A veces la Naturaleza decide luego arrojar un hueso a aquellos a quienes mutila y aparta. A menudo ese hueso tiene la forma de una habilidad, generalmente inútil, o la maldición de la inteligencia.
A los cuatro años Sandor Sandor podía nombrar los ciento cuarenta y nueve mundos habitados de la galaxia. A los cinco podía nombrar las principales masas terrestres de cada planeta y dibujarlas toscamente sobre globos en blanco. Cuando llegó a los siete años conocía todas las provincias, estados, países y ciudades mayores de todas las masas terrestres principales de los ciento cuarenta y nueve mundos habitados de la galaxia. Leía Terrografía, Historia, Terrología y guías populares de viaje durante la mayor parte de las horas de vigilia, y estudiaba mapas y cintas grabadas de viajes. Tenía o parecía tener una cámara fotográfica detrás de los ojos, pues a los diez años nadie podía nombrar una ciudad de la galaxia sobre la cual Sandor Sandor no supiera algo.
Y continuó así.
Los lugares lo fascinaban. Formó una biblioteca de guías de calles y mapas de rutas. Estudió estilos arquitectónicos e industrias principales, y tipos raciales, formas de vida nativas, flora local, sitios históricos, hoteles, restaurantes, aeropuertos, oceanopuertos y espacio-puertos, estilos de ropa y ornamentación personal, condiciones climáticas, artes y oficios locales, hábitos dietéticos, deportes, religiones, instituciones sociales, costumbres.
Cuando rindió el doctorado en Terrografía, a los catorce años, le tomaron los exámenes orales mediante un circuito cerrado de televisión, porque tenía miedo de salir de la casa, ya que lo había hecho solamente tres veces en su vida, y en cada ocasión había experimentado un nuevo trauma. Esto se debía a que en ninguno de los ciento cuarenta y nueve mundos habitados de la galaxia existía remedio para cierta enfermedad muscular degenerativa. Dicha enfermedad le impedía a Sandor manipular incluso los más perfectos dispositivos prostéticos durante más de unos minutos sin experimentar fatiga y agudos dolores; y para salir necesitaba tres de esos dispositivos —dos piernas y un brazo derecho— que reemplazaran los que no le habían sido dados al nacer.
Antes que sufrir este dolor, o el dolor de alternar con otras personas que su tía Faye o su enfermera, la señorita Barbara, rindió los exámenes a través de un circuito cerrado de televisión.
La Universidad de Brill, Dombeck, estaba situada en el lado opuesto de ese pequeño planeta donde vivía Sandor; si no fuera por esa circunstancia, los profesores habrían ido a su casa, ya que lo respetaban considerablemente. Su disertación en 855 páginas Algunas notas para una teoría sobre la matriz gravitacional que determina la formación de masas terrestres similares en cuerpos planetarios disimiles, había llamado la atención hasta en la Universidad Interestelar, en la Tierra. Sandor Sandor, por supuesto, nunca vería la Tierra. Sus músculos podían tolerar únicamente la gravitación de planetas más pequeños, tales como Dombeck.
Y sucedió que el Gobierno Interestelar, que vigila todo, había escuchado los exámenes orales de Sandor y la defensa de su disertación.
El profesor adjunto Baines era uno de los pocos amigos de Sandor. Incluso se habían visto varias veces en persona, en la biblioteca de Sandor, porque Baines solía pedirle prestados ciertos libros y luego se quedaba toda la tarde. Concluidos los exámenes, el profesor adjunto Baines permaneció varios minutos en el circuito, conversando con Sandor y durante ese lapso se refirió de manera casual a un talento casi inútil (es decir, inútil académicamente) de Sandor.
Al oírlo mencionar, el agente del gobierno alzó las orejas (era un rigeliano). Ansiaba un ascenso y recordó una olvidada circular interna…
El profesor adjunto Baines había aludido al hecho de que Sandor Sandor, en una ocasión, había estudiado una serie de treinta fotos de toda la galaxia civilizada, tomadas al azar, y que los detalles importantes de esas mismas fotos habían sido introducidos también en la computadora L-L del Departamento. Sandor había nombrado el planeta correcto en todos los casos, la masa terrestre en veintinueve, el país o territorio en veintiséis y en veintitrés casos había establecido correctamente la posición misma en un radio de cien kilómetros cuadrados. La computadora L-L había nombrado el planeta correspondiente a veintisiete fotos.
Para la computadora no era una tarea de amor.
Así se supo que Sandor conocía casi todas las calles de la galaxia. Diez años más tarde las conocía todas.
Pero tres años más tarde el rigeliano renunció a su puesto, disgustado, y fue a trabajar en la industria privada, donde se pagaba mejor y los ascensos eran más frecuentes. Sin embargo, sus anotaciones y la cinta grabada quedaron archivadas…
Benedick Benedict nació y creció en el líquido mundo de Kjum, y tenía el infalible poder de convertir en enemigo suyo a todo el que conocía.
Y existía una razón: mientras unos hombres encuentran su mayor placer en la bebida, y otros se abandonan a la glotonería, y otros son perezosos, o su principal deleite es la lujuria, o hacer frinn, para Benedick lo fundamental era el chisme: Benedick era un charlatán.
Los chismes eran su alimento y su bebida, su sexo y su religión. Estrecharle la mano era un error, a menudo catastrófico, pues, mientras apretaba la mano del interlocutor, sonriente, los ojos se le humedecían de pronto, y las lágrimas le corrían por las gordas mejillas.
Cuanto esto ocurría no era porque estuviese triste, ni mucho menos. Se trataba de una transformación somática que nacía de su reacción paranormal.
Estaba viendo la vida anterior del otro.
Además, era selectivo; veía solamente lo que buscaba. Y buscaba escándalo y odio y, peor aún, amor; buscaba delitos y desasosiego, recuerdos de incomodidad, dolor, futileza, debilidad. Veía todo lo que un hombre quería olvidar, y hablaba de eso.
Si usted tiene suerte, no le hablará de lo suyo. Si alguna vez usted conoció alguien a quien él haya conocido del mismo modo, y este hecho aparece, comenzará a hablar de esa persona. Le hablará sobre la vida de ese hombre o esa mujer porque valora más aún esta forma de reacción social que la propia humillación de uno. Y sus ojos, su voz y su mano lo sujetarán a usted como la garra del Viejo Marinero, casi como en un sueño; y usted lo escuchará, y por debajo de la parálisis se escandalizará.
Entonces él se irá y les hablará a otros de usted.
Así era Benedick Benedict. Probablemente no advirtiera cuánto se lo odiaba, ya que esta reacción no aparecía hasta más tarde, varias horas después que él se había despedido y marchado. Dejaba a sus oyentes con la sensación de que acababan de ser violados… y luego el temor, la vergüenza o el asco los obligaba a reprimir lo que había pasado, y a tratar de olvidar a Benedick. O bien lo odiaban calladamente, porque era un peligro. Es decir, tenía amigos poderosos.
Era un animal sumamente social: le encantaba la atención; quería ser admirado; anhelaba tener público.
Y siempre lo encontraba, en alguna parte. Conocía tantos secretos que lo toleraban en lugares importantes a cambio de lo que tenía para contar. Además, era rico, pero ya hablaremos de eso en un instante.
Con el paso del tiempo se le hizo cada vez más difícil conocer nuevas personas. Su reputación se difundía en proporción geométrica respecto de lo que decía, y hasta quienes querían oírlo preferían sentarse en el otro extremo de la habitación, beber alcohol suficiente para amortiguar en parte los propios recuerdos, e instalarse cerca de una puerta.
Era rico porque su poder se extendía también a objetos inanimados.
Los minerales escaseaban en Kjum, el mundo líquido. Si alguien le llevaba una muestra y se la ponía en la mano, él podía decirle, llorando, dónde cavar para descubrir el filón principal.
Un solo pez atrapado en los vastos mares de Kjum le permitía trazar el recorrido de un cardumen.
Llorando, podía tocar el collar de perlas radiactivas de un nativo y adivinar dónde estaba situado el lecho de perlas de ese nativo.
Las asociaciones locales de seguros y las compañías de préstamos conservaban Archivos Benedict: la pluma utilizada por un hombre para firmar su contrato, la colilla aplastada de su cigarrillo, un pañuelo de plastex con el cual se había enjugado la frente, un objeto dejado en depósito, los restos de una prueba de biopsia o de sangre, para que Benedick pudiera utilizar su poder contra quienes no cumplían sus compromisos con esas compañías, contra quienes violaban sus leyes.
Tampoco se regocijaba con su poder. Simplemente lo disfrutaba. Porque era uno de los diecinueve paranormales conocidos en los ciento cuarenta y nueve mundos habitados de la galaxia, y no conocía otra manera.
Además, ayudaba ocasionalmente a las autoridades civiles, si consideraba justa su causa. Si no, perdía súbitamente el poder hasta que dejaba de hacer falta. Pero esto no sucedía con demasiada frecuencia, ya que Benedick Benedict era humanitario, y bien pago, porque había sido examinado en laboratorio, y probado clínicamente. Tenía el don de la psicometría. Podía captar pautas de pensamiento originadas fuera de su propio cráneo…
Lince Links parecía una pelota de playa con barba, un patriarca gordo con un parche en el ojo, un hombre a quien le gustaba comer y beber bien, vestirse con sencillez y estar con gente sencilla; era un hombre de sonrisa frecuente y voz suave y melodiosa.
En sus primeros años había acumulado en su hoja de servicios más muertes que ningún otro agente empleado por la Central Interestelar de Información. Cuarenta y ocho hombres y diecisiete formas de vida malignas había eliminado el Lince durante sus cincuenta años de ejercicio como agente. Era uno de los tres hombres de toda la galaxia que habían sobrevivido al medio siglo de trabajo para la CII. Vivía cómodamente con la pensión gubernamental, pese a tres esposas y una horda de nietos; ocasionalmente lo llamaban como asesor, y dedicaba parte de su tiempo a tareas laterales de misionero. Estaba convencido de que toda la vida era una sola, de que todos los hombres eran hermanos, y de que los asuntos de los hombres debían ser regidos por el amor y no por el odio o el miedo. En las Sesiones de Tranquilidad solía comentar que incluso había matado con amor, respetando y reverenciando la persona y el espíritu del hombre señalado para morir.
