Chozo durmió mal durante semanas. Soñó con negras paredes de cristal y un hombre que no estaba muerto. Dos veces le pidió Cuervo que lo acompañara en su caza nocturna. Dos veces se negó. Cuervo no le presionó, aunque ambos sabían que Chozo saltaría si insistía.
Chozo rezó para que Cuervo se hiciera rico y desapareciera. Era un irritante continuo para su conciencia.
Maldita sea, ¿por qué no iba Krage tras él?
Chozo no podía imaginar por qué Cuervo permanecía imperturbable ante Krage. El hombre no era ni un loco ni un estúpido. La alternativa, la de que no estaba asustado, carecía de sentido. No para Chozo de Castañas.
Asa seguía en la nómina de Krage, pero lo visitaba regularmente, trayéndole leña. A veces una carretada.
—¿Tras de qué vas? —le preguntó Chozo un día.
—Intento conseguir crédito —admitió Asa—. La gente de Krage no me gusta demasiado.
—A nadie le gusta, Asa.
—Puede que intenten algo desagradable…
—Y entonces deseas un lugar donde esconderte, ¿eh? ¿Qué estás haciendo para Krage? ¿Por qué se molesta contigo?
Asa vaciló y tartamudeó, Chozo presionó. Aquél era un hombre al que podía avasallar.
—Vigilo a Cuervo, Chozo. Informo de todo lo que hace.
Chozo bufó. Krage usaba a Asa porque era sacrificable. Ya habían desaparecido dos de sus hombres. Chozo creía saber quiénes eran.
Un miedo repentino. Supongamos que Asa informaba de las aventuras nocturnas de Cuervo. Supongamos que había visto a Chozo…
Imposible. Asa hubiera sido incapaz de guardar silencio. Asa se pasaba la vida buscando alguna palanca.
—Has estado gastando mucho últimamente, Asa. ¿De dónde has sacado todo ese dinero?
Asa se puso pálido. Miró a su alrededor, boqueó unas cuantas veces.
—La leña, Chozo. Vendiendo la leña.
—Eres un mentiroso, Asa. ¿De dónde lo obtienes?
—Chozo, no hagas preguntas como éstas.
—Quizá no. Pero necesito desesperadamente dinero. Le debo a Krage. Casi le había pagado ya todo. Entonces empezó a comprar mis pequeñas deudas con todos los demás. ¡Ese maldito Gilbert! Necesito ponerme al día para no tener que pedirle a nadie.
El castillo negro. Doscientas veinte monedas de plata. Cómo se había sentido tentado a atacar a Cuervo. Y Cuervo simplemente sonrió al viento, sabiendo con exactitud lo que estaba pensando.
—¿Dónde consigues todo ese dinero, Asa?
—¿Dónde conseguiste tú el dinero que le pagaste a Krage? ¿Eh? La gente se hace preguntas, Chozo. Uno no gana esa cantidad de dinero de la noche a la mañana. No tú. Dímelo y yo te lo diré.
Chozo retrocedió. Asa irradió su triunfo.
—Pequeña serpiente. Sal de aquí antes de que pierda los estribos.
Asa salió huyendo. Miró hacia atrás una vez, el rostro pensativamente crispado. Maldita sea, pensó Chozo. Le hice sospechar. Frotó una desportillada jarra con su sucio trapo.
—¿Qué fue eso?
Chozo se volvió en redondo. Cuervo se había acercado a la barra. Su mirada indicaba que no aceptaba una mentira. Chozo le comunicó la esencia de lo hablado.
—Así que Krage no ha abandonado.
—No le conoces, o de otro modo no preguntarías. Sois tú o él, Cuervo.
—Entonces tiene que ser él, ¿no?
Chozo abrió mucho la boca.
—Una sugerencia, Chozo. Sigue a tu amigo cuando vaya a recoger leña. —Cuervo regresó a su silla. Habló animadamente con Linda, en signos, que bloqueó de la vista de Chozo. La forma en que la muchacha encajó los hombros decía que estaba en contra de lo que fuera que él estaba proponiendo. Diez minutos más tarde abandonó El Lirio. Cada tarde estaba fuera unas horas. Chozo sospechaba que estaba comprobando los vigilantes de Krage.
