ENEBRO: INTERROGATORIO

Chozo no tuvo más problemas con las extorsiones. Alguien le dijo al Magistrado que él había matado a Eximio. El Magistrado no le creyó, o no le importó.

Entonces apareció el secuaz de Cabestro. Chozo casi dejó caer una valiosa pieza de loza. Se había sentido seguro a este respecto. La única gente que sabía algo estaba muy lejos. Ahogó sus nervios y su culpabilidad, se dirigió hacia la mesa del hombre.

—¿En qué puedo servirte, reverendo señor?

—Tráeme algo de comer y tú mejor vino, tabernero.

Chozo alzó una ceja.

—¿Señor?

—Pagaré. Nadie en el Coturno puede permitirse regalar una comida.

—Nada hay más cierto, señor. Nada hay más cierto.

Cuando Chozo regresó con el vino, el Inquisidor observó:

—Parece que te están yendo bien las cosas, tabernero.

Chozo bufó.

—Vivimos al límite, reverendo señor. En el mismo límite. Una mala semana podría destruirme. Paso cada invierno pidiendo a un prestamista para pagar a otro. Este verano sin embargo fue bueno. Encontré un socio. Pude arreglar unas cuantas cosas. Eso hizo el lugar más atractivo. Probablemente mi último jadeo agonizante antes de que entregue mi alma. —Adoptó su rostro más triste.

El Inquisidor asintió.

—Deja la botella. Dejemos que la Hermandad contribuya a tu prosperidad.

—No pido ningún beneficio, reverendo señor.

—¿Por qué ser estúpido? Cóbrame lo mismo que a todos los demás.

Mentalmente Chozo aumentó la cuenta un veinte por ciento sobre lo normal. Le alegró librarse de la botella. Cuervo le había dejado con varias de difícil salida.

Cuando trajo la comida, el Inquisidor sugirió:

—Trae una jarra y únete a mí.

Los nervios de Chozo se pusieron tan tensos como la cuerda de un arco. Algo iba mal. Habían averiguado algo.

—Como quieras, reverendo señor. —Fue a recoger su propia jarra. Estaba polvorienta. No había bebido mucho últimamente, temeroso de que su lengua se soltara.

—Siéntate. Y borra ese ceño fruncido de tu rostro. No has hecho nada, ¿verdad? Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Chozo, reverendo señor. Chozo de Castañas. El Lirio de Hierro lleva en mi familia tres generaciones.

—Admirable. Un lugar con tradición. La tradición se está perdiendo últimamente.

—Como tú digas, reverendo señor.

—Supongo que nuestra reputación me ha precedido. ¿Por qué no te calmas?

—¿En qué puedo ayudarte, reverendo señor?

—Estoy buscando a un hombre llamado Asa. He oído que era un cliente regular aquí.

—Sí lo era, señor —admitió Chozo—. Yo lo conocía muy bien. Un vagabundo perezoso. Odiaba el trabajo honesto. Nunca tenía tampoco un cobre en los bolsillos. Sin embargo era un amigo, a su manera, y generoso, a su manera. Le dejaba dormir en el suelo de la sala común durante el invierno, porque en los días difíciles para mí nunca dejó de traer leña para el fuego.

El Inquisidor asintió. Chozo decidió decir básicamente la verdad. Ya no podría hacerle ningún daño a Asa. Asa estaba más allá del alcance de los Custodios.

—¿Sabes dónde conseguía su leña?

Chozo fingió un agudo embarazo.

—La recogía del Recinto, reverendo señor. Dudé si usarla. No iba contra la ley. Pero de todos modos parecía reprensible.

El Inquisidor sonrió y asintió.

—No por tu parte, Chozo de Castañas. La Hermandad no desalienta la recogida de leña de su Recinto. Lo mantiene limpio.

—¿Por qué estás buscando a Asa, entonces?

—Tengo entendido que trabajó para un hombre llamado Krage.

—Más o menos. Durante un tiempo. Se creía el rey del Coturno cuando Krage lo contrató. Pavoneándose y alardeando. Pero no duró mucho.

—Eso he oído. Es el momento de su caída lo que me intriga.

—¿Señor?

—Krage y algunos de sus amigos desaparecieron. Lo mismo hizo Asa, casi al mismo tiempo. Y todos ellos se desvanecieron inmediatamente después de que alguien entrara en las Catacumbas y saqueara de paso varios miles de urnas.

Chozo intentó parecer convenientemente horrorizado.

—¿Krage y Asa hicieron eso?

—Posiblemente. Ese Asa empezó a gastar dinero antiguo después de que empezara a recoger leña en el Recinto. Nuestras investigaciones sugieren que fue más bien parco en sus primeras incursiones. Puede que Krage lo descubriera y decidiera saquear a lo grande. Su desaparición pudo producirse después de eso. Suponiendo que Asa se enterara de ello.