Esta es la historia de cómo fue convocado a volver de Hosanna, el Mundo de la Grande y Gloriosa Llama de la Vida Divina, y reunido con Sandor Sandor y Benedick Benedict para dar caza a Victor Corgo, el hombre sin corazón.
Victor Corgo era capitán del Canguro. Victor Corgo era astrogador principal, primer oficial y jefe de maquinistas del Canguro. Victor Corgo era el Canguro.
En una época el Canguro era una orgullosa nave guardiana, un hongo de ébano cubierto de verrugas enjoyadas: los proyectores de frase rápida. En una época el Canguro saltaba orgulloso por los mundos fronterizos del sistema interestelar, administrando la singular justicia del Código Galáctico Uniforme… en los sitios donde no había otra ley. En una época el orgulloso Canguro, bajo las órdenes del capitán de la Guardia Victor Corgo, había recorrido las profundidades del espacio, y había llegado a ser una leyenda bajo cielos legendarios.
Terror de bandidos y de feos seres inhumanos, amenaza para los transgresores del Código y aguijón para los malhechores de todas partes, Corgo y su hongo resplandeciente (capaz de arrasar todo un continente bajo el nivel de las aguas en un solo día) eran el orgullo de la Guardia, lo mejor de lo mejor, la crema seleccionada de todo lo demás.
Lamentablemente Corgo se vendió.
Se convirtió en un canalla.
… Un traidor.
Un héroe corrupto…
Después de cuarenta y cinco años en la Guardia, apenas a media década de la jubilación, perdió su tripulación entera en un inoportuno ataque contra una fortaleza pirata en el planeta Kilsh, que podía haber llegado a ser el centésimo quincuagésimo mundo habitado del sistema interestelar.
Arrastrándose, apenas con vida, había logrado recorrer la mitad del vasto campo nevado de Brild, en la principal masa terrestre de Kilsh. En el momento fortuito, cuando la Muerte se acercaba con su tradicional susurro, lo arrancaron de su ruta de tránsito, por así decirlo, los Orillen, una tribu nómade de cuadrúpedos feos e inteligentes que lo llevaron a su campamento y allí le curaron las heridas, lo alimentaron y le dieron calor. Más tarde, con la colaboración de los Drillen recuperó el Canguro y todo el armamento del sitio donde se había clavado treinta metros en el hielo.
Sin tripulación, instruyó a los Drillen.
Con los Drillen y el Canguro atacó a los piratas.
Y venció.
Pero no se detuvo en eso.
No.
Cuando se enteró de que los Drillen estaban señalados para morir según el Código Uniforme, traicionó a su propia especie. Los Drillen se habían negado a ser trasladados a un decoroso mundo de reservación, y habían decidido seguir ocupando lo que llegaría a ser el centésimo quincuagésimo mundo habitado de la galaxia (es decir, del sistema interestelar).
Por lo tanto, se había dado la orden de destruirlos.
El capitán Corgo protestó, fue declarado fuera de servicio.
El capitán Corgo amenazó, fue amenazado a su vez.
El capitán Corgo luchó, lo vencieron, murió, fue resucitado, eludió el cerco, se convirtió en proscripto.
Se llevó consigo el Canguro. En los días de orgullo lo habían llamado el Canguro Feliz, ahora era solamente el Canguro.
Cuando los rayos tractores dieron caza a la nave, cuando sus vibraciones traspasaron el negro casco y laceraron la carne de Corgo, éste reunió a sus seis Drillen, acarició la piel de Mala, su favorita, abrió la bocal para hablar, y murió en el preciso momento en que comenzaban las palabras y las lágrimas.
Lo siento… dijo.
Pero le dieron un corazón nuevo. La fibrilación había despedazado el viejo, que no tenía arreglo. Pusieron el viejo en un frasco y le dieron un huevo reluciente y antiséptico de palpitante metal, que se expandía y contraía a intervalos variables, según lo que las computadoras del tamaño de una semilla instaladas en su interior decían sobre la respiración de Corgo, el azúcar en su sangre y la secreación de sus diversas glándulas. Las semillas y el huevo contenían su vida.
Cuando se aseguraron de que así era, y de que seguiría siendo así, le informaron sobre los procedimientos legales de un consejo de guerra.
Sin embargo, él no esperó a que lo juzgaran. Quebrantando su libertad condicional, escapó del Puesto de Guardia llevándose consigo a Mala, única Drillen que quedaba en toda la galaxia. Los cinco semejantes de Mala no habían sobrevivido al análisis científico de la índole de sus estructuras internas. El resto de la raza, por supuesto, había rechazado el traslado.
Entonces el hombre sin corazón declaró la guerra al género humano.
Saquear un planeta entraña gastos considerables. Hacen falta enormes aparatos desintegradores, cortadores, lavadores y refinadores para reducir un mundo casi a un estado de caos primigenio, y para extraerle luego sus ingredientes esenciales (es decir, comercialmente viables). Los libros de historia hablan del saqueamiento de minas en el planeta madre, en épocas antiguas. Y bien: los toscos procesos de entonces eran similares a los actuales en intensidad y resultados, pero las operaciones eran en escala mucho menor.
Imaginemos cien kilómetros de Gran Cañón que aparecen de la noche a la mañana, imaginemos miles de milenios terrológicos desandados en un abrir y cerrar de ojos; imaginemos todas las Edades de Hielo de la Tierra, y comprimámoslas en una sola estación. Esto dará una idea general en cuanto a tiempo y efecto.
Ahora pensemos en la mano de obra importada; los hombres que perforan y desintegran y cortan y lavan para las grandes compañías mineras. No son hombres incultos, pero sin duda aceptan correr un gran riesgo —tal vez sólo por un año, debido a los altos sueldos; o tal vez por oportunismo, debido a los altos sueldos—; estos hombres, que recorren tres mundos en un año, que descienden del cielo en naves llenas de ciudad, en campamentos mineros remolcados por el espacio; estos hombres, que provienen de toda la galaxia habitada, que llevan consigo la fuerza de la herramienta y de la flexión del pulgar, que muestran en la frente la marca de Fénix Solar y en los ojos el frío de los espacios que han cruzado, saben qué hacer para lograr que las cúpulas de átomos se eleven ante ellos y para invocar las trompas-tornados de vértices aspiradores desde los cargueros al otro lado del firmamento, y lo hacen con minuciosidad y eficiencia, y no sin estilo, tradición, canciones y risa; porque son las cuadrillas de trabajo pesado, que trabajan contra el tiempo (que es dinero) para ganar tonelaje (que es dinero) y llegar al mercado antes que sus competidores (lo cual es importante, dado que el valor de un mundo influye sobre las ventas futuras durante muchos meses); estos hombres, que llevan en una mano la llama y en la otra el torbellino, que llegan con sus familias y todas sus pertenencias, erigen metrópolis temporarias, representan su acto de magia y se marchan… una vez finalizado el truco de la desaparición.
Ahora que ya tenemos una idea de lo que ocurre y de quién está presente en la escena, el problema es este:
Saquear un planeta entraña gastos considerables.
No interpretemos mal: las ganancias son más que proporcionadas. Sólo que podrían ser aún mayores…
¿De qué manera?
Bueno… Para empezar, la maquinaria pesada necesaria es, en general, muy fácil de reemplazar. Es decir, la maquinaria instalada dentro de la metrópoli migratoria.
Trasladarla es costoso. No trasladarla no lo es. Porque resulta de veras más barato, en términos de material y mano de obra, fabricar nuevas unidades que acelerar las antiguas más allá de un promedio de 2.6 veces.
Las compañías mineras no las producen (y en verdad preferirían no hacerlo); a las compañías mineras de fabricación les gusta fabricar nuevas unidades tanto como a las compañías mineras les gusta perder las viejas.
Y por supuesto es maquinaria alquilada, o maquinaria sobre la cual todavía se está pagando a las compañías financiadoras, ya que trasladar los pagos hace más fácil enfrentar al Servicio de Réditos Interestelar cada año.
Abandonar las unidades sería un delito, violatorio del acuerdo arrendador-arrendatario o del Código Comercial Interestelar.
Pero ocurren accidentes…
A menudo con demasiada frecuencia para permitir estadísticas cómodas.
Allá afuera en la frontera desierta.
Entonces las grandes compañías aseguradoras investigan, y por último suspiran e indemnizan a los poseedores del embargo.
… Y los cargueros llegan adelantados al mercado, porque hay menos que desmantelar, autorizar y embarcar.
Se ahorra tiempo, los compromisos se cumplen con anticipación, se obtiene en general un precio mejor, y de esta manera se logra una ventaja respecto de los beneficios a obtener del próximo mundo.
Todo lo cual es muy agradable.
Salvo para las compañías aseguradoras.
Pero ¿qué puede ocurrirle a una Nueva York transitoria repleta de equipo pesado?
Bueno, algunos lo llaman sabotaje.
… Otros lo llaman asesinato en masa.
… Guerra no declarada.
… El rayo de Corgo.
Pero está escrito que es mejor incendiar una ciudad que maldecir la oscuridad.
Corgo no maldecía la oscuridad.
… Muchas veces.
El día en que se reunieron en Dombeck, Benedick tendió la mano, sonrió, dijo:
—Señor Sandor…
Cuando su mano fue estrechada la sonrisa se le invirtió y luego le desapareció del rostro. Estaba apretando una mano artificial.
Sandor asintió con la cabeza y bajó la mirada.
Benedick se volvió hacia el hombre corpulento con un parche sobre el ojo.
… ¿Y usted es el Lince?
