Llegamos a la ciudad. Pero juro que pude captar algo que olisqueaba nuestro rastro antes de que alcanzáramos la seguridad de las luces. Regresamos a nuestros alojamientos sólo para descubrir que la mayoría de los hombres no estaban en ellos. ¿Adónde habían ido? A apoderarse del barco de Cuervo, supe.
Lo había olvidado. Sí. El barco de Cuervo… Y Silencioso estaba tras el rastro de Cuervo. ¿Dónde estaría ahora? ¡Maldita sea! Más pronto o más tarde Cuervo lo conduciría al claro… Una forma de descubrir si Cuervo lo había abandonado, por supuesto. También una forma de perder a Silencioso.
—Un Ojo. ¿Puedes localizar a Silencioso?
Me miró de una forma extraña. Estaba cansado y deseaba dormir.
—Mira, si sigue todos los movimientos de Cuervo, terminará llegando a ese claro.
Un Ojo gruñó y exhibió varios espectaculares gestos de disgusto. Luego revolvió en su saco mágico en busca de algo que se parecía a un dedo disecado. Lo llevó a un rincón y pareció comunicarse con él, luego regresó para decir:
—He establecido una línea hasta él. Lo encontraré.
—Gracias.
—De nada, bastardo. Tendría que hacerte venir conmigo.
Me senté junto al fuego, con una gran cerveza en las manos, y me sumí en mis pensamientos. Al cabo de un rato le dije a Chozo:
—Tenemos que volver ahí fuera.
—¿Eh?
—Con Silencioso.
—¿Quién es Silencioso?
—Otro miembro de la Compañía. Un hechicero. Como Un Ojo y Goblin. Está tras el rastro de Cuervo, siguiendo cada uno de los movimientos que hizo desde el momento en que llegó. Imaginó que podría rastrearlo, o al menos decir por sus movimientos si estaba planeando engañar a Asa.
Chozo se encogió de hombros.
—Si hay que hacerlo, hay que hacerlo.
—Hum. Me asombras, Chozo. Has cambiado.
—No lo sé. Quizás hubiera podido hacerlo todo el tiempo. Simplemente sé que esta cosa no puede ocurrir de nuevo, a nadie más.
—Sí. —No mencioné mis visiones de cientos de hombres saqueando amuletos de la fortaleza en Enebro. No necesitaba saber eso. Tenía una misión. No podía hacer que sonara imposible.
Fui abajo y pedí al posadero más cerveza. La cerveza me vuelve soñoliento. Tenía una noción. Una posibilidad. No la compartí con nadie. Los otros no se hubieran sentido complacidos.
Al cabo de una hora hice una pausa y me arrastré a mi habitación, más intimidado por el pensamiento de regresar a aquel claro que por lo que esperaba conseguir ahora.
* * *
El sueño tardó en llegar, con o sin cerveza. No podía relajarme. Intentaba tenderme y atraerla hacia mí. Lo cual no significaba nada en absoluto.
Era una débil y estúpida esperanza el que ella regresara tan pronto. Yo la había rechazado. ¿Por qué debería hacerlo? ¿Por qué no debería olvidarme hasta que sus secuaces me atraparan y me llevaran encadenado hasta ella?
Quizás hay una conexión a un nivel que no comprendo. Porque desperté de mi somnolencia, pensando que necesitaba visitar los urinarios de nuevo, y descubrí aquel resplandor dorado colgando encima de mí. O quizá no desperté, sino sólo soñé que lo hacía. No puedo estar seguro. Siempre parece todo tan onírico en retrospectiva.
No aguardé a que ella tomara la iniciativa. Empecé a hablar. Hablé rápido y le dije todo lo que necesitaba saber acerca del montículo en Pradoval y acerca de la posibilidad de que las tropas hubieran llevado cientos de semillas procedentes del castillo negro.
—¿Me dices esto cuando estás decidido a ser mi enemigo, médico?
