran nuestras opciones.

—No; soy mujer y no pude resistir otra Fiesta… —la última del año, la última de todas… y lucir tu regalo en el dedo, y saber que en el fondo los demás nos envidian… por nuestro coraje, al menos… y quizá por nuestra felicidad.

—Está bien —aceptó él—; brindaré por eso… o por ti, de cualquier modo.

Se llevó la copa a los labios y la vació. No había chimenea donde arrojarla; por lo tanto, aunque admiraba ese gesto, volvió a dejarla sobre la mesa.

—¿Bailamos? Oigo música.

—Todavía no. Sentémonos aquí a beber.

—Muy bien.

Cuando todos los relojes de Londres indicaban las once, Leota quiso saber dónde estaba Unger.

—Se fue en seguida de cenar —le dijo una muchacha esbelta, de pelo púrpura—. Tal vez indigestión… —se encogió de hombros— o tal vez salió a buscar el Globe.

Leota arrugó el entrecejo y bebió otra copa.

Después bailaron. Moore no veía realmente la sala donde se movían, ni los demás bailarines. Todos eran personajes sin rasgos distintivos en un libro que ya había cerrado. Solamente la danza era real… y la mujer con quien bailaba.

El tiempo es desgaste, decidió, y una elevación de las miras. Tengo lo que quería, y aún quiero más. Ya se me pasará.

Era un enorme salón de espejos. Allí bailaban cientos de Alvin Moores y de Leotas (nacidas Masón). Bailaban en todas las Fiestas de ellos en los últimos setenta y tantos años; desde una cabaña tibetana de esquiadores hasta el fondo del mar; desde una víspera de Año Nuevo en órbita hasta el Palacio flotante de Kanayasha; desde, una víspera de Todos los Santos en las cavernas de Carlsbad hasta un Primero de Mayo en Delfos; en todas partes habían bailado, y hoy era la última fiesta, buenas noches, señoras

Ella se apoyó en él sin decir nada, envolviéndole el cuello con el aliento.

—Buenas noches, buenas noches, buenas noches —se oyó decir, y partieron con las campanas de medianoche, temprano, muy temprano, y era Navidad cuando entraron en el coche volante y dijeron al chófer del Grupo que volvían temprano.

Y pasaron sobre el estratocrucero y aterrizaron junto al Dardo en que habían llegado; y atravesaron el colchón de polvo que cubría el suelo y entraron en el aparato más pequeño.

—¿Quieren la luz más fuerte? ¿O la prefieren más tenue? —preguntó una voz junto a ellos, después que Londres, sus relojes y el Puente desaparecieron, más abajo.

—Atenúelas.

—¿Quieren comer o beber algo?

—No. No.

—¿Quieren que les lea un artículo sobre el tema de su predilección? —Pausa—. ¿O un relato? —Pausa—. ¿O poesía? —Pausa—. ¿Desearían ver el catálogo? —Pausa— ¿O prefieren música, tal vez?

—Música —contestó ella—. Suave; de ese tipo no.

Al cabo de unos diez minutos de somnolencia, Moore oyó la voz:

Con empuñadura de llamas,

nuestra frágil hoja filáctica

se desliza negra

bajo el comentario molesto

de la Estrella Polar,

afilando buriles

de mitigado infierno,

derramando luz sin iluminación.

Hebras de canto

que comparten su punzante vuelo,

son descortezadas y raspadas

para conformar una melodía idiota.

Aquí, a través del caos exterior,

donde ha trepado la migrante lógica,

las formas de oscura notación

oscuramente juegan a los dados con una llama”.

—Apáguela —dijo Moore—. No le pedimos que leyera.

—No estoy leyendo sino componiendo —dijo la voz.

—¿Quién…?

Moore despertó y se volvió en el asiento, que se adaptó instantáneamente a los movimientos del cuerpo. Dos pies asomaban sobre el brazo de un asiento doble, al fondo.

—¿Unger?

—No, Santa Claus. ¡Jo, jo!

—¿Qué hace de vuelta tan temprano?

—Acaba de responder a su propia pregunta, ¿verdad?

Moore bufó y se acomodó de nuevo. A su lado, Leota roncaba delicadamente, en el asiento desplegado y transformado en lecho.

Cerró los ojos, pero el saber que no estaban solos le impedía recobrar la tranquila sensación de navegar a la deriva que había logrado antes. Al oír un suspiro y pasos vacilantes que se acercaban, mantuvo los ojos cerrados, en la esperanza de que Unger cayera y se quedará dormido. No fue así.

Bruscamente resonó su voz, un barítono soberbiamente espantoso:

—Estuve en el Hospital de Saint James —cantó—. Allí vi a mi neee-na, tendida sobre una mesa larga y blaa-anca, tan dulce, tan fría, tan bella…

Moore lanzó la mano izquierda contra el vientre del poeta. Tenía blanco de sobra, pero fue demasiado lento. Unger le desvió el puño y retrocedió riendo.