—Exacto, hermano. Me disculpará si no le doy la mano. Mi religión lo prohíbe. Creo que no hace falta reafirmar la unicidad de la vida.
—Por supuesto —dijo Benedick—. Conocí a un hombre de Dombeck. Era un contrabandista de gnil llamado Worten Wortan…
—Ha ido a reunirse con la Gran Llama —dijo el Lince—. O sea que está muerto. La CII lo apresó hace dos años. Pasó a la Llama mientras intentaba escapar de encierro.
—¿De veras? —dijo Benedick—. En una época fue gnil adicto también…
—Lo sé. Leí su prontuario en relación con otro caso.
—En Dombeck abundan los contrabandistas de gnil —Sandor.
—Sí —el Lince.
—Sí —Sandor.
—El agente de la CII me dijo que muchas compañías aseguradoras han presentado protestas a través de sus representantes en Interestelar.
—Es verdad —Lince.
—Sí —Sandor, mordiéndose el labio—. Caballeros, ¿tienen inconveniente en que me quite las piernas?
—Ninguno —el Lince—. Somos colaboradores, y en nuestras reuniones debe reinar la informalidad.
—Hágalo, por favor —dijo Benedick.
Agachándose en su sillón, Sandor oprimió los controles acopladores. Se oyeron dos golpes bajo el escritorio. Reclinándose, contempló los estantes llenos de globos.
—¿Le causan dolor? —preguntó Benedick.
—Sí —Sandor.
—¿Tuvo un accidente?
—Nacimiento —Sandor.
El Lince levantó a la luz una garrafa de líquido parduzco, y miró a través de ella.
—Es un coñac local —Sandor—. Bastante bueno. Algo parecido al xmili de Bandla, pero que no crea hábito. Pruébelo.
El Lince lo probó, y tuvo la garrafa delante toda la tarde.
—Corgo es un destructor de propiedades —dijo Benedick.
Sandor asintió con la cabeza.
—… Y un defraudador de compañías aseguradoras, un desfigurador de cuerpos planetarios, un desertor de la Guardia…
—Un asesino —Sandor.
—… Y un zóofilo —concluyó Benedick.
—Ajá —el Lince, chasqueando los labios.
Es tan gran ofensor de la tranquilidad pública que hay que dar con él.
—… Y pasarlo a través de la Llama para que se purifique y renazca.
—Sí, debemos buscarlo y matarlo —dijo Benedick.
—¿Están aquí las dos piezas de equipo? —el Lince.
—Sí, el transmisor fásico está en la otra habitación.
—… ¿Y? —preguntó Benedick.
—El otro objeto está en el cajón inferior de este escritorio, a la derecha.
—Entonces, ¿por qué no empezamos ahora?
—Sí, ¿por qué no ahora? —el Lince.
—Muy bien —Sandor—. Pero uno de ustedes tendrá que abrir el cajón. Está en un frasco de cristal pardo al fondo.
—Yo lo sacaré —dijo Benedick.
Al cabo de un rato lanzó un gran sollozo, allí sentado, con mundos en hileras a su espalda, lágrimas en las mejillas, y el corazón de Corgo apretado entre las manos.
—Está frío y oscuro…
—¿Dónde? —el Lince.
—Un sitio pequeño. ¿Una pieza? ¿Una cabina? Paneles de instrumentos… Un zumbido… Frío, y ángulo absurdos por todas partes… Vibración… ¡Duele!
—¿Qué hace? —Sandor.
—… Sentado, casi acostado… en un lecho tejido, su lado duerme algo peludo. Ángulos… torcidos… todo… mal. ¡Duele!
—El Canguro en tránsito —Lince.
—¿Adónde va? —Sandor.
—¡DUELE! —gritó Benedick.
Sandor dejó caer el corazón en el regazo.
Comenzó a temblar. Se frotó los ojos con el dorso de las manos.
—Me duele la cabeza —anunció.
—Tome un trago —Lince.
Tragó una vez, luego sorbió.
—¿Por dónde iba?
El Lince alzó los hombros y los dejó caer.
—El Canguro iba a alguna parte en fase rápida, Corgo dormía el sueño fásico. Ir en fase rápida estando del todo consciente es una sensación inquietante. La distancia y la duración se distorsionan. Lo encontró en mal momento, bajo el efecto de calmantes y sujeto al impacto del continuum. Tal vez mañana sea mejor.
—Ojalá.
—Sí, mañana —Sandor.
—Mañana… Sí.
—Había otra cosa —agregó—, algo en su mente… Un sol donde antes no había ningún sol.
—¿Un incendio? —Lince.
—Sí.
—¿Un recuerdo? —Sandor.
—No; va en camino para hacerlo.
El Lince se puso de pie.
—Me comunicaré con la CII por transmisor fásico y les informaré. Ellos podrán verificar qué mundos están siendo minados en este momento. ¿Tiene alguna idea de cuándo?
—No, eso no puedo determinarlo.
—¿Qué aspecto tenía el globo? ¿Qué configuraciones continentales? —Sandor.
—Ninguna. El pensamiento no era tan específico. Su mente divagaba, llena sobre todo de odio.
—Llamaré ahora… Y volveremos a probar…
—Mañana. Ahora estoy cansado.
—Acuéstese entonces. Descanse.
—Sí, puedo hacer eso.
—Buenas noches, señor Benedict.
—Buenas noches…
—Duerma en el corazón de la Gran Llama.
—Espero que no.
Mala gimió y se acercó a su Corgo, porque estaba soñando un mal sueño: Otra vez se encontraban en el gran campo nevado de Brild, y ella procuraba ayudarlo a caminar, a avanzar. Pero él resbalaba continuamente, y en cada ocasión permanecía más tiempo tendido, y cada vez se levantaba con más pesadez y avanzaba con paso más lento aún. Intentó encender una hoguera, pero los demonios de nieve giraban y caían como carámbanos desde las siete lunas, y las danzantes llamas verdes morían apenas nacían entre sus manos.
Finalmente, en la cima de una montaña de hielo, ella los vio. Eran tres.
De pies a cabeza estaban vestidos de llamas; sus ardientes cabezas se movían de un lado a otro; uno de ellos se inclinó, olfateó el suelo, se levantó y señaló en dirección a Corgo y Mala. Entonces echaron a correr cuesta abajo, sembrando llamas, derritiendo un sendero a su paso, saltando sobre montículos y lomas de nieve, los brazos tendidos hacia adelante.
Venían en silencio, deteniéndose únicamente mientras uno olfateaba el aire, el suelo…
Ahora los oía respirar, sentía su calor…
En pocos instantes llegarían…
Mala gimió y se acercó más a su Corgo.
Durante tres días Benedick probó, apretando el corazón de Corgo como la bola de cristal de una gitana, mojándolo con sus lágrimas, estrujándolo hasta casi devolverle la vida. Después le dolía la cabeza durante horas, cada vez que se encontraba con el impacto del continuum. Lloraba largas y húmedas lágrimas durante horas fuera del contacto, lo cual era insólito. Antes siempre se había apartado del dolor inmediato; su fuerte era la angustia recordada, algo totalmente distinto.
Sufría cada vez que tocaba a Corgo y su mente era aspirada a través de ese subterráneo en el cielo; y durante esos tres días tocó a Corgo once veces, y luego perdió de veras su poder.
Sentado como una oscura masa metálica sobre el casco del Canguro contemplaba a través de mil kilómetros el llameante horno que él mismo había alimentado hasta la temperatura del templado de acero; y se sentía como un trozo de metal puesto allí sobre un yunque, esperando a que el martillo volviera a caer, como siempre lo hacía, esperando a que golpeara una y otra y otra vez, impartiéndole nueva dureza, eliminando en su interior cada vez más lo que era vil, aquello que sabía de piedad, remordimiento y culpa, una y otra y otra vez, y dejando solamente esa dura, muy dura forma de odio, como una bota de hierro, que vivía en el centro de la masa, él mismo, y que exigía constante martilleo y calor.
Sudando mientras miraba, sonriendo, Corgo tomó fotografías.
Cuando uno de los diecinueve paranormales conocidos en los ciento cuarenta y nueve mundos habitados de la galaxia pierde súbitamente sus poderes, y los pierde en un momento decisivo, es como en los viejos cuentos, cuando un día una princesa es atacada de un mal desconocido y el rey, su padre, convoca a todos sus sabios y reclama los mejores médicos del reino.
De manera similar, Mamá CII (como un Rex ex machina) convocó a sabios y consejeros de diversos bancos de cerebros y talleres de reparaciones cerebrales en toda la galaxia, incluyendo la Universidad Interestelar en la Tierra misma. Pero ¡ay! Si bien todos diagnosticaron, ninguno pudo ofrecer alguna sugerencia que fuera inmediatamente aceptable para todas las partes interesadas:
—Bombardéenle el tálamo con partículas Beta.
—Hipnoregresión al útero, y restauración en un momento pretraumático de su vida.
—Más impacto de continuum.
—Seis semanas en un satélite de placer, y dos aspirinas cada cuatro horas.
—Hay una antigua operación llamada lobotomía…
—Mucho líquido y legumbres verdes con hojas.
—Contraten otro paranormal.
Por un motivo u otro, el jefe se opuso a todas estas soluciones, y la última era imposible por el momento. Al final, la cuestión fue hábilmente resuelta por la enfermera de Sandor, la señorita Barbara, quien apareció un día en la galería, donde Benedick, sentado, se abanicaba y bebía xmili.
—¡Vaya, señor Benedick! —anunció ella, mientras depositaba su robusta persona en otro sillón y cortaba su redlomda con tres dedos de xmili—. ¡Qué sorpresa encontrarlo aquí! Pensé que estaría en la biblioteca con los muchachos, trabajando en ese proyecto ultrasecreto, ocultísimo y decisivo llamado “Guiso de Canguro” o algo parecido.
—Ya ve que no —dijo él, mirándose fijamente las rodillas.
