Chozo pasó todo un día echado en su habitación, mirando al techo, odiándose a sí mismo. Había caído todo lo bajo que un hombre podía llegar a caer. Ya no había ninguna cosa más perversa que pudiera hacer, y nada que ennegreciera más su alma. Ni un millón de levas podrían comprarle un pasaje a bordo de la embarcación el Día del Pasaje. Su nombre debía de estar escrito en el Libro Negro junto con los de los mayores villanos.
—¿Señor Chozo? —dijo Lisa desde la puerta a la mañana siguiente, mientras se preparaba para otro día de estudio del techo y autocompasión—. ¿Señor Chozo?
—¿Sí?
—Bo y Lana están aquí.
Bo y Lana, junto con una de sus hijas, eran los sirvientes de su madre.
—¿Qué es lo que quieren?
—Liquidar las cuentas del mes, supongo.
—Oh. —Se puso en pie.
Lisa lo detuvo en el arranque de la escalera.
—Tenía razón acerca de Sue, ¿verdad?
—La tenías.
—Lo siento. No hubiera dicho nada si hubiéramos podido permitírnoslo.
—¿Hubiéramos? ¿Qué quieres decir con hubiéramos? Oh, demonios. No importa. Olvídalo. No quiero oír hablar más de ello.
—Lo que usted diga. Pero voy a hacer que se atenga a su promesa.
—¿Qué promesa?
—Dejar que me ocupe yo de El Lirio.
—Oh. De acuerdo. —En aquel momento no le importaba. Recogió las cuentas mensuales de los sirvientes. Los había elegido bien. No le estaban engañando. Sugirió que merecían una pequeña bonificación.
Regresó arriba en busca del dinero. Lisa le observó marcharse, perpleja. Chozo se dio cuenta demasiado tarde de su error. Ahora ella se preguntaría por qué tenía dinero hoy cuando ayer no tenía ni un céntimo. Localizó sus sucias ropas, vació sus bolsillos en la cama. Y jadeó.
—¡Oh, maldita sea! Maldita sea —murmuró—. ¿Qué demonios voy a hacer con tres monedas de oro?
También había plata, y un puñado de cobres, pero… ¡Era una trampa! Una fortuna que nunca podría gastar. La ley de Enebro hacía ilegal que los ciudadanos poseyeran oro acuñado. Incluso los extranjeros que llegaban a la ciudad tenían que cambiar el suyo por plata, aunque la plata extranjera era tan bienvenida como la local. Afortunadamente también, porque la acuñación del castillo negro era decididamente antigua, aunque con los pesos estándar.
¿Cómo podría librarse del oro? ¿Venderlo a algún capitán de barco que se encaminara al sur? Ése era el proceso habitual. Deslizó las monedas en su escondrijo más secreto, junto con el amuleto del castillo negro. Una fortuna inútil. Evaluó el resto. Veintiocho piezas de plata, más varias levas de cobre. Suficiente para ocuparse de su madre y de Sal. No lo suficiente para quitarse a Gilbert de su espalda.
—Sigo metido en la maldita trampa del dinero —gimió.
Recordó las joyas de Sue, sonrió desagradablemente.
—Lo haré —murmuró. Se lo metió todo en los bolsillos, regresó abajo, pagó a los sirvientes de su madre, le dijo a Lisa—: Voy a estar fuera un largo rato.
Primero se ocupó de la familia de Eximio, luego se dirigió hacia la casa de Gilbert. No parecía haber nadie por los alrededores. Gilbert no era como Krage, no en el sentido de que necesitaba un ejército a mano, pero tenía a sus quebrantahuesos. Todos se habían ido. Pero había alguien en la oficina de Gilbert porque la luz de una lámpara iluminaba las cortinas. Sonrió pensativo, luego se apresuró a regresar a El Lirio.
Fue a una mesa en las sombras de la parte de atrás, cerca de donde solía sentarse Cuervo. Había un par de marineros extranjeros sentados allí. Mercancía dura, por todo lo que podía decir. Llevaban allí algún tiempo. Decían que ellos y sus amigos, que iban y venían, habían perdido su barco. Estaban aguardando otro. Chozo no podía recordar haber oído el nombre de su puerto de origen.
—¿Os gustaría ganar algo de dinero fácil? —preguntó.
—¿Y a quien no? —respondió uno.
Y el otro:
—¿Qué es lo que propones?
—Tengo un pequeño problema. He de ir a hacer unos negocios con un hombre. Pero suele ponerse violento.