Leota despertó con un sobresalto.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

—Compongo —respondió él—. Feliz Navidad —agregó.

—Váyase al diablo —repuso Moore.

—Lo felicito por sus recientes nupcias, señor Moore.

—Gracias.

—¿Por qué no me invitaron?

—Fue una ceremonia sencilla.

Unger se volvió.

—¿Es verdad, Leota? ¿Un antiguo compañero de armas como yo no fue invitado, sólo porque el espectáculo no era suficiente para mis complicados gustos?

Ella asintió con la cabeza, ya plenamente despierta, y Unger se dio una palmada en la frente.

—¡Oh, me siento herido!

—¿Por qué no vuelve al sitio de donde vino? —preguntó Moore—. La casa paga las bebidas.

—No puedo asistir a misa de gallo en estado de ebriedad.

Los dedos de Moore volvieron a cerrarse en puños.

—Tal vez asista a una misa de difuntos sin necesidad de arrodillarse.

—Creo entender que desean estar solos… Comprendo.

Unger se retiró al fondo del Dardo, y al cabo de un rato comenzó a roncar.

—Ojalá nunca volvamos a verlo —dijo ella.

—¿Por qué? Es un borracho inofensivo.

—No lo es. Nos odia… porque somos felices y él no.

—Me parece que se siente más feliz cuando es desdichado —sonrió Moore—, y cuando baja la temperatura. Le encanta el tanque frío porque dormir allí es un poco como la muerte. Una vez dijo: “Cada miembro del Grupo muere muchas muertes. Es por eso que me gusta ser un miembro del Grupo”. Dices que dormir más no será perjudicial… —agregó bruscamente.

—No, no hay riesgo.

Por debajo de ellos, el Tiempo volaba hacia atrás atravesando el frío. La Navidad fue expulsada al zaguán y más allá del umbral de la puerta delantera de su mundo —el mundo de Alvin, de Leota y de Unger— para que esperara, temblando, a la entrada de su propia víspera, en Bermuda.

Dentro del Dardo, recorriendo el Tiempo al revés, Moore recordó aquella Fiesta de Año Nuevo, muchos años antes; recordó sus deseos ese día, y pensó que en ese momento estaban sentados a su lado; recordó las Fiestas desde entonces y pensó que echaría de menos todas las que aún faltaban; recordó su trabajo en el tiempo antes del Tiempo —pocos meses atrás— y pensó que ya no podía cumplirlo adecuadamente, y que el Tiempo estaba en verdad dislocado y que él no podría arreglarlo; recordó el antiguo departamento, que nunca había vuelto a visitar; a todos los viejos amigos, incluida Diane Demetrios, ya muertos o viejos; y pensó que, fuera del Grupo que estaba a punto de abandonar, no conocía a nadie, salvo tal vez a la mujer que tenía al lado. Solamente Wayne Unger era intemporal, porque era un amanuense de lo eterno. Con un mes o dos, Unger podría abrir un bar, formar su propio círculo de desterrados y entretenerse con un renacimiento privado, si alguna vez decidía abondonar el Grupo.

Moore se sintió de pronto muy viejo y fatigado; pidió un Martini al fantasmal sirviente y tendió la mano por encima de la adormecida esposa para retirarlo del cubículo. Se quedó sentado, sorbiéndolo y pensando en el mundo de allí abajo.

Decidió que debía haberse mantenido informado sobre la vida. No sabía nada de política, derecho ni arte contemporáneos; sus normas eran las normas del Grupo, y relacionadas principalmente con el color, el movimiento, la alegría y la charla ingeniosa; en cuanto a la ciencia estaba de vuelta en la infancia. Sabía que era rico, pero el Grupo le había venido administrando todas las finanzas. Todo lo que tenía era una tarjeta de crédito universal, que servía en cualquier parte del mundo para pagar cualquier cosa, ya fueran mercancías o servicios. Al examinar periódicamente la cuenta había visto balances según los cuales no tendría nunca problemas por falta de dinero. Pero no se sentía confiado ni competente cuando se trataba de conocer gente que residía en el mundo exterior. Tal vez apareciera pesado, anticuado y extraño, como se había sentido hoy, sin la fascinación del Grupo como máscara.

Unger roncaba, Leota respiraba profundamente, y el mundo giraba. Cuando llegaron a Bermuda volvieron a la Tierra.

Se quedaron junto al Dardo, a la salida de la terminal aérea.

—¿Quieres dar un paseo? —preguntó Moore.

—Estoy cansada, mi amor —repuso Leota, mirando hacia la Sala del Sueño. Luego lo miró a él de nuevo.

Moore sacudió la cabeza.

—Yo no estoy preparado todavía.

Ella volvió a su lado, y él la besó.

—Te veré en abril, querido. Buenas noches.

—Abril es el mes más cruel —comentó Unger—. Venga, ingeniero; lo acompaño hasta el transportador.