Linda se reclinó contra el marco de la puerta, contemplando la calle. Chozo la observó, deslizando su mirada arriba y abajo por su cuerpo. Es de Cuervo, pensó. Están juntos. Nunca me atrevería.
Pero su aspecto era tan espléndido, alta, piernas bien torneadas, a punto para un hombre… Era un estúpido. No necesitaba verse atrapado en esa trampa también. Ya tenía suficientes problemas.
* * *
—Creo que hoy será un buen día —dijo Cuervo mientras Chozo le servía su desayuno.
—¿Eh? ¿Un buen día para qué?
—Para dar un paseo arriba a la colina y observar a nuestro amigo Asa.
—Oh. No. No puedo. No tengo a nadie para que se ocupe del lugar. —Detrás de la barra, Linda se agachó para recoger algo del suelo. Los ojos de Chozo se abrieron mucho y su corazón se desbocó. Tenía que hacer algo. Visitar una puta o cualquier otra cosa. Pero no podía permitirse pagar por algo así—. Linda no puede manejar esto sola.
—Tu primo Eximio se ha ocupado del local antes.
Tomado por sorpresa, Chozo no pudo plantear rápidamente sus excusas. Y Linda estaba siendo toda una distracción. Debería empezar a llevar algo que ocultara mejor la forma de su trasero.
—Hum… No puede estar con Linda. No conoce los signos.
El rostro de Cuervo se oscureció ligeramente.
—Dale el día libre. Llama a esa chica Lisa que utilizaste cuando Linda estaba enferma.
Lisa, pensó Chozo. Otra fuente de calor.
—Sólo utilizo a Lisa cuando estoy aquí para vigilarla. Me robará más que a mi madre estando ciega…
—¡Chozo!
—¿Eh?
—Trae a Eximio y a Lisa aquí; luego ve a vigilar a Asa. Me aseguraré de que no se lleven la plata de la familia.
—Pero…
Cuervo dio una palmada contra la mesa.
—¡He dicho que vayas!
* * *
El día era claro y brillante y, para ser invierno, cálido. Chozo siguió el rastro de Asa fuera del cuartel general de Krage.
Asa alquiló un carro. Chozo se sorprendió. En invierno los encargados de los establos pedían enormes depósitos. Los animales de tiro sacrificados y consumidos no tenían procedencia. Pensó que era un milagro que alguien le confiara un tronco a Asa.
Asa fue directamente al Recinto. Chozo le siguió de cerca, con la cabeza baja, confiado de que Asa no sospecharía de él ni aunque volviera la vista. Las calles estaban llenas de gente.
Asa dejó el carro en una arboleda pública al otro lado de un sendero que avanzaba a lo largo de la pared que ceñía el Recinto. Era una de muchas arboledas similares donde la ciudadanía de Enebro se reunía para los Ritos de los Muertos de Primavera y Otoño. El carro no podía verse desde el sendero.
Chozo se acurrucó entre las sombras de los arbustos y observó a Asa dirigirse hacia la pared del recinto. Alguien tendría que limpiar aquella maleza, pensó Chozo. Hacía que la pared pareciera descuidada. De todos modos, necesitaba algunas reparaciones. Cruzó hasta allá y descubrió un hueco a través del cual podía deslizarse un hombre. Lo atravesó. Asa estaba cruzando un prado despejado, apresurándose colina arriba hacia un bosquecillo de pinos.
La cara interior de la pared estaba enmascarada también por la maleza. Había docenas de fajos de leña entre las hierbas. Asa era más industrioso de lo que Chozo había sospechado. Revolotear alrededor de la pandilla de Krage lo había cambiado. Seguro que lo habían asustado tanto que no había tenido más remedio que reaccionar.
Asa entró entre los pinos. Chozo resopló tras él. Allá delante, Asa sonaba como una vaca abriéndose camino en el sotobosque.
