S 64°27' 1" 0 62°11' 5"
Por primera vez desde hacía años, desde el verano más caluroso de todos, que siguió a otros veranos calurosos, desde el verano en el que el informe climatológico que publicábamos en junio quedó superado en agosto, por primera vez desde que me extirparon mi falaz vida cotidiana y mi glaciar murió, anoche no me asaltó ninguna pesadilla. He dormido sin malos augurios. Al despertar, me sentía tan reanimado como si me hubiera sometido a una celuloterapia. Permanezco acostado en la cama, una luz tímida se cuela por debajo de la cortina. Un día más, un día diferente a cualquier otro. Paulina se despereza. Fuera pasa pisando con fuerza un pasajero en su ronda matinal. La luz situada sobre la mesilla de noche alumbra el rostro de Paulina. ¿Quién eres?, pregunto. Una chica encantada, contesta ella, que se transformará en la primera criatura que vea nada más despertarse.
—¡Qué terrible maldición!
—Sí, imagínate, habría podido ser el jefe de cocina. Pero he tenido suerte, te he visto a ti.
—¿A eso llamas suerte? Te convertirás en un hombre viejo, en un viejo feo.
—Me convertiré en ti, en Zeno. Presta atención, el cuento continúa, tú también estás encantado por el mismo genio.
—¿Y qué genio es ése?
—Uno al que se le ha liado todo, tú tienes que convertirte en mí.
—Me ha tocado el mejor final.
—Entonces estaremos unidos de verdad, en nuestra memoria como Zeno y Paulina, en el presente como Paulina y Zeno.
Ella alarga su brazo por encima de la hendidura entre las dos camas, nuestras manos se entrelazan, no conozco un gesto más cariñoso. Comienzo a masajear sus dedos. ¿Tienes miedo al infierno?, me pregunta de pronto, los dos todavía debajo de la manta, vueltos el uno hacia el otro. En lugar de contestarle en el acto, me concentro en sus dedos más delgados junto a las uñas, intento desembarazarme del pensamiento de que este será nuestro último despertar juntos. Rozo con mi índice las yemas de sus dedos, una detrás de otra, sin saber si su piel recordará estos contactos. Si yo también formase parte de su cuento y todavía me quedase un deseo, pediría que entre el continente helado e isla Brabante fluyera el Leteo.
—El infierno no es un lugar, respondo al fin, el infierno es la suma de nuestras omisiones.
Ella me mira confundida, sus dedos se clavan en el dorso de mi mano, su pulgar presiona dolorosamente mi muñeca.
—La comprensión, la comprensión tardía, demasiado tardía, de que uno no ha hecho nada cuando hubiera podido hacerlo, cuando hubiera tenido que hacerlo, eso es el infierno. De él no hay escape.
—Entiendo, dice ella, pretendes tranquilizarme. Sus dedos se relajan. A tu extraña manera quieres decirme que no irás al infierno.
Sobre una colina pedregosa, Dan Quentin, con un megáfono en la mano, dirige a sus figurantes embozados en rojo situados en el hielo, por debajo de su posición. Imaginaos bien el SOS, vocifera por el megáfono, en el centro está el círculo, símbolo de lo indestructible, la redondez de la vida, al lado dos serpientes. ¿Por qué digo precisamente dos serpientes? Porque se trata de dos estados fundamentales, tenéis que pensar en ello cuando forméis la s, es importante, uno es el estado tóxico, y el otro el estado sano, are you with me? Dan Quentin deja a un lado el megáfono y deja resbalar su mirada por su obra de arte a punto de consumarse: trescientas personas esperan sus indicaciones. Él parece entretenido, satisfecho. En innumerables entrevistas explicará cómo logró llevar a cabo esa obra maestra. Cuando haya dicho todo lo que quería decir, la presentadora le preguntará con voz titubeante cómo superó el drama que siguió a su mayor éxito artístico. Dan Quentin declarará entonces con voz solemne… Now, all together, give me a S, los brazos rojos se estiran hacia lo alto, give me an O, los brazos rojos se estiran hacia lo alto, give me an S, los brazos rojos se estiran hacia lo alto, give me a proud and loud SOS, todos los brazos se estiran hacia lo alto, están de fiesta, la Oktoberfest en el más profundo sur, se alzan voces como penachos de humo, diferencias lingüísticas en rojo, negro, blanco y gris, yo estoy cerca de Quentin, una intensa emoción se refleja en su cara, el personal de cubierta corrige algunas combaduras en las líneas curvas, en este viaje los filipinos se encargan de todo, incluso de un SOS sin ángulos ni aristas. Las lanchas zódiac traen a más miembros de la tripulación, que como tropas de refresco asaltan la pequeña colina para no perderse el espectáculo.
—Basta, me grita Quentin, ya tenemos suficiente gente.
—Desean participar.
—No los necesitamos.
—Demasiado tarde.
—Que regresen, van a provocar un alboroto.