Echaron a andar. Cruzaron la carretera en dirección opuesta a la terminal y se internaron por la ancha avenida cubierta que llevaba al garage de los coches-cohetes.

Era una noche cristalina, con estrellas como lentejuelas, y un faro satélite que resplandecía como una moneda de oro en el fondo del charco del cielo. Mientras caminaban, el vapor de los alientos formaba blancas coronas que se desvanecían rápidamente. Moore intentó en vano encender la pipa. Por último se detuvo y la protegió del viento con los hombros hasta que logró encenderla.

—Una buena noche para caminar —dijo Unger.

Moore gruñó una respuesta. Una ráfaga de viento le arrojó a la mejilla una ardiente lluvia de tabaco suelto. Siguió fumando con las manos en los bolsillos de la chaqueta, el cuello levantado. El poeta le palmeó el hombro.

—Venga conmigo a la ciudad —le sugirió—. Queda del otro lado de la colina. Podemos ir a pie.

—No —respondió Moore entre dientes.

Continuaron el paseo, y al acercarse al garage Unger se mostró inquieto.

—Quisiera que alguien me acompañase esta noche —dijo bruscamente—. Me siento raro, como si hubiera bebido el licor de los siglos y fuera de pronto sabio en una época en que la sabiduría es innecesaria. Tengo… tengo miedo.

Moore vaciló.

—No —repitió por último—; es hora de despedirse. Usted sigue viaje, nosotros nos bajamos. Que se divierta.

Ni uno ni otro tendió la mano, y Moore vio cómo Unger iba hacia la parada.

Continuando por detrás del edificio Moore atravesó en diagonal el vasto césped hasta llegar al jardín. Durante unos minutos se paseó lentamente y sin rumbo; luego encontró la senda que conducía a las ruinas.

Avanzaba con lentitud, cruzando en zigzag la fría selva. Tras un período casi de pánico, cuando se sintió rodeado por árboles y tuvo que retroceder, emergió en el claro iluminado por las estrellas, conde amenazas de arbustos que se movían inquietos en el viento moteaban los rotos edificios con tramas de oscuridad.

La hierba susurró bajo sus tobillos cuando se sentó en un pilar caído y encendió otra vez la pipa.

Se quedó inmóvil transformándose en mármol con el pensamiento mientras se le entumecían los dedos de los pies, y sintiéndose muy parte del paisaje; una escena artificial, una ruina transplantada desde la historia a un sitio no familiar. No quería moverse. Quería simplemente congelarse en el paisaje y convertirse en su propio monumento. Sentado allí, pactó con demonios imaginarios: quería regresar, volver con Leota a su San Francisco, trabajar de nuevo. Como Unger se sintió de pronto sabio en una época en que la sabiduría era innecesaria. Lo que necesitaba era conocimiento; lo que tenía era miedo.

Empujado por el viento caminó a través de la llanura. Dentro del círculo de su fuente, Pan estaba muerto o dormido. Tal vez era ese el sueño helado de los dioses, decidió Moore, y un día Pan despertaría y soplaría su flauta festiva y sólo le contestaría el viento entre altas torres, y el paso lerdo de un robot evaluador se apresuraría para estudiarlo —porque la gente de la Fiesta habría olvidado las melodías festivas, y los hombres de cera habrían aislado la sabiduría del mundo en sus placas coloreadas e inoculado a la humanidad contra ella— y una máquina de la frivolidad, programada contra las emociones, generaría perpetuamente las sensaciones de la alegría en los sueños febriles de los delirantes, de modo que no le reconociesen las canciones… y no habría ninguno entre los hijos de Febo que repitiera el grito ático de su primera muerte, oído tantas Navidades atrás más allá de las aguas del Mediterráneo.

Moore deseó haberse quedado un poco más con Unger, porque ahora creía que empezaba a entender su punto de vista. Había necesitado tener un nuevo mundo para engendrar esas sensaciones, pero comenzaba a entender al poeta. Sin embargo se preguntó por qué ese hombre permanecía en el Grupo. ¿Acaso sentía un placer masoquista en ver cumplidas sus heladas profecías a medida que se alejaba de su propia época? Tal vez fuera eso.

Moore se puso en marcha para una última peregrinación. Siguió el antiguo sendero hasta la muralla. Como sentía las piedras frías bajo los dedos usó la abertura en la roca para cruzar a la playa.

Se detuvo en un borde de moho, en el fondo del mundo donde las estrellas se reflejaban como en un balde, y contempló las negras jorobas de las rocas donde habían mantenido un soleado coloquio días/meses atrás. Entonces él había hablado de sus máquinas antes que de ellos mismos. Había creído, seguía creyendo, en una fusión inevitable con el espíritu de su propio género, en recipientes más grandes y bellos para la vida. Ahora temía, como Unger, que cuando esto ocurriese se habría perdido algo más y que los bellos recipientes nuevos estarían sólo a medio llenar, faltos de algún ingrediente esencial. Esperaba que Unger se equivocara; sentía que en algún equinoccio futuro los altibajos del Tiempo habrían de restaurar todas esas verdades adormecidas en los trasfondos del alma que sentía en ese momento… y que habría oídos para oír la melodía en la flauta, y pies que se moverían a su compás. Trató de creerlo. Esperó que fuera así.