—Posiblemente, señor. Tengo entendido que hubo una pendencia con uno de mis huéspedes. Un hombre llamado Cuervo. Krage deseaba matarlo. Contrató a Asa para que lo espiara. El propio Asa me lo dijo. Krage decidió que no estaba haciendo bien su trabajo. Nunca hacía nada bien. Pero eso no invalida tu teoría. Asa podría haber mentido. Probablemente lo hizo. Siempre mentía.

—¿Cuál era la relación entre Asa y Cuervo?

—No había ninguna.

—¿Dónde está Cuervo ahora?

—Abandonó Enebro inmediatamente después de que se rompiera el hielo del puerto.

El Inquisidor pareció a la vez sorprendido y complacido.

—¿Qué fue de Krage?

—Nadie lo sabe, reverendo señor. Es uno de los grandes misterios del Coturno. Un día estaba aquí; al día siguiente ya no estaba. Hubo todo tipo de rumores.

—¿Es posible que abandonara también Enebro?

—Quizá. Alguna gente lo piensa. Si lo hizo, no se lo dijo a nadie. La gente que trabajaba para él tampoco sabe nada.

—O eso dicen. ¿Pudo haber saqueado el dinero suficiente de las Catacumbas como para hacer que valiera la pena abandonar Enebro?

Chozo meditó aquella pregunta. Sonaba traicionera.

—No sé… No entiendo lo que estás preguntando, señor.

—Hum. Chozo, miles de los muertos fueron violados. La mayoría fueron depositados en una época en la que los ricos eran muy generosos. Sospechamos que pudo haber implicada una apreciable suma de oro.

Chozo jadeó. Él no había visto ningún oro. El hombre estaba mintiendo. ¿Por qué? ¿Tendiendo trampas?

—Fue una importante operación de saqueo. Nos gustaría mucho hacerle a Asa algunas preguntas.

—Puedo imaginarlo. —Chozo se mordió el labio. Pensó intensamente—. Señor, no puedo decirte lo que le ocurrió a Krage. Pero creo que Asa tomó un barco en dirección al sur. —Inició un largo sonsonete acerca de cómo Asa había acudido a él después de caer en desgracia con Krage, suplicándole que le ocultara. Un día había salido, había regresado más tarde muy malherido, se había escondido escaleras arriba durante un tiempo, luego había desaparecido. Chozo afirmaba haberlo visto sólo desde una cierta distancia, en los muelles, el día que los primeros barcos partieron hacia el sur—. Nunca estuvimos lo suficientemente cerca como para hablar, pero parecía como si fuera a alguna parte. Llevaba un par de fardos consigo.

—¿Recuerdas qué barco?

—¿Señor?

—¿Qué barco tomó?

—En realidad no le vi embarcar en ningún barco, señor. Simplemente supuse que lo hizo. Puede que todavía esté por aquí. Sólo que imagino que de ser así se hubiera puesto en contacto conmigo. Siempre acudía a mí cuando estaba en problemas. Supongo que ahora está en problemas, ¿no?

—Quizá. Las pruebas no son concluyentes. Pero estoy moralmente convencido de que participó en el saqueo. No viste a Krage en los muelles, ¿verdad?

—No, señor. Estaban atestados. Todo el mundo acude a ver la partida de los primeros barcos. Es como una fiesta. —¿Se lo estaba tragando el Inquisidor? Maldita sea, tenía que hacerlo. Un Inquisidor no era alguien que pudieras sacarte de la espalda vendiéndolo al castillo negro.

El Inquisidor agitó cansadamente la cabeza.

—Temía que me contaras una historia como ésa. Maldita sea. No me dejas otra elección.

El corazón de Chozo saltó a su garganta. Toda una sucesión de locas ideas cruzaron por su cabeza. Golpear al Inquisidor, agarrar la caja de las monedas y echar a correr.

—Odio viajar, Chozo. Pero parece que o Cabestro o yo tendremos que ir tras esa gente. ¿Adivinas quién va a ser?

El alivio inundó a Chozo.

—¿Ir tras ellos, reverendo señor? Pero la ley ahí abajo no reconoce el derecho de la Hermandad…

—No va a ser fácil, ¿verdad? Los bárbaros no nos comprenden. —Sirvió un poco de vino, se lo quedó mirando durante un largo momento. Finalmente dijo—: Gracias, Chozo de Castañas. Has sido de mucha ayuda.

Chozo esperó que aquello fuera una despedida. Se levantó.

—¿Alguna otra cosa, reverendo señor?

—Deséame suerte.

—Por supuesto, señor. Una plegaria para tu misión esta misma noche.

El Inquisidor asintió.

—Gracias. —Siguió contemplando su jarra.

Dejó una espléndida propina. Pero Chozo se sintió intranquilo cuando se la embolsó. Los Inquisidores tenían la reputación de ser tremendamente tenaces. ¿Y si conseguía atrapar a Asa?