La Dama no me había olvidado. Ni siquiera un poco. Poco después de medianoche un hosco Elmo me despertó.
—Susurro está aquí. Te reclama, Matasanos.
—¿Eh? —No había hecho nada para suscitar su ira. No desde hacía semanas.
—Te quieren en Tejadura, Ella te quiere. Susurro está aquí para llevarte.
¿Han visto alguna vez a un hombre adulto sufrir un desvanecimiento? Yo no. Pero estuve cerca. También puede que estuviera cerca de sufrir un ataque al corazón. Mi presión sanguínea debió de subir hasta las nubes. Durante dos minutos me sentí presa del vértigo e incapaz de pensar. Mi corazón era una ametralladora. Mis entrañas se retorcían de miedo. Sabía que ella iba a arrastrarme a una sesión con el Ojo, que ve todos los secretos enterrados en la mente de un hombre. Y sin embargo no podía hacer nada por eludirla. Era demasiado tarde para echar a correr. Deseé haber abordado el barco a Pradoval con Prestamista.
Como un hombre encaminándose al cadalso, subí a la alfombra de Susurro, me instalé detrás de ella y me sumí en mis pensamientos mientras nos alzábamos y avanzábamos a través de la fría noche hacia Tejadura.
Mientras pasábamos por encima del Río Puerto, Susurro dijo:
—Debiste de causar una buena impresión ahí atrás hace tiempo, médico. Eres la primera persona por la que preguntó cuando llegó aquí.
Hallé la suficiente presencia de ánimo como para preguntar:
—¿Por qué?
—Sospecho que porque quiere que su historia sea registrada de nuevo. Como hizo durante la batalla en Hechizo.
Alcé la vista de mis manos, sorprendido. ¿Cómo podía haber sabido aquello? Siempre había imaginado a los Tomados y a la Dama como tremendamente incomunicativos entre ellos.
Lo que ella decía era cierto. Durante la batalla en Hechizo la Dama me había arrastrado con ella para que los acontecimientos de la jornada fueran registrados tal como habían ocurrido. Y no pidió ningún trato especial. De hecho, insistió en que yo escribiera las cosas tal como las veía. Apenas había el más débil aliento de una insinuación de que esperaba ser derribada en algún momento y de que, cuando eso ocurriera, esperaba ser maltratada por los historiadores. Deseaba que existiera al menos una crónica neutral. Yo no había pensado en aquello durante años. Era una de las anomalías más curiosas que había observado acerca de ella. No le importaba lo que la gente pensaba de ella, pero le asustaba el que las crónicas fueran bastardizadas para convenir a los fines de alguien distinto.
De aquello brotó la más minúscula chispa de esperanza. Quizá deseara realmente mantener un registro. Quizá yo pudiera salirme de aquello. Si podía mantenerme lo bastante flexible como para evitar el Ojo.
El Capitán se reunió con nosotros cuando nos posamos en la muralla norte de Tejadura. Una ojeada a las alfombras allí me dijo que todos los Tomados estaban a mano. Incluso Jornada, que había esperado que permaneciera en el Túmulo. Pero Jornada tenía una deuda que saldar. Pluma había sido su esposa.
Una segunda mirada me dijo que el Capitán estaba silenciosamente lleno de disculpas acerca de mi situación, que había cosas que deseaba decir pero que no se atrevía. Le dediqué un breve encogimiento de hombros, esperé que pudiéramos hablar un momento más tarde. No pudimos. Susurro me condujo directamente desde la muralla a presencia de la Dama.
No había cambiado ni un ápice desde que la había visto por última vez. El resto de nosotros habíamos envejecido terriblemente, pero ella permanecía con sus eternos veinte años, radiantemente espléndida con su sorprendente pelo negro y sus ojos en los que un hombre podía hundirse y morir. Era, como siempre, un punto focal de fascinación de tal magnitud que no podía ser descrito físicamente. Una descripción detallada sería inútil de todos modos, puesto que lo que veía no era la autentica Dama. La Dama que tenía ese aspecto no había existido desde de hacía cuatro siglos, si había existido alguna vez.
