Los rumores y las historias increíbles corrían rápidamente por Pradoval. Chozo supo del barco procedente de Enebro a las pocas horas de su llegada. Se sintió anonadado. ¿La Compañía Negra en plena huida? ¿Aplastada por sus amos? Aquello no tenía sentido. ¿Qué infiernos estaba ocurriendo ahí arriba?
Su madre. Sal. Sus amigos. ¿Qué había sido de ellos? Si la mitad de las historias eran ciertas, Enebro era una pura desolación. La batalla contra el castillo negro había consumido la ciudad.
Deseó desesperadamente encontrar a alguien, preguntar acerca de su gente. Luchó contra la urgencia. Tenía que olvidar su hogar. Conociendo a aquel Matasanos y su gente, todo aquello podía ser un truco para hacerle salir a la luz.
Permaneció durante todo un día escondido, en su habitación alquilada, debatiéndose, hasta que se convenció a sí mismo de que no debía hacer nada. Si la Compañía estaba en plena huida, se marcharía de nuevo. Pronto. Sus antiguos amos estarían buscándola.
¿Irían los Tomados tras él también? No. No tenían nada contra él. Sus crímenes no les importaban. Sólo los Custodios lo querían… Se preguntó acerca de Cabestro, pudriéndose en prisión, acusado de la muerte de Cuervo. No comprendía aquello en absoluto, pero estaba demasiado nervioso para investigar. La respuesta no era significativa en la ecuación de la supervivencia de Chozo de Castañas.
Después de su día de aislamiento decidió reanudar su búsqueda de un negocio. Buscaba algún tipo de sociedad en una taberna, tras decidir mantenerse en lo que conocía.
Tenía que ser un lugar mejor. Uno que no le condujera a dificultades financieras de la forma en que lo había hecho El Lirio. Cada vez que recordaba El Lirio sufría momentos de añoranza y nostalgia, de insondable soledad. Había sido un solitario toda su vida, pero nunca había estado solo. Su exilio estaba lleno de dolor.
Caminaba por una estrecha calle en sombras, ascendiendo penosamente colina arriba en el barro dejado por la lluvia nocturna, cuando algo captado por el rabillo del ojo puso estremecimientos en las profundidades de su alma. Se detuvo y se volvió tan rápidamente que derribó a otro peatón. Mientras ayudaba al otro hombre a levantarse de nuevo, disculpándose profusamente, miró a las sombras de un callejón.
—La conciencia me juega malas pasadas, supongo —murmuró, tras separarse de su víctima. Pero sabía que no era así. Lo había visto. Había oído pronunciar suavemente su nombre. Acudió a la boca del hueco entre dos edificios. Pero lo que fuera no le había esperado.
Una manzana más tarde rió nerviosamente, intentando convencerse de que después de todo había sido un truco de su imaginación. ¿Qué demonios podían estar haciendo las criaturas del castillo en Pradoval? Habían sido barridas por completo… Pero los tipos de la Compañía que habían huido hasta allí no lo sabían seguro, ¿verdad? Habían huido antes de que terminara la lucha. Tan sólo esperaban que sus jefes hubieran vencido, porque el otro bando todavía era peor que el suyo.
Estaba siendo estúpido. ¿Cómo podía haber llegado hasta allí la criatura? Ningún capitán de barco vendería jamás un pasaje a una cosa como aquélla.
—Chozo, te estás preocupando tontamente por nada. —Entró en una taberna llamada El Rubí, regentada por un hombre llamado Selkirk. El casero de Chozo los había recomendado a ambos.
Su conversación fue fructífera. Chozo convino en regresar la tarde siguiente.
* * *
Chozo compartía una cerveza con su socio en perspectiva. Su proposición parecía beneficiosa, porque Selkirk parecía satisfecho con las condiciones y ahora estaba intentando dorarle la píldora para acabar de cerrar el trato.
—El negocio nocturno subirá de nuevo una vez la gente deje de estar asustada —dijo.
—¿Asustada?
—Sí. Han desaparecido algunas personas por el vecindario. Cinco o seis la semana pasada. Después de oscurecer. No del tipo que normalmente agarran las patrullas de leva. Así que últimamente la gente se ha quedado en sus casas. No hemos tenido el tráfico nocturno habitual.
