Otto entró en medio de la noche.
—¡Hey! ¡Matasanos! Tenemos un cliente.
Cerré mi mano pero no arrojé las cartas sobre la mesa.
—¿Estás seguro? —Estaba malditamente cansado de falsas alarmas.
Otto pareció avergonzado.
—Sí. Seguro.
Algo iba mal allí.
—¿Dónde está? Cuéntamelo todo.
—Ahora los traen aquí.
—¿Los traen?
—Un hombre y una mujer. No creímos que hubiera nada de lo que preocuparnos hasta que pasaron la última casa y siguieron colina arriba. Entonces ya era demasiado tarde para detenerles.
Dejé las cartas sobre la mesa con un golpe seco. Estaba cabreado. Mañana por la mañana iba a oírmelas. Ya me las había tenido varias veces con Susurro. Esto podía ser una excusa para aparcarme en las Catacumbas. Permanentemente. Los Tomados no suelen ser pacientes.
—Vamos —dije con una voz tan calmada como pude conseguir, mientras atravesaba a Otto de pecho a espalda con la mirada. Se aseguró de permanecer fuera de mi alcance. Sabía que yo no me sentía complacido. Sabía que estaba en una situación difícil con los Tomados. No deseaba proporcionarme ninguna excusa para echarle las manos alrededor del cuello—. Voy a cortar algunas gargantas si esto resulta ser un nuevo fiasco. —Todos agarramos nuestras armas y salimos a la noche.
Habíamos instalado nuestro lugar en unos arbustos a doscientos metros por debajo de la puerta del castillo. Situé a mis hombres en posición justo en el momento en que alguien empezaba a gritar dentro del castillo.
—Suena malo —dijo uno de los hombres.
—Cállate —restallé. El frío se arrastró por mi espina dorsal. Realmente sonaba malo.
Siguió y siguió. Luego oí el apagado resonar de arneses y el crujir de ruedas mal engrasadas. Luego voces hablando suavemente.
Salimos fuera de los arbustos. Uno de los hombres abrió el ojo de una linterna.
—¡Que me condene! —dije—. Si es el posadero.
El hombre se hundió. La mujer se nos quedó mirando, con los ojos muy abiertos. Luego saltó del carro y echó a correr.
—Atrápala, Otto. Y el cielo te ayude si no lo haces. Rascón, haz bajar a este bastardo. Bisojo, lleva el carro al otro lado de la casa. El resto vamos por la vía directa.
El hombre, Chozo, no se debatió, así que destaqué a otros dos hombres para ayudar a Otto. Él y la mujer corrían por entre los arbustos. La mujer se dirigía hacia un pequeño precipicio. Iba a verse acorralada allí.
Condujimos a Chozo a la vieja casa. Una vez en la luz, se mostró más deshinchado, más resignado. No dijo nada. La mayoría de los cautivos se resisten de algún modo a la detención, aunque sólo sea negando que haya alguna razón para detenerlos. Chozo parecía como un hombre cuya mala suerte hubiera acabado por vencerle.
—Siéntate —dije, y señalé una silla junto a la mesa donde habíamos estado jugando a las cartas. Tomé otra silla, le di la vuelta, me senté en ella con los brazos apoyados en el respaldo y la barbilla sobre los brazos—. Te hemos atrapado con las manos en la masa, Chozo.
Se limitó a mirar fijamente la mesa, un hombre sin esperanzas.
—¿Tienes algo que decir?
—No hay nada que decir, ¿verdad?
—Oh, creo que sí hay mucho que decir. Has metido tu culo en un avispero, por supuesto, pero todavía no estás muerto. Quizá puedas salirte con bien de ésta si hablas.
Sus ojos se abrieron un poco más, luego se vaciaron de nuevo. No me creía.
—No soy un Inquisidor, Chozo.
Sus ojos aletearon con una momentánea vida.
