ENEBRO: CHOZO DE CASTAÑAS

El día era frío y gris y húmedo, silencioso, brumoso y lúgubre. Las conversaciones en El Lirio de Hierro consistían en hoscos monosílabos pronunciados delante de un insignificante fuego.

Entonces llegó la llovizna, tendiendo sus cortinas sobre el mundo. Formas grises y pardas se acurrucaban desanimadas a lo largo de la mugrienta y lodosa calle. Era un día arrancado completo del seno de la desesperación. Dentro de El Lirio, Chozo de Castañas alzó la vista de su tarea de limpiar sus jarras. Quitarles el polvo, lo llamaba. Nadie usaba sus vasijas de gres de imitación porque nadie pedía aquel vino agrio y barato. Nadie podía soportarlo.

El Lirio se alzaba en el lado sur del Sendero Floral. La barra de Chozo miraba a la puerta, a seis metros de profundidad en las sombras de la sala común. Un conjunto de pequeñas mesas, cada una con su acompañamiento de desvencijados taburetes, presentaban un peligroso laberinto para el cliente que entraba de la luz del sol. Media docena de columnas de apoyo toscamente desbastadas formaban un conjunto de obstáculos adicionales. Las vigas del techo eran demasiado bajas para un hombre alto. Las planchas del suelo estaban cuarteadas y curvadas y crujían, y cualquier cosa derramada sobre ellas desaparecía de inmediato por las rendijas.

Las paredes estaban decoradas con variopintos objetos antiguos y curiosidades dejadas por los clientes, que no tenían el menor significado para nadie que entrara hoy. Chozo de Castañas era demasiado perezoso para quitarles el polvo o retirarlos.

La sala común formaba una L alrededor del extremo de esta barra, más allá de la chimenea, cerca de la cual estaban las mejores mesas. Más allá de la chimenea, en las sombras más profundas, a un metro de la puerta de la cocina, se hallaba la base de la escalera que subía a las habitaciones.

A este oscuro laberinto penetró un hombrecillo con aspecto de comadreja. Llevaba un fajo de leña.

—Chozo. ¿Puedo?

—Demonios, ¿por qué no, Asa? Todos nos beneficiaremos. —El fuego se había visto reducido a un fondo de grisáceas ascuas.

Asa se deslizó a la chimenea. El grupo que había allí se apartó hoscamente. Asa se situó al lado de la madre de Chozo. La vieja Junio era ciega. No podía decir quién era el que se sentaba a su lado. El hombre colocó su fajo delante de él y empezó a agitar las brasas.

—¿Nada nuevo en los muelles hoy? —preguntó Chozo.

Asa sacudió negativamente la cabeza.

—No ha llegado nada. No ha salido nada. Sólo se han ofertado cinco trabajos. Descargar carros. La gente se ha peleado por ellos.

Chozo asintió. Asa no era un luchador. Tampoco le gustaba el trabajo honrado.

—Querida, una cerveza para Asa. —Chozo hizo un gesto mientras hablaba. Su sirvienta tomó la maltratada jarra y la llevó junto al fuego.

A Chozo no le gustaba el hombrecillo. Era un rastrero, un ladrón, un mentiroso, un gorrón, el tipo de hombre que vendería a su hermana por un par de monedas de cobre. Siempre estaba gimiendo y quejándose, y era un cobarde. Pero se había convertido en un proyecto para Chozo, que estaba dispuesto a usar un poco de caridad. Asa era uno de los sin hogar que Chozo permitía dormir en el suelo de la sala común siempre que trajeran algo de leña para el fuego. Dejar que los sin hogar durmieran en el suelo de la sala común no aportaba monedas a su caja, pero aseguraba algo de calor para los huesos artríticos de Junio.

Encontrar madera en Enebro en invierno era más difícil que encontrar trabajo. Chozo se sentía regocijado ante la determinación de Asa de eludir un empleo honesto.

El crepitar del fuego mató el silencio. Chozo dejó a un lado su sucio trapo. Se situó de pie detrás de su madre, con las manos tendidas hacia el fuego. Empezaron a dolerle las uñas. No se había dado cuenta de lo fríos que estaban sus dedos.

Iba a ser un invierno largo y frío.

—Asa, ¿tienes alguna fuente de leña regular? —Chozo no podía permitirse combustible. Hoy en día la madera para el fuego era embarcada en el Río Puerto hacia algún lugar lejano corriente arriba. Era cara. En su juventud…

—No. —Asa miraba fijamente las llamas. El olor a pino se extendió por todo El Lirio. Chozo se preocupó por su chimenea. Otro invierno, y no la había hecho deshollinar. Un incendio en la chimenea podía destruirle.