Se levantó y acudió a saludarme, con una mano extendida. No pude apartar los ojos de ella. Me recompensó con la ligeramente burlona sonrisa que tan bien recordaba, como si compartiéramos un secreto. Toqué ligeramente su mano, y me sorprendió hallarla cálida. Lejos de ella, cuando se hubo desvanecido de mi mente excepto como un distante objeto de temor, como un terremoto, sólo pude pensar en ella como algo frío, muerto y mortal. Más parecida a un zombi letal que a una persona viva que respirara y que incluso fuera posiblemente vulnerable.
Sonrió una segunda vez y me invitó a tomar asiento. Lo hice, sintiéndome grotescamente fuera de lugar en medio de una compañía que incluía a todos menos uno de los grandes males del mundo. Y el Dominador estaba allí en espíritu, arrojando su fría sombra.
Yo no estaba allí para contribuir, eso resultaba obvio. El Capitán y el Teniente hablaron por la Compañía. El Duque y el Custodio Hargadón estaban allí también, pero contribuyeron poco más que yo. Los Tomados llevaron la conversación, interrogando al Capitán y al Teniente. Sólo en una ocasión se dirigieron a mí, y fue el Capitán, que preguntó acerca de mis capacidades de tratar a los heridos en la lucha.
Por lo que pude ver la reunión tenía un solo punto. El asalto estaba previsto para el amanecer del día siguiente al próximo. Continuaría hasta que el castillo negro fuera destruido o perdiéramos nuestra capacidad de atacar.
—El lugar es un agujero en el fondo de la nave del imperio —dijo la Dama—. Tiene que ser taponado o todos nos ahogaremos. —No suscitó protestas del Duque o de Hargadón, que lamentaban ambos el haber solicitado ayuda. El Duque se sentía ahora impotente dentro de su propio dominio, y Hargadón no se sentía mucho mejor. El Custodio sospechaba que sería retirado completamente de circulación una vez terminara la amenaza del castillo. Pocos de la Compañía y ninguno de los Tomados se habían tomado la molestia de ocultar su desdén hacia la extraña religión de Enebro. Tras haber pasado mucho tiempo entre la gente, yo podía decir que ésta se la tomaba tan en serio únicamente como los Inquisidores, los Custodios y unos pocos fanáticos insistían en considerarla.
Sin embargo, esperaba que la Dama se lo tomara con lentitud si tenía intención de hacer cambios. Con tanta lentitud que la Compañía pudiera encaminarse hacia otra parte antes de que ella empezara. Te inmiscuyes con la religión de la gente y te inmiscuyes con fuego. Incluso la de la gente a quien no le importa demasiado. La religión es algo que se martillea pronto en la vida y nunca desaparece por completo. Y tiene poderes que van más allá de todo lo racional.
* * *
La mañana después del día siguiente. Guerra total. Un esfuerzo absoluto de erradicar el castillo negro. Todos los recursos de la Dama, los Tomados, la Compañía y Enebro serían dedicados a este fin, durante tanto tiempo como fuera necesario.
La mañana después del día siguiente. Pero eso no funcionaba así. Nadie le había dicho al Dominador que se suponía que debía esperar.
Lanzó el primer golpe seis horas antes del momento previsto, cuando la mayoría de la tropa y todos los trabajadores civiles estaban durmiendo. Mientras el único Tomado que patrullaba era Jornada, que era el menor de los secuaces de la Dama.
Empezó cuando una de esas cosas como vejigas saltó por encima de la muralla y llenó el hueco que quedaba en la rampa del Teniente. Al menos un centenar de criaturas salieron en tromba del castillo y lo cruzaron.
Jornada estaba alerta. Había captado algo extraño en el castillo y esperaba problemas. Descendió rápidamente y bañó a los atacantes con el polvo que fundía.
¡Bam! ¡Bam–bam–bam! El castillo lo golpeó de la forma en que lo había hecho a su esposa. Hizo fintas en el aire, eludiendo lo peor, pero no pudo evitar el borde de cada restallido, y cayó humeante, su alfombra destruida.
El golpeteo me despertó. Despertó a todo el campamento, porque empezó al mismo tiempo que las alarmas y las ahogó por completo.
Salí a la carga del hospital, vi las criaturas del castillo hormiguear descendiendo la rampa del Teniente. Jornada no había detenido más que a un puñado. Estaban envueltas en aquel resplandor protector con el que Un Ojo se había encontrado una vez antes. Se dispersaron, corriendo por entre una tormenta de proyectiles de los hombres que montaban guardia. Cayeron unas pocas más, pero no muchas. Empezaron a extinguir luces, supongo que porque sus ojos estaban más adaptados a la oscuridad que los nuestros.