—Quieres algo de respaldo, ¿eh?
Chozo asintió.
El otro marinero le miró con ojos entrecerrados.
—¿Quién es él?
—Se llama Gilbert. Es prestamista. ¿Habéis oído hablar de él?
—Sí.
—Está cerca de aquí. No parece que haya nadie en su casa excepto él.
Los hombres intercambiaron miradas. El más alto dijo:
—Te diré una cosa. Déjame ir a buscar a un amigo nuestro.
—No puedo permitirme todo un ejército.
—Hey, no hay problema. Pagarás lo mismo que con sólo nosotros dos; él vendrá gratis. Sólo que nos sentiremos más cómodos si lo tenemos con nosotros.
—¿Es duro?
Ambos hombres sonrieron. Uno le guiñó el ojo al otro.
—Ajá. Como no podrás creer.
—Entonces traedlo.
Uno de los hombres se fue. Chozo regateó con el otro. Lisa observaba desde el otro lado de la sala común, con los ojos entrecerrados y duros. Chozo decidió que se estaba metiendo demasiado en sus asuntos, y demasiado rápido.
El tercer hombre era un personaje con cara de sapo de apenas metro y medio de altura. Chozo lo miró con los ojos fruncidos. Su valedor señaló:
—Es duro, ¿recuerdas?
—¿Sí? Estupendo. Vamos entonces. —Se sentía un cien por ciento mejor con tres hombres acompañándole, aunque no tenía ninguna seguridad de que pudieran ayudar si Gilbert iniciaba algo.
Había un par de tipos duros en la habitación delantera cuando llegó Chozo. Les dijo:
—Quiero ver a Gilbert.
—Supongamos que él no desea verte a ti. —Era el juego estándar con los tipos duros. Chozo no supo qué responder. Uno de sus compañeros salvó la situación.
—No va a tener muchas elecciones, ¿no crees? A menos que ese gordo sea todo músculo disfrazado. —Sacó un cuchillo, empezó a limpiarse las uñas. Aquello le hizo recordar tanto a Cuervo que Chozo se estremeció.
—Está atrás en la oficina. —El tipo gordo intercambió una mirada con su compañero. Chozo imaginó que uno de ellos iba a echar a correr pidiendo ayuda.
Empezó a moverse. Su compañero con cara de sapo dijo:
—Yo simplemente me quedaré aquí fuera.
Chozo se dirigió hacia la oficina de Gilbert. El prestamista tenía un saco de levas sobre su escritorio, estaba pesando monedas una a una en una báscula de precisión, separando aquéllas que habían sido recortadas. Alzó la vista furioso.
—¿Qué demonios es esto?
—Un par de amigos deseaban pararse un momento aquí conmigo y ver cómo haces tus negocios.
—No me gusta lo que dice esto sobre nuestra relación, Chozo. Dice que no confías en mí.
Chozo se encogió de hombros.
—Corren algunos rumores muy desagradables ahí fuera. Acerca de ti y de Sue trabajando sobre mí. Para echarme de El Lirio.
—Sue, ¿eh? ¿Dónde está, Chozo?
—Hay una conexión, ¿eh? —Chozo dejó que su rostro se desmoronara—. Maldito seas. Así que es por eso por lo que me rechazó. Jodido villano. Ahora ni siquiera quiere verme. Ese mono de la puerta no deja de decirme que no está aquí. ¿Lo arreglaste todo, señor Gilbert? ¿Sabes?, nunca me has gustado mucho.
Gilbert les dirigió a uno tras otro una desagradable mirada con su único ojo. Por un momento pareció considerar sus posibilidades. Luego el hombre bajo entró con paso cansino, se reclinó contra la pared, y su ancha boca se curvó en una irónica sonrisa.
—¿Has venido a hablar o a hacer negocios? —dijo Gilbert—. Si son negocios, adelante. Quiero a esos tipos fuera de aquí. Le dan mal nombre al vecindario.
Chozo extrajo una bolsa de cuero.
—Tú tienes mal nombre, Gilbert. He oído a gente decir que no piensa seguir haciendo negocios contigo. No piensan que sea correcto el que intentes echar a la gente de su propiedad.
—Cállate y dame algo de dinero, Chozo. Si sólo has venido a gimotear, lárgate.
—Hablas muy fuerte para estar en una proporción de cuatro a uno —observó uno de los hombres. Uno de sus compañeros le censuró en otro idioma. Gilbert miraba con una intensidad que decía que estaba memorizando rostros. El hombre bajo sonrió e hizo un gesto con un dedo. Gilbert decidió que podía esperar.
