Chozo había dado a Krage sólo nueve de las diez levas. La moneda que conservó sirvió para comprar leña, vino y cerveza para volver a llenar sus reservas. Luego otros acreedores se enteraron de su repentina prosperidad. Su ligero cambio de fortuna no le hizo ningún bien. Cumplió con su siguiente pago a Krage pidiendo prestado a un prestamista llamado Gilbert.
Se descubrió deseando que muriera alguien más. Otras diez levas le permitirían pasar holgadamente el resto del invierno.
Y era duro aquel invierno. Nada se movía en el puerto. No había trabajo en el Coturno. El único asomo de buena suerte para Chozo era Asa. Asa traía leña cada vez que escapaba de Krage, en un patético esfuerzo por comprar un amigo.
Asa llegó con una carga. Dijo en privado:
—Será mejor que vigiles, Chozo. Krage se enteró de que le habías pedido prestado a Gilbert. —Chozo se puso gris—. Tiene un comprador para El Lirio. Ya está empezando a reunir chicas.
Chozo asintió. Los alcahuetes reclutaban mujeres desesperadas en esta época del año. Cuando el verano trajera a los marineros, estarían preparadas.
—El muy bastardo. Me hizo pensar que me daba un respiro. Hubiera debido conocerle mejor. De esta forma tiene mi dinero y mi negocio. El muy bastardo.
—Bueno, yo te he advertido.
—Sí. Gracias, Asa.
El siguiente vencimiento de Chozo llegó como un juggernaut. Gilbert le negó otro préstamo. Pequeños acreedores asediaban El Lirio. Krage los estaba dirigiendo hacia el local de Chozo.
Ofreció a Cuervo una jarra.
—¿Puedo sentarme?
El asomo de una sonrisa cruzó los labios de Cuervo.
—Es tu local. —Y—: No has estado muy amigable últimamente, Chozo.
—Estoy nervioso —mintió Chozo. Cuervo irritaba su conciencia—. Preocupado por mis deudas.
Cuervo vio a través de la excusa.
—¿Quizá piensas que yo puedo ayudarte?
—Sí —casi gruñó Chozo.
Cuervo rió quedamente. Chozo creyó detectar una nota de triunfo.
—De acuerdo, Chozo. ¿Esta noche?
Chozo imaginó a su madre siendo cargada en el carro por los Custodios. Tragó su disgusto hacia sí mismo.
—Sí.
—Muy bien. Pero esta vez eres un ayudante, no un socio. —Chozo tragó saliva y asintió—. Mete a la vieja en la cama y luego baja. ¿Has entendido?
—Sí —susurró Chozo.
—Bien. Ahora vete. Me irritas.
—Sí, señor. —Chozo se retiró. No pudo mirar a nadie a los ojos durante todo el resto del día.
* * *
Un fuerte viento aullaba descendiendo por el valle de Puerto, moteado con copos de nieve. Chozo se estremeció miserablemente, con el asiento del carro convertido en una barra de hielo bajo sus posaderas. El tiempo estaba empeorando.
—¿Por qué esta noche? —gruñó.
—Es el mejor momento. —Los dientes de Cuervo castañeteaban—. No es probable que seamos vistos. —Giró hacia el Camino del Cerero, del que partían innumerables callejones estrechos—. Éste es un buen territorio de caza. Con este tiempo se arrastran a los callejones y mueren como moscas.
Chozo se estremeció. Era demasiado viejo para esto. Pero por esto estaba aquí. Así que tendría que enfrentarse al tiempo cada noche.
Cuervo detuvo el carro.
—Comprueba este callejón.
Los pies de Chozo empezaron a dolerle al instante mismo en el que apoyó su peso sobre ellos. Bien. Al menos sentía algo. No estaban helados.
Había poca luz en el callejón. Buscó más por el tacto que por la vista. Halló un bulto debajo de un saliente, pero se agitó y murmuró algo. Echó a correr.