Los hombres corrían por todos lados, arrastrando sus ropas mientras se dirigían hacia el enemigo o se alejaban de él. Los trabajadores se habían dejado llevar por el pánico y dificultaban en gran manera la respuesta de la Compañía. Muchos fueron muertos por nuestros hombres, irritados de encontrarlos en su camino.
El Teniente cargó a través del caos aullando órdenes. Primero hizo que sus baterías de armas pesadas fueran preparadas y apuntadas hacia los escalones. Envió mensajeros a todas partes, ordenó que cada balista, catapulta, mandrón y trebuchet se situaran en posición para poder disparar contra la rampa. Aquello me desconcertó sólo hasta que la primera criatura del castillo se encaminó de vuelta a casa con un cuerpo bajo cada brazo. Una tormenta de proyectiles la golpeó, desgarró los cuerpos en pedazos, la redujo a pulpa y casi la enterró. El Teniente hizo que los trebuchets lanzaran barriles de aceite que se estrellaron contra los escalones y prendieron cuando fueron arrojadas tras ellos bolas de fuego. Mantuvo el aceite y el fuego volando por el aire. Las criaturas del castillo no podrían atravesar las llamas.
Muy bien por mis ideas de que el Teniente estaba malgastando el tiempo construyendo máquinas inútiles.
El hombre conocía su trabajo. Era bueno. Su preparación y su rápida respuesta fueron más valiosas que cualquier otra cosa hecha por la Dama o los Tomados aquella noche. Mantuvo la línea en los momentos críticos.
Empezó una loca batalla en el momento en que las criaturas se dieron cuenta de que tenían cortado su regreso. Atacaron salvajemente, intentando alcanzar las máquinas. El Teniente hizo seña a sus suboficiales y trajo el grueso de toda su mano de obra disponible. Tenía que hacerlo. Aquellas criaturas eran más que un oponente para cualesquiera dos soldados, y se beneficiaban además de la protección del resplandor.
Aquí, allá, un valiente ciudadano de Enebro agarró un arma caída y saltó a la refriega. La mayoría pagaron el precio definitivo, pero su sacrificio ayudó a mantener al enemigo lejos de las máquinas.
Era evidente para todo el mundo que si las criaturas escapaban con duchos cuerpos nuestra causa estaba perdida. Pronto nos enfrentaríamos cara a cara con su amo en persona.
Las parejas de bolas empezaron a llegar sobre nuestras cabezas desde Tejadura, salpicando la noche con un terrible color. Luego los Tomados se dejaron caer en medio de la noche, y el Renco y Susurro depositaron cada uno un huevo que desencadenó un fuego que se alimentaba de la materia misma del castillo. El Renco eludió varios ataques del castillo, picó hacia un lado y otro, trajo su alfombra al suelo cerca de mi hospital, que ya estaba lleno de pacientes. Yo había tenido que retirarme allí para hacer el trabajo por el que me pagaban. Mantuve los faldones de la tienda que miraban colina arriba abiertos para poder ver.
El Renco abandonó su corcel aéreo, avanzó colina arriba con una larga espada negra que brillaba malignamente a la luz de la ardiente fortaleza. Irradiaba un resplandor no muy distinto del que protegía a las criaturas del castillo. Éste, sin embargo, era mucho más poderoso que el de ellas, como quedó demostrado cuando se lanzó al ataque contra ellas. Sus armas no pudieron alcanzarle. Se abrió camino sajando a través de ellas como si fueran pura manteca.
Las criaturas, por aquel entonces, habían masacrado al menos a quinientos hombres. La mayoría eran trabajadores, pero la Compañía también había sufrido un buen vapuleo. Y ese vapuleo siguió un tiempo después de que el Renco hiciera dar un giro al sentido de la marea, porque sólo podía ocuparse de las criaturas una a una. Nuestra gente se esforzó en mantener al enemigo contenido hasta que el Renco pudiera llegar a él.
Respondieron intentando abrumar al Renco, cosa que consiguieron con cierto éxito, lanzándose quince o veinte de las criaturas sobre él y manteniéndolo clavado por puro peso corporal. El Teniente desvió temporalmente el fuego de las máquinas, golpeó aquella acumulación hasta que consiguió romperla, y el Renco pudo ponerse de nuevo en pie.