—Sí, es cierto. Iba por ahí con Cabestro porque él conocía el Coturno. Mi trabajo tenía muy poco que ver con el suyo. No puede importarme menos la incursión a las Catacumbas. Me interesa el castillo negro porque hay un desastre en ciernes, pero no tanto como me interesas tú. Debido a un hombre llamado Cuervo.
—Uno de tus hombres te llamó Matasanos. Cuervo se asustó mortalmente de alguien llamado Matasanos al que vio una noche cuando los hombres del Duque agarraron a algunos de sus amigos.
Así que había sido testigo de nuestra incursión. Maldito y maldito. Me había acercado mucho aquella vez.
—Yo soy ese Matasanos. Y quiero que me digas todo lo que sabes acerca de Cuervo y Linda. Y todo lo que sepas acerca de cualquier otro que sepa algo.
El más ligero asomo de desafío cruzó su rostro.
—Hay montones de gente buscándote, Chozo. Cabestro no es el único. Mi jefe también te quiere. Y es un problema mucho más grande para ti que el Inquisidor. No te gustará en absoluto. Y se encargará personalmente de ti si no haces bien las cosas.
Preferiría entregarlo antes a Cabestro. Cabestro no estaba interesado en nuestros problemas con los Tomados. Pero Cabestro estaba fuera de la ciudad.
—También está Asa. Quiero saber todo lo que no me has dicho acerca de él. —Oí a la mujer maldecir en la distancia, chillando como si Otto y los chicos estuvieran intentando violarla. Sabía que no era así. No tendrían el valor, después de haber estropeado ya una vez las cosas aquella noche—. ¿Quién es la chica?
—Mi camarera. Ella… —Y la historia brotó por sí misma. Una vez empezó, no hubo forma de pararlo.
Yo tenía una idea acerca de cómo salirme de una situación potencialmente embarazosa.
—Hacedle callar. —Uno de los hombres estampó una mano sobre la boca de Chozo—. He aquí lo que vamos a hacer, Chozo. Suponiendo que desees salirte de ésta con vida.
Aguardó.
—La gente para la que trabajo sabe que esta noche fue entregado un cuerpo al castillo. Esperan que atrape al que lo hizo. Tengo que darles a alguien. Puedes ser tú, la chica, o los dos. Tú sabes algunas cosas que no deseo que los Tomados descubran. Una forma en que puedo evitarlo es entregándote muerto. Puedo hacerlo real si es necesario. O puedes fingirlo por mí. Dejemos que la chica te vea como si hubieras exhalado el último suspiro. ¿Me sigues?
—Creo que sí —respondió, tembloroso.
—Quiero saberlo todo.
—La chica…
Alcé una mano, escuché. El estruendo se acercaba.
—Ella no va a volver de su encuentro con los Tomados. De modo que no hay ninguna razón por la que no podamos soltarte una vez hayamos terminado con lo que tenemos que hacer.
No me creyó. Había cometido crímenes que creía que merecían el más duro de los castigos, y eso era lo que esperaba.
—Somos la Compañía Negra, Chozo. Enebro va a saberlo muy pronto. Incluido el hecho de que cumplimos nuestras promesas. Pero eso no es importante para ti. En estos momentos lo único que deseas es permanecer con vida el tiempo suficiente para salirte de ésta. Esto significa que será malditamente mejor que finjas estar muerto, y lo hagas mejor que cualquier fiambre que hayas llevado nunca colina arriba.
—De acuerdo.
—Llevadle junto al fuego y haced parecer como si lo hubiera pasado un poco mal.
Los hombres sabían lo que tenían que hacer. Vapulearon un poco a Chozo sin hacerle realmente daño. Yo arrojé algunas cosas aquí y allá para que pareciera como si hubiera habido una pelea, y terminé justo a tiempo.
La muchacha entró, impulsada por el puño de Otto. No parecía en muy buen estado. Tampoco Otto, ni los hombres que había enviado a ayudar.
—Una gata salvaje, ¿eh?