Chozo contó monedas. Los ojos de Gilbert se abrieron mucho cuando el montón fue creciendo. Chozo dijo:
—Ya te dije que estaba haciendo un trato. —Arrojó sobre la mesa las joyas de Sue.
Uno de sus compañeros recogió un brazalete, lo examinó.
—¿Cuánto le debes a este personaje?
Gilbert restalló una cifra, que Chozo sospechó que estaba hinchada.
El marinero observó:
—Te estás estafando a ti mismo, Chozo.
—Sólo quiero sacar las zarpas de este chacal de mi casa.
Gilbert miró fijamente las joyas, pálido, envarado. Se humedeció los labios con la lengua y tendió la mano hacia un anillo. La mano temblaba.
Chozo se sentía a la vez lleno de miedo y de malicioso regocijo. Gilbert conocía el anillo. Ahora quizás estuviera un poco nervioso acerca de mezclarse con Chozo de Castañas. O tal vez decidiera rebanar algunas gargantas. Gilbert tenía algunos de los mismos problemas de ego que había tenido Krage.
—Esto debería más que cubrirlo todo, señor Gilbert. Lo más grande también. Incluso con los puntos extra. Devuélveme mi garantía.
Lúgubremente, Gilbert la recuperó de una caja en una estantería cercana. Sus ojos no se apartaron ni un momento del anillo.
Chozo destruyó inmediatamente la garantía.
—Pero ¿no te debo todavía algo, señor Gilbert? Sí, creo que sí. Bueno, haré todo lo posible para ver que recibas todo lo que esperabas.
Gilbert frunció furioso el ojo. Chozo creyó ver en él un asomo de miedo. Eso le complació. Nadie tenía nunca miedo de Chozo de Castañas, excepto quizás Asa, que no contaba.
Mejor hacer su salida ahora, antes de tensar demasiado su suerte.
—Gracias, señor Gilbert. Nos veremos de nuevo pronto.
Al cruzar la habitación exterior, quedó asombrado al descubrir a los hombres de Gilbert roncando. El hombre de la cara de sapo sonrió. Fuera, Chozo pagó a sus guardianes.
—No fue tan problemático como había esperado.
—Nos tenías contigo —dijo el hombre bajo—. Vayamos a tu taberna y tomemos una cerveza.
Uno de los otros observó:
—Parecía como si estuviera en estado de shock.
El hombre bajo preguntó:
—¿Cómo te enredaste tanto con un prestamista?
—Una mujer. Creí que iba a casarse conmigo. Simplemente me estaba chupando el dinero. Finalmente desperté.
Sus compañeros sacudieron la cabeza. Uno dijo:
—Mujeres. Tendrías que vigilarlas, compadre. Te chupan hasta los huesos.
—He aprendido la lección. Hey. Las bebidas van por cuenta de la casa. Tengo un vino que solía guardar para un cliente especial. Se fue de la ciudad, así que se me ha quedado.
—Una lástima, ¿eh?
—No, Una suerte. Nadie puede permitirse su precio.
* * *
Chozo pasó toda la velada bebiendo vino, incluso después de que los marineros decidieran que tenían asuntos en otro lado. Una sonrisa afloraba a sus ojos cada vez que recordaba la reacción de Gilbert al anillo.
—Ahora debo ir con cuidado —murmuró—. Está tan loco como Krage.
Con el paso del tiempo las buenas sensaciones se fueron disipando. El miedo volvió. Se había atrevido a enfrentarse a Gilbert, y todavía seguía siendo en su mayor parte el antiguo Chozo bajo la pátina dejada por Cuervo y unos pocos tratos establecidos desde entonces.
—Tendría que arrastrar al bastardo colina arriba —murmuró a su jarra. Luego—: ¡Maldita sea! Soy tan malo como Cuervo. Peor aún. Cuervo nunca los entregó vivos. Me pregunto qué estará haciendo ahora ese bastardo, con su parche en el ojo y sus montones de monedas.
Se emborrachó mucho, mucho, mucho, con la mente llena de autocompasión.
El último huésped se fue a la cama. El último cliente se marchó a su casa. Chozo se quedó allá, acunando su vino y despotricando contra Lisa, furioso con ella por ninguna razón en particular que pudiera definir. Su cuerpo, pensó. Maduro. Pero ella no querría. Mejor para él. Y su reciente agresividad. Sí.
