La puerta delantera se abrió. Dos hombres entraron en El Lirio, pateando y desprendiéndose del hielo. Chozo acudió rápidamente a ayudar. El hombre más corpulento lo apartó a un lado. El más pequeño cruzó la estancia, pateó a Asa fuera de su lugar ante el fuego, se acuclilló con las manos extendidas. Los clientes de Chozo miraron fijamente a las llamas, sin ver ni oír nada.
Excepto Cuervo, observó Chozo. Cuervo parecía interesado, y no particularmente inquieto.
Chozo estaba sudando. Krage se dio finalmente la vuelta.
—Ayer no te paraste a verme, Chozo. Te eché en falta.
—No pude, señor Krage. No tenía nada que traerle. Mire mi caja. Ya sabe que le pagaré. Siempre lo hago. Simplemente necesito un poco de tiempo.
—Ya ibas con retraso la semana pasada, Chozo. Fui paciente. Sé que tienes problemas. Pero ya ibas con retraso la semana anterior a ésa. Y la anterior. Estás haciendo que parezca malo. Sé que hablas en serio cuando dices que me pagarás. Pero ¿qué pensará la gente? ¿Eh? Quizás empiecen a pensar que ellos también pueden retrasarse. Quizás empiecen a pensar que no hace falta que paguen.
—Señor Krage, no puedo. Mire mi caja. Tan pronto como el negocio remonte…
Krage hizo un gesto. Rojo miró detrás de la barra.
—Los negocios van mal en todas partes, Chozo. Yo también tengo problemas. Tengo gastos. No puedo cumplir con mis pagos si tú no cumples con los tuyos. —Recorrió la sala común, examinando el mobiliario. Chozo podía leer sus pensamientos. Quería El Lirio. Quería a Chozo en un agujero tan profundo que tuviera que cederle el lugar.
Rojo tendió la caja de Chozo a Krage. Krage hizo una mueca.
—Los negocios van realmente mal. —Hizo un gesto. El hombre corpulento, Cuenta, agarró a Chozo por los codos desde atrás. Chozo casi se desvaneció. Krage sonrió sesgadamente.
—Cachéalo, Rojo. Ve si lleva algo encima. —Vació de monedas la caja—. A cuenta, Chozo.
Rojo encontró la leva de plata que Cuervo le había dado a Chozo.
Krage sacudió la cabeza.
—Chozo, Chozo, me has mentido. —Cuenta apretó dolorosamente los codos de Chozo el uno contra el otro.
—Esto no es mío —protestó Chozo—. Esto pertenece a Cuervo. Quería que fuera a comprar leña. Por eso me dirigía al almacén de Listones.
Krage le observó fijamente. Chozo sabía que Krage sabía que estaba diciendo la verdad. No tenía el valor necesario para mentirle.
Chozo estaba asustado. Krage podía simplemente apretarle hasta que le cediera El Lirio a cambio de su vida.
¿Y qué luego? Se encontraría sin un gersh, y en la calle con una mujer vieja de la que ocuparse.
La madre de Chozo maldijo a Krage. Todo el mundo la ignoró, incluido Chozo. Era inofensiva. Linda permanecía en la puerta de la cocina, inmóvil, con una mano apretada en un puño delante de su boca, los ojos intensos. Miraba a Cuervo más que a Krage y a Chozo.
—¿Qué quieres que le rompa, Krage? —preguntó Rojo. Chozo se estremeció. A Rojo le encantaba su trabajo—. No deberías hacernos eso, Chozo. No deberías mentirle a Krage. —Lanzó un perverso puñetazo. Chozo jadeó, intentó inclinarse hacia adelante. Cuenta lo mantuvo erguido. Rojo le golpeó de nuevo.
Una voz suave y fría dijo:
—Ha dicho la verdad. Yo le envié a por leña.
Krage y Rojo intercambiaron una mirada. Cuenta no soltó su presa.
—¿Quién eres tú? —preguntó Krage.
—Cuervo. Suéltale.
Krage intercambió otra mirada con Rojo. Rojo dijo:
—Creo que no deberías hablarle de esta forma al señor Krage.
Cuervo alzó los ojos. Los hombros de Rojo se tensaron defensivamente. Luego, consciente de su audiencia, avanzó unos pasos y lanzó un golpe con la mano abierta.
Cuervo hizo un movimiento apenas perceptible con su mano, retorció. Rojo cayó de rodillas, rechinando los dientes en un lloriqueo contenido. Cuervo dijo:
—Eso fue estúpido.
Sorprendido, Krage respondió:
—Uno es tan listo como lo que hace, señor. Suéltale mientras aún te conservas sano.
Cuervo sonrió por primera vez que Chozo recordara.
—Eso no fue listo. —Hubo un audible pop, y Rojo gritó.
—¡Cuenta! —restalló Krage.
Cuenta echó a Chozo a un lado. Tenía dos veces el tamaño de Rojo, rápido, fuerte como una montaña, y apenas un poco más listo. Nadie sobrevivía a Cuenta.
Una siniestra daga de veintitrés centímetros apareció en la mano de Cuervo. Cuenta se detuvo tan violentamente que sus pies se enredaron. Cayó hacia adelante, golpeando contra el borde de la mesa de Cuervo.
