El Lirio se alza en el Sendero Floral en el corazón del Coturno, el peor barrio de Enebro, donde el sabor de la muerte flota en cada lengua y los hombres valoran menos la vida que una hora de calor o una comida decente. Su parte delantera se inclina contra su vecino de la derecha, aferrándose a él en busca de apoyo como uno de sus borrachos clientes. Su parte trasera se decanta en dirección opuesta. Sus costados de desnuda madera exhiben leprosas manchas de podredumbre gris. Sus ventanas están tapiadas con trozos de madera con harapos embutidos entre ellos. Su techo exhibe agujeros a través de los cuales aúlla y muerde el viento cuando sopla desde las montañas Wolander. En las montañas, incluso en un día de verano, los glaciares parpadean como distantes venas de plata.
Los vientos marinos son poco mejores. Traen consigo una helada humedad que mordisquea los huesos y envía témpanos de hielo derivando por el puerto.
Las escabrosas estribaciones de las Wolander se tienden hacia el mar, flanqueando el Río Puerto, formando como unas manos en copa que retienen la ciudad y el puerto. La ciudad cabalga el río, ascendiendo por las alturas a ambos lados.
La riqueza está en el propio Enebro, arriba y lejos del río. La gente del Coturno, cuando alza los ojos de su miseria, ve las casas de los ricos allá arriba, sus narices alzadas al aire, mirándose las unas a las otras a través del valle.
Más arriba todavía, coronando las crestas, hay dos castillos. En la altura el sur se alza Tejadura, bastión hereditario de los duques de Enebro. Tejadura se halla en una condición escandalosamente lamentable. A la mayoría de las estructura de Enebro les ocurre lo mismo.
Debajo de Tejadura se encuentra el centro devocional de Enebro, el Recinto, debajo del cual están las Catacumbas. Allá descansan medio centenar de generaciones, aguardando el Día del Tránsito, protegidos por los Custodios de los Muertos.
En el risco norte se alza una fortaleza incompleta llamada simplemente el castillo negro. Su arquitectura es extraña. Grotescos monstruos se asoman por sus almenas. Las serpientes se retuercen en congeladas agonías en sus paredes. No hay uniones en el material parecido a la obsidiana que lo forma. Y el lugar crece.
La gente de Enebro ignora la existencia del castillo, su crecimiento. No desean saber lo que ocurre allá arriba. Raras veces tienen tiempo de detenerse en su lucha constante por la supervivencia para alzar los ojos hasta tan arriba.