Cayó una estrella, y Moore consultó el reloj. Era tarde. Volvió a la muralla arrastrando los pies y la atravesó por encima de nuevo.

Dentro de la clínica de presueño encontró a Jameson, que ya bostezaba a causa de la inyección preparatoria. Jameson era un hombre alto y flaco, de pelo de querubín y ojos de lo contrario.

—Moore —sonrió al ver que colgaba la chaqueta en la pared y se enrollaba la manga—, ¿va a pasar la luna de miel congelado?

La pistola hipodérmica suspiró en la robusta mano del practicante, y la inyección preparatoria penetró en el brazo de Moore.

—Así es —contestó Moore mirando fijo a Jameson, que no estaba totalmente sobrio—. ¿Por qué?

—Sólo que no me parece lo más adecuado —explicó Jameson, siempre sonriente—. Si estuviera casado con Leota no me verían entrar en el sueño helado. A menos que…

Moore dio un paso hacia él, con un sonido que parecía un gruñido en la garganta. Jameson se apartó abriendo los ojos oscuros.

—¡Era una broma! —dijo—. No quise…

Moore sintió un dolor en el brazo inyectado cuando el corpulento practicante lo sujetó.

—Sí —dijo Moore—, buenas noches. Duerma bien y despierte sobrio.

Cuando se volvió hacía la puerta, el enfermero le soltó el brazo. Al salir, Moore se bajó la manga y se puso la chaqueta.

—Usted está mal de la cabeza —le gritó Jameson desde atrás.

Moore disponía de una media hora antes de tener que encerrarse en su tanque.

Todavía no tenía ganas de ir allá. Se había propuesto esperar en la clínica hasta que la inyección comenzara a surtir efecto, pero la presencia de Jameson cambiaba todo eso.

Recorrió los amplios corredores de la Sala del Sueño, tomó un ascensor hasta los tanques y luego caminó por el pasillo hasta llegar a la puerta. Vaciló y pasó de largo. Dormiría allí los tres meses y medio siguientes; no tenía ganas de regalar también la mitad de la hora siguiente.

Volvió a llenar la pipa para fumar mientras montaba guardia junto a la diosa del hielo, su mujer. Miró a su alrededor por si algún enfermero pasaba por allí. Se indicaba no fumar después de la inyección preparatoria, pero esto nunca le había causado molestias a él ni a nadie que conociera.

Cuando se alejaba por el pasillo llegó a sus oídos un golpeteo intermitente, que se interrumpió cuando él dio vuelta a una esquina y luego recomenzó más fuerte. Venía de allá adelante.

Al cabo de un momento hubo otro silencio.

Moore se detuvo junto a la puerta de Leota. Sonriendo alrededor de la pipa sacó una lapicera, tachó el apellido en la placa y escribió “Moore” encima. Cuando trazaba la última letra el golpeteo volvió a empezar.

Venía de aquella habitación.

Moore abrió la puerta, avanzó un paso y se detuvo.

El hombre le daba la espalda, y tenía el brazo derecho levantado. Apretaba un mazo en el puño.

Los jadeantes murmullos del hombre, cómo una encantación, llegaron a los oídos de Moore:

—“Cubridla de rosas, rosas, y ni una ramita de tejo… Tranquila descansa…

Moore atravesó la pieza, asió el mazo y logró apartarlo. Después sintió que algo se le rompía en la mano cuando su puño entró en contacto con una mandíbula. El otro chocó con la pared de enfrente antes de caer al suelo de cabeza.

—¡Leota! —dijo Moore—. Leota…

Como de mármol blanco, Leota yacía hundida entre las ropas del lecho. Habían levantado el dosel. Ya tenía la carne firme como piedra… porque no había sangre en su pecho, donde le habían clavado la estaca. Sólo grietas y fisuras, como en una piedra.

—No —dijo Moore.

La estaca era de una madera sintética muy dura, como cocobolo, o quebracho, o tal vez palo santo, y no se había astillado.

—No —dijo Moore.

Ella tenía en la cara la expresión tranquila de alguien que sueña, el cabello del color del aluminio. En el dedo lucía el anillo que él le había dado.

En el rincón de la habitación hubo un murmullo.

—Unger, ¿por qué… hizo… esto? —preguntó Moore en tono inexpresivo.

El otro aspiró aire alrededor de esas palabras, enfocando los ojos en algo sin nombre.