Las cosas tenían que cambiar pronto. Estaba al límite, metido en deudas hasta las orejas. Estaba desesperado.

—Chozo.

Miró a las mesas, a su único auténtico cliente de pago.

—¿Cuervo?

—Vuelve a llenar, por favor.

Chozo buscó a Linda. Había desaparecido. Maldijo suavemente. No servía de nada llamarla. La muchacha era sorda, era preciso comunicarse con ella por signos. Todo un valor, había pensado cuando Cuervo le sugirió que la contratara. En El Lirio se susurraban incontables secretos. Pensó que podían acudir más susurradores si podían hablar sin miedo a ser oídos.

Asintió con la cabeza, tomó la jarra de Cuervo. No le gustaba Cuervo, en parte porque Cuervo tenía éxito en el juego de Asa. Cuervo no tenía medios visibles de vida, y sin embargo siempre tenía dinero. Otra razón era porque Cuervo era más joven, más fuerte y más sano que la media de los clientes de El Lirio. Era una anomalía. El Lirio se hallaba al final de la ladera del Coturno, cerca de los muelles. Atraía a todos los borrachos, putas baratas, soplones, vagabundos y toda la escoria humana que refluía hasta aquel último remanso antes de que la oscuridad se los tragara. Chozo se desesperaba a veces ante la idea de que su precioso establecimiento no era más que una última estación de tránsito.

Cuervo no pertenecía a aquel lugar. Podía permitirse algo mejor. Chozo hubiera deseado tener el valor necesario para echarle. Cuervo hacía que se le erizara la piel, sentado en su mesa de la esquina, con sus muertos ojos martilleando púas de hierro de sospecha hacia cualquiera que entrase en la taberna, limpiándose interminablemente las uñas con un cuchillo afilado como una navaja, hablando tan sólo unas pocas palabras átonas cada vez que alguien insinuaba la idea de llevarse a Linda escaleras arriba… Todo aquello desconcertaba a Chozo. Aunque no había ninguna conexión obvia, Cuervo protegía a la muchacha como si fuera su hija virgen. ¿Para qué era una puta de taberna, si no?

Chozo se estremeció, apartó aquellos pensamientos de su cabeza. Necesitaba a Cuervo. Necesitaba a cualquier cliente de pago que pudiera conseguir. Estaba sobreviviendo de plegarias.

Llevó el vino. Cuervo depositó tres monedas en su palma. Una de ellas era una leva de plata.

—¿Señor?

—Trae algo de leña decente, Chozo. Si quisiera congelarme me quedaría fuera.

—¡Sí, señor! —Chozo fue a la puerta, escrutó la calle. El almacén de madera de Listones estaba tan sólo a una manzana de distancia.

La llovizna se había convertido en una helada lluvia. La lodosa calle se estaba encostrando.

—Va a nevar antes de que oscurezca —informó a nadie en particular.

—Dentro o fuera —gruñó Cuervo—. No malgastes el poco calor que hay.

Chozo se deslizó fuera. Esperaba poder alcanzar el almacén de Listones antes de que el frío empezara a doler.

Dos figuras surgieron de entre la helada lluvia. Una era un gigante. Ambas estaban inclinadas hacia adelante, con trapos alrededor de sus cuellos para impedir que el hielo se deslizara por sus nucas.

Chozo cargó de vuelta a El Lirio.

—Voy a salir por la parte de atrás —hizo señas—. Linda, estoy fuera. No me has visto desde esta mañana.

—¿Krage? —hizo signos la muchacha.

—Krage —admitió Chozo. Se dirigió a toda prisa a la cocina, tomó su deshilachado sobretodo de su percha, se lo puso. Tuvo que tirar dos veces del cerrojo de la puerta antes de conseguir abrirlo.

Una malévola sonrisa a la que le faltaban tres dientes le saludó cuando se metió en el frío. Un aliento horrible asaltó sus fosas nasales. Un sucio dedo se clavó en su pecho.

—¿Vas a alguna parte, Chozo?

—Hola, Rojo. Sólo iba a buscar un poco de leña a Listones.

—No, no irás. —El dedo empujó, Chozo retrocedió hasta encontrarse de nuevo en la sala común.

Sudoroso, preguntó:

—¿Una jarra de vino?

—Eso sería muy considerado por tu parte, Chozo. Que sean tres.

—¿Tres? —la voz de Chozo se quebró.

—No me digas que no sabías que Krage está de camino.

—No, no lo sabía —mintió Chozo.

La sonrisa con tres dientes ausentes de Rojo decía que sabía que Chozo estaba mintiendo.