—Bueno, también es agradable a veces pasar el rato. Sentarse. Relajarse. Descansar de la persecución de Victor Corgo…
—Por favor, usted no tiene por qué estar enterada del proyecto. Es ultrasecreto y decisivo…
—Y también ocultísimo, ya sé. El pobre Sandor habla tanto en sueños, todas las noches… Cada noche lo arropo y me quedo sentada a su lado hasta que él se pierde en el país de los sueños, pobrecito.
—Hm… sí. Pero, por favor, no hable del proyecto.
—¿Por qué? ¿No va bien?
—¡No!
—¿Por qué no?
—¡Ya que insiste en preguntarlo, por culpa mia! Tengo una especie de impedimento… El poder no viene cuando lo llamo.
—¡Oh, qué lástima! ¿Quiere decir que ya no puede espiar la mente de otros?
—Exacto.
—Vaya, vaya… Pues entonces hablemos de otra cosa. ¿Alguna vez le conté de cuando era la cortesana más cara de Sórdido V?
Benedick volvió lentamente la cabeza hacia ella.
—Noooo… —dijo—. ¿Se refiere usted a ese Sórdido?
—Oh, sí. Solían llamarme Barby la Brava. Todavía cantan baladas, ¿sabe?
—Sí, las he oído. Muchos versos…
—Tome otra copa. ¿Sabe que una vez acuñaron una moneda con mi imagen? Ahora, por supuesto, es una pieza de coleccionista. En pose de cuerpo entero, color carne… Mire, la llevo en esta cadena, colgada del cuello… Acérquese más, la cadena es corta.
—Muy… interesante. Em… ¿cómo ocurrió todo esto?
—Bueno… todo empezó con el viejo Pruria Van Teste, el banquero, de los Testes importadores-exportadores. Durante mucho tiempo se contentó con mujeres sintéticas, pero al entrar en años empezó a pensar que se había perdido algo bueno. De modo que un buen día me envió diez docenas de orquídeas hravianas y una liga de diamantes, junto con una invitación a cenar con él…
—Aceptó, por supuesto.
—Naturalmente que no. Por lo menos, la primera vez. Me di cuenta de que estaba muy ansioso.
—Bueno, ¿y que pasó?
—Espere a que prepare otra redlomda.
Luego, aquella tarde, el Lince salió a la galería durante sus meditaciones, y vio a la señorita Barbara y a Benedick que lloraba sentado junto a ella.
—¿Qué enturbia tu tranquilidad, hermano mío? —preguntó.
—¡Nada! ¡Nada en absoluto! Todo es maravilloso y hermoso… Siento que he recobrado mi poder —y se enjugó los ojos con la manga.
—¡Bendita seas, buena señora! —dijo el Lince, tomando la mano de Barbara—. Tus sencillos consejos han hecho más para curar a mi hermano que todos esos costosos médicos traídos aquí con grandes gastos. En tus simples palabras reside la virtud, y eres muy amada de la Llama.
—Se lo agradezco, por cierto.
—¡Ven, hermano, volvamos a la tarea!
—Sí, vamos. ¡Oh, Barby, gracias!
—De nada.
En cuanto Benedick tomó en las manos el destartalado bombeador de sangre, los ojos se le nublaron. Acariciándolo, se reclinó, y a cada lado de la nariz se le formaron manchas húmedas que crecieron como bien alimentadas amebas, sufrieron mitosis y se precipitaron a explorar las cercanías de su prominente labio superior.
Suspiró una vez, profundamente.
—Sí, allí estoy.
Pestañeó, se lamió los labios.
—… Es de noche. Tarde. Una morada primitiva. Paredes como de barro, con trozos de paja… Todas las luces apagadas, salvo la de la máquina, que llega hasta…
—¿Máquina? —Lince.
—¿Qué máquina? —Sandor.
—… Un proyector. Imágenes en la pared… Un mundo… grande, llena todo el cuadro… en el mundo manchas de fuego, cerca de la parte superior. En tres sitios…
—¡Bhave VII! —Lince—. ¡Hace seis días!
—A la derecha la costa es así… Y a la izquierda, así.
Con el dedo índice trazó dibujos en el aire.
—Bhave VII… —Sandor.
—Contento y descontento al mismo tiempo… difícil separar ambas sensaciones. Pero allí hay culpa… aunque mezclada con placer. Venganza. Odio a la gente, a los humanos… Ahora ajustamos el proyector, lo detenemos en una llamarada… ¡Cómo brilla! ¡Qué bueno! ¡Oh, magnífico! ¡Así aprenderán! Aprenderán a arrebatar lo que pertenece a otros… ¡A asesinar una raza! El generador zumba. Es viejo, y huele mal. El perro está tendido sobre nuestro pie. El pie está entumecido, pero, no queremos molestar al perro, porque es la cosa preferida de Mala… su único juguete, acompañante, muñeca viviente, de cuatro patas… Ella le rasca detrás de la oreja con el miembro delantero, y el perro la quiere. La luz se filtra sobre ellos… Se los ve claramente. La brisa es muy cálida, por eso no llevamos camisa. Mueve la cortina con borlas… No hay campo de fuerza ni cristal de ventana… Junto al proyector zumban insectos; en el mundo incendiado siluetas de pterodáctilos…
—¿Qué clase de insectos? —Lince.
—¿Alcanzas a ver del otro lado de la ventana? —Sandor.
—… Afuera hay árboles… árboles bajos… apenas unos perfiles chatos. No se distingue dónde empiezan los troncos… El follaje es demasiado denso, demasiado apretado. Demasiado oscuro afuera. En la distancia, una luna pequeña… Algo de este tamaño sobre una colina… —Las manos de Benedick moldearon un nabo clavado en un obelisco—. No estoy seguro de la distancia, del tamaño, del color o de qué está hecho…
—¿El nombre del sitio está en la mente de Corgo? Lince.
—Si pudiera tocarlo con la mano, lo sabría, sabría todo. Pero de esta manera recibo sólo impresiones… pensamientos superficiales. Ahora no piensa dónde está. … El perro gira sobre el lomo, apartándose de nuestro pie… ¡por fin! Ella le rasca la panza, mi amor oscuro… El perro mueve una pata trasera como si buscara una pulga… agita la cola. El perro se llama Dilk… Ella le dio ese nombre, lo quiere… Es como uno de su raza. Que fue asesinado. Odio a la gente… a los humanos. Ella es gente. Mejor que… No mata aquello que respira por provecho egoísta, por Interestelar. Mejor que la gente, mis pequeños amigos, mejor… Un insecto se posa en el hocico de Dilk. Ella lo espanta. Segmentado, dos pares de alas unos cinco milímetros de longitud, globo rosado en la punta delantera, bulboso, y al volar zumba, el insecto… Me preguntaste…
—¿Cuántas entradas tiene ese lugar? —Lince.
—Dos. Una puerta en cada lado de la choza.
—¿Cuántas ventanas?
—Dos. En paredes opuestas… las que no tienen puertas. No veo nada a través de la otra ventana… Demasiado oscuro de ese lado.
—¿Algo más?
—En la pared una espada… empuñadura larga, muy larga, para dos manos… tal vez más larga aún…, ¿tres? ¿cuatro…? pero hojas cortas, dos… empuñadura en el medio… y cada hoja es recta, de doble filo, larga como el antebrazo… A su lado una máscara de… ¿flores? Demasiado oscuro para verlo. Las hojas brillan; la máscara es opaca. Parece de flores. Muchas, pequeñas… La máscara tiene cuatro lados, en forma de cometa, con la punta grande hacia abajo. No distingo rasgos. Pero sobresale bastante en la pared… Mala está inquieta. Quizá no le gusten las fotos… o acaso no las ve y se aburre. Sus ojos son diferentes. Ahora nos acarició el hombro con el hocico. Le echamos un líquido en el tazón. Nosotros tomamos otro. Ella no bebe el suyo. La miramos fijamente. Ella inclina la cabeza y bebe. Bajo nuestras sandalias, piso de tierra bien apisonado. En él muchos… ¿guijarros? diminutos blancos, polvorientos. La mesa es de madera natural… El generador chisporrotea. La imagen vacila, vuelve… No frotamos la barbilla. Necesitamos afeitarnos… ¡Qué diablos importa! No tenemos que presentarnos a ninguna inspección. Bebemos… uno, dos… ya está.
¡Otro!
Sandor había enroscado una cinta grabada en su visor, y la hacía girar y detenerse, girar y detenerse, girar y detenerse. Consultó su cronómetro de mundos.
—Afuera, ¿la luna parece moverse hacia arriba, hacia abajó o a través del cielo?
—A través.
—¿De derecha a izquierda, o de izquierda a derecha?
—De derecha a izquierda. Parece más o menos un cuarto después del cénit.
—¿Alguna coloración?
—Anaranjada, con tres líneas negras. Una comienza más o menos en la posición de las once en un reloj, atraviesa un cuarto de la superficie, baja derecho y vuelve a cortar en la posición de las siete. La otra comienza en la posición de las dos y baja a la de las seis. No se cruzan. La tercera es una pequeña letra “c” invertida… cuarto inferior derecho… La luna no es grande, pero sí muy clara. No hay nubes.
—¿Distingues alguna constelación? —Lince.
—… La cabeza ya no mira hacia allí, no miró el tiempo suficiente hacia la ventana. Ahora se oye un ruido lejano… Un farfulleo agudo, casi metálico. Animal. Él imagina un ser arbóreo de seis patas, que mide la mitad de la estatura de un hombre, pelo pardo rojizo, escaso… Puede ir por el suelo en dos, cuatro o seis patas. Pero no baja mucho al suelo. Anida en lo alto. Pone huevos. Muchos dientes. Come carne. Ojos pequeños y grandes… dos. Grandes fosas nasales. Molesto, pero no peligroso para los hombres… fácil de espantar.