La temperatura pareció descender cinco grados. Chozo permaneció sentado rígido como una tabla, los ojos vacíos, el antiguo miedo deslizándose a su través como una procesión de serpientes. Sus dedos se alzaron hasta el amuleto oculto debajo de su camisa.
—Hey, Castañas, ¿qué ocurre?
—Así es como empezó en Enebro —dijo, sin darse cuenta de que estaba hablando—. Sólo que únicamente eran los muertos. Pero también los deseaban vivos. Si podían conseguirlos. Tengo que irme.
—¿Chozo? ¿Qué demonios ocurre?
Se arrancó momentáneamente de sus pensamientos.
—Oh. Lo siento, Selkirk. De acuerdo. Tenemos un trato. Pero primero he de hacer algo. Algo que necesito comprobar.
—¿Qué?
—No tiene nada de ver contigo. Con nosotros. Estamos listos para cerrar el trato. Mañana traeré mi dinero y podemos ir juntos a la gente necesaria para cerrar legalmente el trato. Simplemente tengo algo que hacer esta noche.
Salió del lugar prácticamente corriendo, no seguro de lo que podía hacer o dónde empezar, ni siquiera de si suposición tenía algún viso de cordura. Pero estaba seguro de que lo que había ocurrido en Enebro volvería a ocurrir en Pradoval. Y de una forma mucho más rápida si eran las propias criaturas las que estaban recolectando.
Tocó de nuevo su amuleto, preguntándose hasta qué punto le ofrecía protección. ¿Era poderoso? ¿O tan sólo una promesa?
Se apresuró a la casa donde tenía su habitación, donde la gente fue paciente con sus preguntas, sabiendo que era de fuera de la ciudad. Preguntó acerca de Cuervo. El asesinato había sido la comidilla de toda la ciudad, con un policía extranjero acusado del hecho por sus propios hombres. Pero nadie sabía nada. No había habido testigos de la muerte de Cuervo excepto Asa. Y Asa estaba en Enebro. Probablemente muerto. La Compañía Negra no desearía que se convirtiera en un testigo contra ellos.
Dominó un impulso de contactar con los supervivientes. Puede que también lo desearan fuera del camino.
Estaba a sus propios recursos en esto.
El lugar donde había muerto Cuervo parecía un lugar adecuado por donde empezar. ¿Quién sabía dónde estaba? Asa. Pero Asa no estaba disponible. ¿Quién más? ¿Cabestro?
Sus entrañas se anudaron. Cabestro representaba todo lo que había temido allá en casa. Aquí estaba en una jaula, pero todavía seguía siendo un símbolo. ¿Podría enfrentarse al hombre?
¿Querría el hombre decirle algo?
Encontrar a Cabestro no fue ningún problema. La prisión no se había movido de sitio. Hallar el coraje de enfrentarse a él, incluso desde el otro lado de unos barrotes, era otro asunto. Pero toda aquella ciudad se extendía ahora bajo una sombra.
La tortura desgarraba a Chozo. La culpabilidad lo destrozaba. Había hecho cosas que lo habían dejado incapaz de soportarse a sí mismo. Había cometido crímenes para los cuales no había condena posible. Sin embargo había algo…
—Eres un estúpido, Chozo de Castañas —se dijo a sí mismo—. No te preocupes por ello. Pradoval puede ocuparse de sí misma. Simplemente márchate a otra ciudad.
Pero algo más profundo que la cobardía le dijo que no podía huir. Y no sólo de sí mismo. Una criatura del castillo negro había aparecido en Pradoval. Dos hombres que habían tenido tratos con el castillo habían venido aquí. Eso no podía ser coincidencia. Supongamos que se trasladaba a otro sitio. ¿Iba a impedir eso que las criaturas aparecieran de nuevo, fuera donde fuese?
Había hecho un trato con un demonio. A un nivel visceral, tenía la sensación de que la red en la que había quedado atrapado debería de ser soltada hilo a hilo.
Trasladó al cobarde Chozo cotidiano a un trono muy en la parte de atrás de sus ojos y situó delante al Chozo que había perseguido a Cuervo con Krage y finalmente había matado a su atormentador.
No recordó la patraña que usó para abrirse camino entre los guardias, pero finalmente consiguió ver a Cabestro.
