Chozo estaba cada vez más asustado a medida que pasaban los días. Tenía que conseguir algo de dinero. Krage estaba difundiendo la noticia. Tenía intención de convertirle en un ejemplo.
Reconoció la táctica. Krage deseaba asustarle hasta el punto de que firmara la cesión de El Lirio. El lugar no era gran cosa, pero estaba condenadamente seguro de que valía mucho más de lo que debía. Krage lo revendería por varias veces su inversión. O lo convertiría en una casa de putas. Y Chozo de Castañas y su madre se encontrarían en la calle, con la mortífera risa del invierno aullando ante sus rostros.
Mata a alguien, había dicho Krage. Roba a alguien. Chozo consideró ambas posibilidades. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conservar El Lirio y proteger a su madre.
¡Si tan sólo pudiera conseguir auténticos clientes! No tenía más que oportunistas y gorrones de una sola noche. Necesitaba clientes residenciales. Pero no podía conseguirlos sin arreglar antes el lugar. Y no podía hacer eso sin dinero.
Asa cruzó la puerta. Pálido y asustado, se dirigió a toda prisa a la barra.
—¿Todavía no has encontrado una provisión de leña? —preguntó Chozo.
El hombrecillo negó con la cabeza, deslizó dos gershs sobre la barra.
—Ponme una jarra.
Chozo metió las monedas en su caja. Uno no cuestionaba la procedencia del dinero. No tenía memoria. Sirvió una jarra hasta el borde. Asa tendió ansiosamente la mano hacia ella.
—Oh, no —dijo Chozo—. Háblame de ello.
—Vamos, Chozo. Te he pagado.
—Por supuesto. Y te daré la jarra cuando me digas por qué estás tan agitado.
—¿Dónde está ese Cuervo?
—Arriba. Durmiendo. —Cuervo había estado en pie toda la noche.
Asa se estremeció un poco más.
—Dame eso, Chozo.
—Habla.
—Muy bien. Krage y Rojo me agarraron. Querían saber acerca de Cuervo.
Así supo Chozo cómo había conseguido Asa el dinero. Había intentado vender a Cuervo.
—Cuéntame más.
—Simplemente deseaban saber sobre él.
—¿Qué era lo que querían saber?
—Si alguna vez sale de aquí.
—¿Por qué?
Asa dudó. Chozo retiró la jarra.
—Está bien. Tenían a dos hombres vigilándole. Desaparecieron. Nadie sabe nada de ellos. Krage está furioso. —Chozo le entregó el vino. Lo apuró de un solo trago.
Chozo miró hacia la escalera, se estremeció. Quizás había subestimado a Cuervo.
—¿Dijo algo Krage acerca de mí?
—Me vendría muy bien otra jarra, Chozo.
—Te daré otra jarra. Sobre tu cabeza.
—No te necesito, Chozo. Establecí una conexión. Puedo dormir en lo de Krage siempre que quiera.
Chozo gruñó, convirtió su rostro en una máscara.
—Tú ganas. —Sirvió más vino.
—Te piensa poner fuera del negocio, Chozo. Le cueste lo que le cueste. Ha decidido que estás aliado con Cuervo. —Una pequeña sonrisa perversa—. Sólo que no puede imaginar de dónde has sacado los redaños para conchabarte con él.
—No es cierto. No tengo nada que ver con Cuervo, Asa. Tú lo sabes.
Asa gozó de su momento.
—Intenté decírselo a Krage, Chozo. No quiso oírme.
—Bébete tu vino y lárgate, Asa.
—¿Chozo? —El viejo gemido llenó la voz de Asa.
—Ya me has oído. Fuera. Vuelve con tus nuevos amigos. Mira cuánto tiempo les eres útil.
—¡Chozo…!
—Te arrojarán de vuelta a la calle, Asa. Justo a mi lado y al de mamá. A patadas, chupasangre.
Asa engulló su vino y huyó, los hombros tensos contra su cuello. Había experimentado el sabor de la verdad en las palabras de Chozo. Su asociación con Krage sería frágil y breve.
