—Necesitamos descansar —protestó Un Ojo.
—No descansaremos hasta que estemos muertos —contesté—. Ahora estamos en el otro bando, Un Ojo. Hicimos lo que los Rebeldes no pudieron. Lo hemos hecho con el Renco, el último de los Tomados originales. Ella se lanzará tras nosotros con todas sus fuerzas tan pronto como haya resuelto el problema de ese alevín del castillo negro. Tiene que hacerlo. Si no lo hace rápido, todos los Rebeldes en diez mil kilómetros a la redonda se sentirán tentados a intentar algo. Sólo quedan dos Tomados, y sólo Susurro vale algo.
—Sí. Lo sé. Sé lo que deseas. No pueden detenerse los deseos de un hombre, Matasanos.
Contemplé el collar que había llevado Chozo. Tenía que dejárselo a la Dama, pero la plata en él podía convertirse en algo que salvara la vida en el largo camino que nos aguardaba. Hice de tripas corazón y empecé a arrancar los ojos de las serpientes.
—¿Qué demonios estás haciendo?
—Voy a dejar eso con el Renco. Dejaré que se alimenten de él. Imagino que lo harán.
—¡Ja! —dijo Goblin—. Irónico. Adecuado.
—Pensé que seria un interesante giro de la justicia. Devolverlo al Dominador.
—Y la Dama tendrá que destruirlo. Me gusta.
A regañadientes, Un Ojo se mostró de acuerdo.
—Supuse que así sería. Id a ver si han enterrado a todos los demás.
—Sólo han pasado diez minutos desde que volvieron con los cuerpos.
—Está bien. Id a ayudar. —Me levanté y fui a comprobar los hombres que había remendado. No sabía si todos los que Lamprea y Otto habían traído de vuelta del lugar de la emboscada estaban muertos cuando llegaron aquí. Ciertamente lo estaban ahora. Pivote llevaba muerto largo rato, aunque me lo habían traído para que lo examinara.
Mis pacientes respondían bien. Uno estaba lo suficientemente consciente como para mostrarse asustado. Le palmeé el brazo y cojeé fuera.
Ya tenían a Pivo bajo tierra, al lado de Chozo y Cabestro y el muchacho del Renco que habían enterrado antes. Sólo quedaban dos cadáveres por enterrar. Asa estaba cavando. Todos los demás estaban de pie y miraban. Hasta que me vieron observarles con ojos furiosos.
—¿Qué hemos obtenido? —le pregunté al hombre gordo. Le había hecho despojar a los cadáveres de todos los objetos de valor.
—No demasiado. —Me mostró un sombrero lleno de todo un surtido de cosas.
—Toma lo necesario para cubrir los daños.
—Vosotros lo necesitaréis más que yo.
—Has perdido un carro y los caballos, sin mencionar los perros. Toma lo que necesites. Siempre puedo robarle a alguien que no me caiga bien. —Nadie sabía que había tomado la bolsa de Chozo. Su peso me había sorprendido. Sería mi reserva secreta—. Toma un par de caballos también.
Sacudió negativamente la cabeza.
—No voy a dejarme atrapar con los animales de alguien una vez se haya asentado el polvo y el Príncipe empiece a buscar chivos expiatorios. —Seleccionó unas pocas monedas de plata—. Ya tengo lo que deseaba.
—Muy bien. Será mejor que te ocultes en los bosques durante un tiempo. La Dama vendrá aquí. Es peor que el Renco.
—Lo haré.
—Lamprea. Si no vas a cavar, ve a preparar los caballos. ¡Aprisa! —Hice un gesto a Silencioso. Entre ambos arrastramos al Renco a la sombra de un árbol en la parte delantera. Silencioso pasó una cuerda por uno de sus miembros. Yo forcé los ojos de la serpiente garganta abajo del Tomado. Lo izamos. Giró lentamente a la helada luz de la luna. Me froté las manos y lo estudié.
—Tomó su tiempo, muchacho, pero al fin alguien se hizo cargo de ti. —Durante diez años había deseado aquello. Había sido el más inhumano de los Tomados.
