LA POSADA: EMBOSCADA

Los cuatro meridionales temblaban y sudaban. No sabían lo que estaba ocurriendo, ni les gustaba lo que veían. Pero habían llegado al convencimiento de que la cooperación era su única esperanza.

—¡Goblin! —grité escaleras arriba—. ¿Todavía no puedes verles?

—Casi. Cuenta hasta cincuenta, luego suéltalos.

Conté. Lentamente, obligándome a mantener un ritmo acompasado. Estaba tan asustado como los meridionales.

—¡Ahora!

Goblin bajó a toda prisa la escalera. Todos fuimos precipitadamente al establo, donde aguardaban los animales y el carro; salimos de allí a la carrera, nos precipitamos al camino, y salimos aullando hacia el sur como ocho hombres tomados por sorpresa. Detrás de nosotros el grupo del Renco se detuvo momentáneamente, intercambió una serie de palabras, luego se lanzó tras nosotros. Observé que el Renco marcaba el ritmo. Bien. Sus hombres no se mostraban ansiosos por enfrentarse a sus antiguos compañeros.

Yo mantenía la retaguardia, detrás de Goblin y Un Ojo y el carro. Un Ojo conducía. Goblin mantenía su montura directamente al lado del carro.

Subimos a toda prisa una curva ascendente donde el camino trepaba por una colina boscosa al sur de la posada. El posadero había dicho que el bosque se extendía a lo largo de kilómetros. Se había adelantado con Silencioso y Cabestro y los hombres que los meridionales pretendían ser.

—¡Hey! —gritó alguien mirando hacia atrás. Un trozo de tela roja se agitó a nuestro paso. Un Ojo se puso en pie en el carro, mirando fijamente las roderas mientras se preparaba. Goblin se le acercó. Un Ojo saltó.

Por un momento no creí que lo consiguiera. Goblin casi falló. Los pies de Un Ojo se arrastraron por el polvo. Luego trepó a la montura, se quedó sentado sobre su estómago detrás de su amigo. Me miró con ojos furiosos, desafiándome a que sonriera.

Sonreí de todos modos.

El carro golpeó el tronco preparado, saltó hacia arriba, se retorció. Los caballos chillaron, patearon, no pudieron retenerlo. Carro y caballos cayeron fuera del camino, se estrellaron contra los árboles, con los animales relinchando de dolor y de terror mientras el vehículo se desintegraba. Los hombres que habían hecho volcar el carro desaparecieron inmediatamente.

Espoleé mi montura hacia adelante, pasando a la de Goblin y Un Ojo y la de Prestamista, les grité a los meridionales, les hice señas de seguir adelante, seguí cabalgando a toda prisa.

A medio kilómetro más allá giré al sendero del que me había hablado el hombre gordo, me metí en el bosque lo suficiente como para no ser visto, me detuve lo suficiente para que Un Ojo pudiera sentarse bien. Luego dimos la vuelta apresuradamente, nos encaminamos a la posada.

Por encima de nosotros el Renco y su grupo llegaron al lugar donde yacía el destrozado carro, con los animales relinchando todavía.

Y empezó.

Gritos. Chillidos. Hombres muriendo. Siseos y aullar de conjuros. No creo que Silencioso tuviera una oportunidad, pero se había ofrecido voluntario. Se suponía que el carro distraería al Renco lo suficiente como para que el masivo ataque cayera sobre él.

El resonar proseguía todavía, apagado por la distancia, cuando alcanzamos campo abierto.

—No puede haber ido todo mal —exclamé—. La cosa sigue todavía.

No me sentía tan optimista como pretendía. No deseaba que la cosa siguiera tanto. Deseaba un golpe rápido, algo que le doliera fuerte al Renco, y luego desaparecer, causarle el daño suficiente como para hacerle retirarse a la posada a lamerse sus heridas.