—No quiero ser tu enemigo. Seré tu enemigo tan sólo si no me dejas otra opción. —Abandoné el debate—. No podemos manejar esto. Y tiene que ser manejado, de alguna forma. Todo esto tiene que ser manejado. Ya hay suficiente maldad en el mundo tal como es. —Le dije que habíamos descubierto un amuleto sobre un ciudadano de Enebro. No dije ningún nombre. Le dije que lo dejaríamos allá donde estuviéramos seguros de que ella lo encontraría cuando llegara a Pradoval.
—¿Llegar a Pradoval?
—¿No estás de camino hacia aquí?
Una ligera sonrisa, secreta, perfectamente consciente de que yo estaba echando el anzuelo. Ninguna respuesta. Sólo una pregunta.
—¿Dónde estarás?
—Lejos. Muy lejos de aquí.
—Quizá. Veremos. —El globo dorado se desvaneció.
Había cosas que todavía deseaba decir, pero no tenían nada que ver con el problema que nos ocupaba. Preguntas que deseaba formular. No lo hice.
La última mota dorada me dejó con un susurrado:
—Te debo una, médico.
* * *
Un Ojo entró poco antes del amanecer, con un aspecto mucho peor que de costumbre. Silencioso le seguía a pocos pasos, también en un estado lamentable. Había estado tras el rastro de Cuervo sin descanso. Un Ojo dijo:
—Lo alcancé justo a tiempo. Otra hora y se hubiera encaminado fuera. Lo convencí a que aguardara hasta que se hiciera de día.
—Muy bien. ¿Quieres despertar a los demás? Saldremos pronto; deberíamos poder estar de regreso antes del anochecer.
—¿Qué?
—Pensé que estaba muy claro. Tenemos que volver ahí fuera. Ahora. Hemos gastado ya uno de nuestros días.
—Hey, hombre. Estoy agotado. Moriré si haces que…
—Duerme en la silla. Ése ha sido siempre uno de tus grandes talentos. Dormir en cualquier parte, en cualquier momento.
—Oh, mi doliente trasero.
Una hora más tarde nos encaminábamos Camino a Tembloso abajo, con Silencioso y Otto añadidos al grupo. Chozo insistió en venir, aunque yo estaba dispuesto a excusarlo. Asa decidió que quería venir también. Quizá porque pensaba que Chozo extendería un paraguas de protección. Había empezado a hablar de una misión como había hecho Chozo, pero un sordo podría oír la falsedad en su tono.
Esta vez fuimos más rápidos, y Chozo tenía un auténtico caballo. Llegamos al claro al mediodía. Mientras Silencioso olisqueaba los alrededores, di un vistazo más atento al montículo.
Ningún cambio. Excepto que las dos criaturas muertas habían desaparecido. No necesitaba los ojos de Lamprea para ver que habían sido arrastradas a través del agujero de entrada.
Silencioso se abrió camino alrededor del claro hasta un punto casi idéntico a aquél donde el rastro de la criatura entraba en el bosque. Entonces levantó un brazo, señaló. Me apresuré, y no tuve que leer la danza de sus dedos para saber lo que había encontrado. Su rostro revelaba la respuesta.
—Lo encontraste, ¿eh? —pregunté con más entusiasmo del que sentía. Había empezado a aceptar que Cuervo estaba muerto. No me gustaba lo que implicaba el esqueleto.
Silencioso asintió.
—¡Hey! —llamé—. Lo encontramos. Marchémonos. Traed los caballos.
Los otros se reunieron a nuestro alrededor. Asa parecía un poco demacrado. Preguntó:
—¿Cómo lo hizo?
Nadie tenía una respuesta. Varios de nosotros se preguntaron de quién era el esqueleto que yacia en el claro y como había llegado a llevar el collar de Cuervo. Me pregunte como el plan de Cuervo para desaparecer había encajado tan limpiamente con el del Dominador para sembrar un nuevo castillo negro.
Sólo Un Ojo parecía tener humor suficiente para hablar, y lo que brotó de sus labios fue una queja.
—Si seguimos esto no vamos a volver a la ciudad antes de que oscurezca —dijo. Dijo mucho más, sobre todo acerca de lo cansado que estaba. Nadie le prestó atención. Incluso aquellos de nosotros que habíamos descansado estábamos agotados.