* * *
Chozo intentó advertir a Cuervo. Cuervo le ignoró. Chozo limpió jarras, observó a Cuervo charlar con Linda en el absoluto silencio del lenguaje de los signos, e intentó imaginar alguna forma de dar un golpe en la parte alta de la ciudad. Normalmente pasaba esas primeras horas observando a Linda e intentando imaginar una forma de lograr el acceso a ella, pero últimamente el puro terror de la calle había abolido su atrevimiento.
Un grito como el de un cerdo al que le cortan la garganta brotó de escaleras arriba.
—¡Madre! —Chozo subió los peldaños de dos en dos.
Su madre estaba en la puerta del gran dormitorio de las literas, jadeando.
—¿Madre? ¿Qué ocurre?
—Hay un hombre muerto ahí dentro.
El corazón de Chozo dio un vuelco. Entró en la habitación. Un hombre viejo yacía en la litera del fondo de la derecha al lado de la puerta.
Había habido sólo cuatro clientes en la habitación de las literas la última noche. A seis gershs por cabeza. La habitación tenía dos metros de ancho por cuatro de largo, con veinticuatro plataformas apiladas de seis en alto. Cuando la habitación estaba llena, Chozo cobraba dos gershs por dormir recostado contra una cuerda tendida verticalmente en el centro.
Chozo tocó al viejo. Su piel estaba fría. Llevaba horas muerto.
—¿Quién era? —preguntó la vieja Junio.
—No lo sé. —Chozo registró sus harapientas ropas. Halló cuatro gershs y un anillo de hierro—. ¡Maldita sea! —No podía quedarse con aquello. Los Custodios sospecharían si no hallaban nada—. Tenemos mala suerte. Es nuestro cuarto cadáver en lo que va de año.
—Son los clientes, hijo. Todos tienen ya un pie en las Catacumbas.
Chozo escupió.
—Será mejor mandar llamar a los Custodios.
Una voz dijo:
—Ya ha aguardado mucho tiempo, dejemos que aguarde un poco más.
Chozo se volvió en redondo. Cuervo y Linda estaban de pie detrás de su madre.
—¿Qué?
—Puede que sea la respuesta a tus problemas —dijo Cuervo. E inmediatamente Linda empezó a hacer signos tan rápido que Chozo no pudo captar ni uno de cada veinte. Evidentemente le estaba diciendo a Cuervo que no hiciera algo. Cuervo la ignoró.
—¡Chozo! —restalló la vieja Junio. Su voz estaba llena de advertencia.
—No te preocupes, mamá. Yo me ocuparé. Sigue adelante con tu trabajo. —Junio estaba ciega, pero cuando su salud se lo permitía vaciaba los orinales y se ocupaba de lo que podía pasar por servicio de habitaciones, principalmente desempolvando las camas para matar pulgas y piojos. Cuando su salud la confinaba en la cama, Chozo traía a su primo Eximio, un inútil como Asa, pero con esposa e hijos. Chozo lo utilizaba por pura lástima hacia su esposa.
Se encaminó escaleras abajo. Cuervo lo siguió, discutiendo todavía con Linda. Por un momento Chozo se preguntó si Cuervo no estaría desperdiciando a la muchacha. Sería una maldita pérdida de espléndida carne femenina.
¿Cómo podía un hombre muerto con cuatro gershs encima librarle de Krage? Respuesta: No podía. No legítimamente.
Cuervo se acomodó en su taburete habitual. Extendió un puñado de cobres.
—Vino. Ponte una jarra para ti también.
Chozo recogió las monedas, las depositó en su caja. Su contenido era lamentable. Ni siquiera estaba cubriendo gastos. Estaba condenado. Podía librarse milagrosamente de su deuda con Krage y aún así seguiría condenado.
Depositó una jarra delante de Cuervo, se sentó en otro taburete. Se sentía mucho más viejo que sus años, e infinitamente cansado.
—Dime.
—El viejo. ¿Quién era? ¿Quién era su gente?
Chozo se encogió de hombros.
—Sólo alguien que quería librarse del frío. El Coturno está lleno de ellos.
—Así es.
Chozo se estremeció ante el tono de Cuervo.
—¿Estás proponiendo lo que estoy pensando?
—¿Qué es lo que estás pensando?