Metimos los animales en el establo y nos encaminamos a nuestros escondites. Murmuré:

—¿Sabéis? No estaríamos ahora aquí si Cuervo lo hubiera matado cuando tuvo la oportunidad. —Hacía mucho tiempo, cuando yo había ayudado a capturar a Susurro, cuando ella intentaba llevar al Renco a su bando. Cuervo había tenido una fantástica oportunidad de acabar con él. No había sido capaz, aunque tenía cuentas que arreglar con los Tomados. Su compasión volvía para atormentarnos a todos.

Prestamista fue a la cochinera, donde había instalado una tosca balista ligera construida como parte de nuestro primitivo plan. Goblin lanzó un conjuro débil que hizo que Prestamista se pareciera a los demás cerdos. Yo deseaba que se mantuviera fuera de la acción si era posible. Dudaba que la balista pudiera ser usada.

Goblin y yo subimos escaleras arriba para vigilar el camino y la cresta del risco al este. Una vez se retirara, cosa que no había hecho cuando se suponía que debía hacerlo, Silencioso lo haría en la dirección tomada por los meridionales, a través del bosque hasta aquella cresta, para observar lo que ocurría en la posada. Mi esperanza era que algunos de los hombres del Renco fueran tras los meridionales. Eso no se lo había dicho a ellos. Esperaba que tuvieran el suficiente buen sentido como para seguir corriendo.

—¡Hey! —dijo Goblin—. Ahí está Silencioso. Lo consiguió.

Los hombres aparecieron brevemente. No pude decir quién era quién.

—Sólo tres de ellos —murmuré. Eso significaba que cuatro no lo habían conseguido—. ¡Maldita sea!

—Tuvo que funcionar —dijo Goblin—. De otro modo no estarían ahí.

No me sentí tranquilizado por aquello. No había tenido muchas oportunidades de mando en campaña. No había aprendido a enfrentarme a los sentimientos que se producen cuando sabes que algunos hombres han resultado muertos intentando cumplir tus órdenes.

—Ahí vienen.

Los jinetes abandonaron el bosque, ascendieron por el Camino a Tembloso entre las cada vez más largas sombras.

—Cuento seis hombres —dije—. No. Siete. No deben de haber ido tras los meridionales.

—Parece como si todos estuvieran heridos.

—El elemento sorpresa. ¿Está el Renco con ellos? ¿Puedes decirlo?

—No. Ése… Ése es Asa. Demonios, el que está en el tercer caballo es el viejo Chozo, y el posadero es el penúltimo.

Ligeramente positivo, entonces. Tenían la mitad de las fuerzas que habían tenido antes. Yo sólo había perdido a dos de los siete comprometidos.

—¿Qué hacemos si el Renco no está con ellos? —preguntó Goblin.

—Aceptar lo que nos venga. —Silencioso había desaparecido de la cresta.

—Ahí está el Renco, Matasanos. Delante del posadero. Parece como si estuviera inconsciente.

Aquello era mucho esperar. Pero no parecía como si el Tomado fuera una baja definitiva.

—Bajemos.

Miré a través de la rendija de una contraventana mientras entraban en el patio. El único miembro no herido del grupo era Asa. Tenía las manos atadas a la silla, los pies a los estribos. Uno de los hombres heridos desmontó, liberó a Asa, lo mantuvo apuntado con un cuchillo mientras ayudaba a los demás. Era evidente toda una variedad de heridas. Chozo parecía como si no estuviera vivo. El posadero estaba en mejores condiciones. Sólo parecía haber sido vapuleado a conciencia.

Hicieron que Asa y el hombre gordo desmontaran al Renco de su animal. Casi me hundí entonces. Al Tomado le faltaba la mayor parte del brazo derecho. Tenía varias heridas adicionales. Pero, por supuesto, se recuperaría si permanecía protegido por sus aliados. Los Tomados son duros.

Asa y el hombre gordo se dirigieron hacia la puerta. El Renco colgaba como una cuerda mojada. El posadero que cubría a Asa abrió la puerta.

El Renco pareció despertar.