—… Vampiro —murmuraba— que atrae hombres a bordo de su Holandés Errante para desangrarlos durante años… Ella es el futuro… una diosa por fuera y un sediento vacío por dentro —declaró sin emoción—. “Cubridla de rosas, rosas… El mundo necesitaba su alegría… Ella lo bañaba en sonrisas de júbilo…”. Iba a dejarme aquí arriba, en medio del aire. No puedo bajar de la calesita ni tengo donde aferrarme. Pero ahora nadie perderá como he perdido yo… “Su vida giraba, giraba, en laberintos de calor y sonido…”. Creía que ella volvería conmigo cuando se cansara de usted.

Levantó la mano para cubrirse los ojos cuando Moore avanzó hacia él.

—Al técnico, el futuro…

Moore lo golpeó con el mazo una vez, dos. Después del tercer golpe perdió la cuenta, porque su mente no lograba concebir ningún número mayor que tres.

Después se encontró caminando, corriendo, apretando todavía el mazo en la mano, pasando frente a puertas que parecían ojos ciegos, subiendo por corredores, bajando escaleras.

Cuando se alejaba tambaleando de la Sala del Sueño oyó que alguien lo llamaba en la noche; siguió corriendo.

Al cabo de un largo rato echó a andar de nuevo. Le dolía la mano, y el aliento le ardía en los pulmones. Subió una loma, se detuvo en la cima y bajó del otro lado.

La Ciudad de las Fiestas, un costoso recreo del cual el Grupo era dueño y patrocinador, aunque pocas veces cliente, estaba desierto, salvo por las luces navideñas en las ventanas, las lentejuelas y las ramas de acebo. Se oían los villancicos grabados de una celebración privada, y algunas risas. Esas cosas hicieron que Moore se sintiese aún más solo mientras subía por una calle y bajaba por otra, notando al cuerpo como algo cada vez más ajeno a medida que la inyección preparatoria surtía su inevitable efecto. Los pies le pesaban como plomo. Los ojos se le cerraban sin cesar, y él se esforzaba por mantenerlos abiertos. Cuando entró en la iglesia no se estaba celebrando ninguna ceremonia religiosa. Adentro hacía más calor. Además allí estaba solo.

En el oscuro interior de la iglesia lo atrajo un adorno de luces que rodeaba una exhibición al pie de una estatua. Era un pesebre. Apoyándose en un banco miró fijamente a la madre y al niño, los ángeles y los inquisitivos animales, el padre. Después lanzó un sonido para el cual no tenía palabras, arrojó el mazo dentro del pequeño establo y se apartó. Manoteando la pared se alejó diez o doce pasos tambaleantes y se desplomó, maldiciendo, hasta que se quedó dormido.

Lo encontraron al pie de la cruz.

La justicia se había vuelto asombrosamente rápida desde los días de la juventud de Moore. Hacía mucho que el mero empuje de la población mundial había colmado hasta extremos imposibles todos los horarios de todos los tribunales, hasta que se tomaron medidas para descartar todos los trámites posibles y sesionar durante las veinticuatro horas del día. Por eso Moore fue llamado a juicio a las diez de la noche, dos días después de Navidad.

El proceso duró menos de un cuarto de hora. Moore renunció a la defensa; se leyeron las acusaciones; hizo una declaración de culpabilidad y el juez lo sentenció a morir en la cámara de gas, sin apartar la vista de la pila de papeles sobre el escritorio.

Moore, atontado, salió de la sala del tribunal y lo llevaron de vuelta a la celda para su última cena, que no recordó haber comido. No tenía idea del procedimiento jurídico en aquel año en el que se había detenido. El abogado del Grupo luego de escuchar la historia se mostró simplemente aburrido; le habló de “penalidades simbólicas” y le aconsejó renunciar a la defensa y declararse “culpable del homicidio como ha sido descrito”. Moore firmó una declaración a tal efecto. Entonces el abogado lo dejó solo, y Moore no habló con nadie, salvo los carceleros, hasta el momento del proceso. Y ahora (recibir una sentencia de muerte después de haber admitido ser culpable de matar al asesino de su esposa) no podía concebir que se hubiera hecho justicia. Pese a esto masticó mecánicamente, con una calma que no era natural, lo que había pedido. No temía morir; no podía creerlo.

Una hora más tarde fueron a buscarlo. Lo llevaron a una pequeña habitación hermética con una sola ventanilla gruesa en lo alto de la puerta metálica. Se sentó en el banco que había adentro, y los guardias de uniforme gris cerraron la puerta.

Al cabo de un tiempo interminable oyó cómo se rompían las cápsulas, y olió emanaciones que se hicieron cada vez más intensas.

Finalmente, mientras todavía tosía y respiraba fuego y jadeaba y gritaba, y pensaba en ella acostada en el refrigerador, le volvieron a la mente las irónicas notas de la canción de Unger durante el vuelo en el Dardo:

Estuve en el Hospital de Saint James.

