ENEBRO: TEJADURA

Susurro nos llevó a un ruinoso castillo llamado Tejadura. Domina Enebro en general y el Recinto en particular. Durante una semana no tuvimos contacto con nuestros anfitriones. No teníamos un lenguaje en común. Luego fuimos agraciados con la presencia de un individuo llamado Cabestro que hablaba las lenguas de las Ciudades Joya.

Cabestro era una especie de agente encargado de hacer cumplir la religión local. Cosa que no podía llegar a imaginarme en absoluto. Al principio parece como un culto a los muertos. Mira de nuevo, y descubrirás que la muerte o los muertos no son adorados sino reverenciados, con los cuerpos fanáticamente conservados a la espera de alguna resurrección prevista para dentro de milenios. Todo el carácter de Enebro está modelado sobre esto, excepto en el Coturno, donde la vida tiene muchas otras preocupaciones más vitales que el bienestar de los muertos.

Al instante me desagradó Cabestro. Lo consideré como alguien propenso a la violencia y sádico, un policía que resolvía sus casos con una cachiporra. Sobreviviría cuando la Dama se anexionara Enebro. Sus gobernadores militares tienen necesidad de los de su clase.

Esperaba que la anexión se produjera a los pocos días de la llegada del Capitán. Todo estaría preparado antes de que llegara allí. Una palabra desde Hechizo lo pondría todo en marcha. No veía nada que indicara que la gente del Duque pudiera detenerlo.

Tan pronto como Pluma y Susurro tuvieron a toda nuestra gente allí, incluidos traductores, Cabestro y el propio Duque, y un hombre llamado Hargadón, que era el Custodio jefe de los Muertos, lo cual significaba que controlaba las Catacumbas donde eran almacenados los cadáveres, nos condujeron en medio del intenso frío a la muralla norte de Tejadura. El Duque extendió un brazo.

—Esa fortaleza de ahí arriba es el motivo por el cual os he pedido ayuda.

La miré y me estremecí. Había algo siniestro en el lugar.

—Lo llamamos el castillo negro —dijo—. Lleva siglos ahí. —Y entonces nos ofreció algo demasiado grande para engullirlo—. Empezó como una pequeña roca negra depositada al lado de un hombre muerto. El hombre que la encontró intentó cogerla. Murió. Y la roca empezó a crecer. Ha estado creciendo desde entonces. Nuestros antepasados experimentaron con él. Lo atacaron. Nada le causaba daño. Todo el mundo que lo tocaba moría. En bien de su cordura, decidieron ignorarlo.

Me protegí los ojos y miré al castillo. No parecía tener nada inusual, excepto que era negro y me producía estremecimientos.

El Duque continuó:

—Durante siglos apenas creció. Sólo han pasado unas pocas generaciones desde que dejó de parecer una roca. —Recibió una inquieta mirada—. Dice que viven cosas en su interior.

Sonreí. ¿Qué esperaba? Una fortaleza existe para rodear algo, ya sea construida o crecida.

Hargadón prosiguió la historia. Llevaba demasiado tiempo en su trabajo. Había desarrollado un pomposo estilo oficial.

—Durante los últimos años ha crecido condenadamente aprisa. La Oficina del Custodio empezó a preocuparse cuando oímos rumores, fuera del Coturno, demasiado increíbles para ser ciertos, diciendo que criaturas de su interior estaban comprando cadáveres. La exactitud de esos rumores sigue siendo una fuente de acalorados debates dentro de la Oficina. Sin embargo, nadie puede negar que no estamos recibiendo suficientes cadáveres del Coturno estos días. Nuestras patrullas callejeras recogen menos que hace diez años. Los tiempos son más magros ahora. Los pobres callejeros son más numerosos. Deberían morir más por pura exposición.

Un auténtico encanto, este Hargadón. Sonaba como un fabricante quejándose porque su margen de beneficios había descendido.

Siguió:

—Se ha supuesto que es posible que dentro de poco el castillo se halle más allá de la necesidad de comprar cadáveres…, si es eso lo que ha estado haciendo. No estoy convencido. —Plantear directamente los dos lados de la cuestión. Ése es mi chico—. Puede que sus ocupantes se vuelvan lo bastante numerosos como para hacerse cargo de lo que necesitan.