Todo el Recinto estaba descuidado. Cuando Chozo era joven había sido como un parque, un lugar de descanso para aquellos que se habían ido. Ahora tenía el aspecto decrépito que caracterizaba todo el resto de Enebro.
Chozo se arrastró hacia el sonido. ¿Qué demonios estaba haciendo Asa con todo aquel estrépito?
Estaba cortando madera de un árbol caído, apilándola en limpios fajos. Chozo no podía imaginar tampoco a Asa como un hombre ordenado. Qué diferencias podía causar el terror.
Una hora más tarde Chozo estaba dispuesto a abandonar la vigilancia. Tenía frío y hambre y estaba entumecido. Había perdido medio día. Asa no estaba haciendo nada notable. Pero perseveró. Tenía que recuperar su inversión en tiempo. Y un Cuervo irritable aguardaba su informe.
Asa trabajaba duro. Cuando no cortaba, llevaba los fajos de leña hasta su carro. Chozo estaba impresionado.
Se quedó allí, observando, y se dijo que era un estúpido. Aquello no iba a ninguna parte.
Entonces Asa se volvió furtivo. Recogió sus herramientas y las ocultó, miró cautelosamente a su alrededor. Bien, ahí está, pensó Chozo.
Asa echó a andar colina arriba. Chozo resopló tras él. Sus envarados músculos protestaban a cada paso. Asa recorrió más de kilómetro y medio a través de las cada vez más alargadas sombras. Chozo casi lo perdió. Un cliquetear lo puso de nuevo tras su rastro.
El hombrecillo estaba usando acero y pedernal. Se acuclilló sobre una provisión de antorchas envueltas en tela aceitada que tomó de un escondrijo. Encendió una antorcha, se apresuró por entre unos matorrales. Un momento más tarde trepó por unas rocas más allá, desapareció. Chozo le concedió un minuto, luego le siguió. Se deslizó rodeando el peñasco donde había visto a Asa por última vez. Más allá había una grieta en el suelo justo lo bastante grande como para dejar pasar a un hombre.
—Dios mío —susurró Chozo—. Ha encontrado una entrada a las Catacumbas. Está saqueando a los muertos.
* * *
—He vuelto en seguida —jadeó Chozo. Cuervo se mostró regocijado ante su trastornado aspecto—. Sabía que Asa no era limpio, pero nunca soñé que cometiera sacrilegio.
Cuervo sonrió.
—¿No te sientes disgustado?
—No. ¿Por qué lo estás tú? Él no ha robado ningún cadáver.
Le faltó a Chozo el grosor de un cabello para atacarle. Cuervo era peor que Asa.
—¿Consigue mucho con ello?
—No tanto como tú. Los Custodios se quedan con todos los regalos funerarios excepto las urnas de paso. —Cada cadáver en las Catacumbas iba acompañado por una pequeña urna sellada, normalmente fijada a una cadena alrededor de su cuello. Los Custodios no tocaban las pocas monedas que había en ellas. Cuando llegara el Día del Paso, el Barquero pediría que se le pagara por cruzar hasta el Paraíso.
—Todas esas almas varadas —murmuró Chozo. Se explicó.
Cuervo se mostró desconcertado.
—¿Cómo puede alguien con un gramo de sesos creer en esta estupidez? Los muertos están muertos. Quédate quieto, Chozo. Simplemente responde a las preguntas. ¿Cuántos cuerpos hay en las Catacumbas?
—¿Quién sabe? Llevan metiéndolos en ellas desde… Demonios, desde hace un millar de años. Quizá haya millones.
—Deben de estar apilados como leña.
Chozo pensó en aquello. Las Catacumbas eran grandes, pero un millar de años de cadáveres de una ciudad del tamaño de Enebro formaba un buen montón. Miró a Cuervo. Maldito fuera el hombre.
—Es la fechoría de Asa. No lo intentes.
—¿Por qué no?
—Demasiado peligroso.
—Tu amigo no ha sufrido ningún daño.
—Se conforma con poco. Si se vuelve codicioso, resultará muerto. Hay Guardianes ahí abajo. Monstruos.
—Descríbelos.