Alcanzó el carro en el momento en que Cuervo dejaba caer algo en su fondo. Chozo desvió la vista. El chico no podía tener más de doce años. Cuervo ocultó el cuerpo con paja.
—Ya tenemos uno. En noches como ésta, deberíamos encontrar todo un cargamento.
Chozo ahogó sus protestas, volvió a ocupar su asiento. Pensó en su madre. No duraría una noche en la calle.
Halló su primer cadáver en el siguiente callejón. El viejo se había caído y se había helado porque no había conseguido ponerse de nuevo en pie. Con dolor en el alma, Chozo arrastró el cuerpo hasta el carro.
—Va a ser una buena noche —observó Cuervo—. No hay competencia. Los Custodios no salen con este tiempo. —Y suavemente—: Espero que consigamos un buen montón.
Más tarde, después de que se hubieran trasladado a la zona de los muelles y cada uno hubiera encontrado un nuevo cadáver, Chozo preguntó:
—¿Por qué haces esto?
—Yo también necesito dinero. Tengo que viajar una larga distancia. De esta forma consigo mucho, rápido y sin demasiado riesgo.
Chozo pensó que los riesgos eran mucho más grandes de lo que Cuervo admitía. Podían hacerlos pedazos.
—Tú no eres de Enebro, ¿verdad?
—Soy del sur. Un marinero varado.
Chozo no le creyó. El acento de Cuervo no era en absoluto del sur, por suave que fuera. Pero no tuvo el valor de llamarle mentiroso y presionarle para que dijera la verdad.
La conversación continuó a trancas y barrancas. Chozo no descubrió nada más acerca de los antecedentes y los motivos de Cuervo.
—Vamos por ahí —le dijo Cuervo—. Comprobaré esta parte. La última parada, Chozo. Y con eso terminamos.
Chozo asintió. Deseaba que terminara la noche. Para su disgusto, había empezado a ver a la gente de la calle como objetos, y los odiaba por morirse en lugares tan malditamente inconvenientes.
Oyó una suave llamada, se volvió rápidamente. Cuervo había recogido uno. Era suficiente. Corrió hacia el carro.
Cuervo estaba en el pescante, aguardando. Chozo subió, se acurrucó, se protegió el rostro del viento. Cuervo puso las mulas en movimiento.
El carro estaba a medio camino de cruzar el puente sobre el Río Puerto cuando Chozo oyó un gemido.
—¿Qué? —¡Uno de los cuerpos se estaba moviendo!—. Oh. Oh, mierda, Cuervo…
—Va a morir de todos modos.
Chozo se hundió en sí mismo, miró a lo edificios de la orilla norte. Deseaba discutir, deseaba pelear, deseaba hacer cualquier cosa para negar aquella parte de su atrocidad.
Alzó la vista una hora más tarde y no reconoció nada. Unas pocas casas grandes flanqueaban el camino, ampliamente espaciadas, con las ventanas a oscuras.
—¿Dónde estamos?
—Casi hemos llegado. Media hora, a menos que el camino esté demasiado helado.
Chozo imaginó el carro deslizándose a una zanja. ¿Y entonces qué? ¿Abandonarlo todo y esperar que el carro no pudiera ser rastreado? El miedo reemplazó la aversión.
Entonces se dio cuenta de dónde estaban. No había nada ahí arriba excepto aquel maldito castillo negro.
—Cuervo…
—¿Qué ocurre?
—Te diriges al castillo negro.
—¿Y adónde crees que vamos?
—¿Vive gente ahí?
—Sí. ¿Cuál es tu problema?
Cuervo era un extranjero. No podía comprender hasta qué punto el castillo negro afectaba a Enebro. La gente que se acercaba demasiado a él desaparecía. Enebro prefería fingir que el lugar no existía.
Chozo expresó tartamudeando sus miedos. Cuervo se encogió de hombros.