Fracasado aquel plan, una bandada de criaturas se agruparon e intentaron abrir brecha por el oeste. No sé si planeaban escapar o tenían intención de dar la vuelta y golpear por detrás. La docena que lo consiguieron Se encontraron con Susurro y una densa caída del polvo fundidor. El polvo mató a media docena de trabajadores por cada criatura del castillo, pero detuvo la carga. Sólo cinco criaturas sobrevivieron.
Esas cinco se encontraron inmediatamente con el portal de otro lugar que expedía el helado aliento del infinito. Todas perecieron.
Mientras tanto, Susurro estaba luchando por ganar altitud. Un tamborileo de bangs la persiguió cielo arriba. Era mejor voladora que Jornada, pero aún así no pudo evitar ser alcanzada. Tuvo que descender posándose finalmente más allá de la fortaleza.
Dentro del propio castillo las criaturas usaban sus látigos de nueve colas, extinguiendo los fuegos iniciados por Susurro y el Renco. La estructura había empezado a adquirir un aspecto patético, tanta de su sustancia se había visto consumida ya. La oscura y terrible gracia de las semanas anteriores había desaparecido. Ahora era una gran masa informe oscura y vítrea, y parecía imposible que ninguna criatura pudiera sobrevivir dentro de ella, pero lo hacían, y proseguían la lucha. Un puñado salió a la rampa e hizo algo que arrancó negros bocados de la conflagración del Teniente. Todas las criaturas en la ladera corrieron de vuelta a casa, sin que ninguna olvidara cargar al menos con un cadáver.
La puerta de hielo se abrió de nuevo, y su aliento cayó sobre los escalones. Los fuegos murieron al instante. Una veintena de criaturas murieron también, reducidas a polvo por los proyectiles del Teniente.
Las cosas en el interior adquirieron un cariz que yo había anticipado con temor desde que había visto estrellarse a Pluma. Dirigieron su retumbante conjuro hacia la ladera.
Si no era la cosa que nos había perseguido al Teniente, a Elmo, a Un Ojo y a mí aquel mismo día, era un primo cercano. No hubo muchos destellos ni humo cuando la usaron sobre la ladera, pero aparecieron enormes agujeros, a menudo con sangrante pulpa aplastada en su fondo.
Todo aquello ocurrió tan rápidamente, tan dramáticamente, que nadie tuvo realmente tiempo de pensar. No dudo de que incluso la Compañía hubiera echado a correr si los acontecimientos se hubieran prolongado lo suficiente como para permitir pensar. Tal como fueron las cosas, en medio de su confusión, los hombres sólo tuvieron oportunidad de representar los papeles para los que se habían estado preparando desde que llegaran a Enebro. Mantuvieron su terreno y, demasiado a menudo, murieron.
El Renco se lanzó por la ladera como un pollo enloquecido, cacareando y persiguiendo a las criaturas que no habían muerto en los escalones. Había una veintena de ésas, la mayoría rodeadas por soldados furiosos. Algunas de las criaturas fueron muertas por su propio bando, porque aquellos nudos formaban unos blancos tentadores para el conjuro retumbante.
Grupos de criaturas aparecieron en las almenas, reuniendo dispositivos parecidos al que les habíamos visto intentar usar antes. Esta vez no había ningún Tomado encima para dejarse caer y crear el infierno entre ellos.
No hasta que el loco Jornada apareció corriendo más allá del hospital, con aspecto cruelmente vapuleado, y robó la alfombra del Renco.
Siempre había creído que un Tomado no podía usar el vehículo de otro. Al parecer no era así, porque Jornada hizo elevarse la cosa y se lanzó de nuevo sobre el castillo, dejando caer polvo y otro huevo de fuego. El castillo lo derribó de nuevo, y pese al tumulto oí al Renco aullar y maldecirle por ello.
¿Han visto alguna vez a un niño trazar una línea recta? Ninguna es demasiado recta. Algo tan tembloroso como la mano de un niño trazó una línea incierta desde Tejadura hasta el castillo negro. Colgó contra la noche como una improbable cuerda de tender la ropa, oscilante, de color indeterminado, iridiscente. Su punta provocó chispas en el material como obsidiana, como el choque del pedernal y el acero amplificado diez mil veces, generando un resplandor actínico demasiado intenso para mirarlo directamente. Toda la ladera se vio bañada por una loca luz azulada.