—Si piensas que hay gente que vende cadáveres, ¿por qué no los agarras y los haces hablar? —preguntó Elmo.

Tiempo para que hable el policía. Cabestro dijo:

—No podemos agarrarlos. —Tenía un tono de pero–si–me–dejaran–hacerlo–a–mi–manera—. Ocurre ahí abajo en el Coturno, ¿sabes? Es otro mundo ahí abajo. No puedes descubrir mucho si eres de fuera.

Susurro y Pluma estaban un poco aparte, examinando el castillo negro. Sus rostros eran hoscos.

El Duque quería algo por nada. En esencia, deseaba dejar de preocuparse por aquella fortaleza. Decía que podíamos hacer todo lo que fuera necesario para eliminar aquella preocupación. Sólo que teníamos que hacerlo a su manera. Al parecer deseaba que permaneciéramos dentro de Tejadura mientras sus hombres y Hargadón actuaban como nuestros ojos, oídos y manos. Temía las repercusiones que podía causar nuestra presencia si era conocida.

Unos pocos Rebeldes fugitivos habían llegado a Enebro después de su derrota en Hechizo. La Dama era conocida allí, aunque poco tomada en consideración. El Duque temía que los refugiados pudieran provocar problemas si se sospechaba colaboración.

En algunos aspectos era un gran señor ideal. Todo lo que deseaba de su gente era que lo dejaran tranquilo. Estaba dispuesto a garantizar el mismo favor.

Así que, durante un tiempo, fuimos dejados de lado…, hasta que Susurro se irritó por la calidad de la información que estábamos recibiendo.

Era filtrada. Depurada, resultaba inútil. Acorraló al Duque y le dijo que sus hombres tendrían que arreglárselas por su cuenta.

Él se le enfrentó realmente durante unos pocos minutos. La batalla fue acerba. Ella amenazó con marcharse, dejándole que se agitara al impulso del viento. Un puro bluff. Ella y Pluma estaban intensamente interesadas en el castillo negro. Ninguna fuerza armada hubiera podido echarlas de Enebro.

El Duque transigió, y ella se volvió contra los Custodios. Cabestro estaba testarudamente celoso de sus prerrogativas. No sé cómo ella consiguió vencerle. Él nunca habló de ello.

Me convertí en su compañero en las investigaciones, sobre todo porque aprendí rápidamente su lengua. Nadie allá abajo me prestó la menor atención.

A él si se la prestaban. Era un terror andante. La gente cruzaba al otro lado de la calle para evitarle. Supongo que tenía mala reputación.

Luego llegaron noticias que salvaron milagrosamente los obstáculos que el Duque y los Custodios habían arrojado a nuestro camino.

—¿Habéis oído? —preguntó Elmo—. Alguien forzó la entrada a sus preciosas Catacumbas. Cabestro echa humo. Su jefe sufre una hemorragia anal.

Intenté digerir aquello, no pude.

—Más detalles, por favor. —Elmo tiende a abreviar.

—Durante el invierno dejan que la gente pobre salga adelante deslizándose al interior del Recinto. Recogen madera seca para leña. Alguien decidió recoger algo más. Halló un camino al interior de las Catacumbas. Tres o cuatro hombres.

—Todavía sigo sin ver todo el cuadro, Elmo. —Le gusta que le supliquen.

—Está bien. Está bien. Entraron y robaron todas las urnas de paso a las que pudieron echar mano. Las sacaron, las vaciaron, y las enterraron en un pozo. También se llevaron un puñado de viejas momias. Nunca he visto tantos gemidos y protestas. Será mejor que olvidéis vuestros planes de entrar en las Catacumbas.

Yo había mencionado mi deseo de ver lo que ocurría ahí abajo. Todo el esquema era tan extraño que deseaba echarle una mirada de cerca. Preferiblemente sin compañía.

—Crees que se han puesto nerviosos.