—Abre camino Silencioso —dije—. Otto, ¿quieres ocuparte de su caballo? Un Ojo, sitúate en la retaguardia. Así no se producirá ninguna sorpresa desde atrás.
El sendero ni siquiera era sendero durante un tiempo, sólo un asomo de indicios entre la maleza. Estábamos sin aliento cuando interceptamos un sendero de caza. Cuervo también debió de estar exhausto, porque había girado hacia ese sendero y lo había seguido cruzando una colina, a lo largo de un arroyo, subiendo otra colina. Luego había girado hacia otro sendero menos hollado que corría a lo largo de un risco, hacia el Camino a Tembloso. Durante las siguientes dos horas hallamos varias de esas bifurcaciones. Cada vez Cuervo había tomado que se dirigía más directamente al oeste.
—El bastardo se encaminó de vuelta al camino principal —dijo Un Ojo—. Hubiera podido imaginar, ir en la otra dirección, y ahorrarnos todo ese recorrido por entre la maleza.
Los hombres le gruñeron. Sus quejas eran ásperas. Incluso Asa arrojó una mirada ceñuda por encima del hombro.
Cuervo había tomado el camino largo, de eso no había ninguna duda. Supuse que habríamos recorrido al menos quince kilómetros antes de llegar a una cresta del risco y ver terreno despejado que descendía hasta el camino principal. A nuestra derecha había un cierto número de granjas En la distancia allá delante se extendía la bruma azul del mar. El paisaje era en su mayor parte pardo, porque el otoño había descendido sobre Pradoval. Las hojas estaban cayendo. Asa señaló un bosquecillo de arces y dijo que estarían realmente hermosos dentro de otra semana. Extraño. Uno no piensa que tipos como él tengan sentido de la belleza.
—Ahí abajo. —Otto señaló un grupo de edificios a algo más de un kilómetro al sur. No parecían una granja—. Apuesto a que es una posada junto al camino —dijo—. ¿Apostáis algo a que es ahí donde se encaminó?
—¿Silencioso?
Asintió, pero a regañadientes. Deseaba atenerse al rastro para estar seguro. Montamos, le dejamos hacer a pie lo que faltaba hacer. Yo, por mi parte, había tenido ya bastante de patear la tierra.
—¿Qué te parece si nos quedamos ahí? —preguntó Un Ojo.
Observé el sol.
—Estoy pensándomelo. ¿Hasta qué punto crees que es seguro el lugar?
Se encogió de hombros.
—Sale humo de la chimenea ahí abajo. No parece que tengan problemas todavía.
Parecía como si leyera mi mente. Yo había estado examinando las granjas junto a las que pasábamos, buscando indicios de que las criaturas del montículo estuvieran haciendo incursiones por los alrededores. Todas las granjas habían parecido pacíficas y activas. Supongo que las criaturas confinaban sus depredaciones a la ciudad, donde causaban menos excitación.
El rastro de Cuervo llegaba al Camino a Tembloso a menos de un kilómetro más arriba de los edificios que Otto había considerado que eran una posada. Busqué indicadores, no pude calcular cuánto más al sur de los veinte kilómetros estábamos. Silencioso hizo un gesto, señaló. Cuervo había girado realmente al sur. Seguimos adelante, y pronto pasamos el mojón de los veinticinco kilómetros.
—¿Hasta cuán lejos piensas seguirle, Matasanos? —preguntó Un Ojo—. Apuesto a que te encuentras a Linda aquí fuera y simplemente sigues andando.
—Sospecho que él lo hizo. ¿Cuán lejos está Tembloso? ¿Alguien lo sabe?
—Trescientos noventa y cinco kilómetros —respondió Pivote.
—¿Terreno difícil? ¿Posibilidad de encontrarse con problemas en el camino? ¿Bandidos y cosas así?
—No que yo haya oído —dijo Pivo—. Sin embargo, hay montañas. Algunas difíciles de cruzar. Se necesita un tiempo para hacerlo.
Hice algunos cálculos. Digamos tres semanas para cubrir esa distancia, sin apretar. Cuervo no podía apretar, con Linda a su lado, y los papeles.