—¡No! —chilló—. ¡Trampa!

Asa y el posadero lo dejaron caer. Asa empezó a patearle, con los ojos cerrados. El posadero silbó chillonamente. Sus perros salieron a la carrera del establo.

Goblin y Un Ojo se lanzaron. Yo salté fuera y fui hacia el Renco mientras éste intentaba ponerse en pie.

Mi hoja mordió el hombro del Renco por encima del muñón de su brazo derecho. El puño de su otro brazo se alzó y se clavó en mi barriga.

El aire estalló fuera de mí. Casi perdí el sentido. Caí de rodillas en el suelo, con la sensación de que estaba echando las tripas por la boca, sólo vagamente consciente de lo que me rodeaba.

Los perros se lanzaron contra los hombres del Renco, lacerándolos salvajemente. Varios se lanzaron contra el Tomado. Éste los martilleó con su puño, y cada golpe dejaba un animal muerto.

Goblin y Un Ojo cargaron, lo golpearon con todo lo que tenían. Dispersó sus conjuros como agua de lluvia, golpeó a Un Ojo, se volvió hacia Goblin.

Goblin echó a correr. El Renco se lanzó tras él, tambaleante, con los mastines supervivientes lanzando dentelladas a sus espaldas.

Goblin corrió hacia la cochinera. Se lanzó de bruces al suelo antes de alcanzarla, se retorció débilmente en el lodo. El Renco llegó tras él, con el puño alzado para el remate.

La flecha de la balista de Prestamista partió en dos su esternón, se asomó un metro por su espalda. Se quedó allá tambaleante, un hombrecillo harapiento vestido de color pardo agarrando la flecha clavada en su pecho. Toda su voluntad pareció enfocarse en eso. Goblin se alejó arrastrándose. Dentro de la cochinera, Presta volvió a montar la balista y colocó otra jabalina en la ranura.

¡Tump! Ésta atravesó al Renco de parte a parte y cayó al suelo al otro lado, a varios metros de distancia. Lo derribó. Los perros se lanzaron contra su garganta.

Recuperé la respiración. Busqué mi espada. Fui vagamente consciente de un chillido en medio de un grupo de moreras a lo largo de un canal a unos cincuenta metros al norte. Un perro solitario trotaba arriba y bajo exhibiendo los dientes. Asa. Se había protegido en el único escondite disponible.

Sentí de nuevo los pies debajo de mi cuerpo. El hombre gordo ayudó a Un Ojo a ponerse en pie, luego tomó un arma caída. Los tres nos acercamos al Renco. Estaba tendido en el lodo, ligeramente retorcido de lado, su máscara deslizada a un lado de modo que podíamos ver el arruinado rostro que había ocultado. No podía creer lo que estaba ocurriendo. Hizo un débil gesto hacia los perros.

—Todo por nada —le dije—. Los papeles no han estado aquí desde hace meses.

Y el posadero:

—Esto es por mi hermano. —Esgrimió su arma. Estaba tan vapuleado, su cuerpo estaba tan rígido, que no pudo hacer mucho con ella.

El Renco intentó devolver el golpe. Ya no le quedaban fuerzas. Se dio cuenta de que iba a morir. Después de todos aquellos siglos. Tras haber sobrevivido a las Rosas Blancas, y a la furia de la Dama después de haberla traicionado en la batalla de Rosas y en el Bosque Nuboso.

Sus ojos rodaron hacia arriba y pareció perder el sentido, y supe que estaba gritando pidiendo ayuda.

—Hay que matarlo rápido —dije—. Está llamando a la Dama.

Pinchamos y cortamos y tajamos. Los perros enseñaron los dientes y mordieron. No había forma de que muriera. Incluso cuando nos quedamos sin energías, todavía brillaba en él una chispa de vida.

—Arrastrémoslo a la parte delantera.

