No ha habido nada como Zelazny en el campo de la ciencia-ficción desde…
Así comenzaba el primer borrador de esta introducción, y allí quedó durante unas cuarenta y ocho horas, mientras yo especulaba y divagaba buscando maneras de terminar esa frase con justicia y precisión. La única forma posible de hacerlo es eliminando la última palabra. Y aun así no expresa la verdad exacta, ya que el término “ciencia-ficción” da al comentario un aire de club de iniciados que le quita veracidad. Gran parte de lo que se publica como ciencia-ficción no tiene nada que ver con el género. Y cada vez con más frecuencia se produce ciencia-ficción y no se la llama ciencia-ficción (y se la paga cordialmente: por ejemplo La hora final. Doctor Insólito, Siete días de mayo, 1984, etc., etc., lo cual convierte a los autores profesionales en candidatos a la manía persecutoria) baste decir por ahora que les resultará difícil encontrar un escritor como Zelazny en alguna parte.
Hemos visto auténticos poetas de la prosa, pero que suelen fallar cuando se les aplica criterios de ritmo y estructura. Y sin duda hemos tenido cuentistas verdaderamente grandes, cuya arquitectura narrativa tiene base sólida, firme construcción y está bien ensamblada hasta la misma punta de la torre, pero muy a menudo esto está hecho con un tipo de prosa totalmente homogeneizada, mecanizada. Y ha habido también un puñado, lamentablemente pequeño, de lo que yo llamo “expertos en gente”, los que tienen dotes especiales para crear personajes memorables, algo más que personajes reales bien fotografiados; personajes vivos que cambian, como cambian todas las cosas vivas, no sólo durante la lectura sino en el recuerdo, a medida que el lector mismo vive, cambia y se vuelve capaz de aportar más de sí a lo que le ha dado el autor. Pero, a su vez, los “expertos en gente” tienen una tendencia a convertir ese don especial en una preocupación (y a crear grupos pequeños y apasionados que tienden a lo mismo) descuidando las cuestiones de estructura y contenido. Una analogía adecuada sería una pieza teatral con un soberbio reparto y una hábil puesta en escena, para la cual alguien hubiera olvidado proporcionar un libreto.
Y si creen ustedes que voy a decir que Zelazny ofrece todos esos tesoros y evita todos esos descuidos; que lo tiene todo en cuanto a sustancia y estructura, medios y fines, textura, cadencia y ritmo, aciertan plenamente.
En la obra de Zelazny hay que aislar y examinar tres factores; y la sangre fría de tal declamación exige una enmienda. Permítaseme corregirla diciendo que son dos factores y un dedo indicador, un ademán vago e inarticulado hacia algo que está Allá Afuera (o Arriba, o Adentro) y que puede ser analizado casi con tanta eficacia como el efecto interno de observar el cambio de color en la piel de una burbuja, o esa explosión silenciosa en alguna parte dentro del diafragma que es uno de los indicios del amor.
En primer lugar, los relatos de Zelazny son fabulosos. Utilizo esta palabra en un sentido especial y totalmente exacto. Esopo no contó, ni se propuso contar, una historia verídica de un improbable zorro vegetariano provisto del habla y de criterios valorativos humanos respecto de un racimo de inalcanzables uvas. Estaba diciendo algo distinto y algo más grande que lo que dijo. Y he comprendido con el paso de los años que la grandeza de la literatura y la importancia de las entidades literarias (el capitán Ahab, Billy Budd, Hamlet, Job, Uriah Heep) está realmente en esta cualidad fabulosa. Podríamos llamarlos tediosamente arquetipos de Jung; pero los reconocemos a ellos y/o sus trances situacionales en nuestros contactos diarios con este casero, aquel patrón, y en las personas amadas. Una fábula dice más de lo que dice; excede sus propios parámetros. Zelazny siempre dice más de lo que dice; todos sus cuentos tienen aplicaciones, iluminan verdades; ofrecen al lector herramientas (y a veces armas) con las cuales no estaba equipado antes, y para, las cuales puede hallar usos cotidianos muy afuera de los límites del relato.