Allí vi a mi neee-na,

tendida sobre una larga mesa de máaarmol

Tan dulce, tan fría, tan bella

Se preguntó si ya entonces Unger planeaba conscientemente asesinarla. ¿O acaso era algo que acechaba debajo de su conciencia? ¿Algo que había sentido agitarse, y por eso había querido que Moore se quedara con él… para impedir que ocurriera?

Comprendió que nunca lo sabría, pues los fuegos le llegaban al cráneo y le consumían el cerebro.

Cuando Alvin Moore despertó, sintiéndose muy débil sobre blancas sábanas, la voz dentro de los audífonos le dijo:

—… Que le sirva de lección.

Moore arrancó los audífonos con un ademán que creyó vigoroso, pero los músculos le respondieron con debilidad. De todos modos los audífonos se desprendieron.

Abrió los ojos y miró.

Quizá estaba en la Sala de Enfermos del Grupo, en lo alto de la Sala del Sueño, o en el infierno. A la cabecera se encontraba Andrews, el abogado que le aconsejara declararse culpable.

—¿Qué tal se siente? —le preguntó.

—¡Ah, muy bien! ¿Quiere jugar un partido de tennis?

Con una débil sonrisa el otro respondió:

—Ha pagado exitosamente su deuda a la sociedad mediante el procedimiento de la penalidad simbólica.

—Ah, eso lo explica todo —dijo irónicamente Moore. Y luego—: No entiendo por qué tenía que haber penalidad, simbólica o no. Ese poetastro asesinó a mi mujer.

—Pagará por ello —dijo Andrews.

Moore se tendió de costado y escrutó el rostro desapasionado y de rasgos chatos que había a su lado. El abogado tenía pelo corto, entre rubio y gris, y una mirada inflexiblemente sobria.

—¿Puede repetir lo que acaba de decir?

—Claro. Dije que pagaría por ello.

—¡No está muerto!

—No, está bien vivo… dos pisos arriba de nosotros. Hay que curarle la cabeza antes de que pueda presentarse a juicio. Está demasiado enfermo para soportar una ejecución.

—¡Está vivo! —exclamó Moore—. ¿Vivo? Y entonces, ¿por qué demonios me ejecutaron a mí?

—Bueno, usted lo mató —dijo Andrews, algo fastidiado—. El hecho de que más tarde los médicos hayan logrado revivirlo no altera el hecho de que tuvo lugar un homicidio. La penalidad simbólica existe para todos estos casos. Usted lo pensará dos veces antes de volver a hacerlo.

Moore intentó levantarse y no pudo.

—Despacio… Tendrá que descansar varios días antes de poder levantarse. Recién lo revivieron anoche.

Moore rió débilmente, luego a carcajadas durante mucho, mucho tiempo. Por fin se detuvo con un pequeño sollozo.

—¿Ya se siente mejor?

—Claro, claro —respondió en un ronco susurro—. A las mil maravillas. ¿Qué clase de ejecución sufrirá Unger por asesinato?

—Gas, igual que usted, si el supuesto…

—¿Simbólica o definitiva?

—Simbólica, por supuesto.

Moore no recordó lo que sucedió entonces, salvo que oyó a alguien que gritaba, y de pronto apareció un enfermero cuya presencia no había notado, y ese enfermero le hizo algo en el brazo. Oyó el suave siseo de una inyección; después durmió.

Al despertar se sintió más fuerte y notó que una insolente reja de metal cruzaba la pared que tenía delante. Andrews parecía no haberse movido de su lado.

Moore lo miró fijamente, sin decir nada.

—Me han informado de su desconocimiento acerca de la actual situación de la ley en estas cuestiones —dijo el abogado—. No me detuve a pensar en cuánto tiempo lleva en el Grupo. Estas cosas ocurren tan pocas veces —a decir verdad este es el primer caso que me ha tocado— que cuando hablé con usted en su celda supuse simplemente que sabía lo que era una penalidad simbólica. Le pido disculpas.

Moore asintió con la cabeza.

—Además —continuó Andrews—, también supuse que usted había tenido en cuenta las circunstancias en que el señor Unger cometió su presunto homicidio…

—¡Nada de presunto! Yo lo vi… ¡Le clavó una estaca en el corazón! —La voz de Moore se quebró entonces.

—Iba a ser una decisión creadora de precedente —dijo Andrews—: se lo acusaba ahora por intento de homicidio o se lo detenía hasta después de la operación para enjuiciarlo por homicidio si las cosas no salían bien. Entonces el problema de su detención habría causado muchos otros problemas… que afortunadamente quedaron resueltos por su propia sugerencia. Cuando se recobre se encerrará en su refrigeradora y allí permanecerá hasta que se determine adecuadamente la índole del delito. Como ofreció hacer esto por propia voluntad, no se pronunció ninguna decisión legal al respecto. En consecuencia su juicio queda postergado hasta que se hayan perfeccionado algunas técnicas quirúrgicas…

—¿Qué técnicas quirúrgicas? —preguntó Moore, sentándose y apoyándose en la cabecera. Era la primera vez desde la Navidad que tenía el cerebro totalmente alerta, que intuía lo que vendría luego. Dijo una sola palabra—: Explique.