—No puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—No puedo. Todo lo que nos dicen es que están ahí.
—Entiendo. —Cuervo se puso en pie—. Esto necesita ser investigado. No hables de ello. Especialmente no con Asa.
—Oh, no. —Presa del pánico, Asa podía cometer algo estúpido.
* * *
La noticia corrió por las calles. Krage había enviado a sus dos mejores hombres tras Cuervo. Habían desaparecido. Otros tres se habían desvanecido desde entonces. El propio Krage había resultado herido por un asaltante desconocido. Había sobrevivido tan sólo gracias a la inmensa fuerza de Cuenta. No se esperaba que Cuenta sobreviviera.
Chozo estaba aterrado. Krage no era razonable ni racional. Pidió a Cuervo que se fuera. Cuervo lo miró con desdén.
—Mira, no quiero que te maten aquí —dijo Chozo.
—¿Es malo para el negocio?
—Para mi salud quizá. Ahora va a matarte. La gente dejará de tenerle miedo si no lo hace.
—No aprenderá, ¿eh? Ésta es una maldita ciudad de estúpidos.
Asa se asomó por la puerta.
—Chozo, tengo que hablar contigo. —Estaba asustado—. Krage piensa que lo he entregado a Cuervo. Va tras de mí. Tienes que esconderme, Chozo.
—Y un infierno. —La trampa se estaba cerrando. Dos de ellos allí. Krage lo mataría, seguro, arrojaría a su madre a la calle.
—Chozo, te he proporcionado leña todo el invierno. He mantenido a Krage fuera de tu espalda.
—Oh, seguro. Así que debo dejar que me maten también, ¿eh?
—Me lo debes, Chozo. Nunca le dije a nadie cómo salías de noche con Cuervo. Quizá Krage quiera saber eso, ¿no?
Chozo aferró las manos de Asa y tiró de él hacia adelante, contra la barra. Como si aquello fuera una señal, Cuervo apareció detrás del hombrecillo. Chozo tuvo el atisbo de un cuchillo. Cuervo sujetó a Asa, susurró:
—Vayamos a mi habitación.
Asa se puso pálido. Chozo forzó una sonrisa.
—Sí. —Soltó a Asa, tomó una botella de cerámica de debajo de la barra—. Quiero hablar contigo, Asa. —Recogió tres jarras.
Chozo entró el último, intensamente consciente de la ciega mirada de su madre. ¿Cuánto de todo aquello había oído? ¿Cuánto había imaginado? Últimamente se había mostrado fría. La vergüenza de él se había interpuesto entre ambos. Ya no se consideraba merecedor de su respeto.
Cerró fuertemente su conciencia. ¡Lo hice por ella!
La habitación de Cuervo tenía la única puerta que quedaba en los pisos superiores. Cuervo la mantuvo abierta para Asa y Chozo.
—Siéntate —le dijo a Asa, indicando su camastro. Asa se sentó. Parecía lo bastante asustado como para orinarse encima.
La habitación de Cuervo era tan espartana como sus ropas. No traicionaba el menor asomo de riqueza.
—Lo he invertido, Chozo —dijo Cuervo con una sonrisa burlona—. En transporte marítimo. Sirve el vino. —Empezó a limpiarse las uñas con su cuchillo.
Asa apuró su vino antes de que Chozo terminara de servir el resto.
—Llénaselo de nuevo —dijo Cuervo. Dio un sorbo a su propio vino—. Chozo, ¿por qué has estado sirviéndome ese meado de gatos cuando tenías esto?
—No se lo sirvo a nadie sin que lo pida. Es más caro.
—A partir de ahora tomaré sólo de éste. —Cuervo clavó su mirada en Asa, se palmeó la mejilla con la hoja de su cuchillo.
No, Cuervo no tenía por qué vivir frugalmente. El negocio de los cadáveres debía de ser lucrativo. ¿Invertir? ¿En transporte marítimo? Era extraño que hubiera dicho aquello. Dónde iba el dinero podía ser tan interesante como de dónde procedía.