—Está en Disten, el quinto mundo del Sistema de Blake —dijo Sandor—. El lado nocturno significa que él está en el continente Didenlan. La luna Babry, ya mucho más allá del cénit, significa que él está al este. Una mezquita mella indica un poblado mella-musulmán. La espada y la máscara parecen hortanianas. Estoy seguro de que fueron traídos desde más adentro del continente. Los restos cretáceos lo situarían cerca de Landear, que es mella-musulmán. Landear está sobre el río Dista, ribera norte. Hay mucha jungla por allí. Aun quienes buscan la soledad no suelen alejarse más de doce kilómetros del centro de la ciudad —ciento cincuenta y tres mil habitantes— y los sitios menos poblados están hacia el noroeste, a causa de las colinas, las rocas y…
—¡Excelente! ¡Allí está entonces! —Lince—. Bueno, lo haremos de este modo. Por supuesto, él ha sido sentenciado a muerte… Creo… ¡sí, lo sé! , que hay una oficina local de la CII en el segundo mundo de este sistema, como quiera que se llame.
—Nirer —Sandor.
—Sí. Mmm, a ver… Dos agentes serán facultados como verdugos. Aterrizarán con su nave al noroeste de Landear, entrarán en la ciudad y averiguarán dónde se estableció el hombre con la extraña mascota de cuatro patas, el que llegó dentro de los últimos seis días. Entonces un agente entrará en la choza y comprobará si Corgo está dentro. En caso de que esté se retirará de inmediato, y hará señas al otro, que se ocultará tras esos árboles o lo que sea. De inmediato el segundo hombre lanzará una descarga de bombas de fragmentación por la ventana abierta. Un agente se apostará entonces a distancia segura, detrás de la esquina noroeste del edificio, para tener vigilada una puerta y una ventana. El otro irá al suroeste para hacer lo mismo. Cada uno llevará consigo una pistola subametralladora láser de doscientos canales con cabeza vibratoria. ¡Muy bien! ¡Ahora lo transmitiré a la Central! ¡Ya lo tenemos!
Y salió corriendo de la habitación.
Benedick, siempre con el objeto en la mano, la pechera de la camisa empapada, continuaba:
—“No temas, mi morena dama. No es más que un cachorro, y ladra a la luna…”.
Treinta y una horas y veinte minutos más tarde, el Lince recibió y descifró estas dos concisas declaraciones:
VERDUGOS FUERON CAMINO DE TODA CARNE.
EL CANGURO HA SALTADO OTRA VEZ.
Se pasó la lengua por los labios. Sus compañeros esperaban el informe, y ellos habían tenido éxito… habían cumplido su papel, actuando con eficiencia y bien. En cambio, al Lince se le había escapado la presa.
Hizo la señal de la Llama y entró en la biblioteca.
Benedick sabía, sin duda alguna. El pequeño paranormal tenía las manos apoyadas en el bastón, y eso era suficiente.
El Lince agachó la cabeza.
—Empezamos de nuevo —les dijo.
Los poderes de Benedick —más fuertes que nunca, en todo caso— sobrevivieron siete veces más al impacto del continuum. Luego describió otro mundo: grande y muy poblado; brillante; deslumbrador, bajo un sol blanco azulado; ladrillo amarillo por todas partes, arquitectura neo-denebiana, ventanas de cristal verde, un mar purpúreo cerca…
Sandor no tuvo dificultades:
—El Mundo de Phillips —lo nombró, y luego les dijo la ciudad—. Delles.
—Esta vez nosotros lo quemaremos a él —dijo el Lince, y salió de la pieza.
Estos cristianos-zoroástricos —suspiró Benedick cuando el otro se hubo marchado—. Creo que este tiene un complejo de Llama.
Sandor hizo girar el globo con la mano izquierda y miró cómo daba vueltas.
—No es precognición —dijo Benedick—, pero te apuesto tres contra uno a que Corgo vuelve a escapar.
—¿Por qué?
—Cuando abandonó a la humanidad se convirtió en algo menos, y más… No está dispuesto a morir.
—¿Qué quieres decir?
—Su corazón está aquí… Renunció a él en todos los aspectos. Ahora es invencible… Pero lo reclamará un día; entonces morirá.
—¿Cómo lo sabes?
—… Lo siento. Hay muchos tipos de médicos, entre ellos los patólogos. Estos no son menos que otros, pero sólo dominan la oscuridad… Yo conozco a las personas, he conocido a muchas. No pretendo saberlo todo acerca de ellas, pero las debilidades las conozco, sí.
Sandor hizo girar el globo sin decir nada.
Pero quemaron al Canguro gravemente.
Corgo sobrevivió, sin embargo.
Corgo sobrevivió, maldiciendo.
Tendido allí en la zanja mientras el mundo ardía, explotaba, se desplomaba a su alrededor, maldijo a ese mundo y a todos los demás, y a cuanto había en ellos.
Se oyó otro estallido.
Luego, tinieblas.
La espada hortaniana de doble hoja, girando en las manos de Corgo, había partido en dos al verdugo de la CII cuando éste apareció en la entrada de la casa. Mala, por la ventana abierta, había detectado su avance a través de las brisas.
El segundo cayó antes de poder arrojar la bomba de fragmentación. Corgo tenía una pistola subametralladora láser, de las que usaba la Guardia, y descuartizó al agente disparando a través de la pared y dos árboles en la dirección indicada por Mala.
Luego el Canguro partió de Diesten.
Pero Corgo estaba preocupado. ¿Cómo lo habían hallado con tanta rapidez? Ya antes había tenido encontronazos con ellos; muchos, en el transcurso de los años. Pero era cauteloso y no entendía en qué había fallado esta vez, no comprendía cómo lo había encontrado Interestelar. Ni siquiera su más reciente empleador conocía su paradero.
Meneó la cabeza y puso la nave en fase hacia el Mundo de Phillips.
Morir es dormir sin soñar, y Corgo no quería eso. Poniendo mucho cuidado viajó entrando y saliendo de fase, en direcciones elegidas al azar; dio a Mala un collar de oro con un receptor-transmisor en el broche, y llevó el complemento de ese transmisor en su anillo de muerte; cambió abundante moneda, dejó el Canguro a cargo de un respetable contrabandista en el Territorio No Asociado, y cruzó el Mundo de Phillips hasta Delles del Mar. Era un aficionado a la navegación y le gustaban las aguas purpúreas de este planeta. Alquiló una amplia residencia cerca de los Antros de Delles; de un lado tugurios, del otro la Riviera. Esto le agradaba. Aún tenía sueños; no estaba muerto todavía.
Quizá mientras dormía, había oído un ruido. De repente estuvo sentado en el borde de la cama, con un puñado de muerte en la mano.
—¿Mala?
No estaba. El ruido que había oído era el de una puerta que se cierra.
Hizo funcionar la radio.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Tengo la sensación de que nos vigilan otra vez —respondió ella a través del anillo de Corgo—. Pero no es más que una sensación.
La voz de Mala era distante, pequeña.
—¿Por qué no me lo dijiste? Vuelve en seguida.
—No. Me confundo con la noche y puedo moverme sin ruido. Investigaré. Si tengo miedo, debe haber algo… ¡Armate!
Él así lo hizo, y cuando se dirigía al frente de la casa atacaron. Echó a correr. Cuando cruzaba la puerta delantera atacaron de nuevo, y luego otra vez. A su espalda había un infierno, y caía una lluvia constante de yeso, metal, madera y vidrio. Después el infierno lo rodeó.
Estaban encima. Esta vez les habían advertido que no se acercasen a él, que lo atacasen desde la distancia. Esta vez volaban allá arriba en un globo blindado, y arrojaban ríos ardientes de destrucción.
Algo le golpeó la cabeza y el hombro. Cayó girando. Lo golpearon en el pecho, en el estómago. Se cubrió la cara y rodó, trató de levantarse, no pudo. Estaba perdido en un bosque de llamas. Echó a correr agachado, cayó de nuevo, volvió a levantarse, corrió, cayó otra vez, se arrastró, volvió a caer.
Tendido allí en la zanja, mientras el mundo ardía, explotaba, se desplomaba a su alrededor, maldijo a ese mundo y a todos los demás, y a cuanto ser humano vivía en ellos.
Se oyó otro estallido.
Luego, tinieblas.
Creían que lo habían logrado, y su alegría era grande.
—Nada —había dicho Benedick, sonriendo entre las lágrimas.
De modo que festejaron ese día y el siguiente.
Pero el cuerpo de Corgo no había sido recuperado.
Habían derrumbado casi media cuadra, y tampoco pudieron encontrar a otros once residentes, entonces pareció seguro que la ejecución había salido bien. Sin embargo, la CII pidió que el trío permaneciera reunido en Dombeck otros diez días, mientras se investigaba más a fondo.
Benedick reía.
—Nada —repetía—. Nada.
Pero un hombre sin corazón tiene algo peculiar. Su cuerpo no vive según las mismas reglas que otros. No. El huevo que lleva en el pecho es más inteligente que un simple corazón, y es el centro de un maravilloso sistema de comunicaciones. Muerto, es omnisciente en términos de lo que vive a su alrededor; no es omnipotente, pero tiene recursos de los que un corazón vivo no dispone.
Cuando las quemaduras y laceraciones se reflejaron en la pantalla del cuerpo, el huevo se situó instantáneamente en actitud crítica. Se trasladó a un nivel de funcionamiento de emergencia; se convirtió en una bandera que vibraba dentro de un huracán; las glándulas respondieron y lanzaron sus fluidos de poder; los músculos fueron activados como por electricidad.
Corgo era consciente sólo a medias de la velocidad inhumana con que se movía a través de la tempestad de calor y la lluvia de materiales de construcción. Aunque recibió heridas, no sintió el dolor. La reacción del cuerpo bloqueó todos los estímulos externos no esenciales. Llegó a la calle y se desplomó junto al cordón de la acera. El huevo calculó el costo de la acción, decidió que el precio había sido demasiado alto, y tomó medidas inmediatas para asegurar la inversión.