—Nerviosos no es ni la mitad. Cabestro echa espuma por la boca. No me gustaría ser uno de esos tipos y ser atrapado por él.

—¿De veras? Será mejor que compruebe esto.

Cabestro estaba en Tejadura todo el tiempo, coordinando su trabajo con el de la incompetente policía secreta del Duque.

Esos tipos eran un puro chiste. Eran prácticamente celebridades, y ninguno de ellos tenía el valor de ir al Coturno, donde realmente ocurrían las cosas interesantes.

Hay un Coturno en toda ciudad, aunque el nombre varía. Es un distrito tan malo que incluso la policía sólo se atreve a ir por la fuerza. Allí la ley es en el mejor de los casos algo fortuito, hecho cumplir por autoproclamados magistrados apoyados por facinerosos reclutados por ellos mismos. Es una justicia muy subjetiva la que aplican, y generalmente suele ser rápida, salvaje, inflexible y muy peculiar.

Fui a ver a Cabestro, se lo dije.

—Hasta que este último asunto quede aclarado, no me voy a separar de tu trasero. —Frunció el ceño. Sus pesadas mejillas enrojecieron—. Órdenes —mentí, fingiendo un tono de disculpa.

—¿De veras? Muy bien. Vamos.

—¿Adónde?

—Al Coturno. Una cosa así tiene que haber salido del Coturno. Voy a rastrearla hasta su origen. —Tenía redaños, pese a todos sus otros fallos. Nada lo intimidaba.

Yo deseaba ver el Coturno. Él podía ser el mejor guía disponible. Había oído que iba allí a menudo, sin interferencias. Su reputación era así de mala. Una buena sombra junto a la que caminar.

—¿Ahora? —pregunté.

—Ahora. —Me condujo al frío exterior y colina abajo. No lo hizo a caballo. Es una de sus pequeñas manías. Nunca cabalga. Adoptó un paso vivo, como un hombre que está acostumbrado a que todas las cosas se hagan a pie.

—¿Qué es lo que buscamos? —pregunté.

—Monedas antiguas. La cámara que profanaron se remonta a varios siglos atrás. Si alguien ha gastado un montón de dinero antiguo en el último par de días, tendremos a nuestro hombre.

Fruncí el ceño.

—No conozco los esquemas del gasto aquí. En otros lugares que he estado, sin embargo, la gente puede estar ahorrando durante años, y luego tener un pronto y gastarlo todo de una vez. Unas cuantas monedas antiguas puede que no signifiquen nada.

—Estamos buscando todo un aluvión, no unas cuantas. A un hombre que las gaste a puñados. Había implicados tres o cuatro hombres. Hay muchas posibilidades de que uno de ellos sea un estúpido. —Cabestro tenía una buena noción del lado estúpido de la naturaleza humana. Quizá porque él mismo estaba muy cerca—. Iremos con mucho cuidado en nuestro rastreo —me dijo, como si esperara que yo martilleara ultrajado a la gente con preguntas. Sus valores consistían solamente en los que podía imaginar—. El hombre al que queremos echará a correr cuando me oiga hacer preguntas.

—¿Lo perseguimos?

—Sólo lo suficiente para que se siga moviendo. Quizá nos conduzca a algún lado. Conozco a varios tipos ahí abajo que puede que hayan planeado esto. Si lo hizo uno de ellos, quiero sus pelotas en una bandeja.

Hablaba de un modo febril, como un cruzado. ¿Tenía algo personal contra los señores del crimen del Coturno?, pregunté.

—Sí. Yo salí de allí. Un chico duro que tuvo suerte y entró con los Custodios. Mi padre no tuvo tanta suerte. Intentó resistirse a una pandilla de protección. Pagó, y no le protegieron de otra pandilla. Dijo que no iba a seguir pagando buen dinero por algo que no obtenía. Lo degollaron. Uno de los Custodios lo recogió. Todavía estaban a su alrededor, riendo y haciendo chistes. Los responsables.

—¿Se ocupó de ellos?

—Sí. Los trajo también a las Catacumbas. —Miró hacia el castillo negro, medio oscurecido por las brumas que derivaban a través de la ladera—. Si hubiera hecho caso de los rumores acerca de ese lugar, quizá… No, no lo hubiera hecho.