Andrews se movió en el asiento antes de comenzar:

—El señor Unger tenía una concepción poética sobre la localización exacta del corazón humano. No lo atravesó centralmente, aunque la inclinación accidental de la estaca hizo que pasara por el ventrículo izquierdo. Según los médicos eso puede ser reparado con bastante facilidad. Pero lamentablemente la estaca al desviarse le golpeó la columna vertebral, destrozándole dos vértebras y quebrando varias más. Según parece la médula espinal quedó cortada…

Moore estaba otra vez atontado, atontado por lo que acababa de comprender mientras las palabras del abogado llenaban el aire entre ambos. Ella no estaba muerta, por supuesto. Ni viva tampoco. Dormía el sueño frío. Mantendría dentro la chispa de la vida hasta que comenzara a despertar. Entonces, y recién entonces, podría morir. A menos que…

—… Complicada por el embarazo y el período de tiempo necesario para elevar su temperatura corporal de modo que sea operable —decía Andrews.

—¿Cuándo operarán? —lo interrumpió Moore.

—Todavía no lo saben con certeza —repuso Andrews—. Tendrá que ser una operación especialmente proyectada, ya que plantea problemas que tienen respuesta en la teoría, pero no en la práctica. En la actualidad se podría tratar cualquiera de esos factores por separado, pero sería imposible mantener a los otros en suspenso durante la operación quirúrgica. Juntos son bastante formidables: reparar el corazón, arreglar la espalda y salvar al niño, todo al mismo tiempo: eso exigirá alguna instrumentación nueva y algunas técnicas nuevas.

—¿Cuánto tardarán? —insistió Moore.

Andrews se encogió de hombros.

—No pueden asegurarlo. Meses, años… Tal como se encuentra ahora, ella está bien, pero…

Moore le pidió que se fuera, con cierta violencia, y el otro obedeció.

Al día siguiente, mareado, se levantó y se negó a volver a la cama hasta que hubiera visto a Unger.

—Está bajo custodia —le dijo el enfermero que lo atendía.

—No es cierto —replicó Moore—. Usted no es abogado y ya consulté con uno. No lo pondrán bajo custodia legal hasta que despierte de su próximo sueño frío… cuando quiera que sea.

Le llevó más de una hora obtener permiso para visitar a Unger. Cuando lo consiguió lo acompañaron Andrews y dos asistentes.

—¿No confía en la penalidad simbólica? —bromeó con Andrews—. Ya sabe que debo pensar dos veces antes de hacerlo de nuevo.

Andrews apartó la vista sin contestarle.

—De todos modos estoy demasiado débil y no tengo ningún mazo a mano.

Llamaron y entraron.

Unger estaba sentado y apoyado en almohadas, con la cabeza envuelta en un turbante de vendas. Sobre el cubrecama se veía un libro abierto. Unger, que estaba mirando el jardín por la ventana, volvió la cabeza hacia ellos.

—Buenos días, hijo de perra —dijo Moore.

—Por favor —dijo Unger.

Moore no sabía qué más decir; ya había expresado todo lo que sentía. Por eso fue hacia la silla junto a la cama y se sentó en ella. Para disimular su incomodidad sacó la pipa del bolsillo de la bata y jugó con ella. Entonces advirtió que no tenía tabaco. Ni Andrews ni los asistentes parecían vigilarlos.

Puso la pipa apagada entre los dientes y levantó la vista.

—Lo siento. ¿Puede creerlo? —preguntó Unger.

—No —repuso Moore.

—Ella es el futuro, y es suya —continuó el poeta—. Aunque le clavé una estaca en el corazón no está realmente muerta. Dicen que ya están trabajando en las máquinas operadoras. Los médicos arreglarán todo lo que yo hice, y lo dejarán como nuevo. —Con una mueca fijó la mirada en las ropas de cama—. Si esto lo consuela en algo, estoy sufriendo y sufriré aún. Ninguna Senta salvará a este Holandés. Tendré que seguir viajando con el Grupo, o sin él, en una refrigeradora… hasta morir en un sitio extraño, entre desconocidos. —Levantó la vista y miró a Moore con una débil sonrisa—. ¡La salvarán! —insistió—. Dormirá hasta que estén absolutamente seguros de la técnica. Entonces ustedes dos se irán juntos y yo seguiré camino. Después de eso nunca me volverán a ver. Les deseo felicidad. No le pido que me perdone.

Moore se puso de pie.

—Nada nos queda por decir. Hablaremos de nuevo un año de estos, dentro de un día o dos.

Y salió de la habitación preguntándose qué más podría haber dicho.

