Chozo se alzó tan bruscamente que su cabeza se bamboleó de un lado para otro. Alguien empezó a golpear tambores dentro de ella. Rodó hasta el borde de la cama y se sintió ruidosamente trastornado. Luego se sintió trastornado de otra forma. Por el terror.
—Se lo dije. Le conté todo el maldito asunto. —Intentó ponerse en pie. Tenía que salir de Enebro antes de que llegaran los Inquisidores. Tenía oro. Un capitán extranjero podía llevarle al sur. Podía alcanzar a Cuervo y Asa… Se derrumbó en el camastro, demasiado miserable para actuar—. Me estoy muriendo —murmuró—. Si hay un infierno, tiene que ser así.
¿Se lo había dicho realmente todo? Creía que sí. Y por nada. No había recibido nada a cambio.
—Chozo de Castañas, naciste perdedor. ¿Cuándo aprenderás?
Se levantó una vez más, cautelosamente, y se tambaleó hasta su escondite. El oro estaba allí. Quizá no se lo hubiera dicho todo. Consideró el amuleto. Lisa podía seguir el mismo camino que Sue. Si todavía no le había dicho nada a nadie. Pero se mostraría cautelosa, ¿no? Sería difícil atraparla con la guardia baja. Aún suponiendo que pudiera encontrarla.
—¡Mi cabeza! ¡Dioses! No puedo pensar. —Hubo un repentino estruendo escaleras abajo—. Maldita sea —murmuró—. No cerró el lugar. Van a robarlo todo. —Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Era inevitable, aquello tenía que llegar. Quizá se tratara de Cabestro y sus secuaces destrozándolo todo ahí abajo.
Mejor enfrentarse a su destino. Maldiciendo, se vistió, inició el largo camino escaleras abajo.
—Buenos días, señor Chozo —dijo Lisa alegremente—. ¿Qué querrá para desayunar?
La miró, tragó saliva, finalmente se tambaleó hasta una mesa, se sentó allí con la cabeza entre las manos, ignorando la mirada divertida de uno de sus compañeros en la aventura de Gilbert.
—¿Un poco de resaca, señor Chozo? —preguntó Lisa.
—Sí. —Su propia voz sonó demasiado fuerte.
—Le prepararé algo que mi padre me enseñó a hacer. Es un maestro borrachín, ¿sabe?
Chozo asintió débilmente. Incluso aquello resultó doloroso. El padre de Lisa era una de las razones por las que la había contratado. La muchacha necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir. Otra de sus caridades que se había agriado.
Le trajo algo de aspecto tan horrible que ni siquiera un hechicero lo hubiera tocado.
—Bébalo rápido. Entra mejor de esa forma.
—Puedo imaginarlo. —Medio rezando para que aquella pócima no lo envenenara, tragó la apestosa mixtura. Tras jadear en busca de aliento, murmuró—: ¿Cuándo van a venir? ¿Cuánto tiempo tengo?
—¿Quiénes, señor Chozo?
—Los Inquisidores. La ley. Como quieras llamarles.
—¿Por qué deberían venir aquí?
Alzó dolorosamente la mirada para cruzar sus ojos con los de ella.
—Le dije que haría cualquier cosa por salir del Coturno —susurró ella—. Ésta es la oportunidad que he estado esperando. Ahora somos socios, señor Chozo. Mitad y mitad.
Chozo enterró la cabeza entre las manos y gruñó. Aquello no iba a terminar nunca. No hasta que lo devorara. Maldijo a Cuervo y a toda su casa.
* * *
La sala común estaba vacía. La puerta estaba cerrada.
—Primero tenemos que ocuparnos de Gilbert —dijo Lisa.
Chozo sacudió la cabeza, se negó a alzar la vista.
—Eso fue estúpido, darle unas joyas que sabía que iba a reconocer. Le matará si nosotros no le matamos a él primero.
Chozo sacudió de nuevo la cabeza. ¿Por qué yo?, se gimió a sí mismo. ¿Qué he hecho para merecer esto?
—Y no piense que puede librarse de mí de la misma forma que lo hizo con Sue y ese chantajista. Mi padre tiene una carta que llevará inmediatamente a Cabestro si desaparezco.
—Eres demasiado lista para tu propio bien. —Y—: Esto no durará hasta el invierno.
—Cierto. Pero no lo haremos a la manera de Cuervo. Demasiado arriesgado y demasiado trabajo. Seremos caritativos. Llevaremos a todos los vagabundos. Pueden desaparecer uno o dos cada noche.
—¡Estás hablando de asesinato!