—Demasiado tarde, la tripulación también quiere tomar parte en el SOS.
—Eso no era lo acordado.
—The more the merrier, eso es lo que se dijo.
Esa frase aludía a los pasajeros, grita Quentin desde su loma, hurry hurry, grazna por el megáfono, el directivo y sus ayudantes alinean a las camareras, cocineros, técnicos, doncellas, lavanderas en la cola de notarios, consultores empresariales y analistas financieros en una S creciente, entre los que figura Paulina, a la que, antes de perderla de vista, acierto a distinguir brevemente entre la multitud, detrás de ella, Ricardo, con sus manos apoyadas en los hombros de ella, de repente la luz del sol penetra con vacilación en nuestra fiesta de hielo, this is the moment, Quentin se acerca apresuradamente, me lanza el megáfono, it's now or never, está dispuesto para aprovechar la gracia de ese momento histórico, un Napoleón de las artes, corre hacia el helicóptero a zancadas, ésa es también mi entrada en acción, comunico a Jeremy por radio que voy a regresar al barco, El Albatros ha partido a buscar un lugar de incubación de cormoranes imperiales que por lo visto se encuentra en las cercanías, Beate ha encontrado su puesto en una curva de la segunda S, el helicóptero despega, todas las manos hacen serias, el mánager de Quentin va, presuroso, de un trabajador de cubierta a otro, seguramente para recordarles que tienen que salir de la imagen, ellos son el armazón que ha de desmontarse lo más deprisa posible para que resplandezca un sos inmaculado, y yo pido a uno de los marineros de las lanchas que me lleve de vuelta al HANSEN, y él acepta a regañadientes, porque no quiere perderse el espectáculo, pero su humor mejora cuando le digo que puede regresar inmediatamente, y que tiene que llevarse a todos los colegas a bordo, incluso a la recepcionista, así se ha acordado con el capitán, today is a happy day, today is a holiday. Cuanta menos gente permanezca a bordo, más sencillo me resultará todo.
Desde la cubierta de sol veo a simple vista el SOS, con los prismáticos reconozco a cada pasajero, los ojos levantados hacia el helicóptero que describe un primer viraje por encima de ellos, la luz centellea en el objetivo de Dan Quentin como una explosión, como un pistoletazo de salida visual. A los pocos miembros del equipo en la borda, que han quedado en el barco como dotación de emergencia, les exijo que bajen uno de los botes salvavidas y se preparen. Ellos creen mi aseveración de que el capitán desea que se haga también ese ejercicio en estas aguas, con un tiempo tan estable. Ahora sólo me queda convencer a los mandos de que se trasladen al bote salvavidas. El zumbido del helicóptero y el matraqueo de las poleas me acompañan al interior del buque.
Al fin solo. En un mar en calma y no sobre una ola de la historia, solo a bordo de un crucero que se puede gobernar con un mando de videoconsola, como si la travesía por las islas de hielo no fuera desde hace mucho tiempo más que un simple juego de ordenador. Track Steering se llama el prodigio técnico, basta con accionar una pequeña palanca para que el buque siga una ruta programada previamente, y la manera de introducir esa ruta me la enseñó Vijay, el oficial de navegación, un día en alta mar, conversábamos, sobre Ladakh y el Tíbet, las travesías sin tormentas se componen de turnos aburridos, de Kailash y Gangotri, introduje como destino el mar abierto, como él me enseñó, un punto cualquiera en el vasto Atlántico, parece funcionar, el barco corta el agua, avanzará también sin mí. El puente dispone de tres radares (el mar es negro, la tierra amarilla) y de dos brújulas (magnética y electrónica), no precisaré nada de eso, y tampoco el Automatic Identification System, que señala a otros dónde se encuentra el HANSEN, y a mí, qué se le aproxima. Me atraparán. He arriado la bandera del mástil de proa y la he tirado al contenedor de plastic waste. Será un largo día.
Alguien encontrará este cuaderno de notas, y lo leerá, lo publicará o lo ocultará. De un modo u otro, ya no necesito seguir explicándome. El individuo es un enigma, unos miles de millones de personas organizadas en un sistema parasitario son una catástrofe. Estoy harto de ser hombre en estas circunstancias. «Sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío». Delante de cada casa se bambolea un pájaro destripado.
Antes creía que tenía que defenderme de la misantropía latente, hoy comprendo claramente que tenemos que derribar de su pedestal al ser humano para salvarlo. ¿Qué importa si está ciego, envuelto en tinieblas, es sordo u obtuso? Sólo se le puede despertar sobresaltándolo, con un gran golpe. Estoy tranquilo y resuelto. Acciono el conmutador general, todas las luces de a bordo se apagan.
Ha llegado el momento.
¿Mi consuelo? Que del ser humano no quedará nada salvo unos coprolitos.
Saldré cuando oscurezca, volaré, rodeado por peces de hielo, ascidias flotando por debajo de mí y rayas deslizándose por encima, volaré hasta que mi sangre se coagule al helarse.