Otto intentó sonreír. Un hilillo de sangre se deslizaba por la comisura de su boca.
—No has dicho ni la mitad, Matasanos. —Pateó a la muchacha en los tobillos y la hizo caer al suelo—. ¿Qué le ocurrió al tipo?
—Se puso un poco insolente. Le clavé un cuchillo.
—Ya veo.
Todos miramos a la muchacha. Ella nos devolvió la mirada, desaparecido todo su fuego. Cada pocos segundos miraba a Chozo, luego parecía más deprimida.
—Bien. Estás metida en un montón de problemas, querida.
Nos ofreció la sesión de canto y baile que había esperado de Chozo. La ignoramos, sabiendo que todo era pura mierda. Otto la hizo poner en pie, luego ató sus manos y sus tobillos. La aparcó en una silla. Me aseguré de que mirara en dirección contraria a Chozo. El pobre bastardo tenía que respirar.
Me senté delante de la muchacha y empecé a interrogarla. Chozo había dicho que le había contado casi todo. Deseaba saber si sabía algo acerca de Cuervo que pudiera delatarnos.
No tuve oportunidad de averiguarlo.
Hubo un gran soplo de aire alrededor de la casa. Un rugir como el paso de un tornado. Un restallar como un trueno.
Otto lo expresó en una sola frase.
—¡Oh, mierda! Los Tomados.
La puerta se abrió violentamente hacia dentro. Me levanté, con el estómago retorcido, el corazón martilleando. Entró Pluma, con el aspecto como si acabara de atravesar un edificio en llamas. Volutas de humo brotaban de sus chamuscadas ropas.
—¿Qué demonios? —pregunté.
—El castillo. Me acerqué demasiado. Casi me derribaron del cielo. ¿Qué has conseguido?
Le conté rápidamente mi historia, sin omitir el hecho de que habíamos permitido que pasara un cadáver. Señalé a Chozo.
—Uno muerto, intentando luchar mientras era interrogado. Pero ésta —señalé a la muchacha— está bien.
Pluma se acercó a la muchacha. Había recibido un auténtico impacto ahí fuera. No capté el aura de gran poder rígidamente contenido que uno capta normalmente en presencia de los Tomados. Y ella no captaba la vida que aún latía en Chozo de Castañas.
—Tan joven. —Alzó la barbilla de la muchacha—. Oh. Qué ojos. Fuego y acero. A la Dama le encantará.
—¿Mantenemos la guardia? —pregunté, dando por sentado que confiscaría a la prisionera.
—Por supuesto. Pueden haber otros. —Me miró fijamente—. No debe pasar ninguno más. El margen es demasiado estrecho. Susurro olvidará este último. Pero el próximo significará tu condena.
—Sí, señora. Sólo que es difícil hacerlo y no atraer la atención de la gente del lugar. No podemos simplemente establecer un bloqueo del camino.
—¿Por qué no?
Se lo expliqué. Ella había explorado los alrededores del castillo negro y conocía la disposición del terreno.
—Tienes razón. Por el momento. Pero tu Compañía estará pronto aquí. Entonces no habrá necesidad de ningún secreto.
—Sí, señora.
Pluma tomó la mano de la muchacha.
—Ven —dijo.
Me sorprendió lo dócilmente que nuestra gata salvaje siguió a Pluma. Salí y observé cómo la vapuleada alfombra volante de Pluma se elevaba y partía a toda velocidad hacia Tejadura. Un grito de desesperación flotó en su estela.
Encontré a Chozo en el umbral cuando me volví para entrar de nuevo. Sentí deseos de golpearle por ello, pero me controlé.
—¿Qué fue eso? —preguntó—. ¿Qué fue eso?
—Pluma. Una de los Tomados. Uno de mis jefes.
—¿Hechicera?
—Una de las más grandes. Siéntate. Hablemos. Necesito saber exactamente lo que sabe esa chica acerca de Cuervo y Linda.