Pensé que yo tampoco. Cabestro era una especie de fanático. Nunca rompería las reglas de la profesión que lo había sacado del Coturno, a menos que haciéndolo pudiera avanzar su causa.

—Creo que empezaremos en los muelles —me dijo—. Nos abriremos camino colina arriba. Taberna a taberna, casa de putas a casa de putas. Quizás insinuemos que hay una recompensa flotando por ahí. —Estrujó un puño contra la palma de su otra mano, un hombre reprimiendo su ira. Había mucho de ella embotellada en su interior. Algún día estallaría de golpe.

El principio fue fácil. Vimos más tabernas, burdeles y lugares de mala reputación que los que he visitado en una docena de años. Y en cada uno de ellos la presencia de Cabestro engendró un repentino y asustado susurrar y la promesa de una obediente cooperación.

Pero promesas fue todo lo que obtuvimos. No pudimos hallar ningún rastro de ningún dinero antiguo, excepto unas pocas monedas que llevaban en circulación demasiado tiempo como para ser el botín que andábamos buscando.

Cabestro no se mostró desanimado.

—Algo saldrá —dijo—. Los tiempos son duros. Sólo necesitamos un poco de paciencia. —Parecía pensativo—. Quizá valdría la pena poner a algunos de tus chicos aquí abajo. No son conocidos, y parecen lo bastante duros como para dar el pego.

—Lo son —sonreí, reuniendo mentalmente un equipo que incluía a Elmo, Goblin, Prestamista, Pivote y unos cuantos más. Sería estupendo si Cuervo estuviera todavía con la Compañía y pudiera unirse a ellos. Dominarían el Coturno en menos de seis meses. Lo cual me dio una idea de hablar con Susurro.

Si deseábamos saber lo que estaba ocurriendo, debíamos hacernos cargo del Coturno. Podíamos traer a Un Ojo. El pequeño hechicero era un gángster nato. Al menos tenía su aspecto. No había visto ningún otro rostro negro desde que habíamos cruzado el Mar de las Tormentas.

—¿Tienes alguna idea? —preguntó Cabestro, a punto de entrar en un lugar llamado El Lirio de Hierro—. Parece como si tu cerebro echara humo.

—Quizás. O algo parecido. Si las cosas se ponen más duras de lo que esperábamos.

El Lirio de Hierro se parecía a cualquier otro lugar de los muchos en los que había estado antes, sólo que un poco más decrépito. El tipo que lo regentaba se estremeció al vernos. No sabía nada, no había visto nada, pero prometió gritar llamando a Cabestro si alguien gastaba un solo gersh acuñado antes de la ascensión del Duque actual. Pura mierda. Me alegró salir de allí. Temía que el lugar se derrumbara sobre mi cabeza antes de que el tipo terminara de besarle el culo a Cabestro.

—Tengo una idea —dijo Cabestro—. Prestamistas.

Necesité un segundo para captarla y ver de dónde había procedido la idea. El tipo de la taberna, gimoteando acerca de sus deudas.

—Bien pensado. —Un hombre en las garras de un prestamista haría cualquier cosa por salirse de aquella situación.

—Esto es territorio de Krage. Es uno de los tipos más desagradables del lugar. Hagámosle una visita.

No había miedo en el hombre. Su confianza en el poder de su oficio era tan fuerte que se atrevería a andar por un cubil de degolladores sin siquiera pestañear. Disimulé, pero me sentí asustado. El villano tenía su propio ejército, y estaba preparado en todo momento para la acción.

Descubrimos por qué al cabo de un momento. Nuestro hombre había tropezado con alguien en el último par de días. Ahora estaba tendido de espaldas, momificado en vendajes.

Cabestro rió quedamente.

—¿Los clientes se ponen nerviosos, Krage? ¿O uno de tus chicos intenta promocionarse?

Krage nos miró desde un rostro de piedra.

—¿Puedo ayudarte en algo, Inquisidor?

—Probablemente no. Me mentirías si la verdad pudiera salvar tu alma, chupasangre.