—No lo sé. ¿Para qué sirve un cadáver? Quiero decir, incluso los custodios se limitan a meterlo en las Catacumbas.
—Supongamos que haya un comprador.
—Lo estoy suponiendo.
—¿Y?
—¿Qué es lo que tendría que hacer yo? —Su voz apenas cruzó la mesa. No podía imaginar crimen más detestable. Incluso el más bajo de los muertos de la ciudad era honrado por encima de los vivos. Un cadáver era un objeto sagrado. El Recinto era el epicentro de Enebro.
—Muy poco. A última hora de la noche, lleva el cuerpo a la puerta de atrás. ¿Puedes hacerlo?
Chozo asintió débilmente.
—Bien. Termina tu vino.
Chozo apuró su jarra de un solo trago. Se sirvió otra, se puso a pulir sus jarras industriosamente. Era un mal sueño. Pero tendría que seguir adelante.
* * *
El cadáver parecía no pesar casi nada, pero Chozo tuvo dificultades en bajarlo por las escaleras. Había bebido demasiado. Cruzó la sala común en sombras, caminando con exagerado cuidado. La gente se apiñaba cerca del fuego, y su aspecto era demoníaco al apagado resplandor rojo de las últimas ascuas.
Uno de los pies del viejo derribó un pote cuando Chozo entró en la cocina. Se inmovilizó. No ocurrió nada. Los latidos de su corazón volvieron gradualmente a la normalidad. No dejó de recordarse que hacía aquello para que su madre no tuviera que congelarse en el invierno de las calles.
Golpeó la puerta con la rodilla. Al instante ésta giró hacia el interior. Una sombra siseó:
—Apresúrate —y agarró los pies del viejo, ayudó a Chozo a cargarlo en un carro.
Jadeante, aterrado, Chozo croó:
—¿Y ahora qué?
—Vete a la cama. Recibirás tu parte por la mañana.
El suspiro de alivio de Chozo casi se convirtió en lágrimas.
—¿Cuánto?
—Un tercio.
—¿Sólo un tercio?
—Yo corro todo el riesgo. Tú ya estás a salvo.
—De acuerdo. ¿Cuánto será eso?
—El mercado oscila. —Cuervo se alejó. Chozo cerró la puerta, se reclinó contra ella con los ojos cerrados. ¿Qué había hecho?
Alimentó el fuego y se fue a la cama, permaneció tendido escuchando los ronquidos de su madre. ¿Había sospechado algo? Quizá no. A menudo los Custodios aguardaban hasta la noche. Podía decirle que estaba durmiendo cuando acudieron a buscarlo.
No pudo dormir. ¿Quién sabía algo acerca de la muerte? Si se difundía la noticia, la gente se haría preguntas. Empezarían a sospechar lo insospechable.
¿Y si Cuervo era atrapado? ¿Le harían hablar los Inquisidores? Cabestro podía hacer cantar a una piedra.
Estudió a su madre durante toda la mañana siguiente. No habló excepto monosílabos, pero ésa era su costumbre.
Cuervo apareció poco después del mediodía.
—Té y un bol de gachas, Chozo. —Cuando pagó, no depositó ningún cobre sobre la barra.
Chozo abrió mucho los ojos. Había diez levas de plata extendidas ante él. ¿Diez? ¿Por un viejo muerto? ¿Y eso era sólo un tercio? ¿Y Cuervo había hecho aquello antes? Debía de ser rico. Las palmas de Chozo se humedecieron. Su mente aulló crímenes potenciales.
—¿Chozo? —dijo suavemente Cuervo cuando le entregó el té y las gachas—. Ni siquiera pienses en ello.
—¿En qué?
—No pienses en lo que estás pensando. De otro modo serás tú quien terminará en el carro.
Linda les frunció el ceño desde la puerta de la cocina. Por un momento Cuervo pareció avergonzado.
* * *
Chozo se dejó caer por el hostal donde Krage tenía su corte. Desde fuera el lugar era tan cochambroso como El Lirio. Buscó tímidamente a Cuenta, intentó ignorar a Asa. Cuenta no le atormentaría por pura diversión.
—Cuenta, necesito ver a Krage.
Cuenta abrió sus grandes ojos castaños de vaca.
