Las cabezas de los dos niños asomaron por entre las hierbas como cabezas de marmotas. Contemplaron a los soldados que se aproximaban. El chico susurró:
—Deben de ser miles.
La columna se extendía más y más hacia atrás. El polvo que levantaba derivaba hacia arriba cubriendo la faz de una lejana montaña. El crujir y el tintinear de los arneses se hacía cada vez más fuerte.
El día era caluroso. Los niños sudaban. Sus pensamientos flotaban hacia un cercano arroyo y un chapuzón en un remanso que habían encontrado allí. Pero habían sido enviados a vigilar el camino. Los rumores decían que la Dama tenía intención de romper el renaciente movimiento Rebelde en la provincia de Tarja.
Y allí venían sus soldados. Más cerca ahora. Hombres hoscos, de aspecto duro. Veteranos. Lo bastante viejos como para haber ayudado a crear el desastre que se había abatido sobre los Rebeldes seis años antes y se había llevado, entre otro cuarto de millón de hombres, a su padre.
—¡Son ellos! —jadeó el chico. Miedo y maravilla llenaron su voz. Una reacia admiración—. Es la Compañía Negra.
La chica no sabía mucho sobre el enemigo.
—¿Cómo lo sabes?
El chico señaló a un hombre con aspecto de oso sobre un gran caballo ruano. Tenía el pelo plateado. Su porte indicaba que estaba acostumbrado a mandar.
—Ése es al que llaman el Capitán. El negro pequeño que va a su lado tiene que ser el hechicero llamado Un Ojo. ¿Ves su sombrero? Por eso puedes decirlo. Los que van detrás de él tienen que ser Elmo y el Teniente.
—¿Hay alguno de los Tomados con ellos? —La chica alzó la cabeza para ver mejor—. ¿Dónde están los otros famosos? —Ella era la más joven. El chico, con sus diez años, casi se consideraba un soldado de la Rosa Blanca.
Tiró de su hermana hacia abajo.
—¡Estúpida! ¿Quieres que te vean?
—¿Y qué si me ven?
El chico bufó. Ella había creído a su tío Neat cuando había dicho que el enemigo no hacía daño a los niños. El chico odiaba a su tío. El hombre no tenía redaños.
Nadie juramentado con la Rosa Blanca tenía redaños. Se limitaban a jugar a luchar contra la Dama. Lo más atrevido que hacían era emboscar a algún correo ocasional. Al menos el enemigo tenía valor.
Habían visto lo que habían sido enviados a ver. Tocó la muñeca de la chica.
—Vamos. —Se deslizaron por entre las hierbas, hacia la boscosa orilla del arroyo.
Una sombra se alzó en su camino. Alzaron la vista y palidecieron. Tres jinetes les miraban fijamente desde sus monturas. El chico jadeó. Nadie podía haberse deslizado hasta allá arriba sin ser oído.
—¡Goblin!
El hombrecillo con rostro de rana en el centro del grupo sonrió.
—A tu servicio, muchacho.
El chico estaba aterrado, pero su mente no dejó de funcionar ni un momento. Gritó:
—¡Corre! —Si uno de ellos podía escapar…
Goblin hizo un gesto circular. Un pálido fuego rosado se retorció entre sus dedos. Hizo un movimiento como de arrojar algo. El chico cayó, debatiéndose contra unas ataduras invisibles como una mosca atrapada en una telaraña. Su hermana se alejó lloriqueando una docena de pasos.
—Cogedlos —dijo Goblin a sus compañeros—. Seguro que nos contarán una historia interesante.