Lo envió abajo, a las profundidades del subcoma. Los seres humanos de modelo común no pueden decidir un día que desean invernar, acostarse y hacerlo. Los médicos pueden inducir dauersch-laff combinando drogas y complicados aparatos. Pero Corgo no necesitaba de esas cosas. Tenía en su cuerpo un equipo de supervivencia con cerebro propio; y ese equipo decidió que Corgo debía ir más abajo del mero nivel de coma que un corazón habría permitido. Luego, sin interrumpir sus propias funciones, hizo las cosas que un corazón no puede hacer.
Lo arrojó a las tinieblas del sueño sin sueños, de la inconsciencia total. Porque sólo en las fronteras de la muerte misma su vida podía ser conservada, fortalecida, volver a crecer. Para acercarse tanto al dominio de la muerte, había que adoptar su apariencia.
Por eso Corgo yacía muerto en la zanja.
La gente, por supuesto, acude en tropel a la escena de cualquier desastre.
Los de la Riviera se demoran poniéndose sus mejores ropas para catástrofes. Los de los tugurios no, porque sus vestuarios no son tan amplios.
Pero uno de ellos ya estaba vestido y pasaba cerca en ese momento. Lo llamaban “Zim” por razones obvias. Antes tenía otro nombre, pero casi lo había olvidado.
Volvía a casa tambaleándose desde el salón de zimlak donde había cobrado su cheque de jubilación de la Guardia correspondiente a ese ciclo mensual.
Hubo una explosión; pero pasaron segundos antes de que lo advirtiera. Se detuvo, mascullando, y se volvió con mucha lentitud en dirección al ruido. Entonces vio las llamas. Al levantar la vista, vio el globo volante. Un recuerdo brotó en su cerebro; hizo una mueca y siguió mirando.
Al cabo de un rato vio a un hombre que atravesaba a velocidad fantástica el paisaje del Infierno. El hombre cayó en la calle. Hubo más llamas, y luego el globo se alejó.
Las impresiones se fijaron por fin, y su reflejo ante los desastres lo hizo acercarse.
Sinapsis indelebles, impresas a fuego en su cerebro mucho tiempo atrás, evocaron página tras página del Manual Completo de la Guardia para Acciones Médicas Inmediatas. Se arrodilló junto al cuerpo, rojo por las quemaduras, la sangre y la luz del incendio.
—Capitán —dijo, mientras miraba el rostro angular y los ojos oscuros cerrados—. Capitán.
Cubrió su propia cara con las manos y las retiró húmedas.
—Vecinos. Aquí. Nosotros. No… sabía… —Lo auscultó, esperando algún latido del corazón, pero no pudo detectar nada—. Caído… En cubierta yace mi capitán… Caído… frío… muerto. Nosotros. Vecinos, quién diría…
Un ataque de hipo le interrumpió los zollozos desgarrados. Luego sus manos dejaron de temblar y levantó un párpado.
Corgo movió la cabeza cinco centímetros a la izquierda, alejándola del resplandor de las llamas.
El otro hombre rio aliviado.
—¡Está vivo, capitán! ¡Todavía está vivo!
Aquello que era Corgo no contestó.
Doblándose, forcejeando, “Zim” levantó el cuerpo.
—“No mover a la víctima”, así dice en el Manual. Pero usted viene conmigo, capitán. Ahora recuerdo… Fue después de mi partida, pero recuerdo… Todo. Ahora recuerdo, sí… Lo matarán de nuevo… si sobrevive… Sé que lo harán. Por eso tendré que mover a la víctima. Tendré que… Ojalá no estuviera tan mareado… Disculpe, capitán. Usted siempre fue bueno con sus hombres, bueno conmigo. Imponía disciplina en la nave, pero era bueno… El viejo Canguro, feliz… Sí. Ahora nos vamos, asesino. Lo antes posible. Antes de que lleguen los Morbs. Sí, lo… recuerdo. Buen hombre, el capitán. Sí.
De modo que, según la subsiguiente investigación de la CII, el Canguro había saltado por última vez. Pero Corgo seguía habitando en la frontera sin sueños, y las semillas y el huevo guardaban su vida.
Cuando transcurrieron los diez días, el Lince y Benedick se quedaron junto a Sandor. Sandor no tenía apuro para que se marcharan. Nunca lo habían empleado antes; le gustaba la sensación de tener cerca colaboradores, personas que compartían recuerdos de cosa hechas. Benedick estaba poco dispuesto a separarse de la señorita Barbara, una de las pocas personas con quienes podía hablar y lograr que le contestaran de buen gana. El Lince, que gustaba de la comida y el clima, decidió que a sus esposas y nietos les vendrían buenas vacaciones.
De modo que se quedaron.
Volver de la muerte es un asunto mortalmente lento. La realidad baila la danza de los velos, y pasa mucho tiempo antes de que uno sepa qué hay debajo de todos ellos (si realmente llega a saberlo).
Cuando Corgo se hubo formado una idea general gritó:
—¡Mala!
… La oscuridad.
Entonces vio una cara que pertenecía a otro tiempos.
—¿Sargento Emil…?
—Sí, señor. Aquí, capitán.
—¿Dónde estoy?
—En mi choza, señor. La suya se incendió.
—¿Cómo?
—Lo hizo un globo volante con un rayo incendiario.
—¿Y mi… mascota? Una Drillen…
—Solamente lo encontré a usted, señor… Nadie ni nada más. Em… ocurrió hace casi un ciclo mensual.
Corgo trató de sentarse, no pudo; probó de nuevo, lo consiguió a medias. Se sentó apoyándose en los codos.
—¿Qué tengo?
—Algunas fracturas, quemaduras, laceraciones, heridas internas… pero pronto se repondrá.
—Quisiera saber cómo me encontraron tan pronto… de nuevo.
—No sé, señor. ¿Quiere probar un poco de caldo ahora?
—Más tarde.
—Ya está preparado y caliente.
—Bueno, Emil. Está bien, tráigalo.
Reclinándose, pensó.
Le había parecido oír la voz de ella. Había dormitado todo el día y él mismo era parte de un sueño.
—Corgo, ¿estás ahí? ¿Estás ahí, Corgo? ¿Estás…?
¡La mano! ¡El anillo!
—¡Sí! ¡Soy yo! ¡Corgo! —Puso en funcionamiento la radio—. ¡Mala! ¿Dónde estás?
—En una cueva, junto al mar. Te llamé todos los días. ¿Estás vivo o me contestas desde el Otro Lugar?
Estoy vivo… Tu collar no es mágico. ¿Cómo pudiste mantenerte?
—Salgo de noche. Robo comida de las grandes viviendas con ventanas verdes como puertas… para Dilk y para mí.
—¿El cachorro? ¿Vive también?
—Sí, Esa noche estaba encerrado en el patio… ¿Dónde estás?
—No lo sé con exactitud. Cerca de donde vivíamos. A pocas cuadras… con un antiguo amigo.
—Debo ir.
—Espera a que oscurezca. Te explicaré cómo llegar. No; enviaré a mi amigo a buscarte… ¿Dónde queda tu cueva?
—Playa arriba, pasando la casa roja que te pareció fea. Hay tres rocas, puntiagudas. Más allá hay un sendero estrecho… el agua llega hasta él y a veces lo cubre; y entonces, doblando una esquina, treinta y un pasos de los míos y la roca sobresale encima, también. Después retrocede y hay una grieta en la pared…, pequeña, apenas permite el paso, pero luego se ensancha. Aquí estamos.
—Mi amigo irá a buscarte cuando oscurezca.
—¿Estás herido?
—Lo estuve, pero ahora estoy mejor. Te veré más tarde, y entonces hablaremos.
—Sí…
En los días siguientes recuperó fuerza. Jugó al ajedrez con Emil y habló con él de los días que habían pasado juntos en la Guardia. Rió por primera vez en muchos años al oír el relato sobre la peluca del comandante, durante la Gran Reyerta en Sórdido III, uno; treinta años antes…
Mala se mantenía apartada, junto a Dilk. A vece Corgo sentía la mirada de ella. Pero cuando se volvió Mala estaba siempre mirando en otra dirección. Se dio cuenta de que ella nunca lo había visto en actitud amistosa con nadie. Parecía desconcertada.
Bebió zimlak con Emil, juntos se aventuraron a cantar desafinadas baladas…
Un día se le ocurrió preguntar:
—Emil, ¿de dónde sacas dinero ahora?
—De mi jubilación de la Guardia, capitán.
—¡Llamas! ¡Te estábamos arruinando! Comida, medicamentos y demás…
—Tenía algo guardado para un momento de apuro, capitán…
—Me alegro, Pero no debiste usarlo. Tengo bastante dinero escondido en las botas. A ver, un segundo… ¡Aquí está! ¡Toma esto!
—No puedo, capitán…
—No me vengas con eso. ¡Tómalo, es una orden!
—Está bien, señor, pero no hace falta que…
—Emil, mi cabeza está a precio, ¿lo sabes?
—Lo sé.
—Una recompensa bastante grande.
—Sí.
—Tienes derecho a ella.
—Nunca podría entregarlo, señor.
—Sin embargo, la recompensa te pertenece. Duplicada. Te enviaré esa cantidad unas semanas después de que me vaya.
—No puedo aceptarla, señor.
—¡Tonterías! La aceptarás.
—No, señor.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente que no puedo aceptar ese dinero.
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo?
—Nada, exactamente… Sólo que no lo quiero. Recibiré esto que me dio por la comida y demás y eso es todo.
—Ah… Está bien, Emil. Como quieras. No pretendía obligarte…
—Ya sé, capitán.
—¿Otra partida ahora? Esta vez te doy un alfil y tres peones de ventaja.
—Muy bien, señor.
—Lo pasamos bien juntos, ¿eh?
—Claro que sí, capitán. Tau Ceti… tres meses de licencia. ¿Recuerda el Valle del Río Rojo… y las formas de vida nativas?