El Inquisidor no había perdido nada de su espíritu. Se acercó a los barrotes barbotando, maldiciendo y prometiendo a Chozo una muerte muy larga y dolorosa.
Chozo contraatacó.
—No vas a poder castigar a nadie excepto quizás a alguna cucaracha de aquí dentro. Cállate y escucha. Olvida quién eras y recuerda quién eres ahora. Soy la única esperanza que te queda de poder salir de aquí. —Chozo estaba asombrado. ¿Se sentiría la mitad de firme sin los barrotes que los separaban?
El rostro de Cabestro se volvió inexpresivo.
—Adelante. Habla.
—No sé cuánto habrás oído aquí dentro. Probablemente nada. Te pondré al corriente. Después de que abandonaras Enebro, el resto de la Compañía Negra llegó allí. Se apoderaron de la ciudad. Su Dama y su séquito acudieron a la ciudad. Atacaron el castillo negro. No sé cuál fue el resultado de su acción. Lo que ha llegado hasta aquí suena como si la ciudad hubiera sido arrasada. Durante la lucha algunos de los tipos de la Compañía se apoderaron de un barco y huyeron bajo la suposición de que sus amos iban a volverse contra ellos. Ignoro por qué.
Cabestro se lo quedó mirando fijamente, meditando.
—¿Ésa es la verdad?
—Por todo lo que he oído de segunda mano.
—Fueron esos bastardos de la Compañía Negra los que me metieron aquí. Me engañaron. Sólo tuve una pelea con Cuervo. Infiernos, él casi me mató a mí.
—Ahora está muerto. —Chozo describió lo que Asa había visto—. Tengo una idea de lo que lo mató y por qué. Lo que necesito saber es dónde ocurrió. Para poder estar seguro. Dímelo, e intentaré sacarte de aquí.
—Sólo lo sé aproximadamente. Sé donde tropecé con él y la dirección que tomaron él y Asa cuando se fueron. Eso debería de dar una idea bastante aproximada. ¿Por qué quieres saberlo?
—Creo que las criaturas del castillo han plantado algo en Cuervo. Como una semilla. Creo que es por eso por lo que murió. Como el hombre que trajo la semilla original a Enebro.
Cabestro frunció el ceño.
—Sí —dijo Chozo—. Suena exagerado. Pero escucha esto. El otro día vi a una de las criaturas cerca de donde estoy. Vigilándome. ¡Espera! Sé cuál es su aspecto. Me he encontrado antes con ellas. También está desapareciendo gente. No demasiada todavía. No la suficiente como para causar una gran alarma. Pero sí la suficiente como para asustar a la población.
Cabestro se retiró a la parte de atrás de su celda, se sentó en el suelo, apoyó la espalda contra la pared. Se mantuvo inmóvil durante más de un minuto. Chozo aguardó nervioso.
—¿Cuál es tu interés, posadero?
—El pago de una deuda. Cabestro, la Compañía Negra me mantuvo prisionero durante un tiempo. Averigüé mucho acerca de ese castillo. Era mucho peor de lo que nadie podía imaginar. Era una especie de portal. A través del cual una criatura llamada el Dominador estaba intentando entrar en este mundo. Yo contribuí al crecimiento de esa cosa. Ayudé a que alcanzara el punto donde atrajo a la Compañía Negra y a sus amigos hechiceros. Si Enebro ha sido destruida, es tanto culpa mía como de cualquier otro. Ahora el mismo destino amenaza Pradoval. Puedo hacer algo para detenerlo. Si puedo encontrarlo.
Cabestro rió quedamente. La risita aumentó de intensidad. Se convirtió en una carcajada.
—¡Entonces púdrete aquí! —gritó Chozo, y se dispuso a marcharse.
—¡Espera!
Chozo se volvió.
Cabestro contuvo su risa.
—Lo siento. Todo esto es tan incongruente. Y tú tan justo y recto. Quiero decir, creo realmente que hablas en serio. De acuerdo, Chozo de Castañas. Te diré algo. Y si consigues sacarme de aquí, puede que no te arrastre de vuelta a Enebro.
—Ya no existe ningún Enebro al que arrastrarme, Cabestro. Los rumores dicen que la Dama planeaba saquear las Catacumbas después de terminar con el castillo negro. Ya sabes lo que significa eso. Una rebelión total.
El humor de Cabestro se desvaneció.