—Oh, mierda —gimió Chozo. Alguien iba a resultar muerto. Krage lo pondría en su cuenta. Iba a ser malo para el negocio.
Pero cuando Cuenta se levantó, Krage dijo:
—Cuenta, ayuda a Rojo. —Su tono era suave y relajado.
Cuenta se volvió obediente hacia Rojo, que se había arrastrado lejos de Cuervo y se estaba sujetando la muñeca.
—Quizás haya habido un pequeño malentendido aquí —dijo Krage—. Te lo diré claramente, Chozo. Tienes una semana para pagarme. La totalidad.
—Pero…
—No hay peros, Chozo. Así es como acordamos. Mata a alguien. Roba a alguien. Vende este antro. Pero consigue el dinero. —No hacía falta explicar el «o de lo contrario».
No me pasará nada, se prometió Chozo a sí mismo. No me hará ningún daño. Soy un cliente demasiado bueno.
¿Cómo demonios iba a salirse de aquello? No podía vender. No con el invierno encima. La vieja no sobreviviría en la calle.
Una ráfaga de aire frío penetró en El Lirio cuando Krage hizo una pausa en la puerta. Miró a Cuervo con ojos furiosos. Cuervo no se molestó en devolverle la mirada.
—Sirve un poco de vino aquí, Chozo —dijo Cuervo—. Parece que el mío se ha derramado.
Chozo se apresuró pese al dolor. No pudo evitar el mostrarse adulador.
—Te lo agradezco, Cuervo, pero no deberías de haber interferido. Te matará por eso.
Cuervo se encogió de hombros.
—Ve al almacén de maderas antes de que algún otro intente quedarse con mi dinero.
Chozo miró la puerta. No deseaba salir. Podían estar aguardando.
Pero luego miró de nuevo a Cuervo. El hombre se estaba limpiando las uñas con aquel perverso cuchillo.
—Ahora mismo.
Estaba nevando. La calle era traicionera. Sólo una delgada máscara blanca cubría el lodo.
Chozo no pudo evitar el preguntarse por qué había intervenido Cuervo. ¿Para proteger su dinero? Razonable… Sólo que los hombres razonables permanecían quietos y en silencio delante de Krage. Podía degollarte si le mirabas con malos ojos.
Cuervo era nuevo allí. Quizá no sabía nada de Krage.
Lo averiguaría a la manera difícil. Su vida ya no valía ni dos gershs.
Cuervo parecía bien provisto de dinero. No debía de llevar toda su fortuna encima, ¿verdad? Quizá tenía parte oculta en su habitación. Quizá fuera suficiente para pagar a Krage. Quizá pudiera hacerse con el dinero de Cuervo. Krage se lo agradecería.
—Déjame ver tu dinero —le dijo Listones cuando le pidió leña. Chozo sacó la leva de plata de Cuervo—. ¡Ja! ¿Quién ha muerto esta vez?
Chozo enrojeció. Una vieja prostituta había muerto en El Lirio el pasado invierno. Chozo había registrado sus pertenencias antes de avisar a los Custodios. Su madre había vivido caliente durante todo el resto del invierno. Todo el Coturno se había enterado porque había cometido el error de decírselo a Asa.
Según la costumbre, los Custodios se hacían cargo de las posesiones personales de los recién fallecidos. Eso y las donaciones sostenían el cuerpo y las Catacumbas.
—No ha muerto nadie. Me ha enviado un cliente.
—¡Ja! El día que tengas un cliente que pueda permitirse esa generosidad… —Listones se encogió de hombros—. ¿Pero qué me importa? La moneda es buena. No me interesa su procedencia. Toma un poco de leña de momento. De ahí.
Chozo regresó tambaleante a El Lirio, el rostro ardiendo, las costillas en fuego. Listones no se había molestado en ocultar su desdén.
De vuelta en casa, con el fuego ardiendo vivo, Chozo llenó dos jarras de vino y se sentó a la mesa delante de Cuervo.
—Por cuenta de la casa —dijo.
Cuervo miró momentáneamente, dio un sorbo, maniobró la jarra hasta situarla en un punto exacto sobre la mesa.
—¿Qué es lo que quieres?
—Darte de nuevo las gracias.
—No hay nada que agradecer.
—Para advertirte, entonces. No te tomaste a Krage lo bastante en serio.
Listones entró con una brazada de leña, gruñendo porque no había podido sacar su carro. Iba a tener que hacer un montón de viajes.
—Vete, Chozo. —Y cuando Chozo se levantaba, con el rostro enrojecido, Cuervo dijo—: Espera. ¿Crees que me debes algo? Entonces algún día te pediré un favor. Y tú lo harás. ¿De acuerdo?
—Seguro, Cuervo. Cualquier cosa. Tú simplemente dilo.
—Ve a sentarte junto al fuego, Chozo.
Chozo se hizo un sitio entre Asa y su madre, uniéndose a su hosco silencio. Aquel Cuervo era realmente estremecedor.
El hombre en cuestión estaba enzarzado en un animado intercambio de signos con la joven sirviente sorda.