—Un carro. Tuvo que disponer de un carro.
Silencioso había montado también. Llegamos rápidamente al edificio. Otto demostró que tenía razón. Era definitivamente una posada. Una chica salió mientras desmontábamos, nos miró con los ojos muy abiertos, volvió a entrar corriendo. Supongo que nuestro aspecto no debía de ser muy tranquilizador. Aquéllos que no parecíamos duros parecíamos más bien desagradables.
Un hombre gordo y preocupado salió estrangulando un delantal. Su rostro era incapaz de decidir si deseaba permanecer enrojecido o pálido.
—Buenas tardes —dije—. Querríamos comer algo y un poco de forraje para los animales.
—Vino —dijo Un Ojo apenas aflojó su cincha—. Necesito ahogarme en un barril de vino. Y un colchón de plumas.
—Supongo —dijo el hombre; su habla resultaba difícil de seguir. La lengua que se habla en Pradoval es un dialecto de la hablada en Enebro. En la ciudad no era difícil de seguir, gracias a las relaciones constantes entre Pradoval y Enebro. Pero este hombre hablaba un dialecto campesino con un ritmo alterado— que podéis pagar.
Saqué dos de las monedas de plata de Cuervo, se las tendí.
—Hazme saber cuando hayamos superado este límite. —Até las riendas a la barra de la entrada, subí las escaleras, le di una palmada en el brazo al pasar—. No te preocupes. No somos bandidos. Soldados. Seguimos a alguien que pasó por aquí hace un cierto tiempo.
Me recompensó con un incrédulo fruncimiento de ceño. Era evidente que no servíamos al Príncipe de Pradoval.
La posada era agradable, y aunque el hombre gordo tenía varias hijas, todo el mundo se comportaba. Después de comer y de que la mayoría se hubieran retirado a descansar, el posadero empezó a relajarse.
—¿Me responderás a algunas preguntas? —quise saber. Deposité una moneda de plata sobre la mesa—. Puede que tus respuestas valgan algo.
Se sentó delante de mí, me miró con los ojos entrecerrados sobre una gigantesca jarra de cerveza. Había vaciado aquel monstruo al menos seis veces desde nuestra llegada, lo cual explicaba las medidas de su cintura.
—¿Qué es lo que queréis saber?
—El hombre alto que no habla. Está buscando a su hija.
—¿Eh?
Señalé a Silencioso, que se había acomodado cerca del fuego, sentado en el suelo, doblado hacia adelante en su sueño.
—Una chica sordomuda que pasó por aquí hace un cierto tiempo. Probablemente conduciendo un carro. Puede que se encontrara con alguien aquí. —Describí a Cuervo.
Su rostro se puso blanco. Recordaba a Cuervo. Y no deseaba hablar de él.
—¡Silencioso!
Despertó de su sueño como picado por una avispa. Le envié un mensaje con los dedos. Sonrió desagradablemente. Le dije al posadero:
—No lo parece mucho, pero es un hechicero. Así es como están las cosas. El hombre que estuvo aquí quizá te dijo que volvería y te degollaría si decías nada. Eso es un riesgo remoto. Por otra parte, Silencioso, aquí, puede lanzar unos cuantos conjuros y hacer que tus vacas se sequen, tus campos se agosten, y tu cerveza y tu vino se vuelvan agrios.
Silencioso hizo uno de esos pequeños trucos perversos que tanto les divierten a él, a Un Ojo y a Goblin. Una bola de luz derivó por la sala común como un cachorrillo curioso, hurgando en las cosas.
El posadero me creyó lo suficiente como para no desear desafiar mi baladronada.
—De acuerdo. Sí. Estuvieron aquí. Tal como has dicho. Viene un montón de gente por aquí a lo largo de todo el verano, de modo que no les hubiera prestado mucha atención excepto porque, como dices, la chica era sorda y el hombre era un caso especial. Ella llegó por la mañana, como si hubiera viajado toda la noche. En un carro. Él llegó por la tarde, a pie. Se acomodaron ahí en una esquina. Se marcharon a la mañana siguiente. —Miró mi moneda—. Ahora que lo pienso, pagaron con las mismas curiosas monedas que vosotros.