—¡Ja! ¿Y Cygnus VII… el mundo purpúreo de las mujeres arco iris?
—Tardé tres semanas en quitarme esa tintura. Al principio creí que sería una nueva enfermedad. ¡Llamas! ¡Cómo me gustaría volver a volar!
Corgo hizo una pausa en plena movida.
—Mmm… bueno, Emil… tal vez puedas.
—¿Qué quiere decir?
Corgo completó la movida.
—A bordo del Canguro. Está aquí, en Territorio No Asociado, esperándome. Soy capitán, y tripulación… por ahora. Mala me ayuda un poco, pero sabes… me vendría bien un primer oficial. Sería como antes.
Emil dejó el caballo que había levantado; alzó la mirada y la volvió a bajar.
—No… no sé qué decirle, capitán. Nunca pensé que me ofrecería empleo… otras épocas. Y mucho dinero. Sin preocupaciones. Si queremos pasar tres meses de licencia en Tau Ceti, nos extendemos nosotros mismos las autorizaciones y los tomamos….
—Pues… me gustaría mucho volver al espacio, capitán, pero… no, no puedo.
—¿Por qué, Emil? ¿Por qué no? Sería todo como antes.
—No sé cómo decirlo, capitán… Pero antes, cuando… incendiábamos algo, bueno… eran delincuentes… piratas, enemigos del Código… usted sabe. Ahora… Bueno, ahora oí decir que usted quema cualquier tipo de… gente. Es decir, que no son enemigos de Código… simples civiles, digamos. Y yo… vamos, no podría.
Corgo no contestó. Emil movió su caballo.
—Los odio, Emil —dijo Corgo al cabo de un rato—. Hasta el último de ellos, los odio. ¿Sabe qué hicieron en Brild? ¿A los Drillen?
—Sí, señor. Pero no fueron civiles ni mineros… No fue todo el mundo, ¡no fue hasta el último de ellos!, señor. Yo no podría. No se enoje.
—No me enojo, Emil.
Quiero decir, señor, que hay algunos a quienes no tendría inconveniente en quemar, con o sin Código Pero no como usted lo hace, señor. Y lo haría gratis a quienes se lo merecen.
—¡Uh!
Corgo movió su único alfil.
—¿Por eso rechazas mi dinero?
—No, señor. No es por eso, señor. Bueno, quizá en parte… Pero solamente en parte. Es que no podría aceptar pago por ayudar a alguien a quien… respetaba, admiraba…
—Hablas en tiempo pretérito.
—Sí, señor. Sigo pensando que le jugaron una mala pasada, y que lo que hicieron a los Drillen fue un error, una maldad… pero no se puede odiar a todos por eso, señor, porque no todos lo hicieron.
—Lo aprobaron, Emil, y es lo mismo. Sólo por eso puedo odiarlos a todos. Y la gente es toda igual, toda la misma cosa. Ahora quemo sin discriminación, porque realmente no importa a quién. La culpa está distribuida de manera uniforme. El género humano es culpable en común.
—No, señor, le ruego me disculpe, señor, pero en un sistema tan grande como el Interestelar no todos saben en qué andan todos los demás. Algunos piensan como usted, y a otros les importa un bledo, y otros no saben gran cosa de lo que pasa, pero no tardarían en hacer algo al respecto si se enteraran.
—Te toca mover, Emil.
—Sí, señor.
—¿Sabes?, ojalá hubieras aceptado un nombramiento, Emil. Tuviste la oportunidad. Habrías sido un buen oficial.
—No, señor, no habría sido un buen oficial. Soy demasiado condescendiente. Los soldados me habrían pasado por encima.
—Qué lástima… Pero siempre es así. ¿Te das cuenta? Los buenos son demasiado débiles, demasiado condescendientes. ¿Por qué será?
—No sé, señor.
Dos o tres movidas más tarde:
—Oye, si yo abandonara todo esto… me refiero a los incendios, y me dedicara a hacer un poco de contrabando decente y simple con el Canguro. Estoy cansado. Tan cansado que quisiera simplemente dormir… oh, cuatro, cinco o seis años, creo. Suponiendo que dejara de incendiar y me limitara a trasladar mercancías de vez en cuando… ¿vendrías conmigo entonces?
—Tendría que pensarlo, capitán.
—Piénsalo, entonces. Me gustaría tenerte a mi lado.
—Sí, señor. Le toca a usted, señor.
No lo habrían descubierto por sus acciones, porque dejó de incendiar; tampoco habría ocurrido que alguien lo buscara, ya que en los registros de la CII estaba muerto, Pero ocurrió, sin embargo… por un exceso de xmili y buen humor de los cazadores.
En la víspera de la dispersión del grupo, la nostalgia siguió al entusiasmo.
Recuerden que Benedick nunca había tenido un amigo antes. Ahora tenía tres, y estaba a punto de separarse de ellos.
El Lince había ingerido buena comida y bebida e abundancia; además estaba la buena compañía de simple gente lisiada, cuyas neurosis no estaban viciadas por la sofisticación normal… y había disfrutado de esto.
En cuanto a Sandor, la esfera de sus relaciones humanas se había ampliado aproximadamente en un terció, y lentamente había llegado a considerarse por le menos miembro honorario del gran torrente que antes conocía solamente como la humanidad, o los Otros.
Fue así que, en la biblioteca, mientras bebían, comían y charlaban, volvieron a la caza. Los tigres muertos siempre son los mejores.
Por supuesto, no pasó mucho tiempo sin que Benedick levantara el corazón, sosteniéndolo como un experto sostendría un objeto artístico: con suavidad y cierta mezcla de temor reverencial y afecto.
Mientras estaban allí sentados, una extraña sensación surgió en el estómago del rechoncho paranormal y subió lentamente, como si fuera gas, hasta que le ardieron los ojos.
—Estoy… estoy leyendo —dijo.
—Por supuesto —el Lince.
—Sí —Sandor.
—¡De veras!
—Naturalmente —el Lince—. Está en Disten, quinto mundo del sistema de Blake, en una choza nativa cerca de Landear…
—No —Sandor—. Está, en el Mundo de Phillips, en Delles del Mar.
Ambos rieron: el Lince con un estruendo grave; Sandor con un jadeo.
—No —dijo Benedick—. Está en tránsito, a bordo del Canguro. Acababa de entrar en fase y aún tiene el cerebro casi despierto. Lleva un cargamento de ámbar a Tholme, quinto planeta del sistema Tau Ceti. Después se propone pasar unas vacaciones en el Valle del Río Rojo del tercer planeta, Cardiff. Esta vez, además de la Drillen y el perrito, lleva consigo un tripulante. Lo único que alcanzo a leer es que se trata de un guardia jubilado.
—¡Por la sagrada Luz de la Grande y Gloriosa Llama!
—Sabemos que nunca encontraron su nave…
—… Y que nunca fue recobrado su cuerpo. ¿Es posible que te equivoques, Benedick? ¿Que leas algo de otro…?
—No.
—Lince, ¿qué debemos hacer? —Sandor.
—Una persona poco ética podría sentirse inclinada a olvidarlo. Es un caso cerrado. Nos han pagado y autorizado a irnos.
—Es cierto.
—Pero piensen en lo que ocurrirá cuando vuelva a atacar.
—… Sería culpa nuestra, de nuestro fracaso.
—Sí.
—… Y morirían muchos.
—… Y serían destruidas muchas máquinas, y una compañía aseguradora estafada.
—Sí.
—… Por culpa nuestra.
—Sí.
—Entonces debemos dar aviso… —el Lince.
—Sí.
—Es lamentable…
—Sí.
—… Pero será bueno trabajar juntos esta última vez.
Sí, lo será. Mucho.
—¿Tholmen, en Tau Ceti, y acaba de entrar en fase? —Lince.
—Sí.
—Llamaré, y lo esperarán en Tau Ceti.
—… Yo les dije —lloró el paranormal—. No estaba dispuesto a morir.
Sandor sonrió y levantó el vaso con la mano color carne.
Todavía quedaba algo de trabajo por hacer.
Cuando el Canguro llegó a Tau Ceti, hubo un alboroto infernal.
Tres naves de la Guardia, como el Canguro mismo… con la tripulación completa, esperaban.
La CII había puesto en cuarentena todo el sistema por tres días. No sería posible confundir el hongo negro cuando apareciera en la pantalla. No se solicitó identificación.
Sin embargo, los rayos tractores no le acertaron la primera vez, y el nuevo piloto del Canguro disparó todas las armas a bordo simultáneamente, en todas las direcciones, en cuanto sonó la alarma. Esta había sido una de las pequeñas modificaciones de Corgo en el control de fuego, debido a la magnitud de sus operaciones: no había circuitos de seguridad, y en caso necesario era una nave suicida; un lobo solitario sin consideración alguna por ninguna manada; un solo control central; se lo tocaba y el Canguro se convertía en un erizo con púas de láser, que traspasaban todo en todas direcciones.
Corgo se preparó para entrar de nuevo en fase, pero tardó cuarenta y tres segundos en hacerlo.
Durante ese tiempo, la sobreviviente nave de la Guardia lo alcanzó dos veces con sus disparos.
Después Corgo partió.
El Tiempo y el Azar, que todo lo gobiernan y que a veces les gusta presentarse como Destino, se apoderaron entonces del Canguro, el perrito, la Drillen, el oficial Emil y el hombre sin corazón.
Corgo no había fijado trayectoria al entrar en fase. No había habido tiempo.
Las dos descargas de la nave de la Guardia habían alterado radicalmente el curso del Canguro y destruido veintitrés proyectores de fase rápida.
El Canguro saltaba a ciegas y con una pata rota.
El impacto del continuum agobiaba a la tripulación. El casco reparaba desgarraduras en su piel.
Siguieron así treinta y nueve horas y veintitrés minutos, turnándose en los sedantes, esperando el primer aviso en el panel.
A pesar de todo, el Canguro se mantuvo entero.