En segundo lugar hay, a medida que uno lee más y más dentro de la obra de este extraordinario autor, una creciente sensación de entusiasmo, un gradual reconocimiento de algo que (al menos en mí) engendra un asombro cada vez mayor. Esta sensación, aunque resulte extraño, no proviene de ninguna de sus muchas excelencias, sino de sus defectos. Porque tiene defectos, y en abundancia. A veces se intuye que algunos (muy pocos, me apresuro a agregar) de sus giros literarios más vividos se beneficiarían con la aplicación de Dulcote (un material para dibujantes, una espuma plástica que atenúa de manera uniforme el brillo y el lustre donde se aplica). No porque no sean hermosos, ya que la mayoría lo son, Dios lo sabe, sino porque incluso un artesano de la palabra tan hábil como Zelazny puede olvidar a veces que ese tipo de creación impide quizá que el lector avance con rapidez de aquí hasta allá, y que debería colocar los muebles fuera del camino. Si me golpeo la espinilla contra una mesa de café, no viene mucho al caso que la mesa sea el artefacto más exquisitamente terminado de este lado del Rey Sol. Especialmente si fue el autor mismo quien me hizo caminar en esa dirección. Y también está el asunto de las referencias exóticas: la introducción de uno de esos términos filosóficos alemanes absolutamente precisos, y en consecuencia intraducibles, o una cita de la mitología clásica. Esto es algo difícil de criticar sin ser mal interpretado. Un escritor realmente bueno tiene el derecho, si no el deber, a la arrogancia, y debe sentirse libre de decir lo que le venga en gana y de la forma que desee. Por otra parte, escribir, como las elecciones, la cópula, una sonata o un puñetazo en la boca, es comunicación, una necesidad absoluta para la existencia misma de los seres humanos en cualquier área, concreta o abstracta, y que puede definirse como la acción realizada por seres humanos que evoca una respuesta afín de otros seres humanos. La comunicación es un fenómeno a dos puntas, transmisor-receptor, o no existe. Y si la respuesta que evoca no es afín (“¿qué demonios significa eso?” en lugar de “¡claro, por supuesto!”) la comunicación existe pero está mutilada. Hay una línea tenue e imprecisa entre agregar al uso de un término exótico una definición lo cual puede ser sumamente insultante para el lector que lo entiende y arrojarle algo nudoso y difícil de aferrar sin aviso previo ni explicación posterior. Sí, el lector debe hacer parte del trabajo; cuanto más hace más participa, y cuanto más se lo lleva a participar mejor es el relato (y el autor). Por otra parte, esas amenazas para la navegación, por muy adecuadas que sean, no deberían detenerlo o arrojarlo fuera de la corriente en que lo ha situado el autor. Todo se reduce a tener en cuenta quién escucha —a quién está dirigida la comunicación— y qué merece. Merece mucho, porque está en el otro extremo de algo que no podría existir sin él. Aquellos en él (porque es muchos) a quienes hay que hacer concesiones, no lo merecen. Los que son capaces de atrapar todo lo que les arroja un autor realmente bueno son la alegría del escritor, pero siempre una parte reducida de esa entidad multifacética y muy humana, El Lector. Para un escritor hábil siempre hay un modo de aumentar al máximo la comunicación con medios aceptables para la arrogancia del escritor; basta con que lo piense. A un escritor menos hábil que Zelazny le perdonamos sin vacilar la incapacidad para pensarlo; pero este escritor no tiene esa excusa. Con lo cual llegamos al punto fundamental de este comentario; Roger Zelazny es un escritor de tantos méritos que uno lo juzga con normas más elevadas que las que usa con otros, una cruz que llevará durante toda su vida literaria. Por suerte, los hombros que la cargan son evidentemente musculosos.