Asa se me acercó.
—Todos enterrados, Matasanos.
—Bien. Gracias por la ayuda. —Me dirigí al establo.
—¿Puedo ir con vosotros?
Me eché a reír.
—Por favor, Matasanos. No me dejéis aquí, donde…
—No me importa un ápice lo que hagas, Asa. Pero no esperes que me preocupe por ti. Y no intentes ningún truco. Te mataré sin el menor remordimiento tan pronto como intentes algo.
—Gracias, Matasanos. —Corrió a ensillar apresuradamente otro caballo. Un Ojo me miró y sacudió la cabeza.
—Todo el mundo a caballo. Vayamos al encuentro de Cuervo.
* * *
Aunque fuimos aprisa, no estábamos a más de treinta kilómetros al sur de la posada cuando algo golpeó mi mente como el mazazo de un puño. Una nube dorada se materializó, irradiando furia.
—Has agotado mi paciencia, médico.
—Tú agostaste la mía hace mucho tiempo.
—Lamentarás este asesinato.
—He exultado con él. Es la primera cosa decente que he hecho a este lado del Mar de las Tormentas. Ve a buscar tus huevos del castillo. Déjame tranquilo. Estamos en paz.
—Oh, no. Sabrás de mí de nuevo. Tan pronto como le cierre la última puerta a mi esposo.
—No apures tu suerte, vieja bruja. Estoy dispuesto a salirme del juego. Empuja demasiado, y aprenderé tellekurre.
Aquello la dejó desconcertada.
—Pregúntale a Susurro lo que perdió en el Bosque Nuboso y esperaba recuperar en Pradoval. Luego reflexiona en lo que un Matasanos furioso podría hacer con ello si supiera dónde encontrarlo.
Hubo un momento vertiginoso cuando se retiró.
Descubrí que mis compañeros me miraban de una forma extraña.
—Sólo le estaba diciendo adiós a mi chica —les expliqué.
* * *
Perdimos a Asa en Tembloso. Pasamos un día allí, preparando el siguiente tramo de nuestro viaje, y cuando llegó el momento de marcharnos Asa no apareció por ninguna parte. Nadie se molestó en buscarle. En recuerdo de Chozo le deseé suerte. A juzgar por su pasado, probablemente la había tenido, y toda mala.
* * *
Mi adiós a la Dama no fue definitivo. Tres meses después del día siguiente a la caída del Renco, mientras descansábamos antes de enfrentarnos a la última cadena montañosa entre nosotros y Humero, la nube dorada me visitó de nuevo. Esta vez la Dama fue menos beligerante. De hecho, pareció ligeramente regocijada.
—Mis saludos, médico. Creí que tal vez desearas saber, en beneficio de tus Anales, que la amenaza del castillo negro ya no existe. Todas las semillas han sido localizadas y destruidas. —Más regocijo—. No hay forma alguna de que mi esposo pueda alzarse de nuevo a menos que sea exhumado. Está aislado, completamente incapaz de comunicarse con sus simpatizantes. Un ejército permanente ocupa el Túmulo.
No pude pensar en nada que decir. No era menos de lo que había esperado que consiguiera, y había deseado que lo hiciera, porque era el mal menor y, sospechaba, todavía estaba poseída por un destello que no estaba comprometido con la oscuridad. Había mostrado su contención en varias ocasiones cuando hubiera podido dar rienda suelta a su crueldad. Quizá si seguía sin cambiar, podría derivar hacia la luz antes que hacia las sombras.
—Interrogué a Susurro —dijo—. Con el Ojo. No te mezcles, Matasanos.
Nunca antes me había llamado por mi nombre. No había regocijo en ella ahora.
—¿Mezclarme?
—Con esos papeles. Los de la chica.
—¿Chica? ¿Qué chica?