—Sí.
—Venían de muy lejos, ¿eh?
—Sí. ¿Adónde iban?
—Al sur. Camino abajo. Por las preguntas que oí formular al hombre, imagino que se encaminaban a Humero.
Alcé una ceja. Nunca había oído hablar de ningún lugar llamado Humero.
—Costa abajo. Pasado Tembloso. Toma el Camino a Aguja fuera de Tembloso. El Camino a Retazos. En alguna parte al sur de Retazos hay un cruce donde puedes encaminarte al oeste. Humero se halla en la península de Salada. No sé exactamente dónde. Sólo lo que he oído a los viajeros.
—Hum. Un largo camino. ¿A qué distancia crees que está?
—Veamos. Trescientos cincuenta y ocho kilómetros a Tembloso. Alrededor de trescientos más a Aguja. Retazos se halla a unos doscientos noventa de Aguja, creo. ¿O quizás a trescientos noventa? No lo recuerdo exactamente. Ese cruce debe de estar a otros ciento cincuenta al sur de Retazos, luego Humero. No sé lo lejos que puede estar eso. Al menos otros doscientos. Quizá trescientos, cuatrocientos. Vi un mapa una vez, ese hombre me lo mostró. La península destaca como un pulgar.
Silencioso se nos unió. Sacó un trozo de papel y una diminuta pluma con punta de acero. Hizo que el posadero lo describiera todo de nuevo. Trazó un tosco mapa que ajustó a medida que el hombre gordo le decía que se parecía o no al mapa que había visto. Silencioso trasteó con una columna de cifras. Terminó con una estimación de más de mil quinientos kilómetros de Pradoval. Tachó el último dígito, luego escribió la palabra días y un signo más. Asentí.
—Probablemente un viaje de cuatro meses como mínimo —dije—. Más si pasan mucho tiempo descansando en cualquiera de esas ciudades.
Silencioso trazó una línea recta desde Pradoval hasta la punta de la península de Salada, escribió: 600 mll. est. a 6 nds. = 100 hrs.
—Sí —dije—. Sí. Por eso el barco no partió. Tenía que darle una delantera. Creo que tendremos que hablar con la tripulación mañana. Gracias, posadero. —Empujé la moneda hacia él—. ¿Ha ocurrido algo extraño por aquí últimamente?
Una débil sonrisa distendió sus labios.
—No hasta hoy.
—No. Me refiero a vecinos desapareciendo o cosas así.
Sacudió negativamente la cabeza.
—No. A menos que contemos a Verrugoso. No se le ha visto desde hace un tiempo. Pero eso no es extraño.
—¿Por qué?
—Es un cazador. Opera en el bosque al este. Principalmente por las pieles, pero a veces me trae caza cuando necesita sal o algo. No suele venir regularmente, pero ahora ya hace un cierto tiempo que no se le ve. Normalmente viene a principios de otoño, para buscar provisiones para el invierno. Creí que era él cuando vuestro amigo cruzó la puerta.
—¿Eh? ¿Qué amigo?
—El que estáis siguiendo. El que iba con la hija de éste.
Silencioso y yo intercambiamos una mirada. Dije:
—Será mejor que no cuentes con ver a Verrugoso de nuevo. Creo que está muerto.
—¿Qué te hace decir eso?
Le hablé un poco acerca de Cuervo fingiendo su propia muerte y dejando un cuerpo que había sido confundido con el suyo.
—Una mala cosa eso. Sí. Una mala cosa hacer algo así. Espero que lo atrapéis. —Sus ojos se entrecerraron ligeramente—. Espero que no forméis parte de esa pandilla que bajó de Enebro, ¿eh? Todo el mundo que se encamina al sur habla de cómo… —La furiosa mirada de Silencioso le hizo callar.
—Voy a dormir un poco —dije—. Si ninguno de mis hombres se ha levantado todavía, despiértame a la primera luz.
—Sí, señor —dijo el posadero—. Y te prepararé un buen desayuno, señor.