—¿A quién le importa? A nadie. Será mejor si terminan así. Llámelo piedad.
—¿Cómo puede alguien tan joven ser tan sin corazón?
—Nadie prospera en el Coturno si tiene corazón, señor Chozo. Buscaremos un lugar donde el frío del exterior los conserve hasta que tengamos todo un carro. Entonces los llevaremos arriba, quizá una vez a la semana.
—El invierno…
—Va a ser mi última estación en el Coturno.
—No lo haré.
—Sí lo hará. O tendrá noticias de Cabestro. No tiene elección. Tiene un socio.
—Dios, líbrame del mal.
—¿Acaso es menos malvado que yo? Ha matado a cinco personas.
—Cuatro —protestó débilmente.
—¿Cree que Sue todavía está viva? Está rizando el rizo. Lo mire como lo mire, es culpable de asesinato. Es un asesino tan estúpido con respecto al dinero que ni siquiera tiene un gersh a su nombre. Tan estúpido que sigue enmarañado con Sues y Gilberts. Señor Chozo, sólo pueden ejecutarle una vez.
¿Cómo discutir con un razonamiento sociopático? Lisa era el corazón del universo de Lisa. El resto de la gente existía tan sólo para ser explotada.
—Hay algunos otros en quienes deberíamos pensar después de Gilbert. Ese hombre de Krage que escapó. Sabe que hubo algo extraño en el hecho de que los cuerpos no fueran hallados. No ha hablado, o de otro modo la noticia estaría por todo el Coturno. Pero puede hacerlo cualquier día. Y está el hombre al que contrató para que le ayudara con el chantajista.
Sonaba como un general planeando una campaña. Planeando asesinatos a gran escala. ¿Cómo podía alguien…?
—No quiero más sangre en mis manos, Lisa.
—¿Cuántas otras elecciones tiene?
No podía negar que la muerte de Gilbert tenía significado en la ecuación de su supervivencia. Y, después de Gilbert, una más. Antes de que ella le destruyera. En alguna ocasión tendría que bajar la guardia.
¿Qué había de cierto acerca de aquella carta? Maldita sea. Quizá su padre tuviera que caer primero… La trampa era enorme y no parecía tener salidas.
—Puede que ésta sea mi única posibilidad de salir de aquí, señor Chozo. Será mejor que crea que no voy a desaprovecharla.
Chozo se sacudió su letargia, se inclinó hacia adelante, miró fijamente el fuego. Su propia supervivencia estaba primero. Gilbert tenía que caer. Aquello era definitivo.
¿Y el castillo negro? ¿Le había hablado a Lisa del amuleto? No podía recordarlo. Tenía que señalarle la existencia de algún pase especial, o de otro modo ella podía intentar matarlo y venderlo a él. Él se convertiría en un peligro para ella una vez hubieran llevado a cabo su plan. Sí. Por supuesto. Ella intentaría librarse de él tan pronto como hubieran establecido su conexión con las cosas del castillo. Así que había que añadir uno más a su lista de gente a la que había que matar.
Maldita sea. Cuervo había hecho lo juicioso, la única cosa posible. Había tomado la única salida. Abandonar Enebro era la única forma de salirse de aquello.
—Voy a tener que seguirle —murmuró—. No hay otra elección.
—¿Qué?
—Sólo estaba murmurando, muchacha. Tú ganas. Pongámonos a trabajar con Gilbert.
—Bien. Permanezca sobrio y levántese temprano mañana. Deberá ocuparse de El Lirio mientras yo compruebo algo.
—De acuerdo.
—De todos modos, ha recuperado algo de peso.
—Probablemente sí.
Lisa le miró suspicazmente.
—Buenas noches, señor Chozo.
* * *
—Ya está todo arreglado —le dijo Lisa a Chozo—. Se reunirá conmigo en mi casa esta noche. Solo. Traiga usted su carro. Me aseguraré de que mi padre no esté por los alrededores.
—Tengo entendido que Gilbert no va ahora a ninguna parte sin guardaespaldas.
—Esta noche lo hará. Se supone que va a pagarme diez levas para que le ayude a conseguir el control de El Lirio. Le hice creer que también podría conseguir algo más.
El estómago de Chozo gruñó.
—¿Y si sospecha algo?
—Somos dos contra uno. ¿Cómo ha podido una mierda de gallina como usted mantener lo que tiene?
Había luchado con todos sus miedos. Pero se guardó eso para sí mismo. No serviría de nada ofrecerle más asideros a Lisa de los que ya tenía. Era el momento de hallar él asideros sobre ella.