—No te hagas el inocente. Lo sé. Dejaste un rastro mucho más ancho de lo que creías. E incluso los hombres muertos responden a las preguntas de alguien que sabe cómo formularlas. Los de vuestra Compañía a los que pude encontrar me contaron la mayor parte de la historia cuando regresé a Enebro. Si quieres vivir el resto de tus días en paz, mátala. Si tú no lo haces, lo haré yo. Junto con todos los que estén cerca de ella.
—No sé en absoluto de qué me estás hablando.
De nuevo regocijo, pero lleno de dureza. Un regocijo maligno.
—Sigue con tus Anales, médico. Estaremos en contacto. Te tendré al corriente de los avances del imperio.
Desconcertado, pregunté:
—¿Por qué?
—Porque me divierte. Compórtate. —Se desvaneció.
* * *
Llegamos a Humero, tres cuartos muertos de cansancio. Hallamos al Teniente y al barco y —¡eureka!— a Linda, que vivía a bordo con la Compañía. El Teniente había aceptado un empleo con la policía privada de un agente mercantil. Añadió nuestros nombres a la nómina tan pronto como estuvimos recuperados.
No encontramos a Cuervo. Cuervo había eludido la reconciliación o la confrontación con sus antiguos camaradas burlándose de nuevo de nosotros.
El destino es una zorra inconstante llena de ironía. Después de todo por lo que había pasado, de todo lo que había hecho, de todo a lo que había sobrevivido, la mañana misma en que llegó el Teniente resbaló en una plataforma de mármol de unos baños públicos, se abrió la cabeza, cayó al agua y se ahogó.
Me negué a creerlo. No podía ser verdad, después de lo que había hecho en el norte. Investigué. Sondeé. Busqué. Pero había docenas de personas que habían visto el cadáver. El testigo más fiable de todos, Linda, estaba absolutamente convencida. Al final tuve que ceder. Esta vez nadie oiría mis dudas.
El propio Teniente afirmaba haber visto y reconocido el cadáver cuando las llamas de la pira se habían alzado a su alrededor la mañana de su llegada. Era allí donde había encontrado a Linda y la había traído al amparo de la Compañía Negra.
¿Qué podía decir yo? Si Linda lo creía, tenía que ser cierto. Cuervo nunca le mentiría a ella.
Diecinueve días después de nuestra llegada a Humero hubo otra llegada, que explicó la nebulosa observación de la Dama acerca de interrogar tan sólo a aquéllos a los que pudo hallar cuando regresó a Enebro.
Elmo entró en la ciudad con setenta hombres, muchos de ellos hermanos de los viejos días, a los que había sacado subrepticiamente de Enebro mientras todos los Tomados estaban ausentes excepto Jornada, y Jornada estaba en un estado tal de confusión debido a las conflictivas órdenes de la Dama que le permitió ignorar el auténtico estado de las cosas en Pradoval. Me siguió costa abajo.
Así, en dos años, la Compañía Negra había cruzado a lo ancho el mundo, desde el más cercano este al más lejano oeste, cerca de seis mil kilómetros, y en el proceso había estado a punto de ser destruida, y había hallado un nuevo propósito, una nueva vida. Ahora éramos los campeones de la Rosa Blanca, una miserable broma de un núcleo para la fuerza que la leyenda destinaba a derrotar a la Dama.
No creía ni una palabra de aquello. Pero Cuervo había dicho quién era Linda, y ella al menos estaba dispuesta a representar su papel.
No podíamos hacer más que intentarlo.
Alcé un vaso de vino en la cabina del capitán. Elmo, Silencioso, Un Ojo, Goblin, el Teniente y Linda alzaron los suyos. Arriba, los hombres se preparaban para partir. Elmo había traído el cofre con el tesoro de la Compañía. No teníamos ninguna necesidad de trabajar. Propuse mi brindis:
—Por los veintinueve años.
Veintinueve años. Según la leyenda, ése es el tiempo que debería transcurrir antes de que el Gran Cometa regresara y la fortuna sonriera a la Rosa Blanca.
Respondieron:
—Por los veintinueve años.
Creí detectar el más débil asomo de algo dorado en la comisura de mis ojos, sentí la más débil insinuación de regocijo.
Fin