—Sigue el Camino a Tembloso abajo, pasado el mojón de los treinta kilómetros. A la izquierda, en el primer camino que conduce a una granja, bajo un roble muerto. Camina al menos diez kilómetros. Más allá de las granjas. Es un paraje selvático. Será mejor que vayas armado.
—¿Armado? —Chozo exhibió una gran sonrisa cohibida—. Chozo de Castañas nunca ha tenido los redaños suficientes para aprender a usar un arma. Gracias.
—No me olvides, Chozo. Mi juicio empieza la primera semana del próximo mes.
—Correcto.
* * *
Chozo desmontó y empezó a conducir la mula alquilada cuando alcanzó el punto estimado de los diez kilómetros del Camino a Tembloso. Recorrió otro kilómetro. El camino era poco más que un sendero de caza, que serpenteaba a través de un áspero paisaje densamente cubierto de árboles de madera dura. No vio ninguna evidencia de que el hombre hubiera recorrido alguna vez aquel camino. Extraño. ¿Qué habían estado haciendo Cuervo y Asa allí? No podía pensar en ninguna razón que tuviera sentido. Asa había afirmado que estaban huyendo de Cabestro. Si era así, ¿por qué no habían seguido bajando por el Camino a Tembloso?
Sus nervios se tensaron. Tocó el amuleto, el cuchillo oculto en su manga. Se había decidido y había comprado dos buenas armas cortas, una para su cinturón y otra para manga.
Hacían poco por alentar su confianza.
El sendero giraba colina arriba, hacia un arroyo, discurría a su lado durante varios cientos de metros, y desembocaba en un amplio claro. Chozo casi penetró en él. Era un hombre de ciudad. Nunca antes había estado en un paraje más selvático que el Recinto.
Algún sentido innato de cautela lo detuvo al borde del claro. Se dejó caer sobre una rodilla, apartó la maleza, maldijo suavemente cuando la mula le empujó con su hocico.
Sus sospechas eran ciertas.
Un gran montículo negro se alzaba ahí delante. Ya era del tamaño de una casa. Chozo contempló los rostros congelados en gritos de terror y agonía.
Un lugar perfecto, ahí fuera. Creciendo tan aprisa, estaría completo antes de que nadie lo descubriera. A menos que fuera por accidente. Y el descubridor accidental tenía muchas posibilidades de pasar a formar parte de su masa.
El corazón de Chozo martilleaba. Lo que más deseaba era correr de vuelta a Pradoval y gritar a los cuatro vientos en medio de la calle avisando del peligro para la ciudad. Había visto suficiente. Sabía lo que había venido a averiguar. Era el momento de marcharse.
Avanzó lentamente. Dejó caer las riendas de la mula, pero ésta le siguió, interesada en la alta hierba. Chozo se acercó cuidadosamente al montículo negro, paso a paso. No ocurrió nada. Lo rodeó.
La forma de la cosa se hizo más evidente. Sería idéntica a la fortaleza que dominaba Enebro, excepto la forma en que sus cimientos se hundían en la tierra. Su puerta miraría al sur. Un sendero bien apisonado conducía a un bajo agujero allí. Otra confirmación a sus sospechas.
¿De dónde habían venido las criaturas? ¿Vagaban por el mundo a voluntad, ocultas en el borde de la noche, vistas tan sólo por aquéllos que comerciaban con ellas?
Al regresar al lado desde el cual se había acercado tropezó con algo.
Huesos. Huesos humanos. Un esqueleto: cabeza, brazos, piernas, con parte del pecho desaparecido. Aún vestido con los harapos que había visto llevar a Cuervo un centenar de veces. Se arrodilló.
—Cuervo. Te odié. Pero también te quise. Fuiste el peor villano que jamás haya conocido. Y el mejor amigo que haya tenido nunca. Me hiciste empezar a pensar como un hombre. —Las lágrimas llenaron sus ojos.
Buscó recuerdos de su infancia, finalmente halló la plegaria para el paso de los muertos. Empezó a cantar con una voz que nunca había sabido cómo entonar una melodía.
La hierba susurró sólo una vez, justo al límite de lo audible. Una mano se cerró sobre su hombro. Una voz dijo:
—Chozo de Castañas.
Chozo dejó escapar un grito y fue en busca del cuchillo en su cinturón.