—Has amenazado a mi amigo —dijo Cuervo—. Oh. Disculpa, Chozo. Mal expresado. Es socio, no amigo. Los socios no tienen que gustarse el uno al otro. Hombrecillo, ¿tienes algo que decir en tu favor?
Chozo se estremeció. Maldito Cuervo. Había dicho aquello para que Asa lo divulgara a los cuatro vientos. El bastardo estaba tomando control de su vida. Mordisqueándola como un ratón destruyendo lentamente un pedazo de queso.
—De veras, señor Cuervo. No pretendía nada. Estaba asustado. Krage piensa que lo delaté. Tengo que esconderme, y Chozo se asustó de hacerlo. Simplemente estaba intentando que él…
—Cállate. Chozo, creí que él era tu amigo.
—Sólo le hice algunos favores. Sentía lástima por él.
—Lo protegiste de las inclemencias del tiempo, pero no de las de sus enemigos. Eres una auténtica maravilla sin entrañas, Chozo. Quizá cometí un error. Iba a hacerte socio de pleno derecho. A traspasarte finalmente todo el negocio. Pensé que te hacía un favor. Pero eres una mierda despreciable. Sin el valor de negarlo. —Se dio la vuelta—. Habla, hombrecillo. Háblame de Krage. Háblame del Recinto.
Asa se puso blanco. No abrió la boca hasta que Cuervo amenazó con llamar a los Custodios.
* * *
Las rodillas de Chozo entrechocaban entre sí. El mango de su cuchillo de carnicero estaba mojado y resbaladizo por el sudor. No hubiera podido usar la hoja, pero Asa estaba demasiado asustado para verlo. Lanzó un grito ahogado a su yunta y se puso en marcha. Cuervo le siguió en su propio carro. Chozo miró a través del valle. El castillo negro se alzaba ominoso en el horizonte al norte, arrojando su temible sombra sobre Enebro.
¿Por qué estaba allí? ¿De dónde había venido? Rechazó las preguntas. Mejor ignorarlo.
¿Cómo se había metido en aquello? Temía lo peor. Cuervo no tenía sensibilidad.
Abandonaron los carros en el bosquecillo, entraron en el Recinto. Cuervo examinó la pila de madera de Asa.
—Traslada esos haces a los carros. Apílalos junto a ellos por el momento.
—No puedes coger mi leña —protestó Asa.
—Cállate. —Cuervo empujó un haz a través de la pared—. Tú primero, Chozo. Hombrecillo, te perseguiré si echas a correr.
Habían trasladado una docena de haces cuando Asa susurró:
—Chozo, uno de los esbirros de Krage nos está vigilando. —Estaba al borde del pánico.
Cuervo no se sintió disgustado por la noticia.
—Vosotros dos id a preparar haces en el bosque.
Asa protestó. Cuervo le miró con ojos furiosos. Asa se encaminó colina arriba.
—¿Cómo lo sabe? —le gimió a Chozo—. Nunca me siguió. Estoy seguro de eso.
Chozo se encogió de hombros.
—Quizá sea un hechicero. Siempre sabe lo que estoy pensando.
Cuervo había desaparecido cuando volvieron. Chozo miró a su alrededor, decidió nerviosamente:
—Vayamos a buscar otra carga.
Cuervo les aguardaba en el siguiente viaje.
—Llevad estos haces al carro de Asa.
—He aquí la lección —dijo Chozo, señalando al carro. La sangre resbalaba por entre las tablas del piso, rezumando de debajo de un montón de madera—. ¿Ves qué tipo de hombre es?
—Ahora colina arriba —ordenó Cuervo cuando regresaron—. Abre camino, Asa. Prepara las herramientas y las antorchas para empezar.
La sospecha clavó sus dientes en Chozo mientras observaba a Cuervo acumular mantillo. Pero no. Ni siquiera Cuervo llegaría tan bajo. ¿Llegaría?
Se detuvieron mirando por la oscura boca al submundo.
—Tú primero, Asa —dijo Cuervo. Reluctante, Asa descendió—. Tú eres el siguiente, Chozo.
—Ten compasión, Cuervo.
—Sigue adelante.