—Se ha planteado una cuestión ética ante el Grupo, es decir ante mí —declaró Mary Maude—. Lamentablemente fue planteada por abogados del gobierno, de modo que no se la puede tratar como deben tratarse casi todas las cuestiones éticas. Exige una respuesta.

—¿Se refiere a Moore y Unger? —preguntó Andrews.

—No directamente. Se refiere a todo el Grupo, como resultado de su aventura. —Señaló la hoja facsimilar sobre el escritorio, y Andrews asintió con la cabeza—. “Entre nosotros ha nacido un niño” —leyó mientras examinaba la foto del integrante del Grupo postrado en la iglesia—. En un editorial de primera plana este periódico nos acusó de crear toda clase de neuróticos, desde necrófilos en adelante. Y también hay otra foto… no sabemos aún quien la tomó… aquí, en la página tres.

—La vi.

—Ahora quieren seguridades de que los ex-integrantes del Grupo seguirán siendo frívolos y no se convertirán en elementos indeseables.

—Es la primera vez que ocurre… de esta forma.

—Por supuesto —sonrió ella—; por lo general tienen la decencia suficiente como para esperar unas semanas antes de volverse antisociales… y la riqueza suele compensar la mayoría de los desajustes normales. Pero, según las acusaciones, no estamos eligiendo bien a la gente, lo cual es ridículo. Primero porque yo hago todas las entrevistas; y segundo porque no se puede lanzar a alguien medio siglo al futuro y esperar que caiga de pie normal y alegre como siempre, por más orientación que se le pueda proporcionar. Sin embargo nuestra gente se porta bien, porque generalmente no se mete en líos. Pero Moore y Unger eran razonablemente normales, y nunca se conocieron muy bien. Ambos observaban con más atención de lo que es común en los integrantes del Grupo cómo sus mundos se convertían en historia, y ambos eran altamente sensibles a esos cambios. Sin embargo, el problema de ellos fue un problema interpersonal.

Andrews no dijo nada.

—Quiero decir con eso que fue un simple caso de celos por una mujer… una variable humana impredecible. No podía haber previsto ese conflicto. Los tiempos cambiantes nada tienen que ver con eso, ¿verdad?

Andrews no contestó.

—… Por consiguiente, no hay problema —continuó ella—. No estamos arrojando Kaspar Hausers a la calle… Simplemente trasplantamos gente adinerada y de buen gusto unas cuantas generaciones al futuro, y se las arreglan bien. Nuestro único contratiempo hasta ahora nació de un antagonismo masculino ocasionado por una bella mujer. Eso es todo. ¿Está de acuerdo?

—Moore pensó que realmente iba a morir… —dijo Andrews—. No se me ocurrió pensar que no sabía nada del Código Jurídico Mundial.

—Un asunto sin importancia —dijo ella—. Aún esta vivo.

—Tendría que haberle visto la cara cuando reaccionó en la clínica.

—Las caras no me interesan; he visto demasiadas. Ahora nuestro problema es fabricar un problema y luego resolverlo a satisfacción del gobierno.

—El mundo cambia con tanta rapidez que casi necesito adaptarme diariamente yo también. Esos pobres…

—Algunas cosas no cambian, pero ya veo a qué se refiere —dijo Mary Maude—. Muy listo. Vamos a contratar un Equipo Psiquiátrico independiente para que nos haga un estudio y señale que lo que el Grupo necesita es más ajuste, y recomiende que cada año se reserve un día para fines terapéuticos. Celebraremos cada uno de esos días en una parte distinta del mundo, en un lugar que no pertenezca al Grupo. Muchas ciudades se han estado disputando las concesiones. Serán todos días dedicados a hacer cosas sencillas, adaptadoras, alternando con personas que no sean miembros del Grupo. Luego, al anochecer, habrá una comida liviana, seguida por diversiones descansadas, y después un poco de baile… el baile es bueno para la psiquis, afloja las tensiones. Sin duda esto satisfará a todas las partes interesadas —sonrió al terminar.

—Creo que tiene razón —dijo Andrews.

—Por supuesto. Una vez que el Equipo Psiquiátrico haya escrito varios miles de páginas, usted redactará unos cientos resumiendo las conclusiones y les dará forma de resolución a ser presentada al consejo.

Andrews asintió.

—Gracias por sus sugerencias.

—De nada —dijo Andrews—. Para eso me pagan.

Cuando se hubo ido Andrews, Mary Maude se puso el guante negro y echó otro leño en el fuego. Los leños genuinos costaban más cada año, pero no confiaba en las estufas sin llama.

Moore tardó tres días en recobrarse lo suficiente como para volver al sueño. Mientras la inyección preparatoria le embotaba los sentidos y se le cerraban los ojos se preguntó qué extraño día del juicio afrontaría al despertar. Pero sabía que, trajera lo que trajese el año nuevo, su crédito sería bueno.

Durmió, y el mundo pasó de largo.