—Muestras tu ignorancia.
Chozo vio la oscura sombra del castillo a través de la nieve. La nevada era más ligera allí, pero el viento más fuerte. Resignado, murmuró:
—Está bien, adelante.
La oscura masa se resolvió en almenas, espiras, torres. No se veía ninguna luz por ninguna parte. Cuervo se detuvo delante de una alta puerta, bajó del carro. Golpeó un pesado llamador. Chozo se estremeció, esperó que no hubiera respuesta.
La puerta se abrió inmediatamente. Cuervo volvió a subir al pescante del carro.
—Adelante, mulas.
—¿Vas a entrar?
—¿Por qué no?
—No. En absoluto. No.
—Cállate, Chozo. Si quieres tu dinero, ayudarás a descargar.
Chozo reprimió un quejido. Aquél no había sido el trato.
Cuervo condujo el carro a través de la puerta, giró a la derecha, se detuvo debajo de un amplio arco. Una única linterna hendió la oscuridad que anegaba el pasadizo. Cuervo bajó. Chozo le siguió, con los nervios a flor de piel. Arrastraron los cuerpos fuera del carro y los depositaron sobre las losas de piedra, a un lado. Luego Cuervo dijo:
—Vuelve a subir al carro. Mantén la boca cerrada.
Un cuerpo se agitó. Chozo gruñó. Cuervo pellizcó salvajemente su pierna.
—Cállate.
Apareció una forma sombría. Era alta, delgada, vestida con unos pantalones negros sueltos y una camisa con capucha. Examinó brevemente cada cuerpo, pareció complacido. Se enfrentó a Cuervo. Chozo captó un atisbo de un rostro, todo él sombras y ángulos, lustroso, oliváceo, frío, con un par de ojos ligeramente luminosos.
—Treinta. Treinta. Cuarenta. Treinta. Setenta —dijo.
Cuervo rectificó:
—Treinta. Treinta. Cincuenta. Treinta. Cien.
—Cuarenta. Ochenta.
—Cuarenta y cinco. Noventa.
—Cuarenta. Noventa.
—Hecho.
¡Estaban regateando! Cuervo no estaba interesado en discutir sobre los viejos. El ser alto no pensaba mejorar su oferta por los jóvenes. Pero el hombre agonizante era negociable.
Chozo observó al ser alto contar monedas a los pies de los cadáveres. ¡Era una maldita fortuna! ¡Doscientas veinte piezas de plata! Con eso podría derribar entero El Lirio y construir un nuevo lugar. Podría salirse completamente del Coturno.
Cuervo metió las monedas en el bolsillo de su chaqueta. Entregó a Chozo cinco.
—¿Eso es todo?
—¿No es suficiente por una noche de trabajo?
Era suficiente para todo un mes de trabajo, e incluso un poco más.
Pero recibir sólo cinco de las doscientas veinte…
—La otra vez éramos socios —dijo Cuervo, subiendo al asiento del conductor—. Quizá volvamos a serlo. Pero esta noche eres un simple contratado. ¿Entiendes? —Había un filo cortante en su voz. Chozo asintió, asaltado por nuevos temores.
Cuervo hizo retroceder el carro. Chozo sintió un repentino estremecimiento. Aquella arcada estaba tan caliente como el infierno. Se estremeció, captó el hambre de la cosa que les observaba.
Oscura, vitrificada piedra sin uniones pasó por su lado.
—¡Dios mío! —Podía ver dentro de la pared. Vio huesos, fragmentos de huesos, cuerpos, fragmentos de cuerpos, todo suspendido como si flotara en la noche. Cuando Cuervo giró hacia la puerta, vio un rostro que le miraba.
—¿Qué clase de lugar es éste?
—No lo sé, Chozo. No quiero saberlo. Todo lo que me importa es que pagan buen dinero. Lo necesito. Tengo un largo camino que recorrer.