Entraron. Cuervo bajó detrás de ellos.
Las Catacumbas tenían un olor carnal, pero más débil del que Chozo había anticipado. Una corriente de aire agitó la antorcha de Asa.
—Alto —dijo Cuervo. Tomó la antorcha, examinó la hendidura a través de la cual habían entrado, asintió, devolvió la antorcha—. Adelante.
La caverna se ensanchaba y se abría a una cueva más grande. Asa se detuvo a medio camino de ella. Chozo se detuvo también. Estaba rodeado de huesos. Huesos en el suelo de la cueva, huesos en salientes en las paredes, esqueletos colgando de ganchos. Huesos sueltos en pilas y montones, todos ellos mezclados. Esqueletos durmiendo en medio de la mezcolanza. Huesos aún envueltos en jirones de tela funeraria. Cráneos mirando desde clavijas de madera en la pared del fondo, ojos vacíos siniestros a la luz de la antorcha. Una urna de paso compartía cada clavija.
Había cuerpos momificados también, aunque sólo unos pocos. Sólo los ricos pedían momificación. Aquí las riquezas no significaban nada. Estaban amontonados con todos los demás.
—Es un lugar realmente viejo —ofreció Asa—. Los Custodios ya no vienen por aquí, excepto quizá para deshacerse de los huesos sueltos. Toda la cueva está llena de esta forma, como si simplemente los hubieran apartado fuera del camino.
—Déjame mirar —dijo Cuervo.
Asa tenía razón. La caverna se estrechaba y su techo descendía. El pasadizo estaba sembrado con huesos. Chozo notó la ausencia de cráneos y urnas.
Cuervo rió quedamente.
—Vuestros custodios no son tan apasionados respecto a los muertos como tú pensabas, Chozo.
—Las cámaras que ves durante los Ritos de Primavera y Otoño no son así —admitió Chozo.
—No creo que a nadie le importen ya los antiguos —dijo Asa.
—Volvamos —sugirió Cuervo. Mientras caminaban, observó—: Todos terminaremos aquí arriba. Ricos o pobres, débiles o fuertes. —Pateó una momia—. Pero los ricos se mantienen en mejor forma. Asa, ¿qué hay abajo por el otro lado?
—Nunca he ido más allá de un centenar de metros. Más de lo mismo. —Estaba intentando abrir una urna de paso.
Cuervo gruñó, tomó una urna, la abrió, dejó caer varias monedas en su mano. Las acercó a la antorcha.
—Hummm. ¿Cómo explicas su antigüedad, Asa?
—El dinero no tiene procedencia —dijo Chozo.
Asa asintió.
—Y yo lo cojo como si hubiera hallado un tesoro enterrado.
—Entiendo. Sigamos.
Pronto, Asa dijo:
—Nunca he ido más allá de aquí.
—Sigamos adelante.
Caminaron hasta que incluso Cuervo respondió a la opresión de la caverna.
—Ya es suficiente. Volvamos a la superficie. —Una vez arriba, dijo—: Toma las herramientas. Maldita sea, había esperado algo mejor.
Pronto estaban de vuelta con una pala y cuerdas.
—Chozo, cava un hueco aquí. Asa, agarra este extremo de la cuerda. Cuando grite, empieza a tirar. —Cuervo descendió a las Catacumbas.
Asa permaneció clavado en el suelo, como le habían dicho. Chozo cavó. Al cabo de un rato, Asa preguntó:
—Chozo, ¿qué está haciendo?
—¿No lo sabes? Creía que sabías todo lo que hacía.
—Sólo se lo dije así a Krage. No pude mantenerme despierto toda la noche.
Chozo hizo una mueca, echó a un lado otra palada de tierra. Podía ver cómo trabajaba Asa. Durmiendo de algún modo la mayor parte del tiempo. Espiar debía de haber interferido con su recogida de leña y su robo de tumbas.
Chozo se sintió aliviado. Asa no sabía lo que él y Cuervo habían hecho. Pero se enteraría antes de que transcurriera mucho tiempo.