La cuestión más amplia, que surge de este examen de los defectos, se refiere al tipo de defectos que son. Pues en ninguna de las cosas que mencioné, ni en las que podría mencionar, hay uno solo que nazca de la incapacidad. Cada uno de ellos es producto del crecimiento, la expansión, la prueba, el tránsito, el flujo. Nada se puede decir sobre un escritor que asuste más (aunque a algunos no les asusta) que el elogioso comentario de “acabado”. Un diamante perfectamente labrado es hermoso a la vista, y su misma existencia prueba una habilidad extrema y una ardua labor; pero desde allí no tiene intrínsecamente a dónde ir. Un gran árbol alcanza su “acabado” definitivo cuando se lo corta; y entonces puede convertirse en escarbadientes o templos, pero como árbol ha muerto y desaparecido. Está vivo únicamente lo que cambia día a día, célula a célula. Y es en este ámbito donde he detectado y experimento una creciente sensación de miedo ante la obra de Zelazny, porque Zelazny es joven y ya un gigante; transmitirle el hecho de que puede despertar y ha despertado este miedo; que la curva que trazó con su obra, inicial puede prolongarse hasta alcanzar verdadera grandeza, y que si sigue su estrella como escritor todo lo demás le llegará. Si en algún momento algo le parece más importante, debe saber que no lo es. Si en algún momento algo lo desvía de escribir, debe tener la total seguridad de que, sea lo que sea, o parezca ser, al menos que su don. Hasta ahora no ha dado indicio, de haber cesado de crecer, ni de que eso llegue a ocurrir.
¿Saben ustedes qué raro es esto?
Los cuatro relatos de este libro, enumerados aquí excelencia ascendente según mi sistema, un sistema intensamente personal y en consecuencia tal vez falible para ustedes, pertenecen todos a esa maravillosa especie que me hace envidiar a quien no los ha leído y está a punto de hacerlo.
Las puertas de su cara, las lámparas de su boca, todo tamaño y velocidad, y sería un buen relato estuviera narrado puramente en un estilo de escribir lo-que-pasa, este-es-el-argumento, y sería también buen relato si se limitara a lo que ocurre en las mentes y los corazones de los personajes, y es un buen relato en ambos sentidos.
Las Furias es un tour de forcé, la fácil realización de algo que la mayoría de los escritores consideran imposible y algunos, muy buenos, insuperablemente difícil. De modo aparentemente casual ha creado entorno, personajes y una meta narrativa lo suficientemente lejana; lo hace creíble hasta el final y se va respirando tranquilamente, dejándolo a uno jadeante con una fábula en las manos.
El corazón cementerio pertenece a esa maravillo categoría que probablemente sea el mayor regalo de ciencia-ficción a la literatura y a los seres humanos: el relato “de realimentación”, el relato que dice “si esto continúa…”; una prolongación de algún aspecto de la escena actual que lo lleva a uno lejos afuera, a tiempos y lugares que uno nunca ha imaginado porque no puede; y cuando ha concluido, uno se vuelve y mira lo que Zelazny le mostró en esta realidad de aquí y ahora, compartiendo con uno este mismo día y este mismo planeta y uno sabe que le ha dicho algo, le ha dado algo que antes no tenía, y que nunca volverá a mirar con los mismos ojos ese aspecto de su mundo.
Una rosa para el Eclesiastés es uno de los relatos más importantes que he leído; quizá debiera decir que es una de las experiencias más memorables que he tenido. Ocurre (bueno, ¡les dije que esta era una clasificación muy personal!) que esta fábula en particular, con todos sus giros y vueltas verdaderamente asombrosos, hasta e incluyendo muy dolorosamente su desgarrador desenlace, es una atormentadora analogía de mi propia experiencia; y es posible que esta circunstancia astronómicamente inverosímil haga de él lo que es para mí, y que no les llegue a ustedes con tanta intensidad. Si lo hice, los destrozará. Pero con toda la objetividad de que soy capaz —que no es mucha— todavía me siento seguro de declarar que es una de las obras de arte más intrusamente escritas, hábilmente compuestas y apasionadamente expresadas que hayan aparecido en cualquier parte, jamás.
Brevemente, permítanme recomendar a la atención ustedes dos novelas de Roger Zelazny: THIS IMMORTAL y THE DREAM MASTER, y resumir todo lo que dicho aquí, y muchas cosas que no he dicho; resumir todas las emociones y pensamientos que tengo respecto de las obras de Roger Zelazny, pasadas y venideras; resumir lo que he sentido en la cumbre de todas sus narraciones y, sin falta, hasta ahora, en ese triste momento al volver la última página de cualquiera de ellas y de todas; resumir todo eso en una sola palabra que es:
Agradecido.
Theodore Sturgeon
Sherman Oaks, California