Lo hicimos. Y vi a Chozo, tendido en el suelo junto con otros hombres que habían sido hermanos de la Compañía Negra. Alcé la vista a la luz que se desvanecía por momentos, vi acercarse a Silencioso, seguido por Lamprea y Otto. Sentí un aturdido placer ante el hecho de que aquellos dos hubieran sobrevivido. Habían sido grandes amigos durante tanto tiempo como podía recordar. No podía imaginar a uno sobreviviendo sin el otro.

—Cabestro ha caído, ¿eh?

El posadero dijo:

—Sí. Él y ese Chozo. Hubieras debido verlos. Saltaron al camino y arrancaron al hechicero de su caballo. Cabestro fue quien le cortó el brazo. Entre ellos mataron a cuatro hombres.

—¿Cabestro?

—Alguien le partió la cabeza. Como quien abre un melón con un hacha.

—¿Pivote?

—Fue pisoteado hasta morir. Pero lo hizo pagar caro.

Me dejé caer al lado de Chozo. Un Ojo hizo lo mismo.

—¿Cómo te atraparon? —le pregunté al posadero.

—Demasiado gordo para correr aprisa. —Consiguió esbozar una débil sonrisa—. Nunca pretendí ser un soldado.

Sonreí también.

—¿Qué piensas, Un Ojo? —Una mirada me dijo que no había nada que yo pudiera hacer por Chozo.

Un Ojo sacudió la cabeza.

Goblin dijo:

—Dos de esos tipos todavía están vivos, Matasanos. ¿Qué quieres que hagamos?

—Llévalos dentro. Los remendaré un poco. —Eran hermanos. El que los Tomados los hubieran retorcido y convertido en enemigos no los hacía menos merecedores de mi ayuda.

Silencioso se nos acercó, con un aspecto como si fuera más alto a la luz el atardecer. Hizo signos:

—Una maniobra digna del Capitán, Matasanos.

—Sí. —Miré a Chozo, más emocionado de lo que creía que debería estar.

Un hombre yacía delante de mí. Se había hundido más bajo que lo que yo nunca había llegado a ver. Luego había luchado para abrirse camino hacia arriba, hacia arriba, y se había convertido en alguien valioso. Un hombre mucho mejor que yo, porque él había localizado su estrella polar moral y había seguido su rumbo guiándose por ella, aunque le había costado la vida. Quizás, aunque sólo fuera un poco, había pagado su deuda.

Hizo otra cosa haciéndose matar en una lucha que yo no consideraba que fuera suya. Se había convertido en una especie de santo patrón mío, un ejemplo para los días por venir. Había establecido un alto estándar en sus últimos días.

Abrió los ojos antes del final. Sonrió.

—¿Lo conseguimos? —preguntó.

—Lo conseguimos, Chozo. Gracias a ti y a Cabestro.

—Bien. —Aún sonriendo, volvió a cerrar los ojos.

—Hey, Matasanos —gritó Lamprea—. ¿Qué quieres hacer con ese gusano de Asa?

Asa estaba aún en las moreras, gritando y pidiendo auxilio. Los perros tenían rodeado el lugar.

—Clávale un par de jabalinas —murmuró Un Ojo.

—No —dijo Chozo en un susurro apenas audible—. Dejadlo. Era mi amigo. Intentó volver, pero lo atraparon. Dejadlo.

—Muy bien, Chozo. ¡Lamprea! Sácalo de ahí y suéltalo.

—¿Qué?

—Ya me has oído. —Miré de nuevo a Chozo—. ¿De acuerdo, Chozo?

No dijo nada. No podía. Pero estaba sonriendo.

Me puse en pie y dije:

—Al menos alguien murió de la forma que deseaba. Otto. Ve a buscar una maldita pala.

—Oh, Matasanos…

—Ve a buscar una maldita pala y ponte a trabajar. Silencioso, Un Ojo, Goblin, dentro. Tenemos que hacer planes.

La luz ya casi había desaparecido. Según la estimación del Teniente faltaban pocas horas antes de que la Dama alcanzara Pradoval.