Ella lo estudió mientras limpiaba el local. La pequeña bruja eficiente. Mejor incluso que Linda, que había trabajado duro pero no tenía su economía de movimientos. Quizá mereciera ocuparse del lugar. Él nunca había hecho un trabajo tan bueno.
La encontró de pronto sentada frente a él. La miró furioso. Ella no se acobardó. Una chica dura también. No hacía alardes. Tampoco se asustaba. La dura puta del Coturno. Algún día se convertiría en un problema.
—¿Qué ocurre, señor Chozo?
—Nada.
—He oído que le ha pagado toda la deuda a Gilbert. Un préstamo que le había concedido con la garantía de este lugar. ¿Cómo pudo poner El Lirio como garantía? Lleva años en su familia.
—No me vengas con esa mierda sentimental. No crees en ella.
—¿Dónde consiguió el dinero?
—Quizá no deberías ser tan curiosa. Quizá la curiosidad sea mala para tu salud. —Hablaba de forma hoscamente seca, pero no hablaba en serio.
—Últimamente ha estado actuando de una forma extraña.
—Estaba enamorado.
—No era eso. Por cierto, ¿qué le ha ocurrido a su amor? Oí que Sue había desaparecido. Gilbert dice que usted le hizo algo.
—¿Le hice qué? Estuve en su casa hoy.
—¿La vio?
—No. El guardia de la puerta dijo que no estaba en casa. Lo cual significa que no deseaba verme. Probablemente tenía a alguien ahí arriba.
—Quizá fuera cierto que no estaba en casa.
Chozo soltó un bufido.
—Te dije que no quiero hablar más de ella. ¿Has entendido?
—Sí, claro. Dígame dónde consiguió el dinero.
Chozo la miró furioso.
—¿Por qué?
—Porque si hay más, quiero una parte. No tengo intención de pasar toda mi vida en el Coturno. Haré todo lo que sea necesario para salir de aquí.
Chozo hizo una mueca.
Ella la interpretó mal.
—Este trabajo es sólo para mantener unidos cuerpo y mente hasta que encuentre algo.
—Un millón de gente ha pensado lo mismo, Lisa. Y ha muerto congelada en las callejuelas del Coturno.
—Algunos lo han logrado. No tengo intención de fracasar. ¿Dónde consiguió el dinero, señor Chozo? —Fue a buscar una botella del vino bueno. Vagamente, Chozo pensó que ya casi debía de estar agotado.
Le habló de su silencioso socio.
—Eso es una estupidez. Llevo aquí el tiempo suficiente como para saberlo si fuera verdad.
—Será mejor que lo creas, muchacha. —Dejó escapar una risita—. Sigue pinchando, y tienes muchas posibilidades de encontrarte con él. No te gustará, te lo garantizo. —Recordó a la alta criatura diciéndole que volviera pronto.
—¿Qué le ocurrió a Sue?
Chozo intentó levantarse. Sus miembros estaban fláccidos. Se derrumbó de nuevo en su silla.
—Estoy borracho. Más borracho de lo que pensaba. Estoy perdiendo la forma. —Lisa asintió gravemente—. La amaba. Realmente la amaba. No hubiera debido hacerme eso. La hubiera tratado como una reina. Hubiera ido al infierno por ella. Casi lo hice. —Rió quedamente—. Hubiera ido con ella… Ooops.
—¿Hará una cosa por mí, señor Chozo?
—¿El qué?
—Siempre está intentando conseguirme. ¿Cuánto vale eso?
Chozo se humedeció los labios.
—No lo sé. No puedo decirlo hasta que lo haya probado.
—No tiene nada que pueda darme, viejo.
—Pero sé cómo conseguirlo.
—¿Dónde?
Chozo se quedó simplemente sentado allí, sonriente, con un poco de baba deslizándose por una comisura de su boca.
—Renuncio. Usted gana. Vamos. Le ayudaré a subir la escalera antes de irme a casa.
Subir la escalera fue una epopeya. Chozo estaba a tan sólo una jarra del desvanecimiento. Cuando llegaron a su habitación, simplemente se derrumbó sobre la cama.
—Gracias —murmuró—. ¿Qué estás haciendo?
—Tengo que desvestirle.
—Sí, supongo. —No hizo ningún esfuerzo por ayudar—. ¿Qué estás haciendo ahora? ¿Por qué me agarras de esta forma?
—Usted me desea, ¿no? —Un momento más tarde estaba en la cama con él, frotando desnudeces. Él estaba demasiado borracho para extraer nada de la situación. La sujetó y se quedó como inerte. Ella llevó toda la iniciativa.