Dejé a un lado mis instrumentos y salí para observar mejor, porque en lo más profundo de mis entrañas sabía que la Dama anclaba el otro extremo de aquel garabato, tras haber entrado en las listas por primera vez. Ella era la grande, la más poderosa, y si el castillo podía llegar a ser reducido, suyo era el poder que lo conseguiría.
El Teniente debía de estar distraído. Por unos pocos segundos sus fuegos disminuyeron. Media docena de criaturas del castillo subieron los escalones, arrastrando dos y tres cadáveres cada una. Un grupo de sus compatriotas salió para enfrentarse al Renco, que se había lanzado acaloradamente en su persecución. Supuse que habrían conseguido entrar unos doce cuerpos. Puede que algunos todavía no hubieran perdido por completo la chispa de la vida.
Volaron fragmentos de la masa del castillo allá donde la línea de la Dama lo tocó, cada uno llameando con una luz brillante. Pequeñas grietas carmesíes aparecieron contra el negro y se abrieron lentamente. Las criaturas que reunían los dispositivos se retiraron, fueron reemplazadas por otras que intentaron disminuir los efectos del ataque de la Dama. No tuvieron suerte. Varias fueron derribadas por proyectiles de las baterías del Teniente.
El Renco alcanzó la cabecera de la escalera y se detuvo recortado contra el resplandor de una sección del castillo aún en llamas, con la espada alzada muy en alto. Un gorgojo gigante, si me perdonan la contradicción. Es una cosa pequeña, pero se irguió enorme en aquel momento. Aulló:
—¡Seguidme! —y cargó rampa abajo.
Para mi eterna sorpresa, los hombres le siguieron. Cientos de hombres. Vi a Elmo y a los restos de su compañía rugir, lanzarse y desaparecer. Incluso docenas de osados ciudadanos decidieron tomar parte.
Parte de la historia de Chozo de Castañas se había divulgado recientemente, sin nombres ni nada parecido, pero con un fuerte énfasis en toda la riqueza que él y Cuervo habían reunido. Evidentemente, la historia había sido plantada para este momento, cuando podía ser necesaria una gran cantidad de efectivos para dominar el castillo. En los minutos siguientes la llamada de la riqueza condujo a más de un hombre del Coturno a subir aquellos escalones.
Abajo en el otro lado del castillo Susurro alcanzó el campamento de Un Ojo. Un Ojo y sus hombres, por supuesto, estaban preparados, pero todavía no habían tomado parte en nada. Su operación minera se había visto interrumpida una vez resultó seguro que no había forma de rodear o romper la sustancia del castillo.
Susurro trajo consigo uno de aquellos huevos de fuego, lo plantó contra la obsidiana dejada al descubierto por la mina de Un Ojo. Se apartó y dejó que royera el bajo vientre de la fortaleza.
Eso, supe más tarde, había formado parte del plan durante algún tiempo. Había efectuado algunos vacilantes vuelos para llevar su tullida alfombra cerca de Un Ojo para poder llevarlo a cabo.
Viendo a los hombres penetrar en el castillo, viendo las murallas abandonadas y rotas por la Dama, viendo los fuegos arder sin ser controlados, decidí que la batalla era nuestra y todo había terminado excepto el llanto. Volví al hospital y reanudé el cortar y el coser, limitándome a sacudir la cabeza ante los hombres para los que no había nada que hacer. Deseé que Un Ojo no estuviera al otro lado del risco. Siempre había sido mi principal ayudante, y lo echaba en falta. Aunque no podía quejarme de la habilidad de Bolsillos, no tiene el talento de Un Ojo. A menudo había un hombre más allá de mi ayuda que hubiera podido ser salvado con un poco de magia.
Un aullar y un ulular me dijeron que Jornada estaba de vuelta, de regreso de su último aterrizaje forzoso y lanzándose una vez más contra sus enemigos. Y no lejos después de él avanzaron los elementos de la Compañía que habían permanecido estacionados en el Coturno. El Teniente acudió al encuentro de Arrope y le impidió lanzarse contra la rampa. En vez de ello, ocupó el perímetro y empezó a rodear aquellos trabajadores que pudo hallar lo suficientemente cerca de la acción. Empezó a poner de nuevo las cosas en su sitio.