Miró dentro de sí mismo y halló poca autorrepugnancia. ¡Maldita sea! Ya se había acostumbrado a aquellos crímenes. Cuervo lo estaba modelando a su propia imagen.
Cuervo gritó. Asa tiró. Llamó:
—Chozo, échame una mano, no puedo yo solo.
Resignado, Chozo se le unió. Su botín era exactamente lo que había esperado, una momia que se deslizó fuera de la oscuridad como algún habitante de las profundidades de algún año anterior. Desvió la mirada.
—Agarra sus pies, Asa.
Asa reprimió una náusea.
—Dios mío, Chozo. Dios mío. ¿Qué estás haciendo?
—Estate quieto y haz lo que te han dicho. Ésta es la mejor forma. Agarra sus pies.
Trasladaron el cuerpo junto a la maleza al lado del pozo de Chozo. Una urna de paso rodó fuera de un hatillo atado sobre su pecho. El hatillo contenía otras dos docenas de urnas. Bien. El agujero era para enterrar las urnas vacías. ¿Por qué Cuervo no se llenaba los bolsillos allá abajo?
—Salgamos de aquí, Chozo —gimió Asa.
—Vuelve a tu cuerda. —Tomó su tiempo vaciar las urnas. Y Cuervo tenía dos hombres ahí arriba con poco que hacer salvo pensar. Así que se atarearon. Y era un incentivo, por supuesto. Dos docenas de urnas con cada cadáver significaban en conjunto un montón.
—Chozo…
—¿Adónde piensas echar a correr, Asa? —El día era claro y sorprendentemente cálido, pero seguía siendo invierno. No había ninguna forma de salir de Enebro—. Te encontrará. Vuelve a tu cuerda. Ahora estás en ello, te guste o no. —Chozo siguió cavando.
Cuervo envió seis momias. Cada una llevaba su hatillo de urnas. Luego regresó. Estudió el ceniciento rostro de Asa, la resignación de Chozo.
—Tu turno, Chozo.
Chozo tragó saliva, abrió la boca, engulló su protesta, se dirigió hacia el agujero. Se detuvo a su lado, al grosor de un cabello de la rebelión.
—Vamos, Chozo. No tenemos todo el día.
Chozo de Castañas descendió entre los muertos.
Pronto tuvo la sensación de que llevaba toda una eternidad en las Catacumbas, seleccionando aturdidamente cadáveres, recogiendo urnas, arrastrando su horrible botín a la cuerda. Su mente había entrado en otra realidad. Esto era el sueño, la pesadilla. Al principio no comprendió cuando Cuervo le pidió que subiera.
Se arrastró al crepúsculo exterior.
—¿Ya es suficiente? ¿Podemos irnos?
—No —respondió Cuervo—. Hemos recogido dieciséis. Imagino que podemos meter treinta en los carros.
—Oh. Está bien.
—Tú tira de la cuerda —dijo Cuervo—. Asa y yo bajaremos.
Chozo tiró de la cuerda. A la plateada luz de una luna en sus tres cuartos, los rostros de los muertos parecían acusadores. Se tragó su repugnancia y fue colocando cada momia con las demás, luego vació las urnas.
Estuvo tentado de tomar el dinero y huir. Se quedó más por codicia que por miedo a Cuervo. Esta vez era un socio. Treinta cuerpos a treinta levas significaba novecientas levas a repartir. Aunque se llevara la parte más pequeña, sería más rico de lo que nunca había soñado.
¿Qué era eso? No la orden de Cuervo de tirar. Sonaba como alguien gritando… Casi echó a correr. Dejó caer las monedas que tenía en la mano. El aullido de Cuervo le recompuso. El frío y calmado desdén del hombre había desaparecido.
Chozo tiró. Éste era pesado. Gruñó, se tensó… Apareció Cuervo gateando furiosamente. Sus ropas estaban desgarradas. Un sangrante chirlo marcaba una de sus mejillas. Su cuchillo estaba rojo. Giró, agarró la cuerda.
—¡Tira! —gritó—. ¡Maldita sea, tira!
Asa apareció un momento más tarde, atado a la cuerda.