Un intenso interrogatorio me convenció de que Lisa no sabía lo suficiente como para despertar las sospechas de Susurro. A menos que conectara el nombre de Cuervo con el del hombre que había ayudado a capturarla hacía años.
Seguí asaetando a Chozo hasta que despuntaron las primeras luces. Prácticamente me suplicó contarme hasta el último sucio detalle de su historia. Tenía una gran necesidad de confesar. En los días siguientes, cada vez que me deslizaba al Coturno, se apresuraba a revelarme todo lo que recordaba que había ocurrido y en lo que él era el personaje focal. No creo haber conocido a muchos hombres que me hayan desagradado más. Hombres peores, sí. Los he encontrado a docenas. Los grandes villanos vienen en batallones. La mezcla de autocompasión y cobardía de Chozo lo reducía sin embargo desde estas categorías hasta un nivel esencialmente patético.
Pobre bobo. Había nacido para ser utilizado.
Y sin embargo… Había algo así como una chispa en Chozo de Castañas, reflejada en sus relaciones con su madre, Cuervo, Asa, Lisa, Sal y Linda, de la que él mismo se daba cuenta pero que no reconocía. Tenía un rastro oculto de caridad y decencia. Era el crecimiento gradual de esa chispa, con su impacto final sobre la Compañía Negra, lo que me hace sentirme obligado a registrar todos estos irritantes detalles acerca de ese hombrecillo asustado.
A la mañana siguiente de su captura, fui a la ciudad con el carro de Chozo y le permití abrir El Lirio de Hiero como de costumbre. Durante la mañana reuní a Elmo y Goblin para una conferencia. Chozo se mostró inquieto cuando descubrió que todos nos conocíamos. Sólo por pura suerte no había sido descubierto antes.
Pobre tipo. El interrogatorio nunca cesaba. Pobres de nosotros. Era incapaz de contarnos todo lo que deseábamos saber.
—¿Qué vamos a hacer con el padre de la chica? —preguntó Elmo.
—Si hay una carta, tenemos que apoderarnos de ella —respondí—. No podemos permitir que nadie suscite más problemas. Goblin, tú te ocuparás del padre. Si se muestra aunque sea un poco suspicaz, ocúpate de que sufra un ataque al corazón.
Goblin asintió hoscamente. Le preguntó a Chozo las referencias del padre, se marchó. Y regresó al cabo de media hora.
—Una gran tragedia. No tenía ninguna carta. Todo era un farol de la hija. Pero sabía demasiado, e iba a salir a la luz si era interrogado. Este negocio está empezando a afectarme. Cazar Rebeldes era más limpio. Sabías quién era quién y dónde estabas tú.
—Será mejor que vuelva arriba a la colina. Puede que los Tomados no comprendan el que permanezca aquí abajo. Elmo, mejor mantén a alguien en los bolsillos de Chozo.
—Muy bien. Prestamista vive aquí de ahora en adelante. Haga lo que haga ese payaso, lo tendrá cogido de la mano.
Goblin parecía remoto y pensativo.
—Cuervo comprando un barco. Imagina eso. ¿Qué creéis que va a hacer?
—Supongo que simplemente deseaba encaminarse a mar abierto —dije—. He oído decir que hay islas ahí fuera, un tanto lejos. Quizás otro continente. Un tipo puede ocultarse perfectamente ahí fuera.
Volví colina arriba y haraganeé allí durante dos días, excepto para deslizarme al Coturno y averiguar todo lo posible de Chozo. No ocurrió ninguna maldita cosa. Nadie más intentó hacer una entrega. Supongo que Chozo era el único estúpido en el negocio de los cadáveres.
A veces contemplaba aquellas lúgubres almenas negras y me hacía preguntas. Habían abierto una brecha en Pluma. Alguien ahí dentro sabía que los Tomados significaban problemas. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que se dieran cuenta de que se les habían cortado los suministro e hicieran algo para reanudar el aprovisionamiento de carne?