El arma ¡bam! había seguido golpeando durante todo el tiempo. Ahora empezó a vacilar. El Teniente maldijo con voz fuerte el hecho de que no hubiera alfombras para arrojar huevos de fuego.
Había una. La de la Dama. Y yo estaba seguro de que ella conocía la situación. Pero no abandonaba su cuerda de luz iridiscente. Debía de pensar que era más importante.
Allá abajo en la mina el fuego roía el fondo de la fortaleza. Lentamente se iba expandiendo un orificio. Un Ojo dice que hay muy poco calor asociado con esas llamas. En el momento en que Susurro lo consideró oportuno, condujo a sus fuerzas al interior de la fortaleza.
Un Ojo dice que había considerado realmente ir también, pero que tuvo una mala sensación al respecto. Contempló a la multitud penetrar a la carga, trabajadores incluidos, luego se dirigió a nuestro lado. Se me unió en el hospital y me puso al corriente mientras trabajaba.
Momentos después de su llegada la parte trasera del castillo se colapso. La tierra retumbó. Un largo rugir rodó hacia abajo a lo largo de los trescientos metros de la ladera trasera. Muy espectacular, pero de muy poco efecto. Las criaturas del castillo ni siquiera se mostraron molestas por ello.
Partes de la muralla delantera se estaban derrumbando también, rotas por el incesante ataque de la Dama.
Seguían llegando miembros de la Compañía, acompañados por asustadas formaciones de los hombres del Duque e incluso algunos Custodios ataviados como soldados. El Teniente los incluyó en sus líneas. No permitió a nadie entrar en el castillo.
Extrañas luces y fuegos, aullidos y ruidos de todas clases, y terribles, terribles olores brotaban de aquel lugar. No sé lo que ocurría ahí dentro. Quizá nunca llegue a saberlo. Estoy seguro de que casi nadie volvió de ahí.
Se inició un extraño, profundo, casi inaudible gemir. Me hizo estremecer antes de que lo captara de forma consciente. Ascendió de tono con extrema deliberación, mucho más rápidamente de volumen. Pronto estremeció todo el risco. Procedía de todas partes a la vez. Al cabo de un tiempo pareció adquirir significado, como un habla increíblemente lenta. Pude detectar un ritmo, como palabras tensadas a lo largo de minutos.
Un pensamiento. Un único pensamiento. El Dominador. Estaba llegando.
Por un instante creí poder interpretar las palabras. «Ardath, zorra». Pero se alejaron, expulsadas por el miedo.
Goblin apareció en el hospital, nos miró, pareció aliviado al descubrir a Un Ojo allí. No dijo nada, y yo no tuve ninguna oportunidad de preguntarle qué había estado haciendo recientemente. Regresó a la noche, despidiéndose con un gesto de la mano.
Silencioso apareció unos pocos minutos más tarde, con aspecto lúgubre. Silencioso, mi socio en nuestros conocimientos culpables, al que no había visto desde hacía más de un año, al que había echado en falta durante mi visita a Tejadura. Parecía más alto, más delgado y más pálido que nunca. Asintió con la cabeza, empezó a hablar rápidamente en el habla de los sordos.
—Hay un barco en el muelle que ondea una bandera roja. Ve ahí inmediatamente.
—¿Qué?
—Ve al barco con la bandera roja inmediatamente. Párate tan sólo para informar a los demás de la vieja Compañía. Son órdenes del Capitán. No deben ser desobedecidas.
—Un Ojo…
—Lo he captado, Matasanos —dijo—. ¿Qué demonios es esto, Silencioso?
Silencioso siguió con sus signos.
—Habrá problemas con los Tomados. Este barco partirá hacia Pradoval, donde será preciso atar los cabos sueltos. Aquellos que saben demasiado deben desaparecer. Ven. Reuniremos a los viejos hermanos y partiremos.
No había muchos viejos hermanos por los alrededores. Un Ojo y yo nos apresuramos a advertir a todos los que pudimos encontrar, y en quince minutos una pequeña multitud nos encaminábamos hacia el puente del Río Puerto, tan desconcertados los unos como los otros. Yo no dejaba de mirar atrás. Elmo estaba dentro del castillo. Elmo, que era mi mejor amigo. Elmo, que podía ser tomado por los Tomados…