—¿No te asusta nada, muchacha?
—La pobreza. En especial ser vieja y pobre. Me estremezco cada vez que veo a los Custodios sacar a algún pobre viejo rígido de un callejón.
—Sí. Eso puede entenderlo. —Chozo sonrió débilmente. Aquello era un principio.
* * *
Chozo detuvo el carro, miró hacia la ventana de un apartamento trasero en la planta baja. En él no ardía ninguna vela. Lisa todavía no había llegado. Hizo restallar las riendas, siguió avanzando. Gilbert podía haber enviado a gente por delante. No era estúpido.
Detuvo el carro tras una curva en el callejón, retrocedió a pie fingiendo ser un borracho. Antes de que transcurriera mucho tiempo alguien encendió una vela en el apartamento. Con el corazón martilleando fuertemente, Chozo se deslizó hacia la puerta de atrás.
No estaba cerrada con llave. Como Lisa había prometido. Quizá Gilbert fuera estúpido. Se deslizó silenciosamente a su interior. Su estómago era una masa de nudos. Sus manos temblaban. Un grito se enroscaba en su garganta.
Éste no era el Chozo de Castañas que había luchado con Krage y sus esbirros. Aquel Chozo se había visto atrapado y había luchado por su vida. No había tenido tiempo de pensar en el pánico. Este Chozo sí. Estaba convencido de que iba a estropearlo todo.
El apartamento consistía en dos diminutas habitaciones. La primera, detrás de la puerta, estaba oscura y vacía. Chozo la cruzó cuidadosamente, se acercó a una raída cortina. Un hombre murmuró al otro lado. Chozo atisbó.
Gilbert se había desnudado y apoyaba un pie en lo que con cierta voluntad podía tomarse por una cama. Lisa estaba en ella, con las sábanas subidas hasta el cuello, fingiendo que se lo había pensado mejor. El marchito, arrugado cuerpo cubierto de venas azules de Gilbert contrastaba extrañamente con la juventud de la muchacha.
Gilbert estaba furioso.
Chozo maldijo en silencio. Deseó que Lisa dejara de jugar a sus juegos. Siempre tenía que hacer algo más que ir directamente a sus objetivos. Tenía que manipular a lo largo de todo el camino, sólo para satisfacer algo dentro de sí misma.
Deseó que aquello terminara de una vez.
Lisa fingió rendirse, hizo sitio a Gilbert a su lado.
El plan era que Chozo golpeara una vez Lisa hubiera sujetado a Gilbert rodeándolo con brazos y piernas. Decidió jugar él también a su propio juego. Aguardó. Permaneció allí inmóvil, sonriendo, mientras el rostro de la muchacha traicionaba sus pensamientos, mientras Gilbert se saciaba sobre ella.
Finalmente entró.
Tres rápidos y silenciosos pasos. Pasó un lazo alrededor del pellejudo cuello de Gilbert, tiró hacia atrás. Lisa estrechó su presa. Qué pequeño y mortal parecía el prestamista. Qué distinto de un hombre temido por medio Coturno.
Gilbert se debatió, pero no podía escapar.
Chozo pensó que aquello no iba a terminar nunca. Jamás hubiera creído que tomara tanto tiempo estrangular a un hombre. Finalmente se echó hacia atrás. Sus propios estremecimientos amenazaban con abrumarle.
—¡Quítemelo de encima! —chilló Lisa.
Chozo hizo rodar el cadáver a un lado.
—Vístete. Vamos, salgamos de aquí. Puede que tenga algunos hombres por los alrededores. Traeré el carro. —Se dirigió a la puerta, miró al callejón. Nadie por los alrededores. Recuperó rápido el carro.
—¡Vamos! —restalló cuando regresó y encontró a Lisa aún desnuda—. Saquémosle de aquí.
Ella era incapaz de moverse.
Chozo le metió la ropa entre los brazos, dio una palmada a sus desnudas posaderas.
—Muévete, maldita sea.
Lisa se vistió lentamente. Chozo fue de nuevo a la puerta, comprobó el callejón. Todavía nadie por los alrededores. Regresó junto al cadáver, lo arrastró hasta el carro y lo cubrió con una lona embreada. Era curioso: cuando estaban muertos parecían más ligeros.
De nuevo dentro.
—¿Vas a venir? Te arrastraré fuera estés como estés.
La amenaza no surtió efecto. Chozo agarró su mano, la arrastró al exterior.
—Arriba. —La izó al pescante, saltó él también.
