El Lirio se estremeció varias veces.
Chozo estaba limpiando jarras y preguntándose cuáles de sus clientes eran de la Compañía Negra. Los temblores lo ponían nervioso. Luego algo chilló sobre su cabeza, alzándose, luego descendiendo mientras se alejaba hacia el norte. Un momento más tarde la tierra se estremeció de nuevo, lo bastante fuerte como para que la loza resonara. Se apresuró a la calle. Una pequeña y astuta parte de él seguía observando a sus clientes, intentando determinar quién le vigilaba. Sus posibilidades de escapatoria habían disminuido drásticamente con la llegada de la Compañía. Ya no sabía quién era quién. Todos le conocían.
Volvió a la calle cuando llegó un segundo chillido procedente de la dirección del Recinto. Siguió las manos que señalaban. Un par de bolas unidas por una especie de cordón partieron hacia el norte. Segundos más tarde todo Enebro se vio iluminado por un resplandor multicolor.
—¡El castillo negro! —dijo la gente—. Han golpeado el castillo negro.
Chozo podía verlo desde su calle. Se había desvanecido detrás de una cortina de color. El terror aferró su corazón. No podía entenderlo. Estaba seguro aquí abajo, ¿no?
¿Lo estaba realmente? La Compañía tenía grandes hechiceros sosteniéndola. No dejarían que el castillo hiciera nada… Un poderoso golpe como un martillazo arrojó cosas al aire en la ladera norte. No podía ver lo que estaba ocurriendo, pero captó al instante que el castillo había golpeado contra alguien. Posiblemente aquel Matasanos, que estaba ahí arriba manteniendo el lugar aislado. Quizás el castillo estaba intentando abrir el camino.
Los gritos de la multitud dirigieron su atención hacia dos puntos que caían del azul. El fuego envolvió el castillo. La obsidiana cambió de forma, agitándose, luego halló de nuevo su forma normal. Los atacantes voladores picaron, giraron. Otro par de bolas golpeó, al parecer lanzadas desde Tejadura. Y allá fueron los jinetes de las alfombras.
Chozo sabía quiénes eran y lo que estaba ocurriendo, y se sentía aterrado. A su alrededor, el Coturno, pillado por sorpresa, se volvía loco.
Retuvo la presencia de ánimo suficiente como para considerar su propia posición. Aquí, allá, miembros de la Compañía Negra corrían a sus puestos de batalla. Se formaban pelotones, se apresuraban a marcharse. Parejas de soldados ocupaban puestos aparentemente asignados contra los momentos en que eran posibles los disturbios y los saqueos. En ninguna parte vio Chozo a nadie identificable como su vigilante.
Se deslizó de vuelta al interior de El Lirio, subió la escalera, se metió en su habitación, rebuscó en su lugar secreto. Se metió oro y plata en los bolsillos, dudó ante su amuleto, luego se lo colgó del cuello, bajo sus ropas. Escrutó la habitación una última vez, no vio nada más que deseara tomar, se apresuró escaleras abajo. No había nadie en la sala común excepto Sal, que permanecía junto a la puerta contemplando el espectáculo en la ladera norte. Nunca la había visto tan relajada.
—Sal.
—¿Castañas? ¿Es el momento?
—Sí. He dejado veinte levas en la caja. Te las arreglarás bien mientras los soldados sigan acudiendo.
—¿Es eso de ahí arriba lo que debía suceder?
—Es lo que estaban esperando que sucediera. Posiblemente las cosas se pondrán peores. Están aquí para destruir el castillo. Si pueden.
—¿Adónde vas?
—No lo sé. —Sinceramente, no lo sabía—. Y no te lo diría aunque lo supiera. Podrían averiguarlo a través de ti.
—¿Cuándo volverás?
—Quizá nunca. Ciertamente no antes de que se hayan ido. —Dudaba de que la Compañía llegara a marcharse alguna vez. O, si lo hacía, no fuera reemplazada por otra. Aquella Dama parecía el tipo de persona que no dejaba nada al azar.
Dio a Sal un ligero beso en la mejilla.