—¿Por qué?
—Le traigo algo de dinero. A cuenta.
Cuenta se puso de inmediato en pie.
—Está bien. Aguarda aquí. —Se fue.
Asa se deslizó a su lado.
—¿Dónde has conseguido el dinero, Chozo?
—¿Dónde conseguiste tú el tuyo, Asa?
Asa no respondió.
—No es educado preguntar. Ocúpate de tus asuntos o permanece alejado de mí.
—Chozo, creí que éramos amigos.
—Intenté que fuéramos amigos, Asa. Incluso te dejé un sitio donde dormir. Y tan pronto como te enredaste con Krage…
Una sombra cruzó el rostro de Asa.
—Lo siento, Chozo. Ya me conoces. No pienso demasiado rápido. Hago cosas estúpidas.
Chozo bufó. Así que Asa había llegado a la inevitable conclusión: Krage lo echaría de su lado tan pronto como hubiera arreglado las cosas con Cuervo.
Chozo se sintió tentado de traicionar a Cuervo. El hombre debía de tener una fortuna escondida. Pero le tenía miedo a un millar de cosas, y su anfitrión de este momento estaba a la cabecera de la lista.
—Encontré una forma de conseguir leña del Recinto —dijo Asa. Su rostro se iluminó en una patética súplica—. Sobre todo pino, pero es madera.
—¿El Recinto?
—No es ilegal, Chozo. Mantiene limpio el Recinto.
Chozo frunció farisaicamente el ceño.
—Chozo, es menos malo que robarle a alguien…
Chozo contuvo su furia. Necesitaba aliados dentro del campo enemigo.
—La leña puede ser como el dinero, Asa. No importa su procedencia.
Asa sonrió congraciadoramente.
—Gracias, Chozo.
—Chozo —llamó Cuenta.
Chozo se estremeció cuando cruzó la estancia. Los hombres de Krage sonrieron.
Eso no iba a funcionar. Krage no escucharía. Iba a arrojar a un lado su dinero.
—Cuenta dice que tienes algo para darme a cuenta —dijo Krage.
—Hum. —La madriguera de Krage podía haber sido arrancada entera de una mansión en las alturas del valle. Chozo se sintió asombrado.
—Deja de abrir la boca como un pasmado y sigamos. Será mejor que no me des tampoco un puñado de cobres y me pidas un aplazamiento. Tus pagos son un chiste, Chozo.
—No es ningún chiste, señor Krage. De veras. Puedo pagar más de la mitad de mi deuda.
Krage alzó las cejas.
—Interesante. —Chozo depositó nueve levas de plata delante de él—. Muy interesante. —Clavó en Chozo una penetrante mirada.
—Es más de la mitad, contando los intereses —tartamudeó Chozo—. Esperaba que quizá viendo mi buena voluntad…
—Calla. —Chozo se calló en seco—. ¿Crees que voy a olvidar lo que ocurrió?
—Eso no fue culpa mía, señor Krage. Yo no le dije que… Usted no sabe cómo es Cuervo.
—Cállate —repitió Krage. Contempló las monedas—. Quizá pueda arreglarse algo. Sé que su intervención no fue cosa tuya. No tienes los redaños necesarios.
Chozo clavó la vista en el suelo, incapaz de negar su cobardía.
—Muy bien, Chozo. Eres un cliente regular. Has vuelto a ponerte al día. —Miró fijamente el dinero—. En realidad, parece que te has adelantado tres semanas.
—Gracias, señor Krage. De veras. No sabe usted lo mucho que significa…
—Cállate. Sé exactamente lo que significa. Vete. Empieza a preparar otro pago. Éste es tu último aplazamiento.
—Sí, señor. —Chozo se retiró. Cuenta abrió la puerta.
—¡Chozo! Puede que en alguna ocasión desee algo. Un favor por un favor. ¿Comprendes?
—Sí, señor.
—Muy bien. Vete.
Cuervo se fue, con una sensación deprimida reemplazando el alivio. Krage le obligaría a ayudarle a atrapar a Cuervo. Casi lloraba de vuelta a casa. Nunca conseguiría mejorar. Siempre estaba en una trampa.