—¿Qué ha ocurrido? Dios mío, ¿qué ha ocurrido? —Asa respiraba, pero eso era todo.
—Algo saltó sobre nosotros. Le alcanzó antes de que yo pudiera matarlo.
—Un Guardián. Te advertí. Coge otra antorcha. Veamos lo mal que está. —Cuervo se quedó simplemente sentado allí, el rostro enrojecido. Chozo fue a buscar la antorcha, la encendió.
Las heridas de Asa no eran tan malas como había temido. Había mucha sangre y Asa estaba en estado de shock, pero no se estaba muriendo.
—Tendríamos que sacarlo de aquí, Cuervo. Antes de que vengan los Custodios.
Cuervo recobró su compostura.
—No. Sólo era uno. Lo maté. Ya que estamos en esto, terminemos con ello.
—¿Qué hay con Asa?
—No lo sé. Pongámonos a trabajar.
—Cuervo, estoy agotado.
—Vas a estar mucho más agotado antes de que terminemos. Vamos. Pongamos en orden todo esto.
Trasladaron los cuerpos a los carros, luego las herramientas, luego llevaron a Asa. Mientras pasaban el mantillo a través de la pared, Chozo preguntó:
—¿Qué hacemos con él?
Cuervo le miró como si fuera un idiota.
—¿Qué piensas tú, Chozo?
—Pero…
—Eso no importa mucho ahora, ¿verdad?
—Supongo que no. —Pero sí importaba. Asa no era mucho, pero Chozo lo conocía. No era un amigo, pero se habían ayudado el uno al otro…—. No. No puedo hacerlo, Cuervo. Él puede salirse. Si estuviera seguro de que no había otra solución, sí. De acuerdo. Nada de cuerpo, nada de preguntas. Pero no puedo matarlo.
—Bien. Un poco de espíritu después de todo. ¿Cómo vas a mantenerlo callado? Es del tipo que hace que se corten gargantas con su bocaza.
—Yo me ocuparé de él.
—Lo que tú digas, socio. Es tu cuello.
Era ya noche cerrada cuando alcanzaron el castillo negro. Cuervo iba primero. Chozo le seguía de cerca. Entraron en el mismo pasadizo de antes. El procedimiento fue el mismo. Después de depositar los cuerpos, una figura alta y delgada revisó las hileras.
—Diez. Diez. Treinta. Diez. —Y así sucesivamente.
Cuervo protestó vigorosamente. La única oferta por encima de diez era por el hombre que les había seguido hasta el recinto y por Asa, que permanecía en su carro.
El ser alto se enfrentó a Cuervo.
—Ésos llevan muertos demasiado tiempo. Tienen poco valor. Vuelve a llevártelos si no estás satisfecho.
—De acuerdo. De acuerdo. Tú ganas.
El ser contó las monedas. Cuervo se embolsó seis de cada diez.
Tendió el resto a Chozo. Mientras lo hacía, le dijo al ser alto:
—Este hombre es mi socio. Puede que la próxima vez venga solo.
La figura alta inclinó la cabeza, tomó algo de entre sus ropas, se lo tendió a Chozo. Era un pendiente de plata con la forma de dos serpientes entrelazadas.
—Lleva esto si vienes solo —dijo Cuervo—. Es tu salvoconducto. —Bajo su helada mirada, Chozo deslizó el pendiente en un bolsillo ya lleno de plata.
Hizo cálculos. Su parte eran ciento doce levas. Hubiera necesitado la mitad de una década para acumular honestamente esa cantidad. ¡Era rico! ¡Maldita sea, era rico! Podía hacer cualquier cosa que deseara. No más deudas. No más Krage matándolo lentamente. No más gachas en cada comida. Convertir El Lirio en algo decente. Quizás encontrar un lugar donde su madre pudiera ser cuidada como correspondía. Mujeres. Todas las mujeres que deseara.
Mientras volvía a su carro, captó un gran trozo de pared que no estaba allí en su última visita. Un rostro le miró desde ella. Era el rostro del hombre que él y Cuervo habían traído vivo. Sus ojos le miraron fijamente.