—Ve con cuidado. Y no escatimes contigo ni con los chicos. Si aparece Lisa, dile que esta despedida. Si lo hace Eximio, dile que le perdono.
Se encaminó a la puerta de atrás. Los destellos y el rugir en la ladera proseguían. En un momento determinado hubo como un aullar que osciló hacia Tejadura, pero se quebró en alguna parte sobre el Recinto. Hundió la cabeza entre los hombros y se alzó el cuello, y siguió los callejones secundarios hacia los muelles.
Sólo en dos ocasiones encontró patrullas. Ninguna tenía a ningún hombre que conociera. La primera lo ignoró. El cabo que mandaba la segunda le dijo que sacara el culo de la calle y continuara su camino.
Desde la Calle del Malecón pudo ver de nuevo el castillo negro, a través de los mástiles y estays de los incontables barcos. Parecía haber recibido lo peor del intercambio, que había cesado. Un humo denso y negro se alzaba de la fortaleza, una columna aceitosa que se inclinaba unos pocos grados y se alzaba cientos de metros, luego se extendía en una oscura bruma. En las laderas debajo del castillo había un destellar y un agitar que sugería los movimientos de un hormiguero. Supuso que la Compañía estaba entrando en acción.
Los muelles eran un frenesí. El canal estaba ocupado por una docena de embarcaciones que salían del puerto. Todos los demás barcos extranjeros se preparaban para levar anclas. El propio río parecía extrañamente agitado.
Chozo probó tres barcos antes de encontrar uno donde el dinero hablaba lo bastante fuerte como para ser oído. Pagó diez levas a un capitán pirático y halló un lugar donde no pudiera ser visto desde la orilla.
Sin embargo, mientras la tripulación se preparaba para partir, el hombre llamado Prestamista acudió corriendo a lo largo del muelle con un pelotón de soldados, gritándole al capitán del barco que detuviera toda maniobra.
El capitán del barco hizo un gesto obsceno, les dijo a los soldados dónde podían irse, y empezó a derivar con la corriente. Había demasiados pocos remolcadores para el número de barcos que salían.
Por su desafío, el capitán recibió una flecha que le atravesó la garganta. Los asombrados marineros y oficiales se inmovilizaron. Las flechas llovieron a bordo, mataron a más de una docena de hombres, incluidos el contramaestre y el segundo oficial. Chozo se acurrucó en su escondrijo, aferrado por un terror más profundo que nada que hubiera experimentado antes.
Sabía que eran hombres duros, hombres que no jugaban precisamente. No se había dado cuenta de lo duros que eran exactamente, lo salvajes que podían llegar a ser. Los hombres del Duque se hubieran echado desesperados las manos a la cabeza y se hubieran alejado maldiciendo. No hubieran masacrado a nadie.
Las flechas siguieron llegando, más espaciadas, hasta que la embarcación estuvo fuera de alcance.
Sólo entonces se atrevió Chozo a echar una ojeada y contemplar cómo la ciudad se empequeñecía lentamente en la distancia. Oh, tan lentamente.
Para su sorpresa, ninguno de los marineros se mostró furioso con él. Estaban furiosos, por supuesto, pero no habían establecido ninguna conexión entre el ataque y su pasajero de último minuto.
Estaba a salvo, pensó, excitado. Eso duró hasta que empezó a preguntarse adonde se dirigía y qué iba a hacer cuando llegara allí.
—Señor, vienen detrás de nosotros en una lancha —dijo un marinero. El corazón de Chozo cayó hasta la altura de sus tobillos. Miró y vio una pequeña embarcación avanzando hacia ellos, intentando desplegar una vela. Hombres con el uniforme de la Compañía Negra abusaban de la tripulación, apresurándoles.
Volvió a su escondite. Después de lo que habían recibido, no cabía la menor duda de que aquellos hombres lo entregarían antes que seguir sufriendo. Si se daban cuenta de que era a él a quien quería Prestamista.
¿Cómo había seguido el hombre su rastro?
Hechicería. Por supuesto. Tenía que ser eso.
¿Significaba esto que podrían encontrarle en cualquier parte?