—Los halagos no te llevarán a ninguna parte. ¿Qué es lo que quieres, parásito?

Un tipo duro, ese Krage. Moldeado con el mismo molde que Cabestro, pero había derivado a una profesión socialmente menos honorable. De todos modos, pensé, no había mucho que elegir entre ellos. Sacerdote y prestamista. Y eso era precisamente lo que Krage estaba diciendo.

—Muy bien. Vengo buscando a un tipo.

—No me digas.

—Ha conseguido un montón de dinero antiguo. Acuñaciones del período cajiano.

—¿Y se supone que yo debo conocerlo?

Cabestro se encogió de hombros.

—Quizá te deba algo.

—El dinero no tiene origen aquí abajo, Cabestro.

—Un proverbio del Coturno —me dijo Cabestro. Miro a Krage—. Este dinero sí. Digamos que este dinero tiene origen. Es un asunto importante, Krage. No un simple mira a tu alrededor y da el tirón. No un simple agarra y corre. Estamos hablando de algo grande. Cualquiera que lo encubra caerá con el tipo. Recuerda que fue Cabestro quien lo dijo.

Por un segundo causó impresión. El mensaje caló. Luego Krage volvió a mirarnos con su rostro impenetrable.

—Estás olisqueando el árbol equivocado, Inquisidor.

—Simplemente dime que no sabes nada.

—¿Qué es lo que hizo el tipo ese?

—Metió la mano donde no hubiera debido meterla.

Krage alzó las cejas. Parecía desconcertado. No podía pensar en nadie que encajara con esa descripción.

—¿Dónde metió la mano?

—Uh–uh. Simplemente no dejes que tus chicos acepten dinero antiguo sin que tú compruebes su origen y me lo comuniques de inmediato. ¿Has entendido?

—¿Ya has dicho lo que tenías que decir, Inquisidor?

—Sí.

—¿Entonces no deberías irte?

Lo hicimos. Yo desconocía las reglas del juego, así que no sabía cómo los locales interpretarían aquello.

Fuera, pregunté:

—¿Nos lo hubiera dicho si alguien le hubiera pagado con monedas antiguas?

—No. No hasta que al menos hubiera examinado por sí mismo el asunto. Pero no ha visto ninguna moneda antigua.

Me pregunté cómo sabía aquello. No dije nada. Aquélla era su gente.

—Puede que sepa algo. Tuve la impresión de ver un destello en sus ojos un par de veces.

—Quizá. Quizá no. Dejemos que hierva un poco.

—Tal vez si le hubieras dicho por qué…

—¡No! Eso no tiene que salir de aquí. Ni siquiera un rumor. Si la gente cree que no podemos proteger a sus muertos, puede desatarse un infierno. —Hizo un gesto hacia abajo con una mano—. Enebro es así. Aplastante. —Seguimos caminando. Murmuró—: Se desataría un auténtico infierno. —Y tras otra media manzana—: Por eso tenemos que atrapar a esos tipos. No tanto para castigarlos como para cerrarles la boca.

—Entiendo. —Avanzamos en la dirección por la que habíamos venido, con la intención de reanudar las visitas a las tabernas y ver a un prestamista llamado Gilbert cuando alcanzáramos su territorio—. ¡Hey!

Cabestro se detuvo.

—¿Qué?

Sacudí la cabeza.

—Nada. Creí ver un fantasma. Un tipo allá abajo en la calle… Caminaba como alguien a quien conocí.

—Quizá lo fuera.

—No. Fue hace mucho tiempo, y muy lejos. Ahora ya debe de llevar mucho tiempo muerto. Es sólo que estuve pensando en él hace un poco.

—Imagino que tenemos tiempo para otra media docena de visitas. Luego iremos colina arriba. No deseo estar por aquí después de oscurecer.

Le miré, con una ceja arqueada.

—Infiernos, hombre, se vuelve peligroso aquí abajo cuando se pone el sol. —Dejó escapar una risita y me ofreció una de sus raras sonrisas. Una genuina sonrisa.

Por un momento, entonces, me gustó.