Pero nadie sabía dónde habían ido, y menos que nadie un lloroso paranormal que había observado la batalla y todas las guardias de Corgo, pese al impacto del continuum y una jaqueca.
Pero de pronto Benedick tuvo miedo:
—Está a punto de entrar en fase. Ahora tendré que abandonarlo.
—¿Por qué? —el Lince.
—¿Saben dónde está?
—¡No, por supuesto!
—Pues él tampoco. Supongan que aparezca en medio de un sol, o en alguna atmósfera… moviéndose a esa velocidad.
—¿Qué pasa si lo hace? Morirá.
—Exacto. El impacto del continuum ya es bastante malo. Nunca estuve en la mente de un hombre al morir… ni creo poder soportarlo. Lo siento, pero no lo haré, y basta. Si eso ocurriera, tal vez moriría yo también. Ahora estoy muy cansado… Tendré que buscarlo más tarde.
Dicho esto se desplomó y no fue posible despertarlo.
Por lo tanto el corazón de Corgo volvió a su fraseo y el frasco volvió al cajón inferior derecho del escritorio de Sandor, y ninguno de los cazadores oyó la repuesta de Corgo al piloto luego del salto fásico:
—¿Que dónde estamos? Según la computadora, lo más cercano es un mundo parecido a una pelotita de ping-pong, llamado Dombeck, que no es famoso por nada. Tendremos que bajar allí para reparaciones, en algún sitio apartado. Necesitamos proyectores.
De modo que hicieron descender al Canguro y le martillaron el casco mientras los cazadores dormían, unos ochocientos catorce kilómetros de distancia.
Estaban sacando los portaproyectores en el momento en que Sandor se metía en la cama.
Reforzaron el casco en tres partes mientras el Lince comía medio jamón, tres bizcochos, dos manzanas una pera, y bebía medio litro del mejor Mosela de Dombeck. Hicieron una nueva instalación de cables donde había cortocircuitos mientras Benedick sonreía y soñaba con Barby la Brava en sus días de juventud.
Y Corgo sacó el bote liviano y tomó en dirección a un pueblo situado a quinientos kilómetros de distancia, en el preciso momento en que comenzaba a salir el pálido sol de Dombeck.
—¡Está aquí! —gritó Benedick mientras abría de un tirón la puerta del cuarto del Lince y se precipitaba a la cabecera—. Está…
Después quedó inconsciente, porque no se puede abordar bruscamente al Lince cuando duerme.
Despertó cinco minutos más tarde, tendido en la cama, con todos los ocupantes de la casa a su alrededor. Tenía un paño frío en la frente y sentía la garganta aplastada.
—Hermano mío —dijo el Lince—, nunca debes acercarte así a un hombre dormido.
—Es que está aquí —respondió Benedick, ahogándose—. ¡Aquí en Dombeck! ¡Me doy cuenta sin que me lo diga Sandor!
—¿Estás seguro de no haber bebido en exceso?
—¡No, les digo que está aquí! —Sentándose, arrojó lejos del trapo—. Esa ciudad pequeña, Arroyo Frío… —Señaló a través de la pared—. Estuve en ella hace apenas una semana. ¡Conozco el lugar!
—Has soñado…
—¡Así se moje tu Llama! ¡Te digo que no! ¡Tuve su corazón en estas manos y lo vi!
Aunque sobresaltado ante la blasfemia, el Lince consideró esa posibilidad.
—Entonces ven con nosotros a la biblioteca, a ver si puedes leerlo de nuevo.
—¡Claro que puedo!
En ese momento, Corgo bebía una taza de café mientras esperaba a que el pueblo despertara, y consideraba la renuncia del primer oficial:
—Nunca quise quemar a nadie, capitán. Y menos a la Guardia. Lo siento, pero se acabó. Basta para mí. Déjeme aquí y deme pasaje de vuelta a Phillips… no quiero más que eso. Sé que usted no quiso que ocurriera así, pero si continúo embarcándome con usted podría volver a suceder algún día. Probablemente suceda. No sé cómo, le han descubierto el rastro, y yo nunca podría volver a hacer eso. Lo ayudaré a reparar el Canguro, después me voy. Lo siento.
Corgo suspiró y pidió un segundo café. Miró el reloj en la pared del restaurante. Pronto, pronto…
—¡Ese reloj, esa pared, esa ventana! ¡Es el restaurante donde almorcé la semana pasada, en Arroyo Frío! —exclamó Benedick con un húmedo pestañeo.
—¿Crees que todo ese impacto de continuum…? —el Lince.
—No sé —Sandor.
—¿Cómo podemos verificar?
—¡Llamen al condenado restaurante y pídanles que describan al único cliente! —Bendick.
—Esa es una muy buena idea —el Lince.
El Lince se dirigió al equipo telefónico sobre el escritorio de Sandor.
La decisión final del Lince fue súbita, como todo lo referente al caso:
—Hermano Sandor, ¿puedo utilizar tu volador?
—Claro que sí…
—Ahora llamaré a la oficina local de la CII y requisaré un cañón láser. Tienen orden de cooperar con nosotros sin preguntar, y esa orden continúa en vigencia. Mi clasificación como verdugo nunca fue suspendida. Parece que, si queremos ver concluido este trabajo tendremos que hacerlo nosotros… No llevará mucho tiempo montar el arma en tu volador. Ahora, Benedick, síguelo paso a paso. Todavía le falta comprar el equipo, llevarlo de vuelta e instalarlo. Por lo tanto creo que tendremos tiempo suficiente. Quédate con él e infórmame de sus movimientos.
—De acuerdo.
—¿Estás seguro de que es el procedimiento adecuado? —Sandor.
—Estoy seguro.
Mientras era entregado el cañón, Corgo hacía sus compras. Mientras lo instalaban, él cargaba el bote liviano y partía. Mientras lo probaban contra un tronco de árbol que tía Faye quería retirar desde hacía tiempo él despegaba y se dirigía hacia el desierto.
Mientras Corgo cruzaba el desierto, Benedick contemplaba a través de sus ojos las ondeantes dunas, resecos arbustos y veloces conardillas.
También miraba el tablero de instrumentos.
Cuando el Lince inició su viaje, Mala y Dilk se paseaban junto al casco del Canguro. Mala se preguntaba si habrían terminado las muertes. No estaba segura de que el nuevo Corgo le gustara tanto como el Corgo vengador. Se preguntaba si el cambio sería permanente, y esperaba que no…
El Lince mantenía contacto radial con Benedick.
Sandor bebía xmili y sonreía.
Poco después, Corgo aterrizaba.
El Lince llegaba por sobre las arenas, desde la dirección opuesta.
Comenzaron a descargar el bote liviano.
El Lince aumentó la velocidad.
—Ahora estoy cerca. Cinco minutos —transmitió.
—¿Me aparto entonces? —Benedick.
—Todavía no —la respuesta.
—Lo siento, pero ya sabes lo que dije. Cuando muera no estaré allí.
—Está bien. Puedo hacerme cargo desde ahora —el Lince.
Fue así como, cuando llegó a la escena, el Lince vio un perro, un hombre y un cuadrúpedo feo pero inteligente junto al Canguro.
Su primer descarga dio en la nave, y el hombre cayó.
El cuadrúpedo echó a correr, y el Lince lo quemó.
El perro se lanzó dentro de la nave por la portilla.
El Lince hizo virar al volador para volver a pasar.
Otro hombre venía desde el lado opuesto de la nave, donde había estado trabajando.
Ese hombre alzó la mano y hubo una luminosa llamarada.
El anillo de muerte de Corgo lanzó su único rayo láser.
El rayo cruzó la distancia que los separaba, penetró el casco del volador, atravesó el brazo izquierdo del Lince encima del codo, y siguió de largo traspasando el techo del vehículo.
El Lince lanzó un grito y manoteó los controles; mientras Corgo se abalanzaba dentro del Canguro.
Entonces el Lince disparó el cañón una y otra otra vez, dando vueltas, hasta que el Canguro fue una ruina humeante en medio de un mar de arena fundida.
Y quemó todavía esa ruina, y por último llamó Benedick Benedict y le hizo una sola pregunta.
—Nada —la respuesta.
Entonces dio la vuelta y emprendió el regreso, ajustando el piloto automático antes de abrir el botiquín de primeros auxilios.
—… Después entró para disparar las armas del Canguro pero yo le acerté antes —Lince.
—No —Benedick.
—¿Cómo que no? Estuve allí.
—Yo también, por un rato. Tenía que ver que sentía.
—¿Y?
—Entró en busca del perrito, Dilk; lo tomó en brazos y le dijo: “Lo siento”.
—De cualquier manera, ahora está muerto y hemos terminado. Todo concluyó —Sandor.
—Sí.
—Sí.
—Brindemos entonces por un trabajo bien hecho antes de separarnos definitivamente.
—Sí.
—Sí.
Y brindaron.
Aunque no quedaba mucho del Canguro ni de su capitán, la CII identificó sin lugar a dudas un corazón sintético que encontraron todavía latiendo irregularmente entre los calientes despojos.
Corgo estaba muerto, y basta.
Corgo debió haber sabido con qué se enfrentaba, y haberse entregado a las autoridades correspondientes. Imposible derrotar a un hombre que puede abrir las cerraduras de la mente, a un hombre que eliminó a cuarenta y ocho hombres y diecisiete formas de vida malignas, y a un hombre que conoce hasta la última calle de la galaxia.
Debió haber sabido que no podía enfrentarse con Sandor Sandor, Benedick Benedict y Lince Links. Debió haberlo sabido.
Porque los nombres verdaderos de los tres, por supuesto, son Tisífone, Alecto y Megera. Son las Furias. Se levantan del caos e imparten venganza; llevan confusión y desastre a quienes reniegan de la ley y abandonan el camino, a quienes ofenden la luz y violan la vida, a quienes toman el poder de la Llama, como un pararrayos, en sus dos manos tan mortales.