Sacudió las riendas. Las mulas echaron a andar. Una vez cruzado el puente del Río Puerto, supieron hacia donde se encaminaban y necesitaron poca orientación. Se preguntó ociosamente cuántas veces había hecho aquel viaje.
El carro estaba a medio camino colina arriba antes de calmarse lo suficiente como para estudiar a Lisa. Parecía estar en estado de shock. De pronto, asesinato ya no era sólo una palabra. Había ayudado realmente a matar. Su cuello estaba en la soga.
—No es tan fácil como pensabas, ¿verdad?
—No creía que fuera así. Estaba sujetándole. Sentí cómo se le escapaba la vida. No… no era lo que esperaba.
—Y quieres hacer una carrera de ello. Te diré una cosa. Yo no mato a mis clientes. Si quieres hacerlo de esa forma, hazlo tú misma.
Ella intentó una débil amenaza.
—Ya no tienes ningún poder sobre mí. Ve a los Inquisidores. Ellos te llevarán a un adivinador de la verdad. Socia.
Lisa se estremeció. Chozo contuvo su lengua hasta que estuvieron cerca del castillo negro.
—Dejemos de jugar. —Estaba considerando el venderla junto con Gilbert, pero decidió que no podía reunir el odio, la rabia o la ruindad necesarios para hacerlo.
Detuvo las mulas.
—Tú quédate aquí. No salgas del carro pase lo que pase. ¿Entendido?
—Sí. —La voz de Lisa era pequeña y distante. Aterrada, pensó.
Llamó a la puerta negra. Giró hacia el interior. Volvió a subir al pescante y condujo el carro al interior, bajó, depositó a Gilbert sobre una losa de piedra. La criatura alta avanzó, examinó el cuerpo, miró a Lisa.
—Éste no —dijo Chozo—. Es un nuevo socio.
La criatura asintió.
—Treinta.
—Hecho.
—Necesitamos más cuerpos, Chozo de Castañas. Muchos cuerpos. Nuestro trabajo está a punto de completarse. Estamos ansiosos por terminar.
Chozo se estremeció ante su tono.
—Habrá más pronto.
—Bien. Muy bien. Serás ricamente recompensado.
Chozo se estremeció de nuevo, miró a su alrededor. La cosa preguntó:
—¿Buscas a la mujer? Todavía no se ha convertido en una con el portal. —Hizo chasquear unos largos dedos amarillos.
Oyó un arrastrar de pies en la oscuridad. Surgieron algunas formas. Sujetaban los brazos de una desnuda Sue. Chozo tragó dificultosamente saliva. Habían abusado terriblemente de ella. Había perdido peso, y su piel era incolora allá donde no estaba marcada por hematomas o abrasiones. Una de las criaturas alzó su barbilla, la hizo mirar a Chozo.
Sus ojos eran huecos y vacíos.
—Los muertos andantes —susurró Chozo.
—¿Es la venganza lo bastante dulce? —preguntó la criatura alta.
—¡Llévatela! No quiero verla.
El ser alto hizo restallar de nuevo los dedos. Sus compatriotas se retiraron a las sombras.
—¡Mi dinero! —exigió Chozo.
Riendo, el ser contó monedas a los pies de Gilbert. Chozo se las metió en el bolsillo. El ser dijo:
—Tráenos más vivos, Chozo de Castañas. Tenemos muchos usos para los vivos.
Resonó un grito en la oscuridad. Chozo creyó oír su nombre.
—Te ha reconocido, amigo.
Un nudo se formó en la garganta de Chozo. Saltó al pescante del carro, azuzó a las mulas.
La criatura alta miró a Lisa con inconfundible significado. Lisa lo captó.
—Salgamos de aquí, señor Chozo. ¡Por favor!
—Adelante, mulas. —El carro crujió y gruñó y pareció tomar una eternidad en cruzar la puerta. Siguieron resonando gritos en alguna parte en las profundidades del castillo.
Fuera, Lisa miró a Chozo con una expresión decididamente extraña. Chozo creyó detectar alivio, miedo y algo de odio. Pero el alivio parecía dominar todas las demás sensaciones. Se dio cuenta de lo vulnerable que había sido. Sonrió enigmáticamente, asintió y no dijo nada. Como Cuervo, recordó.
Sonrió. Como Cuervo.
Dejemos que piense. Dejemos que se preocupe.
Las mulas se detuvieron.
—¿Eh?
Unos hombres se materializaron de la oscuridad. Llevaban desnudas sus armas. Armas de tipo militar.
Una voz